Alexandra no hacía nada. Es decir, nada útil, nada rentable. Se había sentado a una mesita con la cabeza entre los puños. Pensaba en las lágrimas, en las lágrimas que nadie ve, de las que nadie sabe nada, en las lágrimas inútiles, pero que a pesar de todo brotan. Alexandra se apretaba la cabeza y apretaba los dientes. No servía de nada, por supuesto. Alexandra se incorporó. «Los griegos son libres, los griegos son orgullosos», decía su abuela. La vieja Andrómaca decía muchas cosas.
Guillaume había dicho que viviría mil años con ella. En realidad, calculándolo bien, habían sido cinco. «Los griegos creen en las palabras», decía la abuela. Quizá, pensaba Alexandra, pero entonces los griegos son gilipollas. Porque después había tenido que marcharse con la cabeza bien alta y la espalda bien derecha, abandonar los paisajes, los sonidos, los nombres y un rostro. Y andar con Cyrille por caminos llenos de baches, sin romperse las narices en los socavones llenos de mierda de las ilusiones perdidas. Alexandra estiró los brazos. Estaba harta. Como en el juego de las palabras encadenadas. ¿Cómo empezaba aquel juego? «Estoy harta, tabarra, rabo de buey…» La cosa iba bien hasta «tierra de fuego, gozo, zoquete», pero después se quedaba en blanco. Alexandra echó una ojeada al despertador. Había llegado la hora de ir a buscar a Cyrille. Juliette le había propuesto un precio especial para que el niño comiera en Le Tonneau todos los días después del colegio. Era una suerte haber dado con buena gente, como Juliette o los evangelistas. Disponía de aquella casita, cerca de ellos y eso la tranquilizaba. Quizá porque todos parecían estar con el agua al cuello. El agua al cuello. Pierre le había prometido que le encontraría un trabajo. Tenía que creer en Pierre, creer en su palabra. Alexandra se puso las botas rápidamente y cogió la chaqueta. ¿Qué podía ir después de «gozo, zoquete»? Llorar demasiado impide pensar bien. Se arregló el pelo con los dedos y se dirigió hacia el colegio.
En Le Tonneau había pocos clientes a esa hora y Mathias le ofreció la mesita que estaba cerca de la ventana. Alexandra no tenía hambre y pidió a Mathias que sólo sirviera al niño. Mientras Cyrille comía, se reunió con él en la barra y le dirigió una bella sonrisa. A Mathias le parecía que aquella chica tenía valor y hubiera preferido que comiera. Para alimentar ese valor.
—¿Sabes qué viene después de «gozo, zoquete»? Algo con «te» —le preguntó ella.
—No —dijo Mathias—. Yo decía otras palabras cuando era pequeño. ¿Quieres saberlas?
—No, me haría un lío.
—Yo las sabía —dijo Juliette—, pero ya ni siquiera recuerdo el principio.
—Me acabaré acordando —dijo Alexandra.
Juliette le había servido un platito de aceitunas y Alexandra se puso a comerlas volviendo a pensar en su anciana abuela, que sentía por las aceitunas negras una adoración casi religiosa. Realmente había adorado a la vieja Andrómaca y sus jodidas máximas, que soltaba a cada momento. Alexandra se frotó los ojos. Huía, soñaba. Debía ponerse bien derecha, hablar. «Los griegos son orgullosos.»
—Dime, Mathias —dijo—, esta mañana cuando vestía a Cyrille vi salir al comisario con Leguennec. ¿Hay algo nuevo? ¿Sabes algo?
Mathias miró a Alexandra. La joven seguía sonriendo, pero había titubeado no hacía mucho rato. Lo mejor que podía hacer era hablar.
—Vandoosler no dijo nada al salir —contestó—. En cambio Marc y yo hemos conocido a un tipo curioso. Un tal Christophe Dompierre, de Ginebra. Muy extraño. Nos contó una historia muy confusa, dijo algo de una vieja historia de hace quince años que esperaba resolver él solo con el asesinato de Sophia. La idea se le ha metido en la cabeza. Sobre todo ni una palabra a Leguennec; se lo hemos prometido. No sé lo que tiene en la cabeza, pero me disgustaría traicionarle.
—¿Dompierre? Ese nombre no me dice nada —dijo Alexandra—. ¿Qué quería?
—Ver a Relivaux, hacerle unas preguntas, saber si había recibido una visita reciente, inesperada. En fin, no estaba muy claro. En resumen, está esperando a Relivaux, es su idea fija.
—¿Le está esperando? Pero si Pierre va a estar fuera durante varios días… ¿No se lo has dicho? ¿No lo sabías? No se puede dejar a ese tipo vagando por la calle todo el día, aunque esté confuso.
—Marc se lo ha dicho. No te preocupes, sabemos dónde encontrarlo. Ha reservado una habitación en la Rue de la Prévoyance. Es un bonito nombre, ¿verdad? Metro Danube… Yo he visto el verdadero Danubio. A ti el hotel no te dice nada, está en lo más recóndito de la ciudad, al parecer vivió allí de niño. Realmente es un tipo curioso, muy tenaz. Incluso fue a ver a tu abuelo a Dourdan. Tenemos que avisarle cuando Relivaux vuelva, nada más.
Mathias rodeó la barra, fue a llevar a Cyrille un yogur y un trozo de tarta, y le hizo una breve caricia en el pelo.
—El pequeño come bien —dijo Juliette—. Es estupendo.
—Y a ti, Juliette —preguntó Mathias volviendo a la barra—, ¿te sugiere algo? ¿Una visita inesperada? ¿Sophia no te dijo nada?
Juliette reflexionó unos segundos moviendo la cabeza.
—Absolutamente nada —dijo ella—. Aparte de la famosa postal con la estrella, no hubo nada. Nada que la hubiera preocupado en todo caso. A Sophia siempre se le notaba y creo que me lo habría dicho.
—No necesariamente —dijo Mathias.
—Tienes razón, no necesariamente.
—Empieza a haber gente, voy a tomar nota de los pedidos.
Juliette y Alexandra se quedaron un momento en la barra.
—Me pregunto —dijo Juliette— ¿si no sería, por casualidad, «gozo, zoquete, terreno pedregoso»?
Alexandra frunció el ceño.
—Pero después ¿qué? —dijo—. «Pedregoso» ¿y qué más?
Mathias trajo los pedidos y Juliette se fue a la cocina. Ahora había demasiado ruido. Ya no se podía charlar tranquilamente en la barra.
Apareció Vandoosler. Buscaba a Marc, que ya no estaba en su puesto. Mathias le dijo que quizá había tenido hambre, algo normal a la una de la tarde. Vandoosler refunfuñó y volvió a marcharse antes de que Alexandra hubiera podido preguntarle algo. Se cruzó con su sobrino delante de la verja del caserón.
—¿Has desertado? —preguntó Vandoosler.
—No hables como Lucien, por favor —dijo Marc—. He ido a comprar un bocadillo, me moría de hambre. Mierda, he trabajado para ti toda la mañana.
—Para ella, san Marcos.
—¿Para quién?
—Lo sabes perfectamente. Para Alexandra. Siempre se mete en líos. Leguennec sigue investigando los delitos del padre de Elizabeth, pero no puede olvidar los dos cabellos en el coche. Le convendría estarse quieta. Al menor paso en falso, clac.
—¿Podría suceder eso?
Vandoosler movió la cabeza.
—Tu bretón es un gilipollas.
—Mi pobre Marc —dijo Vandoosler—, si todos los que se cruzan en nuestro camino fueran gilipollas, estaríamos apañados. ¿Me has comprado un bocadillo?
—No me dijiste que volvías. Mierda, tenías que haberme llamado.
—No tenemos teléfono.
—Ah, sí, es verdad.
—Y deja de decirme «mierda» continuamente, me crispa. He sido poli tanto tiempo que me han quedado secuelas.
—Eso seguro. ¿Qué te parece si entramos? Parto el bocadillo por la mitad y te cuento la historia del señor Dompierre. Es la cagada de paloma de esta mañana.
—Ya has visto que a veces cae.
—Perdona, pero he sido yo quien la ha cogido al vuelo. He hecho trampa. Si no bajaba a toda prisa las escaleras, lo perdía. De todas formas, no sé realmente si se trata de una buena cagada de paloma. Quizá no sea más que la cagadita de un gorrión flacucho. Pienses lo que pienses, te aviso de que abandono la vigilancia. He decidido ir a Dourdan mañana.
La historia de Dompierre interesó vivamente a Vandoosler, pero no supo decir por qué. Marc pensó que no quería decirlo. El viejo releyó varias veces la tarjeta puesta debajo de la moneda de cinco francos.
—¿No te acuerdas de la cita de Moby Dick? —preguntó.
—No, ya te lo he dicho. Era una bonita frase, técnica y lírica al mismo tiempo, muy extensa, pero no tenía nada que ver con lo que buscaba. Una frase filosófica donde se resalta la búsqueda de lo imposible y todo eso.
—Aún así —dijo Vandoosler—, me hubiera gustado escucharla.
—No esperarás que relea todo el libro para buscarla, ¿verdad?
—No lo espero. Tu idea de Dourdan es buena, pero vas a ciegas. Por lo que sé, me sorprendería que Siméonidis tuviera algo que decirte. Y Dompierre seguramente no le ha hablado de «algunas cositas» que ha encontrado.
—También quiero hacerme una idea de la segunda mujer y del hijastro. ¿Puedes tomar el relevo esta tarde? Necesito reflexionar y desentumecerme.
—Vete, Marc. Yo necesito sentarme. Te tomo prestada tu ventana.
—Espera, tengo una cosa urgente que hacer antes de irme.
Marc subió a su piso y volvió a bajar tres minutos después.
—¿Ya lo has hecho? —preguntó Vandoosler.
—¿El qué? —dijo Marc poniéndose su chaqueta negra.
—Esa cosa urgente.
—Ah, sí. Era la etimología de la palabra «capacho». ¿Quieres saberla?
Vandoosler movió la cabeza un poco decepcionado.
—Sí, ya verás que vale la pena. Su origen se remonta a 1327 y se llamaba así a las cestas en las que se enviaban los higos y las uvas del sur. Es interesante, ¿no?
—Me importa un bledo —dijo Vandoosler—. Ahora vete.
Vandoosler pasó el resto del día mirando la calle. Eso le divertía mucho, pero la historia de Marc y de Dompierre le preocupaba. Le parecía admirable que Marc se hubiera atrevido a abordar a ese hombre. Marc cedía con frecuencia a sus impulsos. A pesar de su forma de comportarse tan profunda, firme y demasiado pura, que sólo percibían quienes lo conocían bien, Marc divagaba un poco cuando analizaba algo, y sus numerosas digresiones cuando razonaba y su humor podían producir efectos increíbles. Marc podía ser tanto un ángel como un ser impaciente. Sin embargo, Mathias, aunque no era bueno describiendo las cosas, las intuía. Vandoosler pensaba en san Mateo como en una especie de dolmen, una roca maciza, estática, sagrada, pero impregnándose sin saberlo de toda clase de acontecimientos sensibles, orientando sus partículas de mica en el sentido de los vientos. Difícil de describir de todas formas. Porque al mismo tiempo era capaz de movimientos rápidos, de carreras, de audacias en instantes juiciosamente determinados. En cuanto a Lucien, él era un idealista disperso en todos los excesos posibles, desde los más agudos a los más bajos, los más roncos. En su agitación cacofónica inevitablemente se producían impactos, colisiones diversas, capaces de producir chispas inesperadas.
¿Y Alexandra?
Vandoosler encendió un cigarrillo y volvió a la ventana. A Marc le gustaba esa chica, era probable, pero aún estaba demasiado pendiente de las huellas de su desaparecida mujer. A Vandoosler, que nunca había mantenido más de unos meses las promesas hechas para medio siglo, le costaba mucho entender a su sobrino y sus profundidades. ¿Por qué había que hacer tantas promesas? La cara de la joven medio griega le impresionaba. Por lo que percibía en ella, había en Alexandra un interesante combate entre vulnerabilidad y audacia, sentimientos auténticos y contenidos, una lucha feroz, a veces silenciosa. Ella tenía aquella mezcla de pasión y dulzura que él había descubierto y amado mucho tiempo antes en otra mujer. Y abandonado enseguida. Volvía a verla nítidamente alejándose por aquel andén de la estación con los gemelos, hasta que ya no se distinguían más que tres puntitos. ¿Dónde estaban aquellos tres puntitos? Vandoosler se irguió y se agarró a la barandilla del balcón. Desde hacía diez minutos había dejado de mirar la calle. Tiró el cigarrillo y volvió a repasar la lista de los argumentos nada desdeñables que Leguennec preparaba contra Alexandra. Tenía que conseguir más tiempo, ojalá sucediese algo que retrasase el resultado de la investigación del bretón. Quizá Dompierre acabara siendo la clave.
Marc volvió tarde, seguido de cerca por Lucien, que había ido a la compra y que la víspera había encargado a Marc dos kilos de langostinos, si parecían frescos y si robarlos le parecía factible, por supuesto.
—No ha sido fácil —dijo Marc, poniendo un gran paquete de langostinos sobre la mesa—. Nada fácil. En realidad, lo que hice fue birlar la bolsa al tipo que estaba delante de mí.
—Muy ingenioso —dijo Lucien—. Verdaderamente se puede contar contigo.
—La próxima vez intenta tener caprichos más asequibles —dijo Marc.
—Eso es cosa mía —dijo Lucien.
—Déjame que te diga que no habrías sido un soldado muy eficiente.
Lucien se paró en seco en su trabajo culinario y miró el reloj.
—¡Mierda! —exclamó—. ¡La Gran Guerra!
—¿Qué pasa ahora con la Gran Guerra? ¿Te han movilizado?
Lucien soltó el cuchillo de cocina con gesto consternado.
—Hoy es 8 de junio —dijo—. Qué catástrofe, mis langostinos… Esta noche tengo una cena conmemorativa a la que no puedo faltar.
—¿Conmemorativa? Te estás haciendo un lío, amigo. En esta época del año se conmemora la Segunda Guerra Mundial, y es el 8 de mayo y no el 8 de junio. Lo mezclas todo.
—No —dijo Lucien—. Por supuesto que la cena de la Segunda Guerra Mundial debía tener lugar el 8 de mayo, pero querían invitar a dos viejos veteranos de la Primera Guerra Mundial, por aquello del contexto histórico, ¿comprendes? Pero uno de los viejos estaba enfermo. Entonces han retrasado un mes la fiesta para los veteranos. Y eso hace que sea esta noche. No puedo faltar, es demasiado importante: uno de los dos viejos tiene noventa y cinco años y la cabeza perfecta. Tengo que conocerlo. Hay que elegir: la Historia o los langostinos.
—Escoge la Historia —dijo Marc.
—Evidentemente —dijo Lucien—. Corro a vestirme.
Dirigió una mirada llena de sincera tristeza a la mesa y subió a toda velocidad al tercer piso. Luego se fue corriendo y pidió a Marc que le dejara unos langostinos para cuando volviera por la noche.
—Estarás demasiado borracho para apreciar un manjar —dijo Marc.
Pero Lucien ya no le oía, corría hacia la Gran Guerra.