Mathias durmió mal. A las siete de la mañana se puso un jersey y unos pantalones y sin hacer ruido se deslizó afuera para ir a casa de Juliette. La puerta estaba abierta de par en par. La encontró desplomada en una silla en medio de tres polis que estaban poniendo la casa patas arriba, con la esperanza de descubrir allí a Georges Gosselin, escondido en alguna parte. Otros hacían lo mismo en Le Tonneau. Las bodegas, las cocinas, todo fue registrado. Mathias permanecía de pie, con los brazos colgando a lo largo del cuerpo, evaluando con la mirada el inimaginable desorden que los polis habían conseguido montar en apenas una hora. Leguennec, que llegó hacia las ocho, dio la orden de ir a investigar a la casa de Normandía.
—¿Quieres que te ayudemos a ordenar? —preguntó Mathias cuando los polis se hubieron ido.
—No —dijo ella—. No quiero volver a ver a los demás. Han lanzado a Georges a las garras de Leguennec.
Mathias se apretó las manos una contra otra.
—Tienes el día libre, no abriremos Le Tonneau —dijo Juliette.
—Entonces, ¿puedo ordenar?
—Tú, sí —dijo ella—. Ayúdame.
Mientras ordenaba, Mathias intentaba hablar con Juliette, darle explicaciones, prepararla, calmarla. Aquello pareció tranquilizarla un poco.
—Mira —dijo Juliette—. Observa: Leguennec trae a Vandoosler. ¿Qué más va a decirle el viejo?
—No te preocupes. Elegirá sus palabras, como siempre.
Desde su ventana, Marc vio a Vandoosler salir con Leguennec. Se las había arreglado para no cruzarse con él esa mañana. Mathias estaba en casa de Juliette, tenía que hablar con él, elegir las palabras que le iba a decir. Subió a ver a Lucien. Ocupado en la transcripción de las páginas del cuaderno de guerra número 1, de septiembre de 1914 a febrero de 1915, Lucien hizo señas a Marc de que no hiciera ruido. Había decidido tomarse un día libre más, pues consideraba que una gripe de dos días no era creíble. Al ver a Lucien trabajando con una magistral indiferencia por el mundo exterior, Marc se dijo que en el fondo aquello era seguramente lo mejor que él podía hacer. La guerra había terminado. Así que lo más sensato era volver a retomar su Edad Media, aunque nadie se lo hubiera pedido. Trabajar para nadie y por nada, volver con sus señores y sus campesinos. Marc volvió a bajar y abrió sus documentos sin convicción. Cogerían a Gosselin un día u otro. Habría un juicio y eso sería todo. Alexandra ya no tendría nada que temer y continuaría saludándole con un gesto de la mano por la calle. Sí, era mejor dedicarse al siglo XI que esperar el encuentro.
Leguennec esperó a estar en su despacho, con las puertas cerradas, para ponerse furioso.
—Muy bien, ¿no? —gritó—. ¿Estás contento de tu trabajo?
—Bastante —dijo Vandoosler—. Ya tienes a tu culpable, ¿no?
—¡Lo tendría si no le hubieras dejado salir pitando! ¡Estás corrompido, Vandoosler, podrido!
—Digamos que le he dejado tres horas para que arregle las cosas. Es lo menos que se puede conceder a un hombre.
Leguennec dio un golpe en su mesa con las palmas de las manos.
—Pero ¡por Dios!, ¿por qué? —gritó—. ¡Ese chico no es nada tuyo! ¿Por qué lo has hecho?
—Para ver —dijo Vandoosler con indolencia—. No hay que detener los acontecimientos. Ése siempre ha sido tu error.
—¿Sabes lo que te puede costar tu insensatez?
—Lo sé, pero no harás nada contra mí.
—¿Eso crees?
—Sí. Porque cometerías un grave error, te lo digo yo.
—No estás en condiciones de hablar de errores, ¿no te parece?
—¿Y tú? Sin Marc, jamás habrías relacionado la muerte de Sophia con la de Christophe Dompierre. Y sin Lucien, jamás habrías emparejado el caso con el asesinato de los dos críticos y nunca habrías identificado al figurante Georges Gosselin.
—Y sin ti, ¡a estas horas, él estaría en este despacho!
—Exactamente. ¿Y si jugamos a las cartas mientras esperamos? —propuso Vandoosler.
Un joven inspector adjunto abrió la puerta como un vendaval.
—Podrías llamar —gritó Leguennec.
—No he tenido tiempo —se disculpó el joven—. Hay ahí un tipo que quiere verle urgentemente. Por el caso Siméonidis-Dompierre.
—¡El caso está cerrado! ¡Dile que se largue!
—Pregunta primero quién es el tipo —sugirió Vandoosler.
—¿Quién es el tipo?
—Un chico que se alojaba en el Hotel du Danube al mismo tiempo que Christophe Dompierre. El que se fue por la mañana en su coche sin ni siquiera ver el cuerpo.
—Hazle entrar —dijo Vandoosler entre dientes.
Leguennec hizo una seña y el joven inspector le llamó desde el pasillo.
—Jugaremos esa partida más tarde —dijo Leguennec.
El hombre entró y se sentó antes de que Leguennec le invitara a hacerlo. Estaba muy nervioso.
—¿De qué se trata? —preguntó Leguennec—. Dígalo rápido. Tengo un sospechoso huido. ¿Su nombre? ¿Su profesión?
—Éric Masson, jefe de departamento en la SODECO Grenoble.
—Eso no nos importa —dijo Leguennec—. ¿Qué quiere?
—Yo estaba en el Hotel du Danube —dijo Masson—. El establecimiento tiene mal aspecto pero me he acostumbrado a él. Está muy cerca de la SODECO París.
—Eso no nos importa —repitió Leguennec.
Vandoosler le hizo señas de que fuera un poco más amable, y Leguennec se sentó, ofreció un cigarrillo a Masson y se encendió uno.
—Le escucho —dijo en un tono más bajo.
—Yo estaba allí la noche en que el señor Dompierre fue asesinado. Lo peor es que cogí mi coche por la mañana sin sospechar nada, y eso que el cuerpo estaba justo al lado, por lo que me explicaron más tarde.
—Sí, ¿y qué?
—Era miércoles por la mañana. Fui directamente a la SODECO y dejé el coche en el aparcamiento subterráneo.
—Eso tampoco nos importa —dijo Leguennec.
—¡Se equivoca, claro que les importará! —se enfadó de repente Masson—. Si les doy estos detalles es ¡porque tienen una enorme importancia!
—Perdóneme —dijo Leguennec—, es que estoy agotado. ¿Qué más?
—Al día siguiente, jueves, hice lo mismo. Era un curso de formación de tres días. Dejé mi coche en el aparcamiento subterráneo y volví por la noche al hotel después de haber cenado con mis compañeros. Mi coche es negro, lo especifico. Un Renault 19, con la carrocería muy baja.
Vandoosler hizo una nueva seña a Leguennec antes de que dijera que no le importaba.
—El curso terminó ayer por la noche. Esta mañana sólo tenía que pagar la cuenta y salir tranquilamente hacia Grenoble. Saqué el coche y me detuve en la gasolinera más cercana para llenar el depósito. Es una gasolinera en la que los surtidores están fuera.
—Cálmate, por el amor de Dios —murmuró Vandoosler a Leguennec.
—Entonces —continuó Masson—, por primera vez desde el miércoles por la mañana, rodeé mi coche en pleno día para ir a abrir el depósito de gasolina. El depósito está situado en el lado derecho, como en todos los coches. Fue entonces cuando lo vi.
—¿Qué? —preguntó Leguennec, de repente atento.
—La inscripción. En el polvo de la aleta anterior derecha, muy abajo, había una inscripción hecha con el dedo. Al principio pensé que la habría hecho algún chaval. Pero normalmente los chavales las hacen en el parabrisas y escriben «cerdo». Así que me agaché y leí. Mi coche es negro, enseguida se llena de grasa y de polvo, y la inscripción era muy nítida, como en un cuadro. Y entonces comprendí. Era él, el tal Dompierre, el que había escrito en mi coche antes de morir. No murió inmediatamente, ¿verdad?
Inclinado hacia delante, Leguennec contenía literalmente la respiración.
—No —dijo—, murió unos minutos después.
—Así pues, tendido en el suelo, tuvo tiempo y fuerzas para estirar un brazo y escribir. Escribir en mi coche el nombre de su asesino. Ha sido una suerte que no haya llovido desde entonces.
Dos minutos después, Leguennec llamaba al fotógrafo de la comisaría y se precipitaba hacia la calle en la que Masson había aparcado su Renault negro y sucio.
—Un poco más y lo hubiera llevado al túnel de lavado —gritaba Masson corriendo tras él—. La vida es increíble, ¿verdad?
—¡Es usted un loco por haber dejado una prueba tan importante en la calle! ¡Cualquiera podría borrarla en un descuido!
—Resulta que no me dejaron aparcar en el patio de su comisaría. Son las normas, dijeron.
Los tres hombres se habían arrodillado ante la aleta derecha. El fotógrafo les pidió que retrocedieran para poder hacer su trabajo.
—Una copia —dijo Vandoosler a Leguennec—. Quiero una copia en cuanto sea posible.
—¿A santo de qué? —dijo Leguennec.
—Tú no eres el único que está en este asunto, y lo sabes perfectamente.
—Lo sé demasiado bien. Tendrás tu copia. Vuelve dentro de una hora.
Hacia las dos, Vandoosler cogió un taxi y fue al caserón. Era caro pero los minutos también contaban. Entró rápidamente en el refectorio vacío y cogió la escoba, que seguía siendo sólo un palo. Dio siete golpes sonoros en el techo. Siete golpes querían decir «bajad todos los evangelistas». Un golpe era para llamar a san Mateo, dos golpes para san Marcos, tres para san Lucas y cuatro para él mismo. Siete para el conjunto. Había sido Vandoosler el que había propuesto este sistema porque todo el mundo estaba harto de bajar y subir las escaleras por nada.
Mathias, que había vuelto después de comer tranquilamente en casa de Juliette, oyó los siete golpes y se los repitió a Marc antes de bajar. Marc se los repitió a Lucien, que abandonó su lectura farfullando «llamada a primera línea, ejecución de la misión».
Un minuto después, estaban todos en el refectorio. Aquel sistema de la escoba era realmente eficaz, excepto porque destrozaba los techos y no permitía comunicarse con el exterior como el teléfono.
—¿Ya está? —preguntó Marc—. ¿Han cogido a Gosselin o le han matado a tiros antes?
Vandoosler bebió un gran vaso de agua antes de hablar.
—Imaginad a un tipo al que acaban de coser a navajazos, que sabe que va a morir. Si aún tiene la fuerza y los medios para dejar un mensaje, ¿qué escribe?
—El nombre del asesino —dijo Lucien.
—¿Todos de acuerdo? —preguntó Vandoosler.
—Está clarísimo —dijo Marc.
Mathias movió la cabeza.
—Bien —dijo Vandoosler—. Yo pienso lo mismo. Además, he tenido varios casos de ésos en mi carrera. La víctima, si puede y si lo conoce, siempre escribe el nombre de su asesino. Siempre.
Vandoosler, con gesto preocupado, sacó del bolsillo de su chaqueta el sobre que contenía la copia de la foto del coche negro.
—Christophe Dompierre —continuó— escribió un nombre en el polvo de la carrocería de un coche antes de morir. Ese nombre ha estado paseando por París durante tres días. El propietario del vehículo acaba de descubrir la inscripción.
—«Georges Gosselin» —dijo Lucien.
—No —dijo Vandoosler—. Dompierre escribió «Sophia Siméonidis».
Vandoosler lanzó la copia de la foto sobre la mesa y se dejó caer en una silla.
—La muerta viviente —murmuró.
Mudos, los tres hombres se acercaron a mirar la foto. Ninguno se atrevía a tocarla, como si tuvieran miedo. La escritura de Dompierre, hecha con el dedo, era insegura, irregular, dado que había tenido que levantar el brazo para llegar a la parte inferior de la puerta. Sin embargo, no había la menor duda. Había escrito, tras varios intentos, empleando sus últimas fuerzas, «Sofia Siméonidis». La «a» de «Sofia» se había desviado un poco, y también la ortografía. Había escrito «Sofia» en lugar de «Sophia». Marc se acordó de que Dompierre decía «señora Siméonidis». Su nombre no le resultaba familiar.
Aterrados, cada uno se sentó en silencio lejos de la foto en la que se dibujaba, en blanco y negro, la terrible acusación. Sophia Siméonidis viva. Sophia la asesina de Dompierre. Mathias sintió un escalofrío. Por primera vez, sintieron malestar y el miedo en el refectorio. Era el comienzo de la tarde de un viernes. El sol entraba por las ventanas pero Marc sentía los dedos fríos y un hormigueo en las piernas. Sophia viva, tramando su falsa muerte, quemando a otro en su lugar, dejando su piedra de basalto como testigo. Sophia la bella vagando de noche por París, por la Rue Chasle. Muy cerca de ellos. La muerta viviente.
—¿Y entonces Gosselin? —preguntó Marc en voz baja.
—No fue él —dijo Vandoosler en el mismo tono—. De todas formas, yo ya lo sabía ayer.
—¿Lo sabías?
—¿Te acuerdas de los dos cabellos de Sophia que Leguennec encontró el viernes 4 en el maletero del coche de Lex?
—Por supuesto —dijo Marc.
—Esos cabellos no estaban allí la víspera. Cuando el jueves se supo que se había producido el incendio de Maisons-Alfort, esperé a la noche para ir a pasar el aspirador por el maletero de su coche, de arriba abajo. Guardo de mis años de servicio un pequeño neceser bastante práctico, en el que hay un aspirador a pilas y bolsitas limpias. No había nada en el maletero, ni un cabello, ni un trozo de uña, ni un trozo de ropa. Sólo arena y polvo.
Estupefactos, los tres hombres miraban a Vandoosler. Marc se acordaba. Fue la noche en que, sentado en el séptimo peldaño, había estado pensado en la tectónica de placas. Su padrino había bajado a mear fuera con una bolsa de plástico.
—Es verdad —dijo Marc—. Creí que ibas a mear.
—También meé —dijo Vandoosler.
—Sí, claro —dijo Marc.
—Entonces —continuó Vandoosler—, cuando a la mañana siguiente Leguennec mandó requisar el coche y encontró dos cabellos, me hizo mucha gracia. Ya tenía la prueba de que Alexandra no tenía nada que ver con el crimen. Y de que alguien, después de mí, había ido a poner aquellas pruebas convincentes durante la noche, para culpar a la joven. Y no podía ser Gosselin porque Juliette afirma que no volvió de Caen hasta el viernes al mediodía. Lo cual es verdad, lo he comprobado.
—Pero ¡hombre!, ¿por qué no dijiste nada?
—Porque había hecho algo poco legal y necesitaba conservar la confianza de Leguennec. Y porque prefería dejar que el asesino creyera, quien quiera que fuese, que sus planes funcionaban. Dejarlo totalmente libre, soltar el sedal, ver dónde reaparecería el animal, en libertad y seguro de sí mismo.
—Y Leguennec ¿por qué no requisó el coche el jueves?
—No tuvo tiempo. Además, acuérdate de que no estuvimos convencidos de que se trataba del cuerpo de Sophia hasta bastante tarde, al final del día. Las primeras sospechas apuntaban hacia Relivaux. No se puede requisar todo, congelar todo, vigilar todo el primer día de una investigación. Aunque Leguennec sentía que no había sido suficientemente rápido. No es un imbécil. Por eso no culpó a Alexandra. No estaba seguro de los cabellos.
—Pero ¿y Gosselin? —preguntó Lucien—. ¿Por qué pidió usted a Leguennec que lo mantuviera bajo vigilancia si estaba seguro de su inocencia?
—Por la misma razón. Dejar que la acción se desarrolle, que los acontecimientos se sucedan, se precipiten. Y ver cómo el asesino sacaba partido de todo ello. Hay que dejar a los asesinos las manos libres para que puedan cometer un error. Habrás notado que, con la ayuda de Juliette, dejé marchar a Gosselin. No me apetecía que le jodieran por esa antigua historia de la agresión.
—¿Fue él el autor de la agresión?
—Seguramente. Se veía en los ojos de Juliette. Pero de los crímenes, no. Y ahora, san Mateo, puedes ir a decir a Juliette que avise a su hermano.
—¿Usted cree que sabe dónde está?
—Por supuesto que lo sabe. En la costa, sin duda. Niza, Tolón, Marsella o por los alrededores. Preparado para marcharse a la primera señal a la otra orilla del Mediterráneo con documentos falsos. También puedes decirle lo de Sophia Siméonidis. Pero que todo el mundo tenga cuidado. Sigue viva en alguna parte. Lo que no sé es dónde.
Mathias apartó la mirada de la foto negra posada sobre la mesa de madera brillante y salió sin hacer ruido.
Aturdido, Marc se sentía sin fuerzas. Sophia muerta. Sophia viva.
—¡Que se levanten los muertos! —murmuró Lucien.
—Entonces —dijo Marc lentamente—, ¿fue Sophia la que mató a los dos críticos? ¿Porque se ensañaron con ella? ¿Porque podían hundir su carrera? Pero ¡es imposible que pasen cosas así!
—Entre las cantantes es muy posible —dijo Lucien.
—Ella había matado a los dos… Y luego, más tarde, alguien lo había descubierto… y entonces ella había preferido desaparecer antes que acabar ante los tribunales.
—No tenía porque ser alguien —dijo Vandoosler—. Podía ser el árbol. Era una criminal pero, al mismo tiempo, era una supersticiosa, una histérica, que seguramente vivía obsesionada con que su acto fuera descubierto algún día. El hecho de que el árbol llegara misteriosamente a su jardín pudo bastar para enloquecerla. Probablemente vio en él una amenaza, el principio de un chantaje. Os mandó cavar debajo, pero el árbol no ocultaba nada ni a nadie. Sólo estaba ahí para notificarle algo. ¿Recibió una carta? Nunca lo sabremos. Lo que sabemos es que optó por desaparecer.
—¡Le habría bastado con desaparecer! ¡No tenía ninguna necesidad de quemar a otra persona en su lugar!
—Eso es lo que pensaba hacer. Hacernos creer que había huido con Stelyos. Sin embargo, en todo su proyecto de huida, olvidó la llegada de Alexandra. Se acordó demasiado tarde y comprendió que su sobrina negaría que hubiera podido desaparecer sin esperarla al menos, y que se abriría una investigación. Tuvo que proporcionar un cadáver para poder estar tranquila.
—¿Y Dompierre? ¿Cómo se enteró de que Dompierre investigaba sobre ella?
—En ese momento debía de estar escondida en su casa de Dourdan. Fue en Dourdan donde vio a Dompierre ir a casa de su padre. Ella le siguió y le mató. Pero él escribió su nombre.
De repente, Marc gritó. Tenía miedo, tenía calor, temblaba.
—¡No! —gritó Marc—. ¡No! ¡Sophia, no! ¡Ella, no! ¡Era tan guapa! ¡Qué horror! ¡Qué horror!
—«El historiador no debe negarse a oír nada» —dijo Lucien.
Pero Marc se fue gritando a Lucien que se fuera a la mierda con su Historia, y echó a correr por la acera, con las manos pegadas a las orejas.
—Es muy sensible —dijo Vandoosler.
Lucien subió a su habitación. Olvidar. Trabajar.
Vandoosler se quedó solo con la foto. Le dolía mucho la frente. Leguennec debía de estar ordenando peinar las zonas en las que se reunían los vagabundos. Para buscar una mujer desaparecida desde el 2 de junio. Cuando se había separado de él, ya se rastreaba una pista bajo el puente de Austerlitz: la Louise, una anciana habitual, una sedentaria, a la que ninguna clase de amenaza conseguía desalojar de su arca reforzada por viejos cartones, muy conocida por sus estallidos verbales en la estación de Lyon, parecía faltar de su puesto desde hacía más de una semana. Era probable que Sophia la bella la hubiera llevado consigo y la hubiera quemado.
Sí, le dolía mucho la frente.