XXVI

A Mathias le despertaron de su sueño repetidas llamadas. Mathias dormía siempre con un ojo abierto. Salió de la cama y vio por la ventana a Lucien gesticulando en la calle y gritando sus nombres. Se había encaramado a un gran cubo de basura, a saber por qué, quizá para que lo oyeran mejor, y su equilibrio parecía inestable. Mathias cogió un palo de escoba y dio dos golpes en el techo para despertar a Marc. No oyó que nada se moviera y decidió continuar sin su ayuda. Se reunió con Lucien en la calle en el momento en que éste se caía del cubo.

—Estás completamente borracho —dijo Mathias—. ¿No comprendes que no debes gritar en la calle a las dos de la mañana?

—He perdido las llaves, amigo —farfulló Lucien—. Las saqué del bolsillo para abrir la verja y se me resbalaron de las manos. Ellas solas, te lo juro, ellas solas. Se cayeron cuando pasaba por delante del frente oriental. Es imposible encontrarlas en medio de toda esta negrura.

—Tú sí que estás negro. Entra, buscaremos las llaves mañana.

—¡No, quiero mis llaves! —gritó Lucien, con la insistencia infantil y terca de los que se sienten realmente indefensos.

Escapó de los brazos de Mathias y se puso a buscar, con la cabeza baja y el paso inseguro, delante de la verja de Juliette.

Mathias vio a Marc, que, también despierto, se acercaba a ellos.

—No se puede decir que hayas acudido muy pronto —dijo Mathias.

—Yo no soy un cazador —dijo Marc—. No me sobresalto al primer grito de una bestia salvaje. Y ahora, en marcha. Lucien va a despertar a todos los vecinos, incluso a Cyrille; y tú, Mathias, estás completamente en cueros. No te lo reprocho, te lo recuerdo, nada más.

—¿Y qué quieres? —dijo Mathias—. Este imbécil no tenía otra cosa que hacer que levantarme en plena noche.

—Pero te vas a congelar.

Al contrario, Mathias sentía un calorcito que le recorría la espalda. No comprendía cómo Marc podía ser tan friolero.

—Estoy bien —dijo Mathias—. Tengo calor.

—Pues yo no —dijo Marc—. Vamos, lo meteremos en casa cogiéndolo cada uno de un brazo.

—¡No! —gritó Lucien—. ¡Quiero mis llaves!

Mathias suspiró y recorrió varios metros de la calle pavimentada. Seguramente ese imbécil las había perdido por el camino. No, las descubrió entre dos adoquines. Las llaves de Lucien eran fáciles de encontrar: en el llavero había colgado un soldadito de plomo de época, con sus pantalones rojos y su capote azul con los faldones levantados. Aunque insensible a esa clase de futilidades, Mathias entendía que a Lucien le importaran tanto sus llaves.

—Las tengo —dijo Mathias—. Podemos llevarle a su cuarto.

—No quiero que me sujetéis —dijo Lucien.

—Avanza —dijo Marc sin soltarlo—. Recordemos que aún tenemos que tirar de él hasta el tercer piso. Hay para rato.

—«La estupidez militar y la inmensidad del océano son las dos únicas cosas que pueden dar una idea del infinito» —dijo Mathias.

Lucien se paró en seco en medio del jardín.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó.

—De un diario de las trincheras que se titula Avanzamos. Está en uno de tus libros.

—No sabía que me leías —dijo Lucien.

—Es prudente saber con quién se vive —dijo Mathias—. Y mientras, avancemos, ahora empiezo a sentir frío.

—Ah, menos mal —dijo Marc.