Capítulo 15

Cuando Denny se marchó a la semana siguiente, fuimos a casa de los padres de Eve para que cuidaran de nosotros. Eve tenía la mano vendada, lo que me indicaba que el corte era peor de lo que decía. Pero no por eso reducía su actividad.

Maxwell y Trish, los Gemelos, vivían en una casa muy lujosa, en un gran terreno boscoso en la isla Mercer, que gozaba de una asombrosa vista del lago Washington y de Seattle. Y, aunque vivían en un lugar tan hermoso, eran dos de las personas menos felices que yo conocía. Nada era lo bastante bueno para ellos. Siempre se quejaban y proclamaban que las cosas podrían ser mejores y no entendían por qué eran tan malas. En cuanto llegamos, se pusieron a criticar a Denny: «No pasa bastante tiempo con Zoë». «No te cuida». «Su perro necesita un baño». ¡Como si mi higiene tuviese algo que ver!

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Maxwell.

Estaban en la cocina. Trish preparaba la cena, algún plato que, inevitablemente, Zoë detestaría. Era una cálida tarde de primavera, así que los Gemelos llevaban polos y pantalones deportivos. Maxwell y Trish bebían manhattans con cerezas Eve, una copa de vino. Había rechazado una píldora para el dolor que le ofrecieron. Era una de las que le dieron a Maxwell cuando se operó de hernia unos meses antes.

—Me voy a poner en forma —dijo Eve—. Me siento gorda.

—Pero estás muy delgada —dijo Trish.

—Puedes sentirte gorda aunque estés flaca. Siento que no estoy en forma.

—Ah.

—Lo que pregunto es qué vas a hacer con Denny —dijo Maxwell.

—¿Tengo que hacer algo con Denny? —preguntó Eve.

—¿Si debes hacer algo? ¿Aporta algo a la familia? ¡La única que gana dinero eres tú!

—Es mi marido y es el padre de Zoë, y lo amo. ¿Qué más tiene que aportar?

Maxwell bufó y dio un golpe en la encimera. Di un respingo.

—Asustas al perro —señaló Trish. Rara vez me llamaba por mi nombre. Dicen que así se hace en los campos de prisioneros de guerra. Despersonalización.

—Sólo me siento frustrado —dijo Maxwell—. Quiero lo mejor para mis chicas. Siempre que vienes aquí es porque él se ha ido a correr. No es bueno para ti.

—Esta temporada es verdaderamente importante para su carrera —replicó Eve, procurando mantener la calma—. Me gustaría ayudarlo más, pero hago lo que puedo, y él lo aprecia. Lo que no necesito es que vosotros la toméis conmigo por ello.

—Lo siento. —Maxwell habló alzando las manos para indicar que se daba por vencido—. Lo siento. Sólo quiero lo mejor para ti.

—Ya lo sé, papi —dijo Eve, dándole un beso en la mejilla—. Yo también quiero lo mejor para mí.

Tomó su copa de vino y salió. Yo me quedé. Maxwell fue a la nevera y sacó un frasco de los pimientos picantes que le gustaban. Se pasaba el día comiendo pimientos. Abrió el frasco, metió los dedos, extrajo un largo pimiento y le hincó el diente.

—¿Has visto qué débil está? —preguntó Trish—. Parece un galgo. Pero se siente gorda.

Él meneó la cabeza.

—Mi hija con un mecánico… No, un mecánico no. Un técnico de atención al cliente —dijo, sarcástico—. ¿En qué nos equivocamos?

—Siempre hizo lo que quiso —dijo Trish.

—Pero al menos lo que quería tenía sentido. Por Dios, si tiene un doctorado en historia del arte. Y acaba casada con ése.

—El perro te está mirando —dijo Trish al cabo de un momento—. Quizás quiere un pimiento.

La expresión de Maxwell cambió.

—¿Quieres algo bueno, chico? —Me miró, tendiéndome un pimiento.

Yo no lo miraba por eso. Lo miraba para entender mejor el sentido de sus palabras. Pero estaba hambriento, así que olfateé el pimiento.

—Son buenos —me instó—. Importados de Italia.

Tomé el pimiento y enseguida sentí un escozor en la lengua. Lo mordí y un líquido ardiente me llenó la boca. Me lo tragué deprisa para evitar la incomodidad que me producía. Sin duda, el ácido de mi estómago, pensé, anularía el del pimiento. Pero fue entonces cuando comenzó el verdadero dolor. Sentí como si me hubiesen desollado la garganta. El estómago se me revolvió. Salí de la cocina, de la casa. Una vez fuera, tomé agua de mi cuenco, pero no sirvió de mucho. Me fui a un arbusto cercano y me quedé tumbado a la sombra, esperando a que se me fuera el ardor.

Cuando Trish y Maxwell me sacaron esa noche —Zoë y Eve ya dormían—, se quedaron en el porche trasero repitiendo su estúpido mantra:

—¡Busca, chico! ¡Busca!

Aún no me sentía del todo bien, y me alejé un poco más de lo que acostumbraba antes de acuclillarme a cagar. Una vez que lo hice, vi que mis excrementos eran flojos y acuosos, y cuando los husmeé noté que olían particularmente mal. Me di cuenta de que ya estaba a salvo y que lo peor había pasado. Pero desde esa ocasión, me cuido de los alimentos que me puedan caer mal y nunca he vuelto a aceptar comida de alguien en quien no confíe plenamente.