Mathias se frotaba su masa de fuertes cabellos rubios y los enmarañaba aún más de lo que ya estaban. Los demás acababan de ponerle al corriente y se había quedado estupefacto. Ni siquiera se había quitado la ropa de camarero. Lucien, que consideraba que había hecho más de lo que le correspondía, y además con ganas, decidió dejar que los demás se estrujaran la cabeza con todo aquello y ponerse a otra cosa. Mientras esperaba reunirse con su fotógrafo a las seis, para recoger las copias prometidas del primer cuaderno, decidió encerar la gran mesa de madera. Aquella enorme mesa del refectorio la había traído él, y entendía que no debía dejarla en manos de un primitivo como Mathias o un indolente como Marc. Entonces se puso a cubrirla de cera, levantando alternativamente los codos de Vandoosler, de Marc y de Mathias para pasar por debajo un gran paño. Nadie protestó, conscientes de que habría sido totalmente inútil. Excepto el ruido del trapo que frotaba la madera, el silencio pesaba en el refectorio, y cada uno se dedicaba a ordenar y procesar los recientes acontecimientos.
—Si he entendido bien —dijo por fin Mathias—, Georges Gosselin atacó e intentó violar a Sophia en su camerino hace quince años. Después huyó y Daniel Dompierre lo vio. Sophia no dijo nada pensando que se trataba de Julien, ¿no es así? Más de un año después, el crítico se cruza con él y reconoce a Gosselin que, a causa de esto, lo mata, junto con su amigo Frémonville. A mí me parece más grave cargarse a dos hombres que ser procesado por agresión y violación. Ese doble crimen es absurdo y desmesurado.
—A tus ojos —dijo Vandoosler—, pero para un tipo débil y tímido, ser acusado de agresión y violación podía resultar insuperable. Perdería su imagen, su honorabilidad, su trabajo, su tranquilidad. ¿Y si no podía soportar que supieran cómo era: un bruto y un violador? Entonces siente miedo, pánico, y se carga a los dos hombres.
—¿Desde cuándo vive en la Rue Chasle? —preguntó Marc—. ¿Se sabe?
—Desde hace diez años, creo —dijo Mathias—, desde que el abuelo de las remolachas le dejó su dinero. En cualquier caso, Juliette regenta Le Tonneau desde hace aproximadamente diez años. Supongo que compraron la casa al mismo tiempo.
—O sea, cinco años después de Elektra y la agresión —dijo Marc—, y cuatro del asesinato de los dos críticos. ¿Y por qué, después de todo ese tiempo, se iba a instalar cerca de la casa de Sophia? ¿Por qué vivir tan cerca?
—Obsesión, supongo —dijo Vandoosler—. Obsesión. Volver junto a la que había golpeado y casi violado. Volver junto a la causa de su impulso, o llámalo como quieras. Volver, vigilar, acechar. Diez años acechando, diez años de pensamientos tumultuosos y secretos. Para, un buen día, matarla. O bien volver a intentarlo y luego matarla. Un chiflado bajo una apariencia discreta y bonachona.
—¿Ya se ha visto otras veces?
—Por supuesto —dijo Vandoosler—. Yo he trincado al menos a cinco hombres de esa calaña. El criminal lento, con una frustración bien rumiada, un impulso aplazado, un aspecto tranquilo.
—Perdón —dijo Lucien levantando los grandes brazos de Mathias.
Ahora, Lucien sacaba brillo a la mesa con un cepillo enérgicamente, indiferente a la conversación. Marc pensó que nunca jamás llegaría a entender a aquel tipo. Todo el mundo tan serio, con el criminal cerca, y él pensando tan sólo en sacar brillo a su mesa de madera. Cuando, además, sin él todo el asunto estaría bloqueado. Estaban donde estaban gracias a él, pero a él le importaba un carajo.
—Ahora lo entiendo mejor —dijo Mathias.
—¿Qué? —preguntó Marc.
—Nada. El calor. Lo entiendo mejor.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Marc a su padrino—. ¿Avisar a Leguennec? Si se produce otro lío y no hemos informado, nos acusarán de cómplices.
—Y de ocultar información que hubiera podido contribuir a ayudar a la justicia —añadió Vandoosler suspirando—. Vamos a contárselo a Leguennec, pero no inmediatamente. Me preocupa un detalle en este mecanismo. Me falta algo. San Mateo, ¿quieres ir a buscar a Juliette? Aunque esté cocinando para esta noche, dile que venga. Es urgente. En cuanto a vosotros —dijo alzando el tono de voz—, ni una sola palabra a nadie, ¿entendido? Ni siquiera a Alexandra. Si una pizca de todo esto llega a los oídos de Gosselin, os jugáis el pellejo. Así que, silencio absoluto hasta nueva orden.
Vandoosler se interrumpió y agarró a Lucien por el brazo, que, habiendo pasado el cepillo envuelto en un trapo suave, sacaba brillo a la madera con grandes aspavientos, con el ojo pegado a la superficie para ver si brillaba bien.
—¿Me oyes, san Lucas? —dijo Vandoosler—. Esto también va por ti. ¡Ni una palabra! No habrás dicho nada a tu fotógrafo, ¿verdad?
—Por supuesto que no —dijo Lucien—. No soy idiota. Estoy limpiando mi mesa pero también estoy oyendo lo que estáis diciendo.
—Estupendo —dijo Vandoosler—. A veces, uno no sabe qué pensar. ¿Eres un genio o un cretino? En cualquier caso, eres patético, créeme.
Mathias se cambió antes de ir a buscar a Juliette. Marc miró la mesa en silencio. Es verdad que ahora brillaba mucho. Pasó un dedo por encima.
—Ha quedado suave, ¿verdad? —dijo Lucien.
Marc movió la cabeza. No le apetecía hablar de eso. Se preguntaba qué reservaba Vandoosler a Juliette y cómo reaccionaría ella. Su padrino podía hacer daño con mucha facilidad, él lo sabía muy bien. Siempre rompía las cáscaras de las nueces con las manos, y se negaba a utilizar el cascanueces. Incluso cuando las nueces eran frescas, en cuyo caso era más difícil aún abrirlas. Pero eso no tenía nada que ver con esto.
Mathias trajo a Juliette y casi la depositó en el banco. Juliette no parecía tranquila. Era la primera vez que el viejo comisario la mandaba llamar de un modo tan formal. Y el ver a los tres evangelistas reunidos alrededor de la mesa, con los ojos clavados en ella, no hizo que se sintiera más a gusto. Solamente ver a Lucien doblando con cuidado el trapo de la cera la tranquilizaba.
Vandoosler encendió uno de sus cigarrillos deformes, que siempre llevaba sueltos en los bolsillos, sin cajetilla, no se sabe por qué.
—¿Te ha puesto Marc al corriente de lo de Dourdan? —preguntó Vandoosler mirando fijamente a Juliette—. ¿La Elektra en el 78 en Toulouse? ¿La agresión a Sophia?
—Sí —dijo Juliette—. Me ha dicho que todo se complicaba en lugar de aclararse.
—Pues bien, precisamente ahora se está aclarando. San Lucas, pásame esa foto.
Lucien refunfuñó, fue a rebuscar en su mochila y tendió la foto al comisario. Vandoosler la puso ante los ojos de Juliette.
—El cuarto empezando por la izquierda, quinta fila, ¿te suena?
Marc se crispó. El jamás habría actuado de esa forma.
Juliette miró la foto con ojos huidizos.
—No —dijo—. ¿Cómo quiere que me suene? Es una ópera en la que actuó Sophia, ¿verdad? No he visto ninguna en toda mi vida.
—Es tu hermanito —dijo Vandoosler—. Lo sabes tan bien como nosotros.
Otra vez ha cascado la nuez, pensó Marc. Con una sola mano. Vio cómo los ojos de Juliette se llenaban de lágrimas.
—Muy bien —dijo la joven con la voz y las manos temblando—. Es Georges. ¿Y qué? ¿Qué hay de malo en ello?
—Pues que si llamo a Leguennec, le pone bajo vigilancia en una hora. Así que cuenta, Juliette. Sabes que es mucho mejor. Seguramente evitará juicios precipitados.
Juliette se secó los ojos, aspiró una gran bocanada de aire y permaneció en silencio. Como el otro día en Le Tonneau, en el interrogatorio a Alexandra, Mathias se acercó a ella, le puso la mano en el hombro y le dijo algo al oído. Y como el otro día, Juliette comenzó a hablar. Marc se dijo que algún día se atrevería a preguntar a Mathias cuál era la fórmula mágica que utilizaba. Podía proporcionar una ayuda valiosa en cualquier ámbito.
—No hay nada malo —repitió Juliette—. Cuando vine a París, Georges me siguió. Siempre me ha seguido. Yo empecé trabajando de limpiadora y él no hacía nada. Se le había metido en la cabeza ser actor. Seguramente os hará gracia, pero era un muchacho bastante guapo y había tenido mucho éxito en el escenario con la compañía de su colegio.
—¿Y con las chicas? —preguntó Vandoosler.
—Menos —respondió Juliette—. Buscó por todas partes y se le presentó la oportunidad de trabajar como figurante. Decía que había que empezar por ahí. De todas formas, no teníamos con qué pagar una escuela de teatro. Una vez dentro, es más fácil conseguir otro papel. Georges se desenvolvía bien. Le cogieron varias veces en las óperas en las que Sophia era la protagonista.
—¿Conocía a Julien Moreaux, el hijastro de Siméonidis?
—Por supuesto que sí. Incluso le frecuentaba mucho confiando en que así conseguiría un enchufe. En el 78, Georges hizo su último trabajo como figurante. Hacía cuatro años que estaba en ese mundo y no había conseguido nada. Se desanimó. A través de un amigo de una de las compañías, no sé cuál, encontró un puesto de mensajero en una editorial. Allí se quedó y llegó a ser representante comercial. Eso es todo.
—Eso no es todo —dijo Vandoosler—. ¿Por qué se fue a vivir a la Rue Chasle? No me digas que es sólo una coincidencia, no te creería.
—Si usted cree que Georges tuvo algo que ver con la agresión a Sophia —dijo Juliette alterándose—, se equivoca totalmente. Aquello le repugnó, le trastornó, lo recuerdo perfectamente. Georges es de carácter dulce y pusilánime. En el pueblo, yo tenía que empujarle para que fuera a hablar con las chicas.
—¿Le trastornó? ¿Por qué le trastornó?
Juliette suspiró, con gesto dolorido, dudando si seguir adelante.
—Cuéntame el resto antes de que Leguennec te lo arranque —dijo dulcemente Vandoosler—. A los polis no se les puede dar fragmentos escogidos, así que cuéntamelo todo a mí y después haremos una selección.
Juliette dirigió una mirada a Mathias.
—Muy bien —dijo—. Georges se volvió loco por Sophia. No me contó nada pero yo no era tan idiota como para no darme cuenta. Se le notaba a la legua. Habría rechazado cualquier trabajo mejor pagado, con tal de no perder la temporada de ópera de Sophia. Estaba loco por ella, realmente loco. Una noche, conseguí que me lo contara.
—¿Y ella? —preguntó Marc.
—¿Ella? Estaba felizmente casada y muy lejos de sospechar que tenía a Georges a sus pies. Y aunque lo hubiera sabido, no creo que hubiera podido amar a Georges, un palurdo como él, tosco y tan poco natural. No tenía mucho éxito, no. No sé cómo se las arreglaba para que las mujeres ni siquiera se fijasen en que realmente era bastante guapo. Siempre iba con la cabeza baja. De todas formas, Sophia estaba enamorada de Pierre y lo seguía estando antes de morir, dijera lo que dijese.
—¿Qué hizo él? —preguntó Vandoosler.
—¿Georges? Nada —dijo Juliette—. ¿Qué habría podido hacer? Sufría en silencio, como suele decirse, y nada más.
—¿Y la casa?
Juliette frunció el ceño.
—Cuando dejó el teatro me dije que olvidaría a esa cantante, que conocería otras mujeres. Me sentí aliviada. Sin embargo, me equivoqué. Compraba sus discos, iba a verla a la ópera cuando actuaba, incluso en provincias. No puedo decir que aquello me gustara.
—¿Por qué?
—Le ponía triste y no le conducía a nada. Y luego, un día, el abuelo cayó enfermo. Murió varios meses más tarde y recibimos la herencia. Georges vino a verme, con los ojos fijos en el suelo. Me dijo que había una casa con jardín en pleno París que estaba a la venta desde hacia tres meses. Que solía pasar por allí durante sus paseos en motocicleta. A mí el jardín me tentaba. Cuando se ha nacido en el campo, cuesta mucho vivir sin un trozo de hierba. Fui a ver la casa con él y nos decidimos. Yo estaba entusiasmada, sobre todo porque había descubierto muy cerca un local en el que podría montar un restaurante. Entusiasmada… hasta el día en que me enteré del nombre de nuestra vecina.
Juliette pidió un cigarrillo a Vandoosler. Casi nunca fumaba. Tenía cara de cansancio, de tristeza. Mathias le llevó un gran vaso de zumo de frutas.
—Por supuesto, discutí con Georges —continuó Juliette—. Nos cabreamos. Yo quería revenderlo todo, pero no era posible. Con las obras ya empezadas en la casa y en Le Tonneau, no podíamos echarnos atrás. Él me juró que ya no la amaba, bueno, que apenas la amaba, que lo único que quería era poder verla de vez en cuando, incluso llegar a ser su amigo. Cedí. De todas formas, no tenía elección. Me hizo prometer que no se lo diría a nadie, sobre todo a Sophia.
—¿Tenía miedo?
—Le daba vergüenza. No quería que Sophia adivinara que la había seguido hasta allí, ni que todo el barrio cotilleara y se metiera donde no le importaba. Era natural. Acordamos decir que había sido yo la que había encontrado la casa, en el caso de que nos lo preguntaran. Por otra parte, nadie lo hizo. Cuando Sophia reconoció a Georges, nos hicimos los sorprendidos, nos reímos mucho y dijimos que se trataba de una increíble coincidencia.
—¿Ella lo creyó? —preguntó Vandoosler.
—Eso parece —dijo Juliette—. Sophia nunca parecía dudar de nada, fuera lo que fuera. Cuando la vi por primera vez, comprendí a Georges. Era maravillosa. Inmediatamente, todo el mundo cedía a sus encantos. Al principio, no pasaba mucho tiempo aquí, se iba de gira, pero yo intentaba encontrarme con ella a menudo, la invitaba al restaurante.
—¿Para qué? —preguntó Marc.
—En realidad confiaba en ayudar a Georges, ir haciéndole propaganda, poco a poco. Hacer un poco de casamentera. Quizá no les parezca bien, pero es mi hermano. Fue un fracaso. Sophia saludaba amablemente a Georges cuando se cruzaba con él y nada más. Acabó resignándose. Entonces comprendí que su idea de la casa no era tan descabellada. En cambio, fue así como yo me hice amiga de Sophia.
Juliette terminó su zumo de frutas y los miró de uno en uno. Los rostros estaban taciturnos, preocupados. Mathias movía los dedos de los pies dentro de sus sandalias.
—Dime, Juliette —dijo Vandoosler—. ¿Sabes si tu hermano estaba aquí o de viaje el jueves 3 de junio?
—¿El 3 de junio? ¿El día en que descubrieron el cuerpo de Sophia? ¿Qué más da?
—Me gustaría saberlo.
Juliette se encogió de hombros y cogió su bolso. Sacó una pequeña agenda.
—Apunto todos sus viajes —dijo—. Para saber cuándo vuelve, y tenerle preparada la comida. Se fue el 3 por la mañana y regresó al día siguiente a la hora de comer. Fue a Caen.
—¿La noche del 2 al 3 estaba aquí?
—Sí —dijo ella—, y usted lo sabe tan bien como yo. Acabo de contarle toda la historia. No va a hacer un drama de ella, ¿verdad? Es simplemente una desgraciada historia de amor juvenil que ha durado demasiado. Y no hay nada más que decir. El no tuvo nada que ver con aquella agresión. ¡Además, no era el único hombre en la compañía!
—Pero es el único que ha seguido tras ella años después —dijo Vandoosler—. Y no sé qué va a pensar Leguennec de eso.
Juliette se levantó bruscamente.
—¡Trabajaba con un seudónimo! —gritó—. Si usted no dice nada a Leguennec, no tiene ningún medio de saber que Georges estaba allí ese año.
—Los polis siempre averiguan todo —dijo Vandoosler—. Leguennec estudiará la lista de figurantes.
—¡No podrá encontrarle! —gritó Juliette—. ¡Georges no ha hecho nada!
—¿Volvió al teatro después de la agresión? —preguntó Vandoosler.
Juliette se alteró.
—No me acuerdo —dijo.
Vandoosler se levantó también. Muy tenso, Marc se miraba las rodillas, y Mathias se había apostado en una de las ventanas. Lucien había desaparecido sin que nadie se diera cuenta. Se había ido a buscar sus cuadernos de guerra.
—Sí te acuerdas —afirmó Vandoosler—. Sabes que no regresó. Volvió a París y debió de contarte que todo aquello le había alterado demasiado, ¿a que sí?
Juliette le dirigió una mirada enloquecida. Se acordaba.
Salió corriendo y se fue dando un portazo.
—Está hecha polvo —comentó Vandoosler.
Marc apretó las mandíbulas. Georges era un asesino, había matado a cuatro personas, y Vandoosler era un bruto y un cerdo.
—¿Se lo vas a contar a Leguennec? —preguntó en voz baja y entre dientes.
—Es indispensable. Adiós, hasta la noche.
Se metió la foto en el bolsillo y salió.
Marc no se sentía con fuerzas para encontrarse aquella noche frente a su padrino. La detención de Georges Gosselin salvaba a Alexandra, pero le daba mucha vergüenza. Mierda, no se cascan las nueces con las manos.
Tres horas después, Leguennec y dos de sus hombres se presentaron en casa de Juliette para poner a Gosselin bajo vigilancia. Pero el hombre había huido y Juliette no sabía adónde.