Marc corrió durante mucho rato hasta que no pudo más, hasta que los pulmones le ardieron. Sin aliento, con la espalda de la camisa empapada, se sentó en el primer mojón de piedra que encontró. Unos perros habían meado en él. No le importó. Con la cabeza zumbando, apretada entre las manos, se puso a reflexionar. Asqueado, aturdido, intentaba recuperar la calma para poder pensar. No reaccionar a patadas como si se tratara de una pelota. No reproducir la tectónica de placas. No conseguiría reflexionar sentado en aquel mojón lleno de meados. Debía caminar, caminar despacio, pero no sin recuperar antes el aliento. Miró hasta dónde había llegado. A la Avenue d’Italie. ¿Había corrido tanto? Se levantó con cuidado, se enjugó la frente y se acercó a la estación de metro. «Maison Blanche.» Blanca. Aquello le recordaba algo. Ah, sí, la ballena blanca. Moby Dick. La moneda de cinco francos clavada. Había sido idea de su padrino, eso de jugar con algo tan horrible. Subir por la Avenue d’Italie. Andar con pasos comedidos. Acostumbrarse a la idea. ¿Por qué no quería que Sophia hubiera hecho todo aquello? ¿Porque la había conocido una mañana delante de la verja? Y, sin embargo, la acusación de Christophe Dompierre estaba ahí, clara. Christophe. Marc se quedó quieto. Siguió. Se detuvo. Tomó un café. Siguió.
Hasta las nueve de la noche, con el estómago vacío y la cabeza pesada, no llegó al caserón. Entró en el refectorio a cortar una rebanada de pan. Leguennec estaba hablando con su padrino. Cada uno tenía un montón de naipes en la mano.
—Raymond d’Austerlitz —decía Leguennec—, un viejo vagabundo, un amigo de la Louise, afirma que una bella mujer fue a buscarla hace por lo menos una semana, de cualquier forma, un miércoles. Fue un miércoles, Raymond está seguro. La mujer iba bien vestida y, cuando hablaba, se ponía la mano en la garganta. Voy con picas.
—¿Propuso un asunto a la Louise? —preguntó Vandoosler tirando tres cartas, una de ellas al revés.
—Eso es. Raymond no sabe cuál, pero la Louise se citó con ella y estaba «especialmente contenta». Menudo asunto… Ir a que la quemaran en un viejo coche en Maisons-Alfort… Pobre Louise. Te toca.
—No tengo tréboles. Paso. ¿Qué ha dicho el médico forense?
—Ahora tenemos más datos, gracias a los dientes. Él pensaba que tendrían que haber resistido más, pero claro, a la Louise sólo le quedaban tres en la boca. Así que todo cuadra. Seguramente por eso Sophia la eligió. Me quedo con tus corazones y echo la sota de diamantes.
Marc se metió el pan en uno de los bolsillos e introdujo dos manzanas en el otro. Se preguntó a qué extraño juego estaban jugando los dos polis. Le daba igual. Tenía que caminar. No había terminado de caminar. Ni de hacerse a la idea. Volvió a salir y se fue por el otro lado de la Rue Chasle, pasando por delante del frente occidental. Pronto caería la noche.
Siguió andando otras dos horas al menos. Dejó el corazón de una manzana en el borde de la fuente Saint-Michel y el otro en el pedestal del león de Belfort. Le costó mucho llegar hasta el león y subir a su pedestal. Existe una especie de poemita que asegura que por la noche el león de Belfort va a pasear tranquilamente por París. Aquello, al menos, todo el mundo sabe que es una tontería. Cuando Marc saltó al suelo, se encontraba mucho mejor. Volvió a la Rue Chasle, con la cabeza aún dolorida pero serena. Había aceptado la idea. Había comprendido. Todo estaba en orden. Sabía dónde estaba Sophia. Le había llevado mucho tiempo.
Entró con paso tranquilo en el oscuro refectorio. Eran las once y media y todo el mundo dormía. Encendió la luz y llenó el hervidor. La horrible foto ya no estaba sobre la mesa de madera. Solamente había un papelito. Era una nota de Mathias: «Juliette cree saber dónde se ha escondido Sophia. La acompaño a Dourdan. Tengo miedo de que intente ayudarla a escapar. Llamo a casa de Alexandra si hay alguna novedad. Saludos primitivos. Mathias».
Marc soltó el hervidor bruscamente.
—¡Qué gilipollas! —murmuró—. Pero ¡qué gilipollas!
Subiendo los escalones de cuatro en cuatro, subió al tercero.
—¡Vístete, Lucien! —gritó sacudiéndole.
Lucien abrió los ojos, dispuesto a replicar.
—No, ni preguntas ni comentarios. Te necesito. ¡Date prisa!
Marc subió igual de rápido al cuarto piso y sacudió a Vandoosler.
—¡Se va a escapar! —dijo Marc, sin aliento—. ¡Rápido, Juliette y Mathias se han ido! Ese imbécil de Mathias no se da cuenta del peligro. Me voy con Lucien. Ve a sacar a Leguennec de la cama y que acuda con sus hombres a Dourdan, a la Allée des Grands-Ifs, número 12.
Marc salió como un cohete. Tenía las piernas doloridas de haber corrido tanto aquel día. Lucien bajó, con cara de sueño, poniéndose los zapatos y con una corbata en la mano.
—Reúnete conmigo delante de la casa de Relivaux —le gritó Marc al pasar.
Bajó las escaleras a toda velocidad, atravesó el jardín corriendo y se puso a gritar ante la casa de Relivaux.
Relivaux apareció en la ventana, receloso. Había vuelto hacía poco y el descubrimiento de la inscripción en el coche negro le había dejado hecho polvo, según decían.
—¡Tíreme las llaves de su coche! —gritó Marc—. ¡Cuestión de vida o muerte!
Relivaux ni se lo pensó. Unos segundos después, Marc atrapaba las llaves al vuelo desde el otro lado de la verja.
Se podía pensar todo lo que se quisiera de Relivaux, pero era un excelente lanzador.
—¡Gracias! —gritó Marc.
Metió la llave, arrancó y abrió la portezuela para recoger a Lucien al pasar. Lucien se hizo el nudo de la corbata, colocó una petaca entre sus muslos, echó el asiento hacia atrás y se instaló cómodamente.
—¿Qué contiene esa petaca? —preguntó Marc.
—Ron. Por si acaso.
—¿De dónde lo has sacado?
—Es mío. Era para hacer pasteles.
Marc se encogió de hombros. Así era Lucien.
Marc conducía deprisa, con los dientes apretados. París, de noche, a toda velocidad. Era un viernes por la noche, circular no era fácil, y Marc sudaba, muy nervioso, adelantaba, se saltaba los semáforos. Hasta que no salieron de París y entraron en la carretera nacional vacía, no se sintió capaz de hablar.
—Pero ¿qué le pasa a Mathias? —gritó—. ¿Cree que va a poder coger a una mujer que ya se ha cepillado a un montón de gente? ¿Es que no se da cuenta? ¡Es mucho peor que un uro!
Como Lucien no respondía, Marc le echó una rápida ojeada. El muy imbécil dormía, y además profundamente.
—¡Lucien! —gritó Marc—. ¡Despierta!
No había nada que hacer. Cuando aquel tipo decidía dormir, no se le podía despertar si él no quería. Como cuando se metía en la guerra del 14 al 18. Marc aceleró aún más.
Frenó delante del número 12 de la Allée des Grands-Ifs a la una de la madrugada. La gran puerta de madera de la casa de Sophia estaba cerrada. Marc sacó a Lucien del coche y lo sujetó para mantenerlo en pie.
—¡Despierta! —repitió Marc.
—No grites —dijo Lucien—. Estoy despierto. Siempre estoy despierto cuando sé que soy indispensable.
—Date prisa —dijo Marc—. Aúpame como la otra vez.
—Quítate el zapato —dijo Lucien.
—No te enteras de nada, ¿verdad? ¡Quizá lleguemos demasiado tarde! ¡Así que cruza las manos y olvídate de mis zapatos!
Marc apoyó el pie en las manos de Lucien y se alzó hasta lo alto del muro. Tuvo que hacer un esfuerzo para conseguir pasar por encima.
—Ahora te toca a ti —dijo Marc extendiendo el brazo—. Acerca el cubo de basura, súbete a él y coge mi mano.
Lucien se encontró a caballo en el muro al lado de Marc. El cielo estaba nublado y la oscuridad era completa.
Lucien saltó y Marc tras él.
Una vez en el suelo, Marc intentó orientarse en la oscuridad. Pensaba en el pozo. Hacía un buen rato que sólo pensaba en el pozo. El agua. Mathias. El pozo, lugar habitual donde se cometían los crímenes en la sociedad rural medieval. ¿Dónde estaba ese jodido pozo? Ahí, era esa forma clara. Marc se dirigió hacia allí corriendo y Lucien fue tras él. No oía nada, ni un ruido, salvo su carrera y la de Lucien. Cada vez estaba más enloquecido. Separó rápidamente las pesadas planchas que cubrían la boca. Mierda, no había cogido una linterna. De todas formas, ya no tenía linterna desde hacía mucho tiempo. Dos años. Digamos que dos años. Se asomó por encima del brocal y llamó a Mathias.
Ni un sonido. ¿Por Dios, por qué insistía con el pozo? ¿Por qué no en la casa o en el bosquecillo? No, era en el pozo, estaba seguro. Es fácil, es limpio, es medieval, no deja huellas. Levantó el pesado cubo de zinc y lo hizo descender muy despacio. Cuando lo oyó tocar la superficie del agua, al fondo, atrancó la cadena y pasó una pierna por encima del brocal.
—Comprueba que la cadena queda bloqueada —dijo a Lucien—. No abandones este puto pozo. Y sobre todo, ten cuidado. No hagas un solo ruido, no la alertes. Cuatro, cinco o seis cadáveres, a ella no le importa cuántos sean. Tu petaca de ron, pásamela.
Marc inició el descenso. Tenía bastante miedo. El pozo era estrecho, negro, húmedo y helado como cualquier pozo, pero la cadena sujetaba bien. Creía haber descendido seis o siete metros cuando tocó el cubo y el agua le heló los tobillos. Se dejó hundir hasta los muslos, con la sensación de que el frío le daba pinchazos en la piel. Notó contra sus piernas un cuerpo y le entraron ganas de gritar.
Llamó a Mathias, pero éste no respondió. Los ojos de Marc se habían acostumbrado a la oscuridad. Se hundió más en el agua, hasta la cintura. Con una mano, palpó los contornos del cuerpo del cazador-recolector que se había dejado tirar como un cretino al fondo de aquel pozo. Su cabeza y sus rodillas emergían del agua. Mathias había conseguido que sus largas piernas hicieran de calce contra la pared cilíndrica. Había sido una suerte que lo hubieran tirado a un pozo tan estrecho. Porque allí se había quedado atascado. Pero ¿cuánto tiempo hacía que se estaba bañando en aquel frío? ¿Cuánto tiempo llevaba deslizándose, centímetro a centímetro, tragando aquella agua oscura?
No podía subir a Mathias inconsciente. Era fundamental que el cazador volviera en sí al menos para agarrarse.
Marc se enrolló la cadena alrededor del brazo derecho, rodeó el cubo con sus piernas, aseguró su presa y empezó a tirar de Mathias. Era tan grande y pesaba tanto. Marc estaba agotado. Poco a poco, Mathias iba saliendo del agua y tras un cuarto de hora de esfuerzos, su torso reposaba en el cubo. Marc le sujetó sobre su pierna apoyada contra la pared y con la mano izquierda consiguió coger el ron que había guardado en la chaqueta. Si Mathias llegaba a vivir mucho, le cogería manía a aquel mejunje para repostería. Se lo echó como pudo en la boca. Chorreaba por todas partes, pero Mathias empezaba a reaccionar. Ni por un segundo Marc había dejado que entrara en su cabeza la idea de que Mathias pudiera morir. Que dejara de existir el cazador-recolector. Marc le propinó unas bofetadas y volvió a darle ron. Mathias gruñó. Emergía de las profundidades.
—¿Me oyes? Soy Marc.
—¿Dónde estamos? —preguntó Mathias con voz sorda—. Tengo frío. Me voy a morir.
—Estamos en el pozo. ¿Dónde quieres que estemos?
—Ella me empujó —balbuceó Mathias—. Me dio un golpe, me empujó, no la vi venir.
—Lo sé —dijo Marc—. Lucien nos va a subir. Está ahí arriba.
—Se va a deslomar —farfulló Mathias.
—No te preocupes por él. Está acostumbrado a estar en primera línea. Vamos, bebe.
—¿Qué es esta mierda?
Mathias había hablado de forma casi inaudible.
—Es ron para repostería, es de Lucien. ¿Te calienta?
—Tómalo tú también. El agua paraliza.
Marc tomó varios tragos. La cadena enrollada alrededor del brazo le mordía, le quemaba.
Mathias había vuelto a cerrar los ojos. Respiraba, es todo lo que se podía decir de él. Marc silbó y la cabeza de Lucien se destacó en el pequeño círculo de sombra más clara, allá arriba.
—¡La cadena! —dijo Marc—. Súbela suavemente, pero sobre todo ¡no dejes que vuelva a bajar! ¡No hagas movimientos bruscos o se me soltará!
Su voz retumbaba, ensordeciéndole incluso a él. A menos que tuviera también los oídos entumecidos.
Oyó ruidos metálicos. Lucien deshacía el nudo mientras mantenía la tensión para que Marc no cayera más abajo. Lucien era hábil, muy hábil. Y la cadena subió con lentitud.
—¡Hazlo eslabón a eslabón! —gritó Marc—. ¡Pesa como un uro!
—¿Se ha ahogado? —gritó Lucien.
—¡No! ¡Enrolla, soldado!
—¡Para ti es fácil decirlo, mierda! —gritó Lucien.
Marc agarró a Mathias por los pantalones. Mathias se sujetaba los pantalones con una gruesa cuerda y resultaba fácil cogerle. Fue la única cualidad que Marc concedió en ese instante a aquel trozo de cuerda rústica con la que Mathias se sujetaba los pantalones. La cabeza del cazador-recolector golpeaba un poco contra las paredes del pozo pero Marc veía acercarse el círculo del brocal. Lucien tiró de Mathias y lo tumbó en el suelo. Marc pasó por encima del brocal y se dejó caer en la hierba. Se desenrolló la cadena del brazo con una queja. Estaba sangrando.
—Apriétalo con mi chaqueta —dijo Lucien.
—¿No has oído nada?
—A nadie. Ahí llega tu tío.
—Ha tardado mucho. Dale una bofetada a Mathias y también fricciónale el cuerpo. Creo que se ha vuelto a desmayar.
Leguennec llegó el primero corriendo y se arrodilló junto a Mathias. Llevaba una linterna en la mano.
Marc se levantó, con el brazo como una piedra y fue al encuentro de los seis policías.
—Estoy seguro de que se ha largado al bosquecillo —dijo.
Encontraron a Juliette diez minutos más tarde. Dos hombres la traían sujetándola por los brazos. Parecía agotada, llena de arañazos y golpes.
—Ella me ha… —jadeó Juliette— He conseguido escapar…
Marc se abalanzó sobre ella y la agarró por el hombro.
—¡Cállate! —gritó sacudiéndola—. ¡Cállate!
—¿Intervenimos? —preguntó Leguennec a Vandoosler.
—No —murmuró Vandoosler—. No pasa nada, dejémoslo actuar. Es su método, su descubrimiento. Yo sospechaba algo así, pero…
—Vandoosler, tenías que habérmelo dicho.
—Aún no estaba seguro. Los medievalistas tienen sus propios métodos, ya lo ves. Cuando Marc empieza a poner sus ideas en fila, no para hasta que llega al final… Va poniendo una cosa y luego otra, lo mejor y lo peor, y de repente, ve.
Leguennec miró a Marc que, rígido, con la cara blanca en la noche y el pelo empapado, seguía agarrando a Juliette muy cerca del cuello, con una sola mano, en la que brillaban sus anillos, una ancha mano cerrada sobre ella y que parecía muy peligrosa.
—¿Y si hace alguna tontería?
—No hará ninguna tontería.
A pesar de todo, Leguennec hizo una seña a sus hombres para que rodearan a Marc y a Juliette.
—Yo voy a ocuparme de Mathias —dijo—. Ha estado a dos pasos de morir.
Vandoosler recordó que a la vez que pescador, Leguennec también había sido socorrista marítimo. El agua siempre es el agua.
Marc había soltado a Juliette y la miraba fijamente. Era fea y era guapa. Le dolía el estómago. ¿El ron, quizá? En ese momento ella estaba quieta. Marc temblaba. La ropa empapada se le pegaba y le congelaba el cuerpo. Lentamente buscó a Leguennec con la mirada entre aquellos hombres apretujados en la oscuridad. Lo distinguió más lejos, cerca de Mathias.
—Inspector —susurró—, dé la orden de que vayan a buscar debajo del árbol. Creo que ella está ahí.
—¿Debajo del árbol? —preguntó Leguennec—. Ya hemos cavado debajo del árbol.
—Precisamente —dijo Marc—. El lugar en el que ya se ha buscado, el lugar que no se volverá a abrir jamás… Es ahí donde está Sophia.
Ahora Marc tiritaba realmente. Encontró la botellita de ron y vació el último cuarto. Sintió que la cabeza la daba vueltas, quería que Mathias le encendiera la chimenea, pero Mathias estaba en el suelo, quería tumbarse como él, incluso gritar con todas sus fuerzas. Se enjugó la frente con la manga empapada, con el brazo izquierdo, que aún podía mover. El otro lo tenía colgando y la sangre le corría por la mano.
Alzó los ojos. Ella lo seguía mirando fijamente. Ahora sólo quedaba aquel cuerpo rígido y la mirada áspera.
Aturdido, Marc se sentó en la hierba. No, ya no quería mirarla. Incluso lamentaba haberla mirado tanto.
Leguennec incorporó a Mathias. Le sentó.
—Marc… —dijo Mathias.
Aquella voz apagada hizo reaccionar a Marc. Si Mathias hubiera tenido fuerzas, habría dicho «Habla, Marc». Seguro que habría dicho eso el cazador-recolector. A Marc le castañeteaban los dientes y sus palabras salieron en fragmentos entrecortados.
—Dompierre —dijo— se llamaba Christophe.
Con la cabeza baja y las piernas cruzadas, se puso a arrancar la hierba que había a su alrededor, a puñados. Lo mismo que había hecho cerca del haya. La arrancaba y lanzaba las briznas a su alrededor.
—Escribió Sofia con f, y no con ph —continuó nervioso—. Sin embargo, un tipo que se llama Christophe, o, p, h, no se equivoca en la ortografía de Sophia, no, porque son las mismas sílabas, las mismas vocales, las mismas consonantes, e incluso cuando estás a punto de morir, sigues sabiendo, si te llamas Christophe, que Sophia no se escribe con f, lo sigues sabiendo, y en eso no habría podido equivocarse, como tampoco habría escrito su nombre con f, no, él no escribió Sofia, no escribió Sofia…
Marc se estremeció. Sintió que su padrino le quitaba la chaqueta y luego la camisa empapada. Él no tenía fuerzas para ayudarle. Seguía arrancando la hierba con la mano izquierda. Entonces le envolvieron en una manta áspera, directamente sobre la piel, una manta que los polis llevaban en la camioneta. Mathias tenía otra igual. Picaba mucho pero calentaba. Se relajó un poco, se encogió en su interior, y la mandíbula le tembló menos. Seguía teniendo los ojos clavados en la hierba, por supervivencia, para no tener que verla.
—Continúa —dijo la voz sorda de Mathias.
Ahora se encontraba mejor. Podía hablar sin dificultad, más despacio, y reflexionar al mismo tiempo, reconstruir los hechos. Podía hablar pero ya no podía pronunciar aquel nombre.
—Entonces comprendí —añadió en voz baja dirigiéndose a la hierba— que Christophe no había podido escribir Sofia Siméonidis… Entonces, ¿quién, Dios mío? La a de Sofia estaba mal hecha, la curva de la f no estaba cerrada, parecía una gran S, así que él había escrito Sosia Siméonidis, sosia, doble, suplente… sí, eso es lo que había hecho, había señalado a la suplente de Sophia Siméonidis… Su padre, en su artículo, había escrito algo curioso… algo así como «Sophia tuvo que ser sustituida durante tres días por su suplente, Nathalie Domesco, cuya execrable imitación había acabado definitivamente con Elektra…,» imitación… imitación era una extraña palabra, una extraña expresión, como si la suplente no se hubiera limitado a sustituir sino a imitar, a remedar a Sophia, con el pelo teñido de negro, cortado muy corto, los labios rojos y el fular en el cuello, sí, eso fue lo que hizo… y la «sosia» era el apodo que Dompierre y Frémonville daban a la suplente, como escarnio sin duda, porque era demasiado evidente… y Christophe lo sabía, conocía el apodo y lo comprendió, aunque realmente demasiado tarde, y yo lo comprendí, casi demasiado tarde también…
Marc volvió la mirada hacia Mathias, que estaba sentado en el suelo entre Leguennec y otro inspector. Y vio también a Lucien, que se había colocado de pie detrás del cazador-recolector, pegado a él como para ofrecerle un respaldo. Lucien, con su corbata hecha jirones, la camisa sucia por el brocal del pozo, su cara de niño, con los labios abiertos y el ceño fruncido. Un grupo apretado de hombres mudos, que se recortaba nítidamente en la noche bajo la linterna de Leguennec. Mathias parecía alelado, pero escuchaba. Era fundamental que hablara.
—¿Se pondrá bien? —preguntó.
—Se pondrá bien —dijo Leguennec—. Está empezando a mover los pies en las sandalias.
—Entonces sí se pondrá bien. Mathias, ¿fuiste a verla esta mañana a su casa?
—Sí —dijo Mathias.
—¿Hablaste con ella? —preguntó Marc.
—Sí, yo había sentido calor en la calle, cuando recogimos a Lucien borracho. Estaba desnudo y no tenía frío, sentía algo tibio en los riñones. Me di cuenta más tarde. El motor de un coche… Había sentido el calor del motor de su coche, delante de su casa. Lo comprendí cuando Gosselin fue acusado porque entonces pensé que había cogido el coche de su hermana la noche del asesinato.
—Entonces te quedaste jodido cuando Gosselin quedó libre de sospecha, porque entonces necesitabas encontrar otra explicación a tu «calor». Y sólo había una… Pero cuando volví al caserón aquella noche, lo sabía todo de ella, sabía el porqué, lo sabía todo.
Marc esparcía a su alrededor las briznas de hierba arrancadas. Estaba devastando el rinconcito de tierra en el que se encontraba.
—Christophe Dompierre había escrito Sosia… Georges había atacado a Sophia en su camerino y alguien se había beneficiado de ello… ¿Quién? La suplente por supuesto, la «sosia» que iba a sustituirla en escena… Me acordé… las clases de música… era ella, ella la suplente durante años… con el nombre de Nathalie Domesco. Solamente su hermano estaba al corriente, pues sus padres creían que trabajaba de limpiadora… No se llevaba bien con ellos, quizá habían roto… Me acordé… Mathias, sí, Mathias que no había tenido frío durante la noche del asesinato de Dompierre, Mathias que estaba delante de su verja, delante de su coche… me acordé… los polis volviendo a tapar la zanja… los espiábamos desde mi ventana y el suelo sólo les llegaba a la mitad de los muslos… ellos no habían buscado más abajo que nosotros… alguien más había cavado después de ellos, más abajo, hasta el estrato de tierra oscura y fértil… entonces… entonces sí, ya sabía lo suficiente como para reconstruir su historia, como Acab con su ballena asesina… y como él, conocía su ruta… y por dónde iba a pasar…
Juliette miró a los hombres que se habían apostado alrededor de ella en semicírculo. Echó la cabeza hacia atrás y escupió a Marc. Éste agachó la cabeza. La maravillosa Juliette de los hombros lisos y blancos, con aquel cuerpo y aquella sonrisa tan maternales. Aquel cuerpo claro en la noche, sin contornos, redondo, pesado, escupiendo. Juliette, a la que besaba en la frente, la ballena blanca, la ballena asesina.
Juliette volvió a escupir a los dos polis que la flanqueaban, y luego dejó escapar una respiración fuerte, silbante. Le siguió una breve risa burlona y de nuevo la respiración. Marc imaginaba su mirada directamente clavada en él. Pensó en Le Tonneau. Se sentían bien en aquel tonel… el humo, las cervezas en la barra, el ruido de las tazas. Los filetes. Sophia, que había cantado sólo para ellos la primera noche.
Seguía arrancando la hierba. Ahora estaba haciendo un montoncito a su izquierda.
—Ella plantó el haya —continuó—. Sabía que el árbol preocuparía a Sophia, que hablaría de él… ¿Quién no se habría preocupado? Ella envió la postal de Stelyos por correo, ella interceptó a Sophia el miércoles por la noche camino de la estación, y ella la llevó a ese jodido tonel de mierda, con no sé qué pretexto… ¡Me importa un carajo! ¡No quiero saberlo! ¡No quiero oírlo! Pudo decir que tenía noticias de Stelyos… la llevó, la mató en el sótano, la ató como un trozo de carne para asar, la trasladó durante la noche a Normandía y allí la metió en el viejo congelador de la bodega, estoy seguro…
Mathias se apretó las manos una contra la otra. Dios mío, cómo había deseado a aquella mujer, en la promiscuidad del tonel, al caer la noche, cuando se iba el último cliente, incluso esa misma mañana mientras la había rozado ligeramente cuando la había ayudado a ordenar. Cien veces había querido hacer el amor con ella. En el sótano, en la cocina, en la calle. Quitarse la ropa de camarero demasiado apretada. Aquella noche se preguntaba qué le había hecho contenerse constantemente. Se preguntaba por qué Juliette nunca había demostrado la menor sensibilidad ante ningún hombre.
Un ruido ronco le sobresaltó.
—¡Que se calle esa mujer! —gritó Marc sin apartar los ojos de la hierba. Luego recobró el aliento. Ya no había mucha hierba al alcance de su mano izquierda. Cambió de postura. Haría otro montón.
—Una vez que Sophia hubo desaparecido —continuó con una voz algo extraña—, todos empezamos a preocuparnos, ella la primera, como una amiga leal. Era previsible que los polis fueran a buscar debajo del árbol, y lo hicieron, y no encontraron nada, y volvieron a tapar el agujero… Y todo el mundo acabó por admitir que Sophia se había ido con su Stelyos. Entonces… entonces el lugar estaba preparado… Ahora podía enterrar a Sophia allí donde nadie, ni siquiera los polis, iría nunca más a buscarla, ¡porque ya lo habían hecho! Debajo del árbol… Y de todas formas ya nadie iría a buscar a Sophia porque creerían que se había largado a una isla. Su cadáver, debajo de un haya intocable, no aparecería jamás… Sin embargo, era imprescindible que ella pudiera enterrarla tranquilamente, sin testigos, sin vecinos, sin nadie.
Marc volvió a detenerse. Era tan largo de contar… Le parecía que le costaba poner las cosas en orden, que su relato sonara coherente. Dejaría la coherencia para más tarde.
—Nos llevó a todos a Normandía. Durante la noche cogió el coche, el paquete congelado, y volvió a la Rue Chasle. Relivaux no estaba allí, y nosotros, nosotros estábamos como gilipollas durmiendo en su casa, felices, ¡a cien kilómetros de allí! Entonces hizo su repugnante trabajo enterrándola bajo el haya. Es una mujer fuerte. De madrugada, regresó en silencio, en silencio…
Bueno. Había pasado el momento más duro. El momento en que Sophia era enterrada bajo el árbol. Ahora ya no valía la pena seguir arrancando hierba. Podía dejar de hacerlo. Además, era la hierba de Sophia.
Se levantó y caminó con pasos mesurados, sujetándose la manta con el brazo izquierdo. A Lucien le recordó a un indio de América del Sur, así, con el pelo lacio y negro pegado por el agua, y la manta envolviéndole. Caminaba sin acercarse a ella, dando rodeos sin mirarla.
—No debió de gustarle, después de aquello, ver aparecer a la sobrina con el pequeño, pues no había previsto aquel inconveniente. Alexandra había anunciado su llegada y no admitía la desaparición de su tía. Alexandra era terca como una mula, se abrió la investigación y otra vez se buscó a Sophia. Imposible y demasiado arriesgado volver a tocar el cadáver bajo el árbol. Tenía que hacer aparecer un cuerpo para cerrar la investigación antes de que los polis se pusieran a curiosear por todo el vecindario. Fue ella la que se presentó en Austerlitz en busca de la pobre Louise, ella la que la llevó a Maisons-Alfort y ¡ella la que la quemó!
Marc había vuelto a gritar. Hizo esfuerzos por respirar lentamente, con el abdomen, y continuó.
—Por supuesto, ella tenía el poco equipaje que Sophia había llevado. Puso las sortijas de oro en los dedos de la Louise, dejó el bolso a su lado y encendió el fuego… ¡Un gran fuego! No debía quedar ninguna huella de la identidad de Louise, ni ningún indicio del día de su muerte… Una hoguera… el horno, el infierno… Sin embargo, sabía que el basalto resistiría. Y el basalto señalaría a Sophia sin la menor duda… el basalto hablaría…
De repente, Juliette se puso a gritar. Marc se quedó inmóvil y se tapó los oídos, el izquierdo con la mano y el derecho levantando el hombro. Sólo oía palabras sueltas… basalto, Sophia, basura, matar, Elektra, matar, cantar, nadie, Elektra…
—¡Hacedla callar! —gritó Marc—. ¡Hacedla callar, lleváosla, no puedo seguir oyéndola!
Hubo un ruido, más escupitajos y los pasos de los polis que, a una seña de Leguennec, se alejaron con ella. Cuando Marc vio que Juliette ya no estaba allí, dejó caer los brazos. Ahora podía mirar todo lo que quisiera, a cualquier parte. Ella ya no estaba allí.
—Sí, ella cantaba —dijo—, pero entre bastidores, como el último mono, y no podía soportarlo, ¡necesitaba una oportunidad! Estaba celosa de Sophia hasta un grado inimaginable… Entonces forzó la oportunidad, pidió a su pobre e imbécil hermano que diera una paliza a Sophia para que ella pudiera sustituirla… la idea era sencilla…
—¿Y el intento de violación? —preguntó Leguennec.
—¿Eh? ¿El intento de violación? Bueno… también por mandato de su hermana, para que la agresión fuera creíble… la violación no fue de verdad…
Marc se calló, fue hacia Mathias, le examinó, movió la cabeza y volvió a deambular, dando grandes y extraños pasos, con el brazo colgando. Se preguntó si a Mathias también le picaba la manta de los polis. Seguramente no. Mathias no era del tipo de persona que se da cuenta de que un tejido pica. Se preguntó cómo podía hablar así cuando le dolía tanto la cabeza y estaba tan mareado, cómo podía saber todo aquello y decirlo… ¿Cómo? No había podido aceptar que Sophia fuese la asesina, no, aquélla era una conclusión falsa, estaba seguro, una conclusión errónea… había que releer los informes, volver a analizar todo… no podía ser Sophia… había alguien más… otra historia… La historia, él se la había contado a sí mismo, a fragmentos, antes, trozo por trozo… y luego un trozo después de otro trozo… el itinerario de la ballena, sus instintos… sus deseos… en la fuente Saint-Michel… sus rutas… sus lugares de pesca… en el león de Denfert-Rechereau, que se baja de su pedestal por la noche… que pasea por la noche, que hace lo que hace un león sin que nadie lo sepa, el león de bronce… como ella, y que regresa a tumbarse sobre su pedestal por la mañana, que vuelve a hacer de estatua, absolutamente inmóvil, tranquila, inocente… por la mañana en su pedestal, por la mañana en el tonel, en la barra, siempre la misma… amable… pero sin amar a nadie, sin el menor cosquilleo en el estómago, jamás, ni siquiera por Mathias, nada… sí, pero por la noche, eso era otra historia, sí, pero por la noche… él conocía su ruta, podía describirla… ya se la había descrito entera a sí mismo, y ahora estaba encima, agarrado, como Acab en el lomo de aquel asqueroso cachalote que le había comido la pierna…
—Me gustaría ver ese brazo —susurró Leguennec.
—Déjale, por Dios —dijo Vandoosler.
—Cantó tres noches —dijo Marc—, después de que su hermano hubiera enviado a Sophia al hospital… pero los críticos la ignoraron, peor aún, dos de ellos la despellejaron, acabaron con ella de forma definitiva, radical, Dompierre y Frémonville… Y Sophia cambió de suplente… Para Nathalie Domesco todo había terminado… Tuvo que abandonar las tablas, dejar el canto, sólo le quedó la locura y el orgullo y no sé qué otras basuras. Y vivió para aplastar a los que le habían jodido la vida… inteligente, música, loca, bella, demoníaca… bella en su pedestal… como una estatua… impenetrable…
—Enséñeme el brazo —dijo Leguennec.
Marc movió la cabeza.
—Esperó un año, para que se dejara de pensar en Elektra, y se cargó a los dos críticos que la habían hundido, unos meses después, fríamente… Y en cuanto a Sophia, aún esperó catorce años. Era fundamental que pasara mucho tiempo para que, una vez caído en el olvido el asesinato de los críticos, no pudiera establecerse ninguna relación… Así que esperó, seguramente feliz, no lo sé… pero el caso es que la siguió, la observó desde esta casa que había comprado muy cerca de la de ella unos años más tarde… Es muy posible que encontrara el medio de convencer al propietario de que se la vendiera, sí, es muy posible… ella no contaba con el azar. Había recuperado su color de pelo natural, claro, había cambiado de peinado, los años habían pasado y Sophia no la reconoció, como tampoco reconoció a Georges… No había el menor riesgo, además las cantantes apenas conocen a sus suplentes… Y menos a los figurantes…
Leguennec había cogido sin pedir permiso del brazo de Marc y le estaba poniendo un desinfectante o algo parecido que apestaba. Marc le dejaba el brazo, ni siquiera lo sentía.
Vandoosler le miraba. Hubiera querido interrumpirle, hacerle preguntas, pero sabía que en ningún caso había que interrumpir a Marc en ese momento. No se despierta a un sonámbulo aunque parezca que se va a romper la crisma. Si esto último era cierto o no, lo ignoraba, pero en lo que se refería a Marc, sí que lo sabía. No había que despertar a Marc mientras actuara como un investigador. Si no, se derrumbaría. Sabía que desde que había salido del caserón hacía un rato, Marc se había lanzado como una flecha hacia su blanco, estaba claro, como cuando siendo niño no aceptaba algo y salía corriendo. A partir de ahí, también sabía que Marc podía avanzar muy deprisa, tensarse, e incluso romperse, hasta encontrar lo que buscaba. Vandoosler se acordaba perfectamente que hacía un rato Marc había pasado por el caserón y había cogido unas manzanas. Sin decir una palabra. Pero su intensidad, sus ojos ausentes, su violencia muda, sí, todo eso lo delataba… Y si él no hubiera estado absorto en la partida de cartas, habría notado que Marc estaba buscando, encontrando, corriendo hacia su blanco… que estaba desmontando la trama de Juliette y que estaba sabiendo… Y ahora lo contaba… Seguramente Leguennec pensaba que Marc mostraba una increíble sangre fría al contarlo, pero Vandoosler sabía que aquella dicción sin pausas, unas veces entrecortada y otras fluida, pero avanzando en su inercia como un barco empujado por rachas de viento en la popa, en Marc no significaba que tuviera la sangre fría. Estaba convencido de que en ese instante su sobrino tenía las piernas tan duras y doloridas que seguramente habría hecho falta enrollarlas en toallas calientes para que volvieran a caminar, como él había tenido que hacer muchas veces cuando Marc era pequeño. En ese momento, todo el mundo debía de creer que Marc podía caminar normalmente, pero él veía perfectamente en la noche que todo él era de piedra, desde las caderas hasta los tobillos. Si le interrumpía, se convertiría en piedra y por esa razón había que dejarle acabar, terminar, regresar a puerto después de aquel infernal viaje de la inteligencia. Solamente así sus piernas recuperarían la flexibilidad.
—Ella dijo a Georges que cerrara el pico porque él también estaba implicado —decía Marc—. De todas formas, Georges obedecía. Creo que tal vez sea el único tipo al que ella ha querido un poco, aunque tampoco podría asegurarlo. Georges la creía… Seguramente ella le contó que quería volver a probar suerte ayudada por Sophia. Es un chico gordo, confiado, sin imaginación, él jamás pensó que ella quería matarla, ni que se hubiera cargado a los dos críticos… Pobre Georges… nunca estuvo enamorado de Sophia. Mentiras… Mentiras infames por todas partes… Era mentira la agradable vida en Le Tonneau. Ella espiaba a Sophia, quería saberlo todo de ella y convertirse en su amiga íntima a los ojos de todos, para luego matarla.
Seguro. Ahora sería fácil conseguir pruebas, testigos. Se fijó en lo que hacía Leguennec. Le estaba enrollando una venda en el brazo. No era agradable de ver. Le dolían terriblemente las dos piernas, mucho más que el brazo. Hacía esfuerzos por moverlas como si formaran parte de una maquinaria. Sin embargo, estaba acostumbrado, ya lo sabía, no podía evitarlo.
—Y quince años después de Elektra, tendió la trampa. Mató a Sophia, mató a Louise, puso dos cabellos de Sophia en el maletero del coche de Alexandra, mató a Dompierre. Fingió proteger a Alexandra, ofrecerle una coartada la noche del crimen… En realidad, había oído a Lucien gritar como un loco sobre el cubo de la basura a las dos de la mañana… Porque acababa de regresar del Hotel du Danube después de haber apuñalado a ese pobre tipo. Estaba segura de que su «protección» a Alexandra no se mantendría, que yo descubriría su mentira… Entonces podía «confesar» que Alexandra había salido sin parecer que la denunciaba… Repugnante, peor que repugnante…
Marc se acordó de aquella conversación en la barra. «Eres un encanto, Juliette…» Ni por un segundo se le había ocurrido pensar que Juliette le estuviera engañando para culpar a Alexandra. Sí, peor que repugnante.
—Pero sospecharon de su hermano. Se estaban acercando demasiado. Ella le mandó huir para que no hablara, para que no metiera la pata. Entonces, en un increíble golpe de suerte para ella, encontraron aquel mensaje del muerto en el coche. Estaba salvada… Dompierre acusaba a Sophia, ¡la muerta viviente! Todo era perfecto… Pero yo no podía hacerme a la idea. Sophia no, Sophia no… Y eso no explicaba el árbol… No, no podía creerlo…
—Qué guerra tan triste —dijo Lucien.
Cuando volvieron al caserón, hacia las cuatro de la madrugada, el haya había sido arrancada, y el cadáver de Sophia Siméonidis exhumado y trasladado. Esta vez, el haya no había sido plantada de nuevo.
Los evangelistas, impresionados, no se sentían capaces de irse a acostar. Marc y Mathias, que conservaban las mantas sobre sus hombros desnudos, estaban sentados en el pequeño murete. Lucien se había encaramado enfrente, sobre el gran cubo de basura. Le había cogido gusto. Vandoosler fumaba y caminaba lentamente de un lado a otro. Hacía una temperatura suave. En fin, es lo que Marc pensaba al compararla con la del pozo. La cadena le dejaría en el brazo una cicatriz en espiral como una serpiente enrollada.
—Quedará bien con tus anillos —dijo Lucien.
—No está en el mismo brazo.
Alexandra fue a darles las buenas noches. No había podido dormir desde que se habían puesto a buscar debajo del árbol. Y además Leguennec había pasado por su casa. A darle el basalto. Mathias le dijo a Alexandra que hacía un rato, al volver en la camioneta de los polis, se había acordado de la continuación, de la palabra que seguía a «terreno pedregoso», se lo diría algún día, no tenía importancia. Evidentemente.
Alexandra sonrió. Marc la miraba. Le hubiera gustado mucho que ella le amara. Así, de repente, para ver qué pasaba.
—Dime —preguntó a Mathias—, ¿qué le decías al oído cuando querías que hablara?
—Nada… Decía «habla, Juliette».
Marc suspiró.
—Sospechaba que no había truco. Habría sido demasiado bonito.
Alexandra les dio un beso y se fue. No quería dejar solo al niño. Vandoosler siguió con los ojos su larga silueta mientras se alejaba. Tres puntitos. Los gemelos y la mujer. Mierda. Agachó la cabeza y aplastó el cigarrillo.
—Deberías ir a dormir —le dijo Marc.
Vandoosler se alejó hacia el caserón.
—¿Tu padrino te obedece? —dijo Lucien.
—Por supuesto que no —dijo Marc—. Mira, ya vuelve.
Vandoosler lanzó al aire la moneda de cinco francos agujereada y la atrapó con la mano.
—Vamos a tirarla al aire —dijo—. De todas formas, no la vamos a partir en doce.
—No somos doce —dijo Marc—. Somos cuatro.
—Eso sería demasiado sencillo —dijo Vandoosler.
Alzó el brazo y la moneda cayó tintineando en alguna parte, bastante lejos. Lucien se había puesto de pie sobre el cubo de basura en el que había estado sentado, para seguir la trayectoria.
—Adiós la paga —gritó.