Denny me llevó desde la granja de Spangle a un barrio de Seattle llamado Leschi, donde vivía en un pequeño apartamento alquilado que daba al lago Washington. No me agradó demasiado la vida de apartamento, pues estaba acostumbrado a los grandes espacios abiertos y aún era cachorro. Así y todo, teníamos un balcón que daba al lago, lo que me gustaba, pues heredé la afición al agua de la raza de mi madre.
Crecí deprisa y durante ese primer año entre Denny y yo se estableció un profundo cariño, además de una recíproca sensación de confianza. Por eso quedé muy sorprendido cuando se enamoró de Eve con tanta rapidez.
La trajo a casa, y enseguida noté que ella, como él, tenía un olor dulce. Llenos de bebida fermentada que los hacía actuar de manera extraña, se aferraron como si demasiadas ropas se interpusiesen entre ambos, y tiraron el uno del otro, se apretujaron, mordiendo labios, metiendo dedos, enmarañando cabellos, convertidos en una masa de puros codos, dedos de los pies y saliva. Cayeron sobre la cama y él la montó y ella le dijo:
—¡Este campo está fértil! ¡Cuidado!
Y él respondió:
—¡Siembro en esta pradera de la fertilidad! —Y se puso a labrar el campo hasta que éste cerró sus puños sobre las sábanas, arqueó la espalda y gritó de placer.
Cuando él se levantó y se fue a hacer sus ruidos acuáticos al cuarto de baño, ella me acarició la cabeza, que yo tenía muy cerca del suelo, porque apenas pasaba del año y aún era inmaduro y todos esos gritos me habían intimidado un poco. Dijo:
—No te importa que yo también lo ame, ¿verdad? No me interpondré entre vosotros.
La respeté por tener aquella delicadeza, pero de inmediato supe que sí se interpondría entre nosotros, y me pareció que su negación preventiva era engañosa.
Traté de no mostrar mi desazón, porque me daba cuenta de cuán encaprichado con ella estaba Denny. Pero debo admitir que no me mostré muy alegre por su presencia. Y, por eso, a ella tampoco le agradaba mucho la mía. Ambos éramos satélites que orbitaban en torno al sol que era Denny, y competíamos por la supremacía gravitatoria. Claro que ella tenía la ventaja que le daban su lengua y sus pulgares, y cuando la veía besarlo y acariciarlo, ella a veces me echaba un vistazo y me guiñaba un ojo, como si alardeara: «¡Mira mis pulgares! ¡Mira lo que pueden hacer!».