Leguennec conducía a toda velocidad, furioso, con Vandoosler a su lado y la sirena funcionando para poder saltarse los semáforos en rojo y expresar así la magnitud de su enfado.
—Lo siento —dijo Vandoosler—. Mi sobrino no comprendió a tiempo la importancia de la visita de Dompierre y no consideró necesario hablarme de ella.
—Tu sobrino es idiota ¿o qué?
Vandoosler se crispó. Él podía poner a Marc de vuelta y media durante horas, pero no toleraba que nadie lo criticara.
—¿Puedes decir a tu sirena que se calle? —dijo—. Es muy difícil oírse en este coche. Ahora que Dompierre está muerto, ya no importa un minuto más o menos.
Sin decir una palabra, Leguennec la desconectó.
—Marc no es un idiota —dijo Vandoosler secamente—. Si tú investigaras tan bien como él investiga la Edad Media, hace mucho que habrías abandonado tu comisaría de barrio. Así que escúchame atentamente. Marc tenía la intención de avisarte hoy. Ayer tenía citas importantes, está buscando trabajo. Has tenido suerte de que él aceptara recibir a ese tipo sospechoso y trastornado, y escuchara su relato porque, si no, la investigación se habría dirigido hacia Ginebra y el eslabón que falta se te habría escapado. Deberías más bien estarle agradecido. De acuerdo, Dompierre se ha dejado matar, pero ayer no te habría dicho nada más y tú no le habrías puesto bajo protección. Así que, de todos modos, habría sucedido lo mismo. Ve más despacio, hemos llegado.
—Al inspector del distrito 19 —refunfuñó Leguennec, un poco más tranquilo—, le voy a decir que eres un colega. Pero tú me dejas actuar, ¿entendido?
Leguennec enseñó su placa para traspasar la barrera instalada delante del acceso al aparcamiento del hotel, en realidad un pequeño patinillo mugriento reservado a los vehículos de los clientes. El inspector Vernand, de la comisaría de la zona, había sido avisado de la llegada de Leguennec. No le molestaba pasarle el caso, porque se anunciaba complicado. No había mujer, ni herencia, ni turbios asuntos políticos, ningún móvil. Leguennec estrechó las manos, presentó de forma inaudible a su colega y escuchó la información que Vernand, un joven rubio, había recogido.
—El dueño del Hotel du Danube nos llamó esta mañana antes de las ocho. Descubrió el cuerpo cuando recogía los cubos de basura. Le produjo una enorme impresión y todas esas cosas que se dicen en estos casos. Dompierre estaba en su establecimiento desde hacía dos noches, había llegado de Ginebra.
—Y se dirigía hacia Dourdan —precisó Leguennec—. Continúe.
—No recibió ninguna llamada ni tampoco correspondencia, excepto una carta sin franquear depositada a su nombre en el vestíbulo del hotel ayer por la tarde. El dueño recogió el sobre a las cinco y lo metió en el casillero de Dompierre, habitación 32. No hace falta que le diga que no se ha encontrado esa carta ni con él ni en su habitación. Es evidente que fue ese mensaje el que le indujo a salir. Una cita, muy probablemente. El asesino habrá recuperado su carta. Ese patinillo es perfecto para un crimen. Aparte de la pared de atrás del hotel, los otros dos muros son ciegos, y todo da a ese pasadizo por el que de noche sólo circulan las ratas. Además, cada cliente dispone de una llave que abre la puertecilla que da al patio, porque el hotel cierra la puerta principal a las once. Era fácil hacer bajar a Dompierre a una hora tardía por la escalera de servicio, hacerle salir por esa puerta y salirle al encuentro en el patinillo entre dos coches. Por lo que usted me ha dicho, el tipo estaba buscando información. No debió fiarse. Un golpe violento en el cráneo y dos navajazos en el vientre.
El médico, que se movía en torno al cuerpo, levantó la cabeza.
—Tres golpes —precisó—. No quisieron arriesgarse. El pobre hombre debió de morir pocos minutos después.
Vernand señaló unos trozos de cristal extendidos sobre un plástico.
—Fue con esta botellita de agua con la que golpearon a Dompierre. Ninguna huella, por supuesto.
Movió la cabeza.
—Vivimos en una época triste en la que cualquier cretino principiante sabe que hay que llevar guantes.
—¿La hora del fallecimiento? —preguntó Vandoosler en voz baja.
El médico forense se incorporó y se sacudió los pantalones.
—De momento, yo diría entre las once y las dos de la mañana. Seré más preciso después de la autopsia, porque el dueño del hotel sabe a qué hora cenó Dompierre. Les haré llegar mis primeras conclusiones por la tarde. En cualquier caso, no tardaré más de dos horas.
—¿El cuchillo? —preguntó Leguennec.
—Probablemente un cuchillo de cocina, de un modelo corriente, bastante grande. Un arma normal.
Leguennec se volvió hacia Vernand.
—¿El dueño del hotel no advirtió nada de particular en el sobre dirigido a Dompierre?
—No. El nombre estaba escrito a bolígrafo con mayúsculas. Un sobre blanco normal. Todo normal. Todo discreto.
—¿Por qué habría elegido este hotel de ínfima categoría? Dompierre no parecía estar sin un céntimo.
—Según el dueño del hotel —dijo Vernand—, Dompierre había vivido en este barrio cuando era pequeño. Le gustaba venir de vez en cuando.
Habían levantado el cuerpo. Ya no quedaba en el suelo más que el habitual trazo de tiza que rodeaba la silueta.
—¿La puerta seguía abierta esta mañana? —preguntó Leguennec.
—Cerrada —dijo Vernand—. Sin duda la cerró un cliente madrugador que salió hacia las siete y media, según el dueño del hotel. Dompierre aún tenía la llave de la puerta en el bolsillo.
—Y ese cliente ¿no advirtió nada?
—No, aunque su coche estaba aparcado muy cerca del cuerpo. Pero a su izquierda, y la puerta del conductor estaba situada al otro lado. De modo que su coche, un gran R 19, le tapaba totalmente el cadáver. Debió de arrancar sin darse cuenta de nada y seguir adelante.
—Bueno —concluyó Leguennec—. Le sigo, Vernand, para las formalidades. Supongo que no tiene inconveniente en transferirme el expediente, ¿verdad?
—En absoluto —dijo Vernand—. De momento la pista Siméonidis parece la única convincente. Así que tome usted el relevo. Si no averigua nada, me devuelve el expediente.
Leguennec dejó a Vandoosler en una boca de metro antes de llevar a Vernand a su comisaría.
—Dentro de un rato pasaré por tu casa —le dijo—. Tengo coartadas que comprobar. Aunque primero me pondré en contacto con el ministerio para saber por dónde anda Pierre Relivaux. ¿Por Tolón o por otra parte?
—¿Qué tal una partida de cartas esta noche? ¿Un ballenero? —propuso Vandoosler.
—Ya veremos. Pasaré en cualquier caso. ¿Qué esperas para pedir que te instalen el teléfono en tu casa?
—Tener dinero —dijo Vandoosler.
Era casi mediodía. Preocupado, Vandoosler buscó inmediatamente una cabina telefónica antes de coger el metro. Mientras atravesaba todo París, la información podría escapársele. No se fiaba de Leguennec. Marcó el número de Le Tonneau y Juliette contestó al otro lado de la línea.
—Soy yo —dijo—. ¿Puedes pasarme a san Mateo?
—¿Han encontrado algo? —preguntó Juliette—. ¿Saben quién es?
—Pero ¿crees que los casos se resuelven en dos horas? No, va a ser complicado, quizá sea imposible saberlo.
—Bueno —suspiró Juliette—. Te lo paso.
—¿San Mateo? —dijo Vandoosler—. Contéstame en voz baja. ¿Alexandra está comiendo ahí hoy?
—Es miércoles, pero está aquí con Cyrille. Se ha adaptado a su horario. Juliette le hace platos especiales. Hoy, el niño tiene puré de calabacín.
Bajo la maternal influencia de Juliette, Mathias empezaba a apreciar la cocina, era evidente. Seguramente, pensó Vandoosler con rapidez, aquel objeto de interés práctico le ayudaba a preservarse de un objeto de interés mucho más profundo, la propia Juliette y sus bellos hombros blancos. En su lugar, Vandoosler se habría lanzado sin dudarlo sobre Juliette antes que sobre el puré de calabacín. Pero Mathias era un muchacho complicado, que medía sus actos, que no se exponía en terreno descubierto sin haber reflexionado largamente. Cada uno tiene su sistema con las mujeres. Vandoosler ahuyentó de su pensamiento los hombros de Juliette, cuya imagen le hacía estremecerse, sobre todo cuando se agachaba a coger un vaso. Estaba claro que no era el momento de estremecerse. Ni él, ni Mathias, ni nadie.
—¿Estaba ahí Alexandra ayer a mediodía?
—Sí.
—¿Le hablaste de la visita de Dompierre?
—Sí. Yo no pensaba hacerlo, pero fue ella la que me preguntó. Estaba triste. Entonces se lo conté. Para alegrarla.
—No te lo reprocho. No es malo dejar que se suelte el sedal. ¿Le diste su dirección?
Mathias reflexionó unos segundos.
—Sí —volvió a decir—. Ella temía que Dompierre esperara a Relivaux en la calle durante todo el día. Yo la tranquilicé, le dije que Dompierre se alojaba en un hotel de la Rue de la Prévoyance. El nombre me había gustado. Se lo dije, seguro. Y también le dije que era el Hotel du Danube.
—¿Qué podía importarle que un desconocido esperara a Relivaux durante todo el día?
—No lo sé.
—Escúchame atentamente, san Mateo. A Dompierre lo han liquidado entre las once y las dos de la mañana, de tres cuchilladas en el vientre. Lo citaron y le tendieron una trampa. Pudo haber sido Relivaux, que casualmente no se sabe por dónde anda, pudo haber sido alguien de Dourdan y pudo haber sido cualquier otro. Auséntate cinco minutos y ve a buscar a Marc, que me está esperando en casa. Resúmele lo que acabo de decirte sobre la investigación y dile que acuda a Le Tonneau e interrogue a Lex sobre qué ha hecho esta noche. De manera amable y sosegada, si es capaz de ello. Que también pregunte discretamente a Juliette si ha visto u oído algo. Ella, al parecer, a veces duerme mal y quizá tengamos suerte por ese lado. Es imprescindible que sea Marc, y no tú, el que interrogue, tú no, ¿me has entendido bien?
—Sí —dijo Mathias sin sentirse molesto.
—Y tú, tú haz de camarero, observa por encima de la bandeja y fíjate en las distintas reacciones. Y pide al cielo, san Mateo, que Alexandra no haya salido esta noche. Sea como sea, ni una palabra a Leguennec sobre esto de momento. Ha dicho que iba a la comisaría, pero es muy capaz de presentarse en el pabellón o en Le Tonneau antes que yo. Así que, date prisa.
Marc entró en Le Tonneau diez minutos más tarde, un poco a disgusto. Besó a Juliette, a Alexandra y al pequeño Cyrille, que se le echó al cuello.
—¿Te molesta si como contigo?
—Siéntate —dijo Alexandra—. Corre un poco a Cyrille, está ocupando todo el sitio.
—¿Ya lo sabes?
Alexandra asintió con la cabeza.
—Mathias nos lo ha contado. Además, Juliette había oído las noticias. Es el mismo hombre, ¿verdad? ¿No hay confusión posible?
—Desgraciadamente, ninguna.
—Qué mal —dijo Alexandra—. Habría hecho mejor contándolo todo. Ahora es muy posible que nunca lleguen a echar el guante al asesino de Sophia. Y eso no sé si podré soportarlo. ¿Cómo lo han matado? ¿Tú lo sabes?
—De varias cuchilladas en el vientre. No ha muerto en el acto, pero casi.
Mathias observó a Alexandra al traer el plato a Marc. La joven se estremeció.
—Habla más bajo —dijo ella señalando a Cyrille con la barbilla—. Te lo ruego.
—Ocurrió entre las once y las dos de la mañana. Leguennec está buscando a Relivaux. ¿Tú no oíste nada por casualidad? ¿Un coche?
—Estaba dormida, y cuando duermo no soy capaz de oír absolutamente nada. Imagínate que tengo tres despertadores en batería en mi mesita de noche, para estar segura de no llegar tarde al colegio. Además…
—¿Además?
Alexandra dudó, con el ceño fruncido. Marc sintió que le fallaban un poco las fuerzas, pero tenía órdenes.
—Además, en este momento, estoy tomando algo para dormir. Para no pensar demasiado. Así que tengo el sueño aún más profundo que de costumbre.
Marc movió la cabeza. Se quedó tranquilo, aunque le pareció que Alexandra le daba demasiadas explicaciones sobre su sueño.
—Pero Pierre… —continuó Alexandra—. No es posible, a pesar de todo. ¿Cómo se habría enterado de que Dompierre había venido a verlo?
—Dompierre pudo conseguir hablar con él más tarde por teléfono, a través del ministerio. No olvides que él también tenía contactos. Parecía obstinado, ¿sabes? Y con mucha prisa.
—Pero Pierre está en Tolón.
—El avión —dijo Marc—. Va muy deprisa. Ida y vuelta. Todo es posible.
—Comprendo —dijo Alexandra—. Pero se equivocan, Pierre no tocaría a Sophia.
—De todas formas, tenía una amante, y desde hacía un montón de años.
La cara de Lex se ensombreció. Marc lamentó su última observación. No tuvo tiempo de encontrar una frase un poco inteligente que decir a continuación, porque Leguennec entró en el restaurante. Su padrino había dado en el clavo. Leguennec intentaba adelantarse a él.
El inspector se acercó a su mesa.
—Si ha terminado de comer, señorita Haufman, y si puede dejar a su hijo con uno de sus amigos durante una hora, le agradeceré mucho que me acompañe. Necesito hacerle unas cuantas preguntas más. No tengo más remedio.
Qué cabrón. Marc no levantó la mirada hacia Leguennec. Sin embargo, tenía que reconocer que estaba haciendo su trabajo, y que haría lo mismo que acababa de hacer él unos minutos antes.
Alexandra no se alteró y Mathias le confirmó con un gesto que se ocuparía de Cyrille. La joven siguió al inspector y subió a su coche. Como se le había quitado el apetito, Marc empujó su plato y fue a instalarse en la barra. Pidió una cerveza a Juliette. Grande, si era posible.
—No te preocupes —le dijo Juliette—. No tiene nada contra ella. Alexandra no se ha movido en toda la noche.
—Lo sé —dijo Marc suspirando—. Es lo que ella dice, pero ¿por qué iba él a creerla? Desde el principio, no cree nada.
—Es su trabajo —dijo Juliette—, pero yo puedo decir que ella no se ha movido. Es la verdad y yo la diré.
Marc cogió la mano a Juliette.
—Dime, ¿qué sabes?
—Lo que he visto —dijo Juliette sonriendo—. Hacia las once, había acabado el libro que estoy leyendo y apagué la luz, pero me resultó imposible dormir. Me pasa a menudo. A veces, es porque oigo roncar a Georges en el piso de arriba, cosa que me horroriza. Pero ayer por la noche no se oían ronquidos. Bajé a buscar otro libro y estuve leyendo abajo hasta las dos y media. A esa hora me dije que era absolutamente imprescindible que me acostara y volví a subir. Decidí tomar una pastilla y me dormí. Sin embargo, lo que puedo decirte, Marc, es que desde las once y cuarto hasta las dos y media Alexandra no se movió de su casa. No hubo el menor ruido de la puerta ni del coche. Además, cuando va a pasear, siempre lleva al niño con ella, cosa que a mí, la verdad, no me gusta. Pues bien, anoche la lamparita de la habitación de Cyrille permaneció encendida. Tiene miedo a la oscuridad, cosa normal a su edad.
Marc sintió que todas sus esperanzas se venían abajo. Miró a Juliette, hecho polvo.
—¿Qué pasa? —dijo Juliette—. Esto debería tranquilizarte. ¡Lex no corre peligro, ningún peligro!
Marc movió la cabeza. Echó una ojeada a la sala, que se estaba llenando de gente, y se acercó a Juliette.
—¿Afirmas que hacia las dos de la mañana no oíste absolutamente nada? —susurró.
—¡Ya te lo he dicho! —susurró Juliette a su vez—. No tienes que preocuparte de nada.
Marc bebió la mitad de su vaso de cerveza y se sujetó la cabeza con las manos.
—Eres encantadora —dijo dulcemente—, absolutamente encantadora, Juliette.
Juliette le miraba sin comprender.
—Pero estás mintiendo —continuó Marc—. ¡Estás mintiendo en todo!
—No hables tan alto —ordenó Juliette—. Entonces ¿no me crees? ¡Esto sí que es el colmo!
Marc apretó más fuerte la mano de Juliette y vio que Mathias le miraba con el rabillo del ojo.
—Escúchame, Juliette: tú viste a Alexandra salir esta noche y sabes que nos ha mentido. Así que tú también mientes para protegerla. Eres un encanto, pero sin pretenderlo acabas de decirme lo que no querías que supiera. Porque a las dos de la mañana yo estaba fuera, ¿sabes? Y además delante de tu verja, intentando, junto con Mathias, tranquilizar a Lucien y llevarlo a casa. Y tú dormías como un tronco con tu comprimido y ¡ni siquiera nos oíste! ¡Dormías! Y debes saber, por otra parte, ya que me has hecho pensar en ello, que no había ninguna luz en la habitación de Cyrille. Ninguna. Pregunta a Mathias.
Juliette, con gesto decaído, se volvió hacia Mathias, que asintió lentamente.
—Así que, ahora, dime la verdad —continuó Marc—. Es mucho mejor para Lex, si queremos prepararle una coartada inteligente. Porque tu declaración de tres al cuarto no funcionará. Eres demasiado ingenua y tomas a los polis por chiquillos.
—No me aprietes tanto la mano —dijo Juliette—. ¡Me haces daño! Los clientes pueden vernos.
—¿Entonces, Juliette?
Muda, con la cabeza agachada, Juliette se había puesto a lavar unos vasos en el fregadero.
—Sólo tenemos que decir todos lo mismo —propuso de repente—. Vosotros no salisteis a buscar a Lucien, yo no oí nada y Lex no salió. Ya está.
Marc volvió a mover la cabeza.
—Pero date cuenta de que Lucien nos llamó a gritos. Otro vecino pudo oírle. Eso no se sostendrá y no hará más que empeorar las cosas. Dime la verdad, te aseguro que es lo mejor. Después, ya encontraremos la forma de mentir.
Juliette seguía indecisa, retorciendo el paño de los vasos. Mathias se acercó a ella, puso su enorme mano en el hombro de Juliette y le dijo algo al oído.
—Bueno —dijo Juliette—. Es posible que me haya portado como una tonta, pero no podía imaginar que estuvierais todos fuera a las dos de la mañana. Alexandra salió en coche, es verdad. Arrancó muy suavemente con las luces apagadas, seguramente para no despertar a Cyrille.
—¿A qué hora? —preguntó Marc con un nudo en la garganta.
—A las once y cuarto. Cuando bajé a buscar un libro. Porque eso sí es verdad. Me molestó verla marchar otra vez, por el niño. Me molestó, lo llevara con ella o lo dejara solo. Me dije que tendría que atreverme a hablarlo con ella al día siguiente, aunque no fuera asunto mío. La lamparita de la habitación estaba encendida, eso también es verdad. Por supuesto, no me quedé leyendo abajo. Volví a subir y tomé el comprimido porque estaba enfadada. Me dormí casi inmediatamente. Y cuando me enteré de la noticia esta mañana en los informativos de las diez, me entró el pánico. Oí cómo Lex te decía hace un rato que no se había movido de su casa. Entonces pensé… pensé que lo mejor que se podía hacer…
—Era decir lo mismo que ella.
Juliette movió la cabeza, con tristeza.
—Habría hecho mejor callándome —dijo.
—No te reproches nada —dijo Marc—. Los polis se enterarán de todas formas. Porque Alexandra no aparcó el coche en el mismo lugar al volver. Ahora que lo sé, recuerdo muy bien que ayer, antes de la cena, el coche de Sophia estaba aparcado a cinco metros de tu verja. Pasé por delante. Es rojo y se ve enseguida. Esta mañana, cuando salí a comprar el periódico, hacia las diez y media, ya no estaba allí. Su lugar lo había ocupado otro coche, gris, el de los vecinos del fondo, creo. Al encontrar a la vuelta la plaza ocupada, Alexandra debió de ir a aparcar a otra parte. Para los polis será un juego de niños. Nuestra calle es pequeña, se sabe de quién es cada coche, cualquier vecino ha podido advertir esos detalles fácilmente.
—Eso no quiere decir nada —dijo Juliette—. Pudo salir esta mañana.
—Es lo que comprobarán.
—Pero si ella hubiera hecho lo que cree Leguennec, se las habría arreglado para aparcar en el mismo lugar esta mañana…
—No piensas, Juliette. ¿Cómo quieres que aparque en un lugar que ocupa otro coche? No puede hacer que desaparezca.
—Tienes razón, digo lo primero que se me ocurre. Al parecer, ya no puedo pensar. Sin embargo, eso no impide, Marc, que Lex haya salido a dar un paseo, ¡solamente a dar un paseo!
—Eso creo yo también —dijo Marc—. Pero ¿cómo quieres que a Leguennec le entre eso en la cabeza? ¡Ha elegido bien la noche! Después de los problemas que ya le ha traído salir a pasear de noche, hubiera podido quedarse tranquila, ¿no?
—No tan alto —repitió Juliette.
—Es que me da rabia —dijo Marc—. Parece que lo hace a propósito.
—No podía adivinar que Dompierre sería asesinado. Ponte en su lugar.
—En su lugar yo habría tenido cuidado. ¡Está haciendo las cosas mal, Juliette, muy mal!
Marc dio un puñetazo en la barra y vació su cerveza.
—¿Qué se puede hacer? —preguntó Juliette.
—Voy a ir a Dourdan, eso es lo que se puede hacer. Voy a buscar lo que Dompierre estaba buscando. Leguennec no tiene ningún derecho a impedírmelo. Siméonidis es libre de dejar leer sus archivos a quien quiera. Además, los polis pueden comprobar que no me llevo nada. ¿Tienes la dirección del padre en Dourdan?
—No, pero allí cualquiera te podrá informar. Sophia tenía una casa en la misma calle. Había comprado una casita para poder ir a ver a su padre sin tener que vivir bajo el mismo techo que su madrastra. No la soportaba. Está más o menos a las afueras de la ciudad, en la Rue des Ifs. Espera, voy a comprobarlo.
Mathias se acercó mientras Juliette iba a buscar su bolso a la cocina.
—¿Te vas? —dijo Mathias—. ¿Quieres que te acompañe? Sería más prudente. Esto está que arde.
Marc le sonrió.
—Gracias, Mathias, pero es mejor que te quedes aquí. Juliette te necesita y Lex también. Además, tienes al grieguecito a tu cargo y lo haces muy bien. Me tranquiliza saber que estás aquí. No te preocupes, no me pasará nada. Si tengo noticias que daros, telefonearé aquí o a casa de Juliette. Díselo a mi padrino cuando vuelva.
Juliette regresó con su agenda.
—El nombre exacto es «Allée des Grands Ifs» —dijo—. La casa de Sophia está en el 12. La del viejo no está lejos.
—Tomo nota. Si Leguennec te interroga, te dormiste a las once y no sabes nada. Sabrá arreglárselas.
—Por supuesto —dijo Juliette.
—Pasa la consigna a tu hermano, por si acaso. Voy de un salto a casa y cojo el próximo tren.
Un brusco golpe de viento abrió una ventana mal cerrada. El temporal previsto llegaba, aparentemente más fuerte de lo que se había anunciado. Aquello devolvió a Marc las fuerzas. Saltó del taburete y se marchó.
En el caserón, Marc hizo rápidamente el equipaje. No sabía exactamente cuánto tiempo necesitaría ni si llegaría a descubrir algo. Sin embargo, había que intentarlo. Esa imbécil de Alexandra no había encontrado nada mejor que hacer que ir a pasear en coche. Qué gilipollas. Marc estaba furioso mientras metía desordenadamente algunas cosas en su bolsa de viaje. Sobre todo, intentaba convencerse de que Alexandra sólo había ido a dar una vuelta. De que le había mentido sólo para protegerse. Sólo eso y nada más. Todo aquello reclamaba de él un esfuerzo de concentración, de convicción. No oyó a Lucien entrar en su cuarto.
—¿Estás haciendo el equipaje? —dijo Lucien—. ¡Pero si lo estás arrugando todo! ¡Mira la camisa!
Marc echó una ojeada a Lucien. Allí estaba, no tenía clase el miércoles por la tarde.
—Me importa un carajo la camisa —dijo Marc—. Alexandra está en apuros. Salió esta noche la muy imbécil. Me voy a Dourdan. Voy a ver qué encuentro en los archivos. Espero que no estén en latín o en otra lengua romance. Estoy acostumbrado a examinar documentos rápidamente y confío en que encontraré algo.
—Voy contigo —dijo Lucien—. No tengo ganas de que te agujereen el vientre a ti también. Permanezcamos agrupados, soldado.
Marc dejó de hacer el equipaje y miró a Lucien. Primero Mathias y ahora él. Viniendo de Mathias, lo comprendía y le conmovía, pero Marc jamás habría pensado que Lucien pudiera interesarse por otra cosa que por sí mismo y por la Gran Guerra. Interesarse e incluso implicarse. Decididamente, se estaba equivocando muy a menudo en los últimos tiempos.
—¿Qué pasa? —preguntó Lucien—. Pareces sorprendido.
—Digamos que estaba pensando en algo raro.
—Imagino lo que pensabas —dijo Lucien—. Pero es mejor ser dos en momentos así. Vandoosler y Mathias aquí, y tú y yo allí. Uno solo no gana una guerra, no tienes más que ver a Dompierre. Así que te acompaño. A mí también se me dan bien los archivos, e iremos más deprisa si somos dos. Dame tiempo para hacer mi equipaje y avisar al colegio de que he cogido… ¿otra gripe?
—De acuerdo —dijo Marc—, pero date prisa. El tren sale a las 14:57 de Austerlitz.