La afección de Eve era escurridiza e impredecible. Un día sufría un dolor de cabeza de magnitud abrumadora. Otro, náuseas que la dejaban incapacitada. Un tercero comenzaba con mareos y terminaba de un talante oscuro y airado. Y esos días nunca eran consecutivos. Entre uno y otro pasaban incluso semanas, tiempo de alivio, en que todo marchaba como de costumbre. Y de pronto Denny recibía una llamada y corría a asistir a Eve, la buscaba en su trabajo y la traía a casa. Después, hacía que algún amigo trajese el coche de Eve y se pasaba lo que quedaba de día mirándola, impotente.
La naturaleza intensa y arbitraria del mal de Eve era totalmente incomprensible para Denny. Los gemidos, los gritos incesantes, el caer al suelo entre espasmos de angustia. Son cosas que sólo entienden perros y mujeres, porque ambos nos conectamos directamente con la fuente del dolor, que es al mismo tiempo brillante, brutal y nítido. Como metal fundido que brotara de una manguera. Podemos apreciar su valor estético mientras todo su horror nos da en plena cara. Pero los hombres están llenos de filtros, desvíos, procesos graduales. Para los hombres, todo es como con el pie de atleta: dale el medicamento adecuado, dicen, y se irá. No se dan cuenta de que la manifestación de su dolencia, el hongo que aparece entre sus velludos dedos de los pies, no es más que un síntoma, un indicio de un problema de fondo. Un brote bacteriano, por ejemplo, en sus intestinos, o alguna otra alteración del organismo. Al suprimir el síntoma se obliga al mal a expresarse de forma más profunda en alguna otra ocasión. Se agrava. Ve al médico, le decía él. Que te den algún remedio. Y ella le respondía aullándole a la luna. Él nunca la entendió, como yo la entendía, cuando ella le respondía que un medicamento sólo enmascararía el dolor, que no haría que se fuera, y que eso no servía de nada. Él nunca la entendió cuando ella decía que, si iba al médico, lo único que haría éste sería inventarse una enfermedad que explicara por qué era imposible ayudarla. Y además, pasaba mucho tiempo entre un episodio y el siguiente. Y eso alentaba sus esperanzas.
A Denny lo frustraba su impotencia, y, en ese aspecto, yo lo entendía muy bien. Para mí, es frustrante no poder hablar. Sentir que hay muchas cosas que podría decir, muchas maneras en las que podría ayudar. Pero estoy encerrado en una cabina insonorizada, una unidad de aislamiento desde donde lo puedo ver y oír todo, pero en la que nunca puedo hablar ni de la que puedo salir. Es como para volver loca a una persona. Y ciertamente ha vuelto locos a muchos perros. Al perro bueno que nunca le hizo mal a nadie, pero que un día le devoró el rostro a su amo, que dormía profundamente bajo la influencia de unos somníferos. Ese perro no tenía ningún problema, excepto que su mente terminó por quebrarse. Suena horrible, pero ocurre. Sale constantemente en las noticias de la tele.
En cuanto a mí, he encontrado modos de eludir la locura. Practico, por ejemplo, el arte de caminar como lo hacen los humanos. Trato de masticar lentamente, como los humanos. Estudio la tele para ver cómo se comportan, para aprender cómo se reacciona ante ciertas situaciones. En mi próxima vida, cuando renazca como persona, seré prácticamente un adulto en el momento mismo en que salga del vientre materno, gracias a lo mucho que me estoy preparando. Después, sólo deberé aguardar a que mi nuevo cuerpo humano crezca y madure para poder descollar en todas las disciplinas atléticas e intelectuales a las que espero dedicarme.
Denny conducía para escapar de la locura de su propio infierno insonorizado. No podía hacer nada para aliviar la aflicción de Eve, y una vez que se dio cuenta de ello, se comprometió a hacer lo mejor que pudiera todo lo demás.
En el fragor de la carrera, a veces les ocurren cosas a los coches. Se puede romper un diente de un engranaje de transmisión, privando al conductor de todas sus marchas. Quizá falle el embrague. O los frenos se ablanden al recalentarse. Se pueden romper los amortiguadores. Cuando surge uno de estos problemas, el mal conductor choca. El conductor normal se da por vencido. Los buenos siguen al volante. Dan con una manera de seguir conduciendo a pesar del problema. Como en el Gran Premio de Luxemburgo de 1989, cuando el irlandés Kevin Finnerty York ganó la carrera y después reveló que había corrido las últimas doce vueltas con sólo dos marchas. Dominar así una máquina es la prueba definitiva de habilidad, decisión y conciencia. Hace que nos demos cuenta de que el aspecto físico del mundo sólo es un límite si nuestra voluntad es débil. Un verdadero campeón puede lograr cosas que le parecerían imposibles a una persona normal.
Denny redujo sus horas de trabajo para poder llevar a Zoë a la escuela infantil. Por la noche, después de cenar, le leía cuentos y la ayudaba con sus números y sus letras. Pasó a ocuparse de hacer todas las compras y de cocinar. Se hizo cargo de la limpieza de la casa. Y lo hizo todo bien y sin quejarse. Quería aliviar a Eve de toda carga, de toda tarea que le pudiera pesar. Pero lo que sus nuevas responsabilidades le impedían era relacionarse con ella de la manera juguetona y físicamente afectuosa que yo me había acostumbrado a ver. Le era imposible hacerlo todo. Estaba claro que había decidido que su prioridad era cuidar el organismo de Eve. Lo cual, creo, fue la decisión correcta, dadas las circunstancias. Porque me tenía a mí.
Veo el verde como gris. Para mí, el rojo es negro. ¿Eso me hace malo? Si me enseñaran a leer y me dieran un sistema computerizado como el que alguien le dio a Stephen Hawking, yo también podría escribir libros importantes. Pero nadie me enseña a leer y nadie me da un mando de ordenador que pueda apretar con la nariz para indicar la siguiente letra que quiero pulsar. Así que ¿de quién es la culpa de que sea como soy?
Denny no dejó de amar a Eve. Sólo delegó en mí la tarea de darle amor. Me convertí en su representante en lo referente a dar amor y comprensión. Cuando Eve enfermaba y él se hacía cargo de Zoë, llevándosela de la casa a ver alguna de las muchas maravillosas películas de animación para niños que se hacen, para que no oyera los gritos de dolor de su madre, yo me quedaba. Él confiaba en mí. Mientras Zoë y él tomaban sus botellas de agua y las galletas especiales sin grasas hidrogenadas que le compraba en el mercado bueno, me decía:
—Por favor, cuídala por mí, Enzo.
Y yo lo hacía. La cuidaba tumbándome junto a la cama, o si se había derrumbado en el suelo, quedándome junto a ella. A menudo, me estrechaba con fuerza, me apretaba contra su cuerpo, y, mientras lo hacía, me contaba cosas sobre el dolor.
—No puedo quedarme quieta. No puedo estar sola con esto. Necesito gritar y debatirme, porque se va cuando grito. Cuando me quedo en silencio me encuentra, me rastrea, me perfora y me dice: «¡Ahora te tengo! ¡Ahora eres mía!».
Demonio. Diablo. Duende. Espectro. Fantasma. Espíritu. Sombra. Ogro. Estantigua. Trasgo. Las personas les temen, así que relegan su existencia a cuentos, a libros que pueden cerrar y poner en el anaquel, o dejar en una habitación de hotel después de leerlos; cierran los ojos con fuerza para no ver el mal. Pero créeme si te digo que la cebra existe. En algún lugar, la cebra está bailando.
Por fin, llegó la primavera, después de un invierno excepcionalmente húmedo, lleno de días grises y de lluvia y de un frío penetrante que no tenía nada de rejuvenecedor. Durante el invierno, Eve comió poco y se puso pálida y macilenta. A veces, cuando el dolor la atacaba, pasaba días enteros sin probar bocado. Nunca hacía ejercicio, de modo que su delgadez, la piel floja sobre huesos frágiles, no daban una impresión de vigor. Se iba consumiendo. Denny se preocupaba, pero Eve nunca hizo caso a sus súplicas de que consultara a un médico. Sólo es un leve caso de depresión, decía. Tratarían de darle píldoras y ella no quería píldoras. Y una noche, después de la cena, que fue especial, aunque no recuerdo si se trataba de un cumpleaños o de un aniversario, Denny apareció, inesperadamente, desnudo en el dormitorio, donde Eve ya estaba desnuda en la cama.
Me pareció raro, porque hacía mucho que no se montaban ni jugaban. Pero ahí estaban. Él se puso sobre ella y ella le dijo:
—El campo está fértil.
—En realidad no lo está, ¿no? —preguntó él.
—Sólo dilo —respondió Eve al cabo de un momento. Sus ojos, hundidos en las órbitas y rodeados de piel hinchada, habían perdido brillo y ciertamente no daban una impresión de fertilidad.
—¡Siembro este campo de la fertilidad! —repitió él. Pero el encuentro fue débil y carente de entusiasmo. Ella hacía ruidos, pero fingía. Yo me di cuenta porque, en medio de todo, me miró, meneó la cabeza y me indicó que me marchara con un gesto. Me retiré de la habitación y descabecé un sueño ligero. Y si no recuerdo mal, soñé con cornejas.