Hacia las once, cuando Marc apagó el ordenador, ya no quedaba nadie en el caserón. Vandoosler el Viejo había salido en busca de información, Mathias había desaparecido y Lucien seguía la pista de los siete cuadernos de guerra. Durante cuatro horas, Marc había hecho desfilar en la pantalla todos los recortes de prensa, releído cada artículo, guardado en la memoria sus términos y sus detalles, observado sus similitudes y sus diferencias.
El sol de junio se mantenía y, por primera vez, se le ocurrió la idea de llevarse una taza de café fuera y sentarse en la hierba, esperando que el aire de la mañana le quitara el dolor de cabeza. El jardín había vuelto a su vida silvestre. Marc pisoteó un metro cuadrado de hierba, encontró una tabla de madera y se sentó en ella, frente al sol. No veía claro por dónde seguir. Ahora se sabía los documentos de memoria. Su memoria estaba bien estructurada y era amplia, lo retenía todo, la muy idiota, incluidas las nimiedades o los recuerdos de los desengaños. Marc cruzó las piernas sobre la tabla, como un faquir. El viaje a Dourdan no les había revelado gran cosa. Dompierre había muerto y ya no sabían qué hacer para averiguar lo que sabía. Ni siquiera si era interesante.
Alexandra pasó por la calle con una bolsa de provisiones y Marc le dirigió un saludo con la mano. Intentó imaginársela como asesina y eso le hizo daño. ¿Por qué coño había conducido durante más de tres horas?
Marc se sintió inútil, impotente, estéril. Tenía la impresión de haber descuidado algo. Desde que Lucien había dicho aquella frase sobre que lo esencial se revela en la búsqueda de lo excepcional, no estaba tranquilo. Le daba vueltas. Tanto en su forma de plantearse sus investigaciones sobre la Edad Media, como en la manera en que reflexionaba sobre este asunto. Cansado de aquellos pensamientos demasiado difusos, demasiado vagos, Marc abandonó la tabla en la que estaba sentado y se levantó observando el frente occidental. Era curiosa la forma en que había hecho suya una manía de Lucien. A nadie se le habría ocurrido llamar a aquella casa de otra forma sino «frente occidental». Sin duda, Relivaux no había vuelto a aparecer, pues su padrino se lo habría dicho. ¿Sabían realmente los polis qué había hecho en cada momento en Tolón?
Marc dejó la taza sobre la tabla y salió del jardín sin hacer ruido. Desde la calle, escrutó el frente occidental. Pensó que la mujer de la limpieza sólo venía los martes y los viernes. ¿Qué día era hoy? Jueves. Nada parecía moverse en la casa. Observó la alta verja bien cuidada, no oxidada como la suya, y lo eficaces que parecían las puntas que la remataban. Se proponía pasar por encima sin que lo viera ningún transeúnte y ser lo bastante ágil como para no quedarse enganchado al pasar. Marc miró a derecha e izquierda de la calle desierta. Le gustaba mucho aquella callecita. Acercó el alto cubo de la basura y, como había hecho Lucien la otra noche, se subió encima. Se agarró a los barrotes y consiguió, con dificultad, llegar a lo alto de la verja, que franqueó sin problemas.
Su habilidad le alegró. Se dejó caer al otro lado pensando que realmente habría sido un buen recolector, no un cazador, fuerte y delicado. Encantado, se colocó bien los anillos de plata que se habían girado un poco durante el ascenso y se dirigió lentamente hacia la joven haya. ¿Para qué? ¿Por qué tantos esfuerzos para ir a ver aquel estúpido árbol mudo? Por nada, porque se lo había propuesto, y estaba hasta la coronilla de intentar salvar a Alexandra, cosa que cada día era más difícil. Esa chica imbécil y orgullosa lo hacía todo mal.
Marc puso primero una mano en el tronco fresco y luego la otra. El árbol era aún bastante joven y él podía abarcarlo con los dedos. De repente, le entraron ganas de estrangularlo, de apretarle el cuello hasta que contara entre dos jadeos qué había ido a hacer a ese jardín. Marc dejó caer los brazos, desanimado. No se estrangula a un árbol. Un árbol no abre la boca, es mudo, es peor que un pez muerto porque ni siquiera hace burbujas. Sólo echa hojas, ramas, raíces. Sí, también produce oxígeno, cosa que es bastante práctica. Aparte de eso, nada. Mudo. Mudo como Mathias, que intentaba que sus objetos de sílex y sus huesos hablaran: un tipo mudo conversando con objetos mudos. ¡Lo que faltaba! Mathias aseguraba que los entendía, que bastaba con conocer su lengua y escucharlos. Marc, al que sólo le gustaba lo que decían los textos, de sí mismo y de los demás, no podía comprender esa clase de conversación silenciosa, sin palabras. Sin embargo, Mathias había encontrado la manera, era innegable.
Se sentó al lado del árbol. La hierba aún no había vuelto a crecer bien a su alrededor después de haber sido arrancado dos veces. Habían salido unos pocos y pequeños brotes de hierba, que acarició con la palma de la mano. Pronto sería fuerte y alta, y allí ya no se vería nada. Se olvidaría el árbol y la tierra donde estaba plantado. Disgustado, Marc arrancó a puñados la hierba nueva. Algo no iba bien. La tierra era oscura, fértil, casi negra. Se acordaba perfectamente de los dos días en los que habían abierto y cerrado aquella zanja inútil. Volvía a ver a Mathias, hundido en la zanja hasta medio muslo, diciendo que ya era suficiente, que lo dejaran, que los niveles estaban en su sitio, intactos. Volvía a ver sus pies desnudos en sus sandalias, cubiertos de tierra. Pero de una tierra cenagosa, de un marrón amarillento, ligera. También estaba en la cazoleta de la pipa blanca que había recogido murmurando «siglo XVIII». Una tierra clara, que se desmenuzaba. Y al tapar de nuevo el hoyo, habían mezclado el mantillo con la tierra clara. Clara, no como la que en ese momento estaba amasando entre los dedos. ¿Le habían echado ya más mantillo? Marc escarbó más profundamente. Más tierra negra. Dio la vuelta al árbol y examinó el sedimento en todo su contorno. No había la menor duda, habían escarbado el suelo. Las capas de tierra ya no estaban como ellos las habían dejado. Claro que los polis habían cavado después. Quizá habían descendido a mayor profundidad, quizá habían llegado a una capa de tierra negra debajo. Debía de ser eso. No habían sabido distinguir los niveles intactos y habían llegado a una tierra negra, que habían esparcido por la superficie al volver a tapar el agujero. No había otra explicación. Qué más daba.
Marc se quedó allí sentado un momento surcando el suelo con los dedos. Recogió un pequeño casco de cerámica, que le pareció del siglo XVI más que del XVIII. Sin embargo, no estaba seguro y se lo metió en el bolsillo. Se levantó, dio unos golpecitos en el tronco del árbol para avisarle de que se iba y volvió a trepar por la verja. Estaba tocando el cubo de basura con los pies cuando vio llegar a su padrino.
—Muy discreto —dijo Vandoosler.
—¿Qué pasa? —dijo Marc frotándose las manos en los pantalones—. Sólo he ido a ver el árbol.
—¿Y qué te ha dicho?
—Que los polis de Leguennec habían cavado mucho más profundamente que nosotros, hasta el siglo XVI. Mathias no está tan equivocado, la tierra habla. Y tú ¿qué tal?
—Baja de ese cubo de basura, así no tendré que levantar la voz. Christophe Dompierre era realmente el hijo del crítico Daniel Dompierre. Ese punto se ha aclarado. En cuanto a Leguennec, ha ordenado empezar la lectura de los archivos en casa de Siméonidis, pero, igual que nosotros, tampoco encuentra nada. Su única satisfacción es que de los dieciocho barcos perdidos en Bretaña todos han vuelto a puerto.
Al cruzar el jardín, Marc recogió la taza de café y bebió la gota fría que quedaba en el fondo.
—Es casi mediodía —dijo—. Me lavo un poco y voy a tomar un bocado al tonel.
—Menudo lujo —dijo Vandoosler.
—Sí, pero es jueves. Es un homenaje a Sophia.
—¿Estás seguro de que no es para ver a Alexandra? ¿O es sólo por el filete de vaca?
—No he dicho eso. ¿Quieres venir?
Alexandra estaba sentada en su mesa habitual, empeñada en que comiera su hijo, que estaba de mal humor. Marc pasó la mano por el pelo de Cyrille y le dejó jugar con sus anillos. Le gustaban los anillos de san Marcos. Marc le había dicho que se los había dado un mago, que poseían un secreto, pero que él jamás había descubierto cuál era. El mago se había ido volando durante el recreo antes de decírselo. Cyrille los había frotado, girado, había soplado sobre ellos, pero nada había ocurrido. Marc fue a estrechar la mano a Mathias, que parecía paralizado detrás de la barra.
—¿Qué te pasa? —preguntó Marc—. Pareces petrificado.
—No estoy petrificado, estoy aprisionado. Me he cambiado a toda velocidad, me lo he puesto todo, la camisa, el chaleco, la pajarita, pero he olvidado los zapatos. Juliette dice que no puedo servir en sandalias. Es curioso, es muy estricta en eso.
—La comprendo —dijo Marc—. Voy a buscártelos. Prepárame un filete.
Marc regresó cinco minutos más tarde con los zapatos y la pipa llena de tierra blanca.
—¿Te acuerdas de esta pipa y de esta tierra? —preguntó a Mathias.
—Por supuesto.
—Esta mañana he ido a saludar al árbol. Ya no hay la misma tierra en la superficie. Es negra y arcillosa.
—¿Como la de tus uñas?
—Exactamente.
—Eso quiere decir que los polis cavaron más profundamente que nosotros.
—Sí, eso es lo que he pensado.
Marc metió la pipa en el bolsillo y notó bajo los dedos el casco de cerámica. Marc cambiaba de un bolsillo u otro muchos objetos inútiles de los que después ya no conseguía deshacerse. Le pasaba lo mismo con los bolsillos que con la memoria, que, una vez que algo entraba allí, no salía.
Una vez que se hubo puesto los zapatos, Mathias sentó a Marc y a Vandoosler a la mesa de Alexandra, que había dicho que no le molestaba. Como no sacó el tema, Marc evitó preguntarle sobre el interrogatorio al que se había sometido la víspera. Alexandra quiso saber qué tal había ido el viaje a Dourdan y cómo estaba su abuelo. Marc lanzó una mirada a su padrino, que movió la cabeza imperceptiblemente. Lamentó haber buscado su consentimiento antes de contarle algo a Lex, y comprendió que la duda había ganado terreno en él más de lo que pensaba. Le expuso con detalle el contenido del archivador de 1978, sin saber exactamente si lo hacía de buena fe o si «dejaba que se soltara el sedal» para descubrir sus reacciones. Sin embargo, Alexandra, bastante apagada, no reaccionó. Solamente dijo que debería ir a ver a su abuelo el fin de semana.
—De momento, no se lo aconsejo —dijo Vandoosler.
Alexandra frunció el ceño y puso morro.
—¿La cosa llega hasta ese punto? ¿Creen que he sido yo? —preguntó en voz baja para que Cyrille no se enterase.
—Digamos que Leguennec no está en muy buena disposición. No se mueva. Pabellón, colegio, tonel, parque y nada más.
Alexandra se enfurruñó. Marc pensó que a ella no le gustaba que le dieran órdenes y se acordó durante un breve instante de su abuelo. Era capaz de hacer lo contrario de lo que le pedía Vandoosler por el simple placer de no obedecer.
Juliette acudió a quitar la mesa y Marc la besó. Le resumió lo de Dourdan en tres palabras. Empezaba a hartarse de aquel archivador de 1978, que no había hecho sino complicar las cosas sin aclarar una sola. Alexandra estaba arreglando a Cyrille para llevarlo otra vez al colegio cuando Lucien entró en el tonel, sin aliento, cerrando la puerta de un portazo. Ocupó el sitio de Alexandra, ni siquiera pareció que la viera salir, y pidió a Mathias un enorme vaso de vino.
—No te preocupes —dijo Marc a Juliette—. Es la Gran Guerra la que lo pone así. Luego se le pasa, otra vez vuelve, y de nuevo se le pasa. Hay que acostumbrarse.
—Imbécil —dijo Lucien respirando hondo.
Por el tono de Lucien, Marc notó que se equivocaba. No era la Gran Guerra. Lucien no tenía la expresión feliz que sin duda le habría procurado el descubrimiento de los cuadernos de guerra de un soldado campesino. Estaba ansioso y empapado de sudor. Llevaba la corbata torcida y en la frente le habían aparecido dos manchas rojas. Lucien, aún sin aliento, echó una ojeada a los clientes que comían en Le Tonneau y, por señas, pidió a Vandoosler y a Marc que acercaran sus caras.
—Esta mañana —empezó Lucien entre dos jadeos—, llamé por teléfono a casa de Rene de Frémonville. Había cambiado de número. Así que fui directamente a su casa.
Lucien bebió un largo trago de vino tinto antes de continuar.
—Estaba su mujer. R. de Frémonville es su mujer: Rachel, una señora de setenta años. Pregunté si podía ver a su marido. Menuda metedura de pata. Escucha bien, Marc, Frémonville está muerto desde hace un siglo.
—¿Y qué?
—Fue asesinado, amigo. Bang, bang, dos balas en la cabeza una noche de septiembre de 1979. Y espera, no fue el único. Estaba con su viejo amigo Daniel Dompierre. Bang, bang, dos balas a él. Los dos críticos muertos a tiros.
—Mierda —dijo Marc.
—Así es, porque mis cuadernos de guerra se perdieron en la mudanza que tuvo lugar a continuación. A la mujer de Frémonville no le importaban lo más mínimo. No sabe adonde han podido ir a parar.
—Por cierto, ¿el soldado era un campesino? —preguntó Marc.
Lucien lo miró con asombro.
—¿Ahora te interesa?
—No, pero de tanto oírte, me acabará interesando.
—Pues bien, sí —dijo Lucien animándose—, ¡era un campesino! ¿Te das cuenta? ¿No es un milagro? Si por lo menos…
—Deja en paz los cuadernos de guerra —ordenó Vandoosler—. Continúa. Tuvo que haber una investigación, ¿no?
—Por supuesto —dijo Lucien—. Eso ha sido lo más difícil de averiguar. Rachel de Frémonville me esquivaba y no quería hablar de ello, pero yo utilicé toda mi habilidad y persuasión. Frémonville abastecía de cocaína el mercado del teatro parisino. Su amigo Dompierre también, sin duda. Los polis encontraron un cargamento bajo las tablas del parqué, en casa de Frémonville, donde los dos críticos fueron asesinados. La investigación llegó a la conclusión de que había sido un ajuste de cuentas entre grandes traficantes. El caso era transparente en lo que se refiere a Frémonville, pero las pruebas contra Dompierre eran ínfimas. Los polis sólo encontraron en su casa varias bolsitas de coca escondidas detrás de una placa de la chimenea.
Lucien vació su vaso y pidió otro a Mathias. En lugar de eso, Mathias le llevó un filete de vaca.
—Come —dijo.
Lucien miró la expresión firme de Mathias y atacó el filete.
—Rachel me ha dicho que en ese momento, Dompierre hijo, es decir, Christophe, se había negado a creer nada de esto sobre su padre. La madre y el hijo lucharon mucho con los polis, pero eso no cambió nada. Doble asesinato clasificado bajo la rúbrica de tráfico de drogas. Nunca llegaron a cazar al asesino.
Lucien se iba calmando poco a poco. Su respiración se iba haciendo regular. Vandoosler había puesto cara de poli, la nariz hacia delante, los ojos hundidos y lejanos detrás de las pestañas. Se dedicaba a hacer pedacitos con el pan que Mathias había traído en una cesta.
—De todas formas —dijo Marc, que intentaba ordenar sus ideas a toda velocidad—, eso no tiene nada que ver con nuestro asunto. A esos dos tipos se los cargaron más de un año después de la representación de Elektra. Además, por una cuestión de drogas. Supongo que los polis investigaron sus conclusiones.
—No seas imbécil, Marc —dijo Lucien con impaciencia—. El joven Christophe Dompierre no lo creía. ¿Ciego por el amor filial? Quizá. Pero quince años más tarde, cuando Sophia es asesinada, reaparece, busca de nuevo una pista. ¿Recuerdas lo que te dijo? ¿Que te habló de su «convicción»?
—Si se había equivocado hace quince años —dijo Marc—, también pudo equivocarse hace tres días.
—Salvo que lo han asesinado —dijo Vandoosler—. No se mata a alguien que se equivoca. Se mata a alguien que descubre.
Lucien movió la cabeza y rebañó el plato con gesto tranquilo. Marc suspiró. Pensaba muy despacio en los últimos tiempos y eso le preocupaba.
—Dompierre había descubierto algo —repuso Lucien en voz baja—. Tenía, pues, razón hace quince años.
—Descubierto ¿qué?
—Que un figurante había agredido a Sophia. Y si quieres mi opinión, su padre sabía quién era y se lo había dicho. Quizá se había cruzado con él cuando salía corriendo del camerino con la capucha en la mano. Por eso al día siguiente el figurante no volvió. Tuvo pánico de ser reconocido. Eso debe de ser lo único que Christophe sabía: que su padre conocía al agresor de Sophia. Y que si Frémonville traficaba con coca, ése no era el caso de Daniel Dompierre. Tres bolsitas detrás de una placa de la chimenea son poca cosa, ¿no crees? El hijo se lo contó a los polis. Sin embargo, aquella antigua anécdota del teatro, que databa de hacía más de un año, no les interesaba. La brigada de estupefacientes llevaba el caso, y la agresión contra Sophia Siméonidis no tenía para ellos ninguna importancia. Así que Dompierre hijo abandonó. Pero cuando Sophia fue asesinada, volvió a sentir rabia. El caso continuaba. Siempre había pensado que su padre y Frémonville habían sido asesinados, no a causa de la coca, sino porque el azar los había vuelto a cruzar en su camino con el agresor. Y éste se los cargó para que no hablaran. Eso debía de ser importantísimo para él.
—Tu argumento no se tiene en pie —dijo Marc—. ¿Por qué el chico no los mató inmediatamente?
—Porque ese chico tenía sin duda un nombre artístico. Si tú te llamas Roger Boudin, te interesa cambiar tu nombre por Franck Delner, por ejemplo, o por cualquier otro que suene bien a los oídos de un director teatral. Así que el tipo se larga bajo su seudónimo y se queda tranquilo. ¿Quién quieres que adivine que Franck Delner es Roger Boudin?
—Bueno, y entonces ¿qué? Joder.
—Qué nervioso estás hoy, Marc. Y entonces, imagina que más de un año después el tipo se cruza con Dompierre y esta vez con su verdadero nombre… Ya no tiene elección, los mata a tiros, a él y a su amigo, seguramente porque sabe que ambos se lo cuentan todo. También sabe que Frémonville es un traficante y eso le viene al pelo. Esconde tres bolsitas en casa de Dompierre, los polis se lo tragan todo, y el caso va a la brigada de estupefacientes.
—¿Y por qué tu Boudin-Delner iba a matar a Sophia catorce años más tarde, si Sophia, de todas formas, no lo había identificado?
Lucien, otra vez excitado, se puso a mirar dentro de una bolsa de plástico que había dejado en la silla.
—No te muevas, amigo, no te muevas.
Rebuscó un momento en un montón de papeles y sacó un rollo sujeto con una goma. Vandoosler lo miraba, visiblemente impresionado. La suerte había sonreído a Lucien, pero Lucien, curiosamente, había sabido echar el guante a su suerte.
—Después de eso —dijo Lucien—, yo estaba desconcertado. La verdad es que la señora Rachel también. Rebuscar en sus recuerdos la había alterado. No estaba al corriente del asesinato de Christophe Dompierre y, por supuesto, yo no le dije nada. Hacia las diez, tomamos un café para reponernos. Bueno, todo aquello estaba muy bien, pero yo seguía pensando en mis cuadernos de guerra. Es humano, compréndelo.
—Lo comprendo —dijo Marc.
—Rachel de Frémonville hizo enormes esfuerzos por encontrar aquellos cuadernos de guerra, pero era inútil, realmente se habían perdido. Mientras tomaba el café, lanzó una pequeña exclamación. Ya sabes, esas exclamaciones breves y mágicas, como en una película antigua. Se acordó de que su marido, que tenía mucho afecto a aquellos siete cuadernos, había tomado la precaución de pedir a su fotógrafo de prensa que los fotografiara. Porque el papel de aquellos cuadernos era de mala calidad y había empezado a estropearse, a deshacerse. Me dijo que, con suerte, el fotógrafo habría guardado los contactos o los negativos de aquellas fotos de los cuadernos, por las que se había tomado tantas molestias. Los cuadernos estaban escritos a lápiz y no era fácil fotografiarlos. Me dio la dirección del fotógrafo, de París afortunadamente, y me fui derecho a su casa. Allí estaba, haciendo copias de fotos. Sólo tiene cincuenta años y sigue en el oficio. Sujétate fuerte, Marc, amigo mío: ¡había conservado los negativos de las fotos de los cuadernos y me los va a revelar! No es broma.
—Magnífico —dijo Marc en tono malhumorado—. Yo te estaba hablando del asesinato de Sophia, no de tus cuadernos.
Lucien se volvió hacia Vandoosler señalando a Marc.
—Realmente está nervioso, ¿verdad? ¿Impaciente?
—Cuando era pequeño —dijo Vandoosler— y se le caía la pelota desde el balcón al patio de abajo, lloraba y pataleaba hasta que yo iba a buscarla. Era lo único que le importaba. No hacía más que ir y venir. Y todo por unas pelotitas de goma.
Lucien se rió. De nuevo tenía una cara feliz, aunque su pelo castaño seguía estando pegado por el sudor. Marc también sonrió. Había olvidado completamente la historia de las pelotas de goma.
—Continúo —dijo Lucien otra vez susurrando—. ¿Sabías que ese fotógrafo le hacía reportajes a Frémonville? ¿Que realizaba la cobertura fotográfica de los espectáculos? Pensé que quizá habría guardado los contactos. Estaba al corriente de la muerte de Sophia, pero no de la de Christophe Dompierre. Le dije dos palabras, y el asunto le pareció lo bastante serio como para buscar su documentación sobre Elektra. Y aquí está —dijo Lucien agitando el rollo ante los ojos de Marc—. Fotos. Y no sólo de Sophia. Fotos panorámicas, de grupo.
—Enséñamelas —dijo Marc.
—Paciencia —exclamó Lucien.
Lentamente, desplegó el rollo y cogió con cuidado un negativo que extendió sobre la mesa.
—Toda la compañía saludando la noche del estreno —dijo sujetando las esquinas de la foto con vasos—. Está todo el mundo. Sophia en medio, rodeada del tenor y el barítono. Por supuesto, todos están maquillados y con trajes de época. Pero ¿no reconoces a nadie? Y usted, comisario, ¿tampoco?
Marc y Vandoosler se inclinaron uno tras otro sobre la foto. Rostros maquillados, pequeños, pero nítidos. Un buen negativo. Marc, que sentía desde hacía un buen rato que era menos perspicaz en comparación con la agudeza de Lucien, notaba que sus recursos le abandonaban. Con la mente confusa, desconcertado, examinaba las caritas blancas sin que ninguna le recordara a nadie. Sí, éste era Julien Moreaux, muy joven y muy delgado.
—Efectivamente —dijo Lucien—. No tiene nada de sorprendente. Continúa.
Marc negó con la cabeza, casi humillado. No, no veía nada. Vandoosler, igual de contrariado, ponía mala cara. Sin embargo, puso el dedo en un rostro.
—Éste —dijo suavemente—. Pero no puedo ponerle un nombre.
Lucien movió la cabeza.
—Exacto —dijo—. Pero yo sí puedo ponerle un nombre.
Echó una rápida ojeada hacia el bar, hacia la sala, y luego acercó su cara a las de Marc y Vandoosler.
—Georges Gosselin, el hermano de Juliette —murmuró.
Vandoosler apretó los puños.
—Paga la cuenta, san Marcos —dijo brevemente—. Volvemos ahora mismo al caserón. Di a san Mateo que se reúna con nosotros en cuanto termine su trabajo.