Un sábado por la tarde, en verano, después de pasar la mañana en la playa de Alki, nadando y comiendo pescado y patatas fritas comprados en Spud’s, regresamos a casa, enrojecidos y cansados por el sol. Eve puso a Zoë a dormir una siesta. Denny y yo nos sentamos frente a la tele a estudiar.
Puso una cinta de una carrera de resistencia en la que había participado, como parte de un equipo de tres, en Portland, unas semanas atrás. Era una carrera emocionante, de ocho horas de duración. Denny y otros dos pilotos hicieron turnos de dos horas, y acabaron quedando primeros en su categoría merced a su heroísmo del último momento. Entre otras cosas, Denny estuvo a punto de hacer un trompo, pero se recuperó justo a tiempo y pasó a los competidores que le llevaban la delantera.
Ver toda una carrera grabada con una cámara ubicada en la cabina del coche es una experiencia impresionante. Da una maravillosa sensación de la perspectiva del corredor, que suele faltar en las que se transmiten por televisión, con sus múltiples cámaras y diversos coches a los que seguir. Ver la carrera desde la cabina de un único coche te hace entender de verdad cómo es conducir; qué se siente al tener el volante en las manos, conocer de verdad la salida, la pista, el atisbo por el espejo retrovisor de los rivales que vienen por detrás de ti, la sensación de aislamiento, la concentración y la decisión necesarias para el triunfo.
Denny puso la cinta desde el comienzo de su último turno. La pista estaba mojada y el cielo cubierto de oscuras nubes que anunciaban más lluvia. Miramos varias vueltas en silencio. Denny conducía tranquilo, casi solo, pues su equipo se había rezagado tras tomar la decisión crucial de detenerse para reemplazar sus neumáticos por otros especiales para lluvia. Otros participantes habían preferido pensar que la lluvia pasaría y que la pista no tardaría en secarse. De modo que siguieron en carrera, sacándole dos vueltas de ventaja al equipo de Denny. Pero volvió a llover, lo que le dio una marcada ventaja a Denny.
A toda velocidad y sin esfuerzo, Denny pasaba a los otros coches: Miatas, poco potentes, pero veloces en las curvas gracias a su estupendo equilibrio, Vipers de grandes motores y pésima dirección. Denny, en su rápido y poderoso Porsche Cup Car, cortando la lluvia.
—¿Por qué eres mucho más veloz que los otros en las curvas? —preguntó Eve.
Alcé la vista. Estaba de pie en el umbral, mirando.
—La mayor parte de ellos no lleva neumáticos para la lluvia —dijo Denny.
Eve se sentó junto a Denny en el sofá.
—Algunos sí.
—Sí, algunos sí —confirmó él.
Seguimos mirando. Denny se colocó detrás de un Camaro amarillo. Parecía que lo hubiese podido pasar en la duodécima curva, pero no lo hizo. Eve se dio cuenta.
—¿Por qué no lo pasaste? —preguntó.
—Lo conozco. Su motor es muy potente y en la recta me habría vuelto a adelantar. Creo que lo supero en la próxima serie de curvas.
Así fue. En la siguiente curva, Denny iba a unos centímetros del parachoques trasero del Camaro. Se mantuvo así durante la doble curva siguiente y luego, en la salida, se puso junto a él. Y cuando entraron en otra curva, lo pasó a toda velocidad.
—Esta parte de la pista se pone realmente resbaladiza con la lluvia —dijo—. No le queda más remedio que rezagarse. Cuando vuelva a tener buena adherencia en las ruedas, yo ya estaré fuera de su alcance.
Otra vez estaba en la recta. Sus faros iluminaban las señales de curva contra un cielo cada vez más oscuro. En el espejo retrovisor panorámico de Denny, el Camaro se hizo cada vez más pequeño, hasta que, al fin, desapareció.
—¿Él tenía neumáticos para lluvia? —preguntó Eve.
—Creo que sí. Pero su coche no estaba bien balanceado.
—Aun así, tú conduces como si la pista no estuviese mojada. Los demás, sí.
Curva doce otra vez, y después a toda marcha por la recta. Ante nosotros brillaban las luces traseras de otros competidores, las próximas víctimas de Denny.
—Lo tienes ante tus ojos —dijo Denny en voz baja.
—¿El qué? —preguntó Eve.
Al cabo de un momento Denny explicó:
—Un día, cuando tenía diecinueve años e iba a la escuela de conducir de Sears Point, llovía, y trataban de enseñarnos cómo se maneja el coche en la lluvia. Una vez que los conductores terminaron de explicar sus secretos, todos los estudiantes quedamos totalmente confundidos. No teníamos ni idea de lo que nos estaban hablando. Miré al tipo que tenía a mi vera. Era un francés llamado Gabriel Flouret, y conducía muy rápido. Sonrió y dijo: «Lo tienes ante tus ojos».
Haciendo sobresalir el labio inferior, Eve miró a Denny con los ojos entornados.
—Y ahí lo entendiste todo —dijo, en tono de broma.
—Así es —respondió Denny, muy serio.
En la tele, seguía lloviendo. El equipo de Denny había tomado la decisión correcta. Los otros se detenían para cambiar los neumáticos.
—Los conductores le temen a la lluvia —nos dijo Denny—. La lluvia amplifica tus errores y una pista mojada puede hacer que tu coche reaccione de forma inesperada. Cuando ocurre algo inesperado, debes reaccionar. Y reaccionar a esa velocidad, siempre es reaccionar demasiado tarde. De modo que hay motivo para tener miedo.
—A mí me da miedo sólo mirarlo —dijo Eve.
—Si yo obligo al coche a hacer algo de forma intencionada, debo saber cómo va a responder. En otras palabras, sólo es impredecible si no soy… dueño de mis actos.
—¿Le haces dar un trompo antes de que lo dé? —preguntó ella.
—¡Exacto! Si quien inicia la acción soy yo, soltando un poco el control, sé lo que ocurrirá antes de que ocurra. Así, puedes reaccionar antes de que el coche ni siquiera sepa qué está ocurriendo.
—¿Y tú sabes hacerlo?
En ese momento, en la pantalla, Denny pasaba a los otros coches. De pronto, la parte trasera del suyo viró hacia un lado. Pero sus manos ya giraban el volante para compensar el coletazo y enderezar el rumbo. En vez de dar un trompo completo, se aferró a la recta y siguió su camino, dejando atrás a los otros. Eve lanzó un suspiro de alivio y se llevó la mano a la frente.
—A veces —dijo Denny—. Pero todos los pilotos hacen trompos. Ocurre porque siempre se busca ir más allá del límite. Pero estoy trabajando en ello. Todo el tiempo. Y tuve un buen día.
Ella se quedó con nosotros un momento más. Cuando se incorporó, le sonrió a Denny, casi como si no quisiera hacerlo.
—Te amo —dijo—. Amo todo lo que tiene que ver contigo, hasta las carreras. Y sé que, en cierto modo, tienes razón en todo lo que dices. Pero a mí me sería imposible hacerlo.
Se fue a la cocina; Denny y yo seguimos mirando el vídeo. En medio de la oscuridad, los coches seguían recorriendo el circuito.
Nunca me canso de mirar vídeos con Denny. Sabe mucho y he aprendido mucho de él. No dijo nada más. Sólo siguió mirando el vídeo. Pero mis pensamientos volvían a lo que me acababa de enseñar. Un concepto tan simple, pero tan verdadero: tenemos ante nuestros ojos la respuesta a lo que preguntamos. Somos los creadores de nuestros propios destinos. Pero, actuemos intencionadamente o por ignorancia, nadie más que nosotros mismos es responsable de nuestros éxitos o fracasos.
Reflexioné sobre cómo se aplicaba este concepto a mi relación con Eve. Era cierto que su participación en nuestras vidas me inspiraba algunos celos, y sé que ella lo percibía y que, para protegerse, se mostraba distante. Y aunque la llegada de Zoë había cambiado mucho nuestra relación, aún existía una distancia entre nosotros.
Dejé a Denny frente a la tele y fui a la cocina. Eve preparaba la cena. Me miró cuando entré.
—¿Te aburrió la carrera? —preguntó con descuido.
Yo no estaba aburrido. Podría haber mirado la carrera durante todo ese día y también el siguiente. Quería manifestarle algo. Me tumbé junto a la nevera, uno de mis lugares favoritos.
Me daba cuenta de que mi presencia la incomodaba. Por lo general, si Denny estaba en la casa, me quedaba junto a él. Que la hubiese escogido a ella parecía confundirla. No entendía cuál era mi intención. Pero, concentrada en la preparación de la cena, no tardó en olvidarme.
Comenzó por poner a asar unas hamburguesas, que olían bien. Luego lavó un poco de lechuga y la centrifugó hasta que quedó seca. Cortó manzanas. Puso cebollas y ajos en una olla y les añadió una lata de tomates. La cocina olía a comida. El aroma y el calor del día me amodorraron. Creo que dormía cuando sentí sus manos, acariciándome el flanco primero, rascándome la barriga después. Me puse panza arriba para reconocer su dominio y me recompensó con más cariñosas caricias.
—Perro bueno —me dijo—. Perro bueno.
Volvió a sus preparativos. De cuando en cuando, me acariciaba el pescuezo con su pie desnudo al pasar junto a mí. No era gran cosa, pero significó mucho para mí.
Siempre quise amar a Eve como Denny la amaba, pero nunca lo hice, porque la temía. Ella era mi lluvia. Era mi elemento impredecible. Era mi miedo. Pero un piloto no puede temerle a la lluvia, un piloto debe amarla. Yo, por mi cuenta, podía cambiar lo que me rodeaba. Al cambiar mi ánimo, mi energía, hice que Eve me viera de otra manera. Y, aunque no sea el amo de mi destino, sí puedo decir que tuve un atisbo de qué es serlo, y sé cuál es el objetivo por el que debo bregar.