A pesar de todo, cuando a las ocho de la mañana del día siguiente Vandoosler entró en su habitación seguido de Leguennec, Marc fue presa del pánico.
—Es la hora —le dijo Vandoosler—. Me tengo que ir con Leguennec. Sólo tienes que hacer lo mismo que ayer y todo irá muy bien.
Acto seguido Vandoosler desapareció. Marc se quedó como alelado en la cama, con la impresión de haber escapado por los pelos de que lo acusaran del crimen. Sin embargo, no le había pedido a su padrino que lo despertara. Vandoosler el Viejo se estaba volviendo majareta. No, no era eso. Seguramente, tenía prisa por acompañar a Leguennec, y por eso le había pedido que prosiguiera la vigilancia en su ausencia. Su padrino no tenía a Leguennec al corriente de todos sus tejemanejes. Marc se levantó, se dio una ducha y bajó al refectorio de la planta baja. Ya de pie desde no se sabe qué hora, Mathias estaba ordenando los leños en la caja de madera. Era el único que se levantaba al alba, aunque nadie se lo pidiera. Como estaba un poco atontado, Marc se hizo un café fuerte.
—¿Sabes por qué ha venido Leguennec? —le preguntó Marc.
—Porque no tenemos teléfono —dijo Mathias—. Eso le obliga a venir cada vez que quiere hablar con tu tío.
—Eso lo comprendo, pero ¿por qué tan temprano? ¿Te ha dicho algo?
—Absolutamente nada —dijo Mathias—. Tenía el aspecto preocupado que tienen los bretones cuando se acerca una tormenta, pero supongo que es su aspecto normal, incluso cuando no hay tormentas. Me ha hecho un breve gesto con la cabeza y se ha ido escaleras arriba. Me ha parecido escuchar que se quejaba de este caserón de cuatro pisos y sin teléfono. Eso es todo.
—Habrá que esperar —dijo Marc—. Y yo tengo que volver a mi puesto en la ventana. Menuda diversión. No sé lo que espera el viejo. Mujeres, hombres, paraguas, el cartero, el gordo Georges Gosselin, es todo lo que veo pasar.
—Y Alexandra —dijo Mathias.
—¿Qué opinas de ella? —preguntó Marc, indeciso.
—La encuentro adorable —dijo Mathias.
Satisfecho y celoso, Marc puso en una bandeja su taza y dos rebanadas de pan que Mathias había cortado, lo subió todo al segundo piso y acercó un taburete alto a la ventana. Al menos no estaría todo el día de pie.
Aquella mañana no llovía. Había una luz de junio muy aceptable. Con suerte, habría llegado a tiempo de ver a Lex saliendo para llevar a su hijo al colegio. Sí, justo a tiempo. La joven cruzó, con el paso un poco cansino, dando la mano a Cyrille, que parecía estar contándole montones de historias. Como el día anterior, ella no levantó la cabeza hacia el caserón. Y, como el día anterior, Marc se preguntó por qué habría de hacerlo. Además, era mejor así. Que le hubiera visto apostado e inmóvil en un taburete comiendo pan con mantequilla y mirando la calle, sin duda no le habría beneficiado en nada. Marc no vio el coche de Pierre Relivaux. Seguramente habría salido pronto aquella mañana. ¿Honrado trabajador o asesino? Su padrino había dicho que el asesino era un matarife. Un matarife es otra cosa, menos patético y mucho más peligroso. Da mucho más miedo. A Marc no le parecía que Relivaux fuese un matarife, no le daba ningún miedo. En cambio, Mathias encajaba muy bien. Alto, grande, fuerte, imperturbable, un orangután con intenciones ocultas y, a veces, descabelladas, gran conocedor de la ópera sin que nadie lo sospechara. Sí, Mathias encajaba muy bien.
De pensamiento en pensamiento, dieron las nueve y media. Mathias entró para devolverle la goma. Marc le dijo que encajaba perfectamente en la imagen que él tenía de un matarife y Mathias se encogió de hombros.
—¿Cómo va la vigilancia?
—Nada —dijo Marc—. El viejo está pirado y yo lo sigo en su locura. Debe de ser de familia.
—Si esto dura —dijo Mathias—, te subiré la comida antes de irme al tonel.
Mathias cerró suavemente la puerta y Marc le oyó acomodarse en su mesa de trabajo del piso de abajo. Cambió de postura en el taburete. Conseguiría un cojín para días futuros. Se imaginó por un instante inmóvil años y años delante de la ventana, instalado en una mullida butaca especial, esperando inútilmente, visitado sólo por Mathias con sus bandejas. La mujer de la limpieza de Relivaux entró abriendo con su llave a las diez. Marc recuperó el hilo de sus breves pensamientos. Cyrille tenía la tez mate, el pelo rizado, el cuerpo rechoncho. Quizá el padre era gordo y feo, ¿por qué no? Mierda. ¿Por qué tenía que estar pensando siempre en ese tipo? Movió la cabeza y volvió a mirar hacia el frente occidental. La joven haya estaba floreciendo, contenta de que hubiera llegado junio. Marc no conseguía olvidar aquel árbol, y parecía ser el único que no lo olvidaba. Aunque había visto a Mathias detenerse el otro día delante de la verja de Relivaux y mirar de soslayo, le había parecido que observaba el árbol o más bien el pie del árbol. ¿Por qué Mathias contaba tan poco de lo que hacía? Sabía detalles sobre la carrera de Sophia. Sabía quién era cuando había ido a verles la primera vez. Ese tipo sabía mucho, pero nunca decía nada. Marc se propuso, cuando Vandoosler le dejara abandonar el taburete, preocuparse por el árbol. Como había hecho Sophia.
Vio pasar a una señora. Apuntó: «10:20: una señora muy atareada pasa con la cesta de la compra. ¿Qué lleva en la cesta?». Había decidido apuntar todo lo que veía para aburrirse menos. Volvió a coger la hoja y añadió: «En realidad no es una cesta, sino lo que se llama un capacho. Capacho es una palabra graciosa, que ya sólo utiliza la gente mayor y en provincias. Ver su etimología». La intención de buscar la etimología de la palabra «capacho» le animó un poco. Cinco minutos más tarde, volvió a coger la hoja. Era una mañana muy movida. Apuntó: «10:25: un tipo enjuto llama a la puerta de la casa de Relivaux». Marc se enderezó bruscamente. Era verdad, un tipo enjuto estaba llamando a la puerta de la casa de Relivaux, un tipo que no era ni el cartero ni el empleado de la compañía eléctrica ni el chico de la tienda.
Marc se levantó, abrió la ventana y se asomó. Mucha expectación para nada. Sin embargo, como Vandoosler daba tanta importancia a vigilar hasta si cagaba una paloma, a Marc le parecía también importante su misión de vigía y empezaba a confundir mierdas de paloma con pepitas de oro. De hecho, aquella mañana le había birlado a Mathias de su habitación unos gemelos de teatro, prueba de que éste había ido bastante a la ópera. Se ajustó los pequeños gemelos y se puso a otear. Claramente se trataba de un auténtico señor. Con una cartera de profesor, un abrigo claro y limpio, poco pelo, una silueta alta y delgada. La mujer de la limpieza le abrió y, por sus gestos, Marc comprendió que estaba diciendo que el señor no estaba en casa, que tendría que volver en otra ocasión. El tipo enjuto insistió. La mujer de la limpieza volvió a negar con la cabeza y aceptó la tarjeta que el tipo había sacado del bolsillo y en la que había escrito algo. Cerró la puerta. Bien. Una visita de Pierre Relivaux. ¿Debería ir a ver a la mujer de la limpieza? ¿Pedir que le dejara leer la tarjeta de visita? Marc escribió unas notas en su hoja. Al volver a levantar los ojos vio que el tipo no se había ido, que permanecía inmóvil ante la verja, indeciso, frustrado, meditabundo. ¿Y si había ido preguntando por Sophia? Finalmente se marchó balanceando la cartera. Marc se levantó de un salto, bajó la escalera a toda velocidad, corrió a la calle y, de varias zancadas, alcanzó al tipo flaco. Llevaba tanto tiempo quieto en la ventana que no iba a dejar escapar el primer acontecimiento relevante que le caía del cielo.
—Soy un vecino —dijo Marc—. Lo he visto llamar a la puerta. ¿Puedo ayudarlo en algo?
Marc estaba jadeante y seguía teniendo la pluma en la mano. El tipo lo miró con interés e incluso, a Marc se lo pareció, con cierta esperanza.
—Se lo agradezco —dijo el tipo—. Quería ver a Pierre Relivaux, pero no está.
—Vuelva esta tarde —dijo Marc—. Regresa hacia las seis o las siete.
—No —dijo el tipo—, su asistenta me ha dicho que se había ido de viaje por unos días y que no sabía adonde había ido ni cuándo volvería. Quizá el viernes o el sábado. No puede asegurarlo. Me fastidia mucho, porque vengo de Ginebra.
—Si quiere —dijo Marc, preocupado ante la idea de que se le escapara aquel insignificante acontecimiento—, puedo intentar enterarme. Estoy seguro de obtener la información muy pronto.
El tipo dudó. Parecía preguntarse por qué Marc se interesaba tanto.
—¿Tiene usted tarjeta telefónica? —preguntó Marc. El tipo asintió con la cabeza y le siguió sin la menor resistencia hasta una cabina en la esquina de la calle.
—Es que no tengo teléfono —explicó Marc.
—Sí, claro —dijo el tipo.
Una vez en la cabina, sin dejar de vigilar al tipo enjuto con el rabillo del ojo, Marc preguntó en información el número de la comisaría del distrito 13. Fue una suerte tener la pluma. Apuntó el número en su mano y llamó a Leguennec.
—Inspector, páseme a mi tío, es urgente.
Marc pensaba que la palabra «urgente» era un término clave y decisivo cuando se quería algo de un poli. Unos minutos más tarde oyó la voz de Vandoosler.
—¿Qué ocurre? —preguntó Vandoosler—. ¿Has averiguado algo?
Marc se dio cuenta en ese momento de que no había averiguado absolutamente nada.
—No creo —dijo—, pero pregunta a tu amigo bretón adonde ha ido Relivaux y cuándo va a volver. No habrá tenido más remedio que avisar de su ausencia a la policía.
Marc esperó unos instantes. Había dejado a propósito la puerta abierta para que el tipo oyera todo lo que decía, y no parecía sorprendido. Eso quería decir que estaba al corriente de la muerte de Sophia Siméonidis.
—Apunta —dijo Vandoosler—. Ha salido esta mañana de viaje de trabajo a Tolón. Se ha comprobado en el ministerio que no ha mentido. No se ha determinado el día de su vuelta, depende de cómo vayan sus asuntos allí. Lo mismo puede volver mañana que el lunes que viene. La poli puede ponerse en contacto con él en caso de urgencia a través del ministerio, pero tú no.
—Gracias —dijo Marc—. Y a ti ¿cómo te va?
—Se está investigando al padre de la amante de Relivaux, ¿recuerdas? Elizabeth. Su padre está en chirona desde hace diez años por haber cosido a puñaladas a un supuesto amante de su mujer. Leguennec dice que seguramente en la familia tienen la sangre caliente. Ha vuelto a llamar a Elizabeth y la está interrogando para saber si se parece más a su padre o a su madre.
—Perfecto —dijo Marc—. Di a tu amigo bretón que hay una terrible tempestad en Finisterre, eso seguramente le servirá de distracción, si le gustan las tempestades.
—Ya lo sabe. Me ha dicho: «Los barcos están en el muelle. Se esperan dieciocho que aún se encuentran en el mar».
—Muy bien —dijo Marc—. Hasta luego.
Marc colgó y se dirigió al tipo delgado.
—Tengo la información —dijo—. Venga conmigo.
Marc quería hacer entrar al tipo en su casa para saber al menos por qué buscaba a Pierre Relivaux. Seguramente era un asunto de trabajo, pero nunca se sabía. Para Marc, Ginebra implicaba necesariamente asuntos de trabajo, asuntos muy importantes.
El tipo le siguió, sin abandonar esa mirada de esperanza, cosa que intrigó a Marc. Le invitó a sentarse en el refectorio, y después de haber sacado dos tazas y puesto café a calentar, cogió la escoba y dio un fuerte golpe en el techo. Desde que se habían acostumbrado a llamar a Mathias de ese modo, siempre golpeaban en el mismo lugar para no estropear todo el techo. El palo de la escoba agujereaba el yeso y Lucien insistía en rellenar los agujeros. Cosa que aún no se había hecho.
Mientras tanto, el tipo había dejado la cartera en una silla y miraba la moneda de cinco francos clavada en la viga. Fue sin duda a causa de la moneda por lo que Marc entró sin preámbulos en el meollo de la cuestión.
—Estamos buscando al asesino de Sophia Siméonidis —dijo, intentando explicar por qué habían clavado una moneda de cinco francos.
—Yo también —dijo el tipo.
Marc sirvió el café. Se sentaron juntos. Así que era eso. Ya sabía que Sophia había muerto y también él buscaba al asesino. No parecía triste, así que Sophia no era alguien cercano. Buscaba por otra razón. Mathias entró en la sala y se sentó en el banco haciendo una pequeña reverencia con la cabeza.
—Mathias Delamarre —le presentó Marc—. Y yo soy Marc Vandoosler.
El tipo se vio obligado a presentarse.
—Me llamo Christophe Dompierre y vivo en Ginebra.
Entonces les tendió una tarjeta, pero esta vez no era telefónica.
—Ha sido usted muy amable ayudándome —añadió Dompierre—. ¿Cuándo volverá?
—Está en Tolón, pero el ministerio no puede precisar la fecha de su regreso. Entre mañana y el lunes. Depende de su trabajo. De todas formas, nosotros no podemos ponernos en contacto con él.
El tipo movió la cabeza y se mordió los labios.
—Es un gran contratiempo —dijo—. ¿Están ustedes investigando la muerte de la señora Siméonidis? ¿Son ustedes… policías?
—No. Era nuestra vecina y nos caía bien. Esperamos averiguar algo.
Marc se dio cuenta de que estaba diciendo frases muy tópicas y la mirada de Mathias se lo confirmó.
—El señor Dompierre también está buscando —dijo a Mathias.
—¿Qué? —preguntó Mathias.
Dompierre le observó. Los rasgos tranquilos de Mathias, el azul marino de sus ojos debieron de inspirarle confianza, porque se quitó el abrigo y se instaló más cómodamente en la silla. Algo le pasa a uno por la cara que dura una fracción de segundo, pero que basta para saber si está decidido o no. Marc sabía captar perfectamente esa fracción de segundo y aquello le resultaba más fácil que conseguir que una piedra saltara a una acera. Dompierre acababa de decidirse.
—Quizá puedan ustedes hacerme un favor —dijo—. Avisarme en cuanto Pierre Relivaux regrese. ¿Les molestaría mucho?
—Será fácil —dijo Marc—, pero ¿qué quiere de él? Relivaux dice no saber nada del asesinato de su mujer. Los polis no le quitan ojo, pero de momento no tienen nada serio contra él. ¿Sabe usted algo más?
—No. Espero que sea él quien sepa algo más. De una visita que alguien iba a hacerle a su mujer, o algo así.
—No es usted muy claro —dijo Mathias.
—Es que aún no lo veo claro —dijo Dompierre—. Dudo. Dudo desde hace quince años, y con la muerte de la señora Siméonidis tal vez pueda encontrar lo que tanto tiempo he buscado. Lo que los polis no quisieron saber en otro tiempo.
—¿Cuándo?
Dompierre se movió en la silla.
—Es demasiado pronto para hablar —dijo—. Yo no sé nada. No quiero cometer un error, sería muy grave. Y no quiero que ningún poli se entrometa, ¿comprenden? Ningún poli. Si lo consigo, si encuentro el eslabón que falta, iré a verlos. O, más bien, les escribiré. No quiero verlos. Nos hicieron demasiado daño a mi madre y a mí hace quince años. No nos escucharon cuando sucedió aquello. Es verdad que teníamos poco que decir. Sólo lo que pensábamos. Lo que creíamos. Y eso no es nada para un poli.
Dompierre agitó el aire con la mano.
—Parece que les estoy contando mi vida —dijo—, y mi vida en cualquier caso no les concierne. Sin embargo, sigo pensando lo mismo, y mi madre también lo pensaba, aunque ahora está muerta. O sea, que lo pensábamos los dos. Y no voy a dejar que un poli me diga que miento. No, eso jamás.
Dompierre se calló y los miró, al uno y al otro.
—Ustedes me caen bien —dijo después de su examen—. Creo que no son de esa gente que se dedica a robar a los demás, pero prefiero esperar un poco antes de pedirles que me ayuden. Fui a Dourdan a ver al padre de la señora Siméonidis el fin de semana pasado. Me dejó ver sus archivos y creo haber descubierto algunas cosas. Le dejé mis señas por si encontraba nuevos documentos, pero me dio la impresión de que no me estaba escuchando. Está hecho polvo. Y el asesino se me sigue escapando. Busco un nombre. Díganme, ¿son ustedes vecinos desde hace mucho tiempo?
—Desde el 20 de marzo —dijo Mathias.
—Ah, eso no es mucho. Sin duda ella no les habrá hecho confidencias. Desapareció el 20 de mayo, ¿verdad? ¿Vino alguien a verla antes de esa fecha? ¿Alguien inesperado para ella? No hablo de un viejo amigo o un conocido ocasional. No. ¿Alguien que no pensara volver a ver o incluso alguien que no conociera?
Marc y Mathias movieron la cabeza. Habían tenido poco tiempo para conocer a Sophia, pero podían preguntar a los demás vecinos.
—Llegó alguien totalmente inesperado —dijo Marc con el ceño fruncido—. En realidad no es alguien, sino algo.
Christophe Dompierre encendió un cigarrillo y Mathias se fijó en que sus delgadas manos temblaban ligeramente. Mathias había decidido que ese tipo le caería bien. Lo encontraba demasiado delgado, nada guapo, pero era íntegro, fiel a su idea, a su convicción. Como él cada vez que Marc no escuchaba cuando le hablaba de la caza del uro. Ese tipo tan endeble no soltaría el arco, no había la menor duda.
—En realidad se trata de un árbol —continuó Marc—, de una joven haya. No sé si eso puede interesarle, porque no sé lo que está buscando. No me quito de la cabeza ese árbol, aunque todo el mundo pasa de él. ¿Se lo cuento?
Dompierre hizo un gesto afirmativo, y Mathias le acercó un cenicero. Escuchó la historia con atención concentrada.
—Sí —dijo—, pero eso no me lo esperaba. De momento, no veo la relación.
—Yo tampoco —dijo Marc—. Realmente, creo que no hay relación y, sin embargo, pienso mucho en ello. Todo el tiempo. No sé por qué.
—Yo también pensaré en ello —dijo Dompierre—. Por favor, avísenme cuando Relivaux vuelva a aparecer. Quizá ha recibido a la persona que busco sin darse cuenta de la importancia de la visita. Les dejo mi dirección. Me hospedo en un hotelito del distrito 19, el Hotel du Danube, Rue de la Prévoyance. De niño viví allí. No duden en ponerse en contacto conmigo, incluso de noche, porque me pueden llamar de Ginebra en cualquier momento. Estoy en misión europea. Les voy a apuntar el nombre del hotel, la dirección y el teléfono. Mi habitación es la 32.
Marc le dio su tarjeta y Dompierre escribió sus señas. Marc se levantó y puso la tarjeta en la viga, debajo de la moneda de cinco francos. Dompierre lo miró mientras lo hacía. Por primera vez esbozó una sonrisa y entonces su cara se volvió casi atractiva.
—¿Estamos en el Pequod?
—No —dijo Marc también sonriendo—. Esto no es un ballenero sino un barco de investigación. Todos los períodos, todos los hombres, todos los espacios. Desde antes del 500.000 antes de Cristo a 1918, de África a Asia, de Europa a la Antártida.
—«Los cachalotes —citó Dompierre— al desplazarse de unos “pastos” a otros, siguen casi siempre lo que se llama “vetas”, sin desviarse ni un punto de determinadas direcciones marítimas, con exactitud tan precisa que no hubo jamás ningún buque que siguiera su derrota con tan maravillosa precisión. De ahí que Acab confiara en encontrar su presa en pastos bien conocidos y pensara que podía incluso adelantarse a sus intenciones para esperarla en el instante preciso.»
—¿Se sabe Moby Dick de memoria? —le preguntó Marc, impresionado.
—Sólo estas frases, porque me han servido muchas veces.
Dompierre estrechó vivamente las manos de Marc y Mathias. Echó una última ojeada a su tarjeta puesta en la viga, como para comprobar que no había olvidado nada, cogió su cartera y salió. Cada uno apostado en una ventana rematada con un arco de medio punto, Marc y Mathias lo vieron alejarse hacia la verja.
—Qué curioso —dijo Marc.
—Mucho —dijo Mathias.
Una vez se instalaban en uno de los ventanales, no había quien los moviera de allí. El sol de junio iluminaba suavemente el descuidado jardín. La hierba crecía a toda velocidad. Marc y Mathias se quedaron cada uno en su ventana sin decir nada durante un buen rato. Fue Marc el primero que habló.
—Vas a llegar tarde al turno de mediodía —dijo—. Juliette se debe de estar preguntando dónde coño estás.
Mathias dio un respingo, subió a su piso a ponerse la ropa de camarero, y Marc lo vio salir corriendo embutido en el chaleco negro. Era la primera vez que Marc veía correr a Mathias. Y corría bien. Era un espléndido cazador.