Capítulo 2

Me sacó de una camada de cachorros, una móvil masa entremezclada de patas, orejas, rabos, detrás de un cobertizo, en un oloroso campo cerca de un pueblo del este de Washington llamado Spangle. No recuerdo mucho del lugar del que vengo, pero sí recuerdo a mi madre, una pesada labradora con colgantes mamas que oscilaban de un lado a otro mientras mis hermanos y yo la perseguíamos por el patio. Lo cierto es que nuestra madre no parecía sentir mucha simpatía por nosotros, y le daba más o menos igual que nos alimentásemos o pasáramos hambre. Parecía aliviada cada vez que uno de nosotros se marchaba. Sabía que así se libraba de una de las exigentes criaturas que, entre gruñidos, la perseguían para consumirla a fuerza de mamar.

Nunca conocí a mi padre. Los de la granja le dijeron a Denny que era un cruce de pastor con perro de aguas, pero no lo creo. Nunca vi un perro con ese aspecto en la granja, y, aunque la mujer era agradable, el hombre alfa era un desgraciado, un mal tipo que te miraba a los ojos y te mentía, incluso cuando le convenía más decir la verdad. Hizo un pormenorizado discurso sobre la inteligencia relativa de las distintas razas caninas. Creía firmemente que los más inteligentes eran los pastores y los perros de aguas, lo cual los hacía más deseables, y valiosos cuando «se los cruzaba con una labradora para darles temperamento». Puros cuentos. Todo el mundo sabe que los pastores y los perros de aguas no son particularmente inteligentes. No piensan por sí mismos. Responden y reaccionan. Especialmente los pastores de ojos azules de Australia, esos que entusiasman tanto a la gente cuando atrapan lo que les lancen. Sí, son vivos y rápidos, pero no piensan por sí mismos; lo suyo son las costumbres, los comportamientos convencionales.

Estoy seguro de que mi padre fue un terrier. Porque los terrier saben resolver problemas. Hacen lo que les ordenan, pero sólo si ello coincide con lo que querían de antemano. Había un terrier así en la granja. Un airedale. Grande, marrón y negro, rudo. Nadie se metía con él. No estaba con nosotros en el prado cerrado de detrás de la casa. Vivía en el cobertizo que estaba al pie de la colina, donde los hombres iban a arreglar sus tractores. Pero a veces subía a la colina y, cuando lo hacía, todos se apartaban de su camino. En el campo se decía que era pendenciero y que el hombre alfa lo mantenía separado porque era capaz de matar a cualquier perro que husmeara cerca. Le arrancaba la piel del pescuezo a cualquiera por una mirada casual. Y cuando había una perra en celo la montaba a conciencia, sin que le importara quién estuviese mirando ni si a alguien le preocupaba que lo hiciese. A menudo me pregunto si él me habrá engendrado. Mi color es marrón y negro, como el suyo, mi pelo es ligeramente duro, y la gente suele preguntar si tengo sangre de terrier. Me gusta pensar que el valor y la decisión están en mis genes.

Recuerdo que el día en que dejé la granja hacía calor. Todos los días eran calurosos en Spangle, y yo creía que el mundo era un lugar caluroso, porque no conocía el frío. Nuca había visto la lluvia, ni sabía mucho acerca del agua. El agua era eso que había en los baldes de donde bebían los perros mayores, y era eso que el hombre alfa rociaba con una manguera en la cara de los perros que querían pelearse. Pero el día en que llegó Denny era excepcionalmente caluroso. Mis compañeros de camada y yo luchábamos como de costumbre cuando una mano se metió entre nosotros y me agarró de la piel del pescuezo, y de pronto me encontré suspendido en el aire.

—Éste —dijo un hombre.

Fue mi primer atisbo del resto de mi vida. Él era esbelto, con músculos largos y duros. No era robusto, pero sí bien plantado. Tenía unos ojos azules glaciales y penetrantes. Su pelo rizado y corto y la barba recrecida eran oscuros y duros como el pelo de un terrier irlandés.

—El mejor de la camada —comentó la mujer del alfa. Era agradable; me agradaba que nos tuviese en su suave regazo—. El más dulce. El más bonito.

—Pensábamos quedárnoslo —dijo el hombre alfa, que regresaba, con sus grandes botas embarradas, de reparar una cerca junto al arroyo. Siempre decía lo mismo. Vamos, yo apenas tenía doce semanas y ya había oído esa frase montones de veces. La usaba para sacar más dinero.

—¿Está dispuesto a desprenderse de él?

—Si pagas lo que vale. —El hombre alfa hablaba mirando al cielo, de un azul que el sol volvía pálido, con sus ojos entornados—. Si pagas lo que vale.