XXVII

A Marc le sorprendió, durante el desayuno de la mañana siguiente, ver a Lucien zamparse con el café el plato de langostinos que le habían guardado.

—Pareces haberte recuperado del todo —dijo Marc.

—No creas —dijo Lucien haciendo una mueca—. Tengo resaca, siento como si llevara un casco en la cabeza.

—Perfecto —dijo Mathias—, eso te debe de hacer feliz.

—Muy gracioso —dijo Lucien—. Excelentes tus langostinos, Marc. Elegiste muy bien la pescadería. La próxima vez birla un salmón.

—¿Qué tal el veterano? ¿Has conseguido algo? —preguntó Mathias.

—Está estupendo. Tengo una cita dentro de ocho días, el miércoles. Después, ya no me acuerdo muy bien.

—Cerrad el pico —dijo Marc—, quiero oír las noticias.

—¿Esperas alguna especial?

—El temporal en Bretaña, me gustaría saber cómo va.

A Marc le encantaban los temporales, cosa que era bastante banal y él lo sabía. Aquél era ya un punto que tenía en común con Alexandra. Y eso era mejor que nada. Ella había dicho que le gustaba el viento. Marc puso sobre la mesa un pequeño aparato de radio lleno de manchas de pintura blanca.

—Cuando seamos mayores, nos compraremos una tele —dijo Lucien.

—¡Callaos de una vez!

Marc subió el volumen. Lucien hacía un ruido infernal pelando los langostinos.

Las noticias de la mañana se iban encadenando una tras otra. El primer ministro esperaba al canciller alemán. La Bolsa bajaba. El temporal amainaba en Bretaña y avanzaba hacia París, perdiendo fuerza a lo largo del camino. «Qué pena», pensó Marc. Un despacho de la Agencia Francesa de Prensa destacaba el hallazgo aquella mañana de un hombre asesinado en el aparcamiento de su hotel en París. Se trataba de Christophe Dompierre, de cuarenta y tres años, soltero, sin hijos y delegado de asuntos europeos. ¿Crimen político? La prensa no tenía más datos.

Marc posó bruscamente la mano en la radio y miró a Mathias, horrorizado.

—¿Qué ocurre? —preguntó Lucien.

—¡Pero si es el tipo que estuvo aquí ayer! —gritó Marc—. ¡Crimen político, los cojones!

—No me dijiste su nombre —dijo Lucien.

Marc subió de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera hasta el desván. Vandoosler, despierto desde hacía mucho rato, estaba leyendo de pie ante su mesa.

—¡Han matado a Dompierre! —dijo Marc, casi sin aliento.

Vandoosler se volvió lentamente.

—Siéntate —dijo—, cuenta.

—No sé nada más —gritó Marc sin dejar de jadear—. Lo han dicho en la radio. ¡Que lo han matado y nada más! ¡Matado! Lo han encontrado esta mañana en el aparcamiento de su hotel.

—¡Qué gilipollas! —dijo Vandoosler dando un puñetazo en la mesa—. ¡Eso es lo que pasa cuando alguien quiere jugar solo la partida! El pobre tipo se ha dejado coger enseguida. ¡Qué gilipollas!

Marc movía la cabeza, desolado. Notaba que le temblaban las manos.

—Quizá fuera un gilipollas —dijo—, pero había descubierto algo importante, ahora lo sabemos. Tienes que avisar a tu amigo Leguennec, porque jamás lo relacionarán con la muerte de Sophia Siméonidis si no se les informa. Investigarán en Ginebra o vete a saber dónde.

—Sí, hay que avisar a Leguennec. Aunque nos reñirá a todos por no haberle avisado ayer. Dirá que eso habría evitado un asesinato y seguramente tendrá razón.

Marc emitió un gemido.

—Pero prometimos a Dompierre tener la boca cerrada. ¿Qué querías que hiciéramos?

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Vandoosler—. Y ahora pongámonos de acuerdo: por una parte, no fuiste tú quien corrió detrás de Dompierre, sino que fue él quien vino a llamar a tu puerta, como vecino de Relivaux. Por otra parte, solamente tú, san Mateo y san Lucas estabais al corriente de su visita. Yo no sabía nada, no me dijisteis nada. Hasta esta mañana no me habéis puesto al corriente de toda la historia. ¿Entendido?

—¡Qué bien! —gritó Marc—. ¡Ahora nos dejas plantados! ¡Seremos los únicos en este asunto a los que Leguennec pondrá verdes mientras tú te cubres las espaldas!

—Pero, joven Vandoosler, ¿es que no entiendes nada? Yo no consigo nada cubriéndome las espaldas. Un sermón de Leguennec no me produce ni frío ni calor. Lo que cuenta es que sigue confiando razonablemente en mí, ¿lo entiendes? De esa manera podré sonsacarle información, toda la que necesitamos.

Marc movió la cabeza. Lo entendía. Tenía un nudo en la garganta. «Ni frío ni calor.» Aquella frase de su padrino le recordaba algo. Ah, sí, aquella noche cuando habían llevado a Lucien al caserón. Mathias tenía calor, y él, con un pijama y un jersey, tenía frío. Era increíble el cazador-recolector. No tenía la menor importancia. Sophia había sido asesinada y ahora Dompierre. ¿A quién había dejado Dompierre la dirección de su hotel? A todo el mundo. A ellos, a los de Dourdan, quizá a muchos otros, sin contar con que seguramente lo habían seguido. ¿Decírselo todo a Leguennec? Pero ¿y Lucien? Lucien había salido.

—Allá voy —dijo Vandoosler—. Voy a contárselo a Leguennec y seguramente iremos al lugar del crimen inmediatamente. Me convierto en su sombra y vuelvo con todo lo que pueda averiguar cuando hayan terminado. Reacciona, Marc. ¿Fuisteis vosotros los que armasteis todo ese escándalo anoche?

—Sí. Lucien había perdido su soldadito de plomo entre los adoquines.