Un par de años después de que nos mudáramos a la casa nueva, pasó algo muy aterrador.
Denny consiguió una plaza para competir en Watkins Glen. Era otra carrera de resistencia, pero con un equipo conocido, así que esta vez no tuvo que conseguir todo el patrocinio para pagar su plaza. Antes, esa misma primavera, había ido a Francia a participar en un test de prueba para la Fórmula Renault. Era un intento caro, que no podía permitirse. Le dijo a Mike que sus padres se lo habían regalado, pero yo tenía mis dudas. Sus padres vivían muy lejos, en un pueblo pequeño, y nunca lo habían visitado durante todo el tiempo que yo llevaba con él. No habían ido para la boda. Ni cuando nació Zoë, ni en ninguna otra ocasión. Pero no importaba. Viniera de donde viniese la financiación, Denny fue al test e hizo muy buen papel, porque en Francia llueve en primavera. Cuando le contó a Eve su aventura, le dijo que uno de los buscadores de talentos que asisten a estas cosas se le acercó después de una sesión y le preguntó:
—¿Puedes marchar tan rápido con la pista seca como cuando está mojada?
Y, mirándolo a los ojos, Denny le respondió:
—Pruébame.
Tienes ante tus ojos la respuesta a tu pregunta.
El buscador de talentos le ofreció participar de una prueba de dos semanas y Denny fue. Probó, practicó, afinó su preparación. Era un asunto importante. Se desenvolvió tan bien que le ofrecieron una plaza en la carrera de resistencia de Watkins Glen.
Cuando se fue a Nueva York, todos sonreímos, porque no veíamos la hora de contemplar la carrera por el Speed Channel.
—¡Es muy emocionante! —decía Eve entre risitas—. ¡Papi es un corredor profesional!
Y Zoë, a quien amo mucho, tanto que sacrificaría mi vida sin titubear para protegerla, vitoreaba y se ponía al volante del coche de carreras de juguete que tenía en la sala de estar, y daba vueltas y vueltas hasta que todos nos mareábamos. Luego, alzaba los brazos y proclamaba:
—¡Soy la campeona!
La excitación me afectaba tanto que hacía estupideces, como cavar agujeros en el jardín. O me enroscaba antes de extenderme por completo en el suelo, panza arriba, con las patas estiradas y el lomo arqueado para que me rascaran la barriga. Y perseguía todo lo que se moviera. ¡Como si corriese en una carrera!
Fueron los mejores momentos. De verdad.
Y después, fueron los peores.
Llegó el día de la carrera y Eve se despertó abrumada por una repentina oscuridad. Un dolor tan insufrible que, plantada en la cocina de madrugada, antes de que Zoë se despertara, vomitó copiosamente en el fregadero. Vomitaba como si se estuviese vaciando del todo, como si quisiera volverse igual que un calcetín.
—No sé qué me pasa, Enzo —dijo. Era raro que me hablara con franqueza, como lo hace Denny, como si fuese su verdadero amigo, su compañero del alma. La última vez que me había hablado así fue cuando nació Zoë.
Pero esta vez sí me habló como si fuese su amigo del alma. Preguntó:
—¿Qué me pasa?
Ella sabía que yo no podía responderle. Su pregunta era puramente retórica. Eso era lo más frustrante de todo; yo sabía cuál era la respuesta.
Sabía lo que le pasaba, pero no tenía modo de decírselo, así que le hurgué el muslo con el morro. Sepulté mi hocico entre sus piernas. Esperé, asustado.
—Siento como si me aplastaran el cráneo —dijo.
No pude responder. No tenía palabras. No podía hacer nada.
—Me aplastan el cráneo —repitió.
Y, a toda prisa, recogió algunas cosas mientras yo la miraba. Metió la ropa de Zoë en una bolsa. También algunas prendas suyas y cepillos de dientes. Todo muy deprisa. Y despertó a Zoë y la hizo calzarse sus pequeñas zapatillas y ¡bam!, se cerró la puerta, y ¡clic, clic!, el pestillo bajó, y se marchó.
Yo no me marché. Yo estaba allí. Yo seguía allí.