XXIX

Un poco menos de dos horas más tarde, Marc y Lucien caminaban por la Allée des Grands Ifs. El viento soplaba con fuerza en Dourdan, y Marc aspiraba aquella corriente del noroeste. Se detuvieron ante el número 12, que estaba protegido por muros de una parte, y de otra por una puerta de entrada de madera maciza.

—Aúpame —dijo Marc—. Me gustaría mucho ver cómo es la casa de Sophia.

—¿Qué importancia tiene eso? —preguntó Lucien.

—Me apetece, nada más.

Lucien posó con cuidado su bolsa de viaje, comprobó que la calle estaba desierta y entrecruzó sólidamente las dos manos.

—Quítate el zapato —dijo a Marc—. No quiero que me ensucies las manos.

Marc suspiró, se quitó un zapato y, agarrándose a Lucien, se subió a sus manos.

—¿Ves algo? —preguntó Lucien.

—Siempre se ve algo.

—¿Qué?

—La finca es grande. Se nota que Sophia era rica. Desciende en suave pendiente por detrás de la casa.

—¿Cómo es la casa? ¿Fea?

—En absoluto —dijo Marc—. De estilo griego, a pesar de la cubierta de pizarra. Larga y blanca, sin pisos. Seguramente la mandó construir. Es curioso, ni siquiera están cerradas las contraventanas. Espera. No, es porque tiene las ventanas caladas. De estilo griego, ya te lo he dicho. Hay un pequeño garaje y un pozo. Lo único antiguo que hay ahí dentro es el pozo. No debe de ser desagradable en verano.

—¿Te puedo soltar? —preguntó Lucien.

—¿Te cansas?

—No, pero puede venir alguien.

—Tienes razón, voy a bajar.

Marc se volvió a calzar y recorrieron la calle mirando los nombres de las puertas o de los buzones, cuando los había. Preferían hacerlo así antes que preguntar a alguien, para que su presencia allí fuera lo más discreta posible.

—Ahí —dijo Lucien después de recorrer un centenar de metros—. Aquella casita llena de flores.

Marc descifró la placa de cobre borrosa: K. y J. Siméonidis.

—Muy bien —dijo—. ¿Recuerdas en qué hemos quedado?

—No me tomes por gilipollas —dijo Lucien.

—Entendido —dijo Marc.

Un anciano bastante guapo fue a abrirles. Los miró en silencio, esperando sus explicaciones. Desde la muerte de su hija había visto pasar a mucha gente, polis, periodistas y a Dompierre.

Lucien y Marc expusieron alternativamente el motivo de su visita, intentando mostrarse muy amables. Habían acordado aquella estrategia en el tren, pero la tristeza del rostro del viejo Siméonidis hacía que su amabilidad fuera cierta y no un truco. Hablaron con mucho afecto de Sophia. Casi acabaron creyendo en su propia mentira cuando dijeron que Sophia, su vecina, les había confiado una misión. Marc contó lo del árbol. No hay nada como apoyarse en una verdad para decir luego una mentira. Que a Sophia el asunto del árbol le preocupaba mucho. Que una noche, charlando en la calle antes de ir a dormir, les había hecho prometer que, si por casualidad le ocurría una desgracia, tratarían de averiguar lo que había ocurrido. Sophia no confiaba en la policía que, decía, se olvidarían del caso si no encontraban pistas. Pero había confiado en ellos para que llegaran hasta el final. Por eso estaban allí, porque consideraban que, por respeto y amistad hacia Sophia, tenían que cumplir lo que habían prometido.

Siméonidis escuchó con atención este relato, que a Marc le sonaba cada vez más estúpido y lioso a medida que lo iba soltando. Los invitó a entrar. Dentro estaba un poli de uniforme, que interrogaba en el salón a una mujer que debía de ser la señora Siméonidis. Marc no se atrevió a mirarla, a pesar de que el diálogo se había interrumpido cuando ellos entraron. Sólo pudo distinguir por el rabillo del ojo a una mujer de sesenta años bastante gorda, con el pelo estirado detrás de la nuca, que sólo les dedicó un ligero gesto de bienvenida. Estaba enfrascada en las preguntas del poli y tenía la expresión enérgica de los que desean que los califiquen de tales. Siméonidis cruzó la estancia con un paso bastante vivo, guiando a Marc y Lucien y mostrando una clara indiferencia por el poli que ocupaba su salón. Sin embargo, el poli detuvo a los tres levantándose con un movimiento brusco. Era un tipo joven con cara de bruto. Parecía uno de esos cretinos para quienes, tristemente, las órdenes son sus únicos pensamientos. Mala suerte. Lucien lanzó un suspiro exagerado.

—Lo siento, señor Siméonidis —dijo el poli—, pero no puedo autorizarle a que deje entrar a cualquiera en su domicilio sin que me informe de la identidad de esas personas y del motivo de su visita. Son las órdenes y usted ha sido informado de ellas.

Siméonidis esbozó una breve y perversa sonrisa.

—No es mi domicilio, es mi casa —dijo hablando muy alto—, y no son personas, son amigos. Y sepa que un griego de Delfos, nacido a quinientos metros del Oráculo, no recibe ninguna orden de nadie. Métaselo en la cabeza.

—Las leyes se dictan para todos, señor —respondió el poli.

—Puede usted meterse sus leyes por el culo —dijo Siméonidis en el mismo tono.

Lucien estaba feliz. Aquél era exactamente uno de esos viejos con los que habría podido reírse si las circunstancias no fueran tan tristes.

El poli aún los retuvo un buen rato: tomó nota de sus nombres y los identificó sin problemas, tras consultar su libreta, como los vecinos de Sophia Siméonidis. Sin embargo, como nada podía impedir consultar los archivos de otro con su consentimiento, tuvo que dejarles marchar, advirtiéndoles que, de todas formas, los interrogaría antes de irse. De momento, ningún documento debía salir de la casa. Lucien se encogió de hombros y siguió a Siméonidis. Repentinamente furioso, el viejo griego volvió sobre sus pasos y agarró al poli por la solapa de su chaqueta. Marc pensó que iba a darle un puñetazo y que la cosa se iba a poner interesante, pero el viejo dudó un instante.

—Está bien… —dijo Siméonidis después de un silencio—. Qué más da.

Soltó al poli como si fuera un objeto sucio y salió de la estancia para reunirse con Marc y Lucien. Subieron un piso, siguieron un pasillo, y, usando una llave que llevaba colgada del cinturón, el viejo les abrió la puerta de un cuarto poco iluminado con estanterías abarrotadas de documentos.

—El cuarto de Sophia —dijo en voz baja—. Supongo que es esto lo que les interesa, ¿no?

Marc y Lucien asintieron con la cabeza.

—¿Creen que encontrarán algo? —preguntó Siméonidis—. ¿De veras lo creen?

Les miraba fijamente con una mirada seca, los labios contraídos y la expresión dolorosa.

—¿Y si no encontramos nada? —dijo Lucien.

Siméonidis dio un puñetazo en la mesa.

—Tienen que encontrar algo —les ordenó—. Tengo 81 años, casi no puedo moverme ni tampoco pensar con claridad. Ustedes, quizá sí. Quiero al asesino. Nosotros los griegos no abandonamos jamás, eso es lo que decía mi vieja Andrómaca. Leguennec piensa como un poli. Necesito otras personas, necesito gente con más libertad de acción. No me importa que Sophia les confiara o no una «misión». Me da igual que sea verdad o que sea mentira. De hecho, creo que es mentira.

—Efectivamente, es mentira —admitió Lucien.

—Bien —dijo Siméonidis—. Nos estamos acercando. ¿Por qué investigan ustedes?

—Cuestión de oficio —dijo Lucien.

—¿Detectives? —preguntó Siméonidis.

—Historiadores —respondió Lucien.

—¿Y qué tienen que ver ustedes con Sophia?

Lucien señaló a Marc con el dedo.

—Él —dijo— no quiere que inculpen a Alexandra Haufman. Está dispuesto a colgar a cualquier otro en su lugar, incluso a un inocente.

—Excelente —dijo Siméonidis—. Si puede serles útil, sepan que Dompierre no se quedó aquí mucho tiempo. Creo que sólo consultó una carpeta, estoy seguro. Ya lo ven, los archivadores están clasificados por años.

—¿Sabe cuál examinó? —preguntó Marc—. ¿Se quedó usted con él?

—No. Dompierre deseaba estar solo a toda costa. Entré una vez a traerle café. Creo que estaba mirando el archivador de 1982, aunque no estoy seguro. Les dejo, no les haré perder más tiempo.

—Una pregunta más —dijo Marc—. ¿Cómo se está tomando su mujer el asunto?

Siméonidis hizo un gesto ambiguo.

—Jacqueline no ha llorado. No es mala, pero sí voluntariosa, siempre deseando «resistir». Para mi mujer la «resistencia» es lo que determina la calidad de una persona. Esta actitud ha llegado a ser tan habitual en ella que no se puede hacer nada para evitarlo. Y ante todo, protege a su hijo.

—¿Qué puede decir de él?

—¿De Julien? No es capaz de gran cosa. Un crimen sobrepasa en mucho su capacidad. Además, Sophia le había ayudado cuando no sabía qué hacer con su vida. Le encontró puestos de figurante aquí y allá, pero él no supo sacarles el menor provecho. Lloró un poco a Sophia. La quiso mucho en una época. De jovencito clavaba fotos suyas en la habitación. También escuchaba sus discos. Ahora ya no.

Siméonidis estaba cansado.

—Les dejo —repitió—. Para mí echar una siesta antes de cenar no es un deshonor. Además, a mi mujer le gusta esta debilidad. Pónganse a trabajar, no tienen mucho tiempo. Puede ocurrir que el poli acabe encontrando un medio legal de prohibir la consulta de mis archivos.

Siméonidis salió y se le oyó abrir una puerta al fondo del pasillo.

—¿Qué opinas de él? —preguntó Marc.

—Tiene una bonita voz que su hija heredó. Violento, autoritario, inteligente, divertido y peligroso.

—¿Y su mujer?

—Una idiota —dijo Lucien.

—La descartas muy deprisa.

—Los idiotas pueden matar, eso no descarta a nadie. Sobre todo los que, como ella, presumen de un carácter estúpido. La he oído hablar con el poli. Es muy simple, pero está satisfecha de sus cualidades. Los idiotas satisfechos pueden matar.

Marc movió la cabeza mientras daba una vuelta por el cuarto. Se detuvo ante el archivador del año 1982, lo miró sin tocarlo y continuó examinando las estanterías. Lucien estaba muy atareado con su bolsa de viaje.

—Saca el archivador del 82 —dijo—. El viejo tiene razón: quizá no tengamos mucho tiempo antes de que la Ley ponga obstáculos en nuestro camino.

—No fue 1982 lo que consultó Dompierre. El viejo se ha equivocado o ha mentido. Fue 1978.

—¿No hay polvo delante de ése? —preguntó Lucien.

—Exactamente —dijo Marc—. Ningún otro ha sido movido desde hace mucho tiempo. Los polis aún no han tenido tiempo de meter sus narices aquí.

Sacó el archivador de 1978 y vació con suavidad el contenido sobre la mesa. Lucien lo hojeó rápidamente.

—No se refiere más que a una sola ópera —dijo—. Elektra, en Toulouse. Para nosotros no significa nada, pero Dompierre debió de buscar algo en él.

—Vamos allá —dijo Marc, un poco desanimado por el montón de antiguos artículos de prensa recortados, comentarios manuscritos añadidos a veces, muy probablemente, por Siméonidis, fotos, entrevistas. Los recortes de periódicos estaban cuidadosamente sujetos con clips.

—Localiza los clips que han sido quitados —dijo Lucien—. Este cuarto es un poco húmedo y han tenido que dejar un rastro de herrumbre o una pequeña huella. Eso nos permitirá saber qué artículos interesaron a Dompierre en este fárrago.

—Es lo que estoy haciendo —dijo Marc—. Las críticas son elogiosas. Sophia gustaba. Ella se consideraba mediocre, pero valía mucho más de lo que decía. Mathias tiene razón. Pero ¿qué coño estás haciendo? Ven a ayudarme.

Lucien estaba metiendo en ese momento varios montoncitos en su bolsa.

—Aquí están —dijo Marc alzando el tono—, cinco grupos de artículos en los que el clip se ha vuelto a poner recientemente.

Marc cogió tres y Lucien dos. Leyeron en silencio y a toda velocidad durante un buen rato. Los artículos eran largos.

—¿Has dicho que las críticas eran elogiosas? —preguntó Lucien—. Pues ésta, la verdad, no es muy amable con Sophia.

—Esta tampoco —dijo Marc—. El autor la ataca con saña. No debió de gustarle mucho. Ni al viejo Siméonidis. Escribió al margen: «un gilipollas». ¿Y quién es el gilipollas?

Marc buscó la firma.

—Lucien —dijo—, este crítico «gilipollas» se llama Daniel Dompierre. ¿Te da que pensar?

Lucien cogió el artículo de las manos de Marc.

—Entonces —dijo—, ¿nuestro muerto sería familiar suyo? ¿Un sobrino, un primo, un hijo? ¿Fue así como llegó a saber algo sobre esa ópera?

—Tuvo que ser así, sin duda. Esto empieza a tomar cuerpo. ¿Cómo se llama tu crítico que despellejó a Sophia?

—Rene de Frémonville. No lo conozco. De todas formas, no sé nada de música. Espera, aquí hay algo sorprendente.

Lucien se puso a leer otra vez, con el rostro transformado. Marc esperó.

—¿Qué? —dijo Marc.

—No te alteres, no tiene nada que ver con Sophia. Está al dorso del recorte. Es el principio de otro artículo también de Frémonville, pero a propósito de una obra de teatro: un fracaso total, una recreación superficial y descabellada de lo que piensa un muchacho en una trinchera en 1917. Un monólogo de casi dos horas absolutamente insoportable, al parecer. Desgraciadamente, me falta el final del artículo.

—Mierda, no empieces ¡Me importa un carajo, Lucien, un carajo! ¡No hemos venido hasta Dourdan para eso, por todos los santos!

—Cállate. Frémonville dice en medio de una frase que conserva de su padre cuadernos de guerra y que el autor de la obra tendría que haber pensado en consultar esa clase de documentos antes de lanzarse a un drama sobre lo que imagina un soldado. ¿Te das cuenta? ¡Cuadernos de guerra! ¡Escritos allí mismo, desde agosto de 1914 hasta octubre de 1918! ¡Siete cuadernos! ¿Te das cuenta de lo que es eso? ¡Una serie completa! ¡Ojalá ese padre hubiera sido campesino, ojalá! ¡Sería una mina, Marc, una rareza! ¡Dios mío, haz que el padre de Frémonville haya sido campesino! ¡Sí señor, he hecho bien en acompañarte!

Feliz y lleno de esperanza, Lucien se había puesto de pie y recorría el cuartito sombrío, leyendo una y otra vez el trozo mutilado de aquella vieja hoja de periódico. Exasperado, Marc volvió a dedicarse a hojear los documentos que Dompierre había consultado. Además de los artículos desfavorables sobre Sophia, había otros tres montones que contenían textos más anecdóticos y relataban un incidente grave que había perturbado durante varios días las representaciones de Elektra.

—Escucha —dijo Marc.

Pero no había nada que hacer. Lucien estaba en otra parte, lejos, sumido en el descubrimiento de su mina y era absolutamente incapaz de interesarse por otra cosa. Y eso que al principio había mostrado muy buena voluntad. Aquellos cuadernos de guerra habían sido una contrariedad. Disgustado, Marc leyó en silencio, para él solo. Sophia Siméonidis había sido agredida y luego la habían intentado violar en su camerino, hora y media antes de la representación. Según ella, el agresor había huido repentinamente al oír ruido. No podía proporcionar datos sobre él. Llevaba una cazadora oscura, una capucha de lana azul y le había dado varios puñetazos para tumbarla en el suelo. Se había quitado la capucha, pero ella estaba demasiado aturdida para poder identificarlo y él había apagado la luz. Cubierta de cardenales, que afortunadamente no eran graves, y en estado de shock, Sophia Siméonidis había sido conducida al hospital para ser sometida a observación. A pesar de todo, se había negado a presentar una denuncia y, por lo tanto, no se había abierto ninguna investigación. Sin poder basarse más que en conjeturas, los periodistas suponían que el ataque lo había llevado a cabo un figurante, pues el teatro estaba cerrado a esas horas al público. La culpabilidad de los cinco cantantes de la compañía quedó totalmente descartada: dos de ellos eran cantantes famosos y habían declarado haber llegado más tarde al teatro, cosa que fue confirmada por los conserjes, hombres mayores igualmente descartados como sospechosos. Leyendo entre líneas se podía concluir que, más que la fama o la hora a la que habían llegado, eran las opciones sexuales de los cinco cantantes masculinos lo que los dejaba al margen. En cuanto a los numerosos figurantes, nada en la escueta descripción de la cantante permitía orientar las sospechas hacia uno u otro. Sin embargo, precisaba uno de los periodistas, había dos figurantes que no se habían presentado al reestreno, al día siguiente. A pesar de todo, el periodista admitía que aquel comportamiento era bastante habitual entre los figurantes, chicos y chicas anónimos a los que se solía pagar por día y a los que nadie aseguraba su continuidad, por lo que siempre estaban dispuestos a abandonar en cualquier momento una representación por un casting publicitario más prometedor. También sugería que ninguno de los hombres del personal técnico podía ser descartado.

El espectro era amplio. Marc, con el ceño fruncido, volvió a las críticas de Daniel Dompierre y Rene de Frémonville. Al ser críticas musicales sobre todo, no se extendían sobre las circunstancias de la agresión, limitándose a señalar que Sophia Siméonidis, víctima de un accidente, había tenido que ser reemplazada durante tres días por su sustituta, Nathalie Domesco, cuya execrable imitación había acabado definitivamente con Elektra; una Elektra que el regreso de Sophia Siméonidis tampoco había podido salvar. La cantante, a la salida del hospital, había vuelto a demostrar su incapacidad para interpretar aquel papel para gran soprano dramática. Los periodistas concluían que el shock sufrido por la cantante no podía excusar tan mala representación y que había cometido un lamentable error al querer abordar con Elektra una partitura que estaba mucho más allá de sus posibilidades vocales.

Aquello irritó a Marc. Era cierto que Sophia les había dicho que no había sido «la Siméonidis». Era cierto que Sophia quizá no debería de haberse lanzado a interpretar Elektra. Quizá. Él no era un entendido, y tampoco Lucien. Sin embargo, aquella crueldad demoledora de los dos críticos lo ponía fuera de sí. No, Sophia no se merecía eso.

Marc echó mano de otros archivadores: otras óperas. Siempre críticas elogiosas, o simplemente halagadoras o satisfechas, pero siempre reproches mordaces en las plumas de Dompierre y Frémonville, incluso cuando Sophia se limitaba a su estricto registro de soprano lírica. Claramente, aquellos dos no querían a Sophia, ya desde sus comienzos. Marc volvió a colocar los archivadores en su sitio y se puso a reflexionar con la cabeza apoyada en los puños. Se había hecho casi de noche y Lucien había encendido dos lamparitas.

Sophia agredida… Pero no había denunciado golpes ni heridas. Volvió a Elektra, recorrió muy rápidamente todos los demás artículos que hablaban de la ópera y todos contaban un poco lo mismo: la pésima puesta en escena, la mediocridad de los decorados, la agresión contra Sophia Siméonidis, el regreso esperado de la cantante, con la diferencia de que los críticos apreciaban el esfuerzo de Sophia en lugar de ponerla por los suelos como habían hecho Dompierre y Frémonville. No sabía qué guardar de todo aquel archivador de 1978. Habría hecho falta poder releerlo todo hasta en los menores detalles. Comparar, averiguar por qué había escogido esos recortes Christophe Dompierre. Habría hecho falta copiar al menos los artículos que el muerto había leído. Era mucho trabajo, horas de trabajo.

En ese instante Siméonidis entró en el cuarto.

—Tienen que darse prisa —dijo—. Los polis están buscando la forma de obligarles a concluir la consulta de mis archivos. Ahora no tienen tiempo de ocuparse de ellos y deben de temer que se les adelante el asesino. He oído al imbécil de abajo llamar por teléfono después de mi siesta. Quiere precintarlos. Parece que lo va a conseguir.

—No se preocupe —dijo Lucien—. Habremos terminado en media hora.

—Perfecto —dijo Siméonidis—. Avanzan deprisa.

—A propósito —dijo Marc—, ¿su hijastro también figuró en Elektra?

—¿En Toulouse? Sin duda —dijo Siméonidis—. Figuró en todos sus espectáculos, de 1973 a 1978. Fue después cuando lo abandonó todo. No se centren en él, pierden el tiempo.

—¿Sophia le contó la agresión que sufrió durante la representación de Elektra?

—Sophia detestaba que se hablara de ello —dijo Siméonidis después de un silencio.

Cuando el viejo griego se hubo marchado, Marc miró a Lucien que, desplomado en una butaca desvencijada, estiraba las piernas y jugueteaba con su recorte de periódico.

—¿Dentro de media hora? —gritó Marc—. No te das cuenta de nada, sólo sueñas con tus cuadernos de guerra. Hay montones de cosas que copiar, y tú, ¿tú te bloqueas hasta dentro de media hora?

Sin moverse, Lucien señaló su bolsa con el dedo.

—Ahí dentro —dijo—, he metido dos kilos y medio de ordenador portátil, nueve kilos de escáner, perfume, un calzoncillo, una cuerda gruesa, un edredón, un cepillo de dientes y una rebanada de pan. ¿Comprendes por qué quería coger un taxi en la estación? Prepárame los documentos que necesites, grabo todo lo que te guste y lo llevamos con nosotros al caserón desvencijado. Y ya está.

—¿Cómo se te ha ocurrido?

—Después de lo que le pasó a Dompierre, se podía pensar que los polis intentarían prohibir que se copiasen los archivos. Prever las maniobras del adversario, amigo mío, es el auténtico secreto de una guerra. La orden oficial llegará pronto, pero después de nosotros. Ahora, date prisa.

—Perdona —dijo Marc—, ahora mismo estoy muy nervioso. Bueno, tú también.

—No, yo me dejo llevar por la cólera, en una u otra dirección. Es muy diferente.

—¿Son tuyos esos cacharros? —preguntó Marc—. Valen mucha pasta.

Lucien se encogió de hombros.

—Me los ha prestado la facultad, tengo que devolverlos dentro de cuatro meses. Sólo son míos los cables.

Se echó a reír y enchufó las máquinas. A medida que los documentos eran copiados, Marc respiraba mejor. Seguramente no habría nada que sacar de ellos, pero la idea de poder consultarlos sin prisa, al abrigo de su segundo piso medieval, lo aliviaba. Se reprodujo lo esencial del archivador.

—Fotos —dijo Lucien agitando una mano.

—¿Tú crees?

—Estoy seguro. Mete las fotos.

—Sólo hay fotos de Sophia.

—¿Y de una vista panorámica, de la compañía saludando, de la cena después del ensayo general?

—Sólo de Sophia, te digo.

—Entonces déjalo.

Lucien enrolló sus aparatos en un viejo edredón, hizo un hatillo con todo y lo ató a una larga cuerda. Luego abrió suavemente la ventana y bajó con mucha precaución el delicado paquete.

—No existe un cuarto sin una abertura —dijo—. Y debajo de una abertura, siempre hay un suelo, sea cual sea. En este caso está el patinillo de los cubos de basura, y lo prefiero a la calle. Allá va.

—Alguien sube —dijo Marc.

Lucien soltó la cuerda y cerró la ventana sin hacer ruido. Volvió a sentarse en la vieja butaca y recuperó su pose lánguida.

El poli entró con la expresión triunfante del tipo que acaba de abatir un perdigón en pleno vuelo.

—Está absolutamente prohibido hacer copias, absolutamente prohibido consultar —dijo el imbécil—. Son las nuevas órdenes. Cojan sus cosas y salgan de aquí.

Marc y Lucien obedecieron a regañadientes y siguieron al poli. Cuando volvieron al salón, la señora Siméonidis había puesto la mesa para cinco. Así pues, contaban con ellos para cenar. Cinco, pensó Marc, ¿eso quería decir que también estaría el poli? ¿O vendría a cenar el hijo? Dieron las gracias. El joven poli los registró antes de que se sentaran y vació el contenido de sus bolsas, que puso boca abajo y examinó del derecho y del revés.

—Muy bien —dijo—, pueden volver a guardarlo todo.

Abandonó el salón y fue a apostarse en la entrada.

—Si yo fuera usted —le dijo Lucien—, vigilaría la puerta del cuarto de los archivos hasta nuestra marcha. Podríamos volver a subir. Corre usted un gran riesgo, agente.

Disgustado, el poli fue al piso de arriba y se instaló dentro del cuarto. Lucien pidió a Siméonidis que le indicara el acceso al patinillo de los cubos de basura y salió a recuperar el paquete, que introdujo en el fondo de su bolsa de viaje. Le pareció que, desde hacía algún tiempo, los cubos de basura estaban muy presentes en su vida.

—No se preocupe —le dijo Lucien—. Todos sus originales se han quedado arriba. Tiene usted mi palabra.

El hijo llegó un poco tarde para ocupar su lugar en la mesa. Con pasos lentos, como si le pesaran sus cuarenta años, Julien no había heredado de su madre ese afán por parecer indispensable y eficaz. Sonrió amablemente a los dos invitados, un poco triste, apagado, y Marc sintió lástima. Aquel tipo, del que decían que era inútil e indeciso, acorralado entre una madre activa y un padrastro patriarcal, le daba pena. Marc se sentía rápidamente conmovido cuando le sonreían con amabilidad. Y, además, Julien había llorado por Sophia. No era feo, pero tenía la cara hinchada. Marc habría preferido sentir aversión, hostilidad, en resumen, algún sentimiento más adecuado para con un asesino. Sin embargo, como jamás había visto a un asesino, se dijo que un ser tan blando aplastado por su madre y que sonreía amablemente podía perfectamente dar el tipo. Llorar un poco no quiere decir nada.

También su madre podía dar el tipo. Moviéndose sin parar, más atareada de lo que exigía el servicio de la mesa, más locuaz de lo que requería la conversación, Jacqueline Siméonidis era agotadora. Marc observó su moño bajo, recogido con precisión en la nuca, sus fuertes manos, su voz y su animación falsas, su estúpida determinación cuando repartía a cada uno su ración de endibias con jamón, y pensó que aquella mujer podía ser capaz de cualquier cosa con tal de aumentar su poder o su capital y de resolver los desastres financieros de su indolente hijo. ¿Por qué se había casado con Siméonidis? ¿Por amor? ¿Porque era el padre de una cantante ya famosa? ¿Porque aquello abriría a Julien las puertas de los teatros? Sí, tanto el uno como la otra tenían motivos para matar y seguramente ganas. El viejo no, evidentemente. Marc le veía cortar las endibias con gestos enérgicos. Su autoritarismo habría hecho de él un auténtico tirano si Jacqueline no hubiera tenido con qué defenderse. Sin embargo, el patente sufrimiento del padre griego lo dejaba al margen de cualquier sospecha. Todo el mundo estaba de acuerdo en ese punto.

A Marc le horrorizaban las endibias con jamón, salvo cuando estaban muy bien hechas, cosa que raramente ocurría. Veía a Lucien atiborrarse mientras él se debatía con aquella sustancia amarga y acuosa que le repugnaba. Lucien había tomado las riendas de la conversación, que giraba sobre la Grecia de principios de siglo. Siméonidis le respondía con frases breves, y Jacqueline desplegaba su energía demostrando un vivo interés por todo.

Marc y Lucien cogieron el tren de las 22:27. Fue el viejo Siméonidis quien los llevó en coche a la estación conduciendo seguro y rápido.

—Ténganme al corriente —dijo estrechándoles la mano—. ¿Qué contiene su paquete, joven? —preguntó a Lucien.

—Un ordenador y algunos complementos —dijo Lucien sonriendo.

—Bien —dijo el anciano.

—En realidad —dijo Marc—, fue el archivo de 1978 el que Dompierre consultó, y no el de 1982. Ahora que lo sabe, quizá usted encuentre cosas que a nosotros se nos han escapado.

Marc se fijó en la reacción del anciano. Se sentía ofendido porque un padre no mata a su hija, salvo Agamenón. Pero no respondió.

—Ténganme al corriente —repitió.

Durante la hora que duró el viaje, Lucien y Marc no se dijeron una palabra. Marc, porque le gustaban los trenes de noche, y Lucien, porque pensaba en los cuadernos de guerra de Frémonville padre y en la forma de obtenerlos.