El lunes, hacia el mediodía, Marc oyó detenerse un coche ante la verja de su casa. Soltó el lápiz y se abalanzó hacia la ventana: Vandoosler salía de un taxi con Alexandra. La acompañó hasta su pabellón y regresó canturreando. Así que eso era lo que había ido a hacer: había ido a buscarla a la salida de la comisaría. Marc apretó los dientes. La omnipotencia sutil de su padrino empezaba a exasperarle. La sangre le golpeó en las sienes. Otra vez esos malditos ramalazos de furia. La tectónica. ¿Cómo diablos hacía Mathias para permanecer tranquilo y firme cuando no le sucedía nada de lo que deseaba? A él le parecía que se hundía en la miseria. Aquella mañana se había comido la tercera parte del lápiz, escupiendo sin cesar astillas de madera sobre la hoja de papel. ¿Ponerse sandalias? Era ridículo. No solamente tendría frío en los pies sino que, además, perdería el último toque de distinción que le quedaba, refugiado en la elegancia de su atuendo. Así que nada de sandalias.
Marc se apretó el cinturón plateado y se alisó los pantalones negros y ajustados. Alexandra ni siquiera había venido ayer a verlos.
Por otra parte, ¿por qué iba a venir? Ahora tenía su pabellón, su autonomía, su libertad. Era una chica muy celosa de su libertad, había que tener cuidado con eso. Además, había pasado el domingo como le había recomendado Vandoosler el Viejo. En el parque con Cyrille. Mathias le había visto jugar al balón y había estado un buen rato con ellos. Suave sol de junio. A Marc no se le había ocurrido esa idea. Mathias sabía ser en algunos momentos un apoyo con esos pequeños detalles que a Marc ni se le hubieran pasado por la cabeza. Marc había recuperado el hilo de su estudio del comercio en el campo en los siglos XI y XII, con absoluto entusiasmo. La cuestión del excedente de la producción rural era muy farragosa y había que lanzarse a ella de cabeza para no hundirse hasta las patas. Una mierda. Seguramente habría hecho mejor jugando al balón: se sabe lo que se lanza, se ve lo que se atrapa. En cuanto a su padrino, había pasado todo el domingo encaramado en la silla, con la nariz fuera del ventanuco, vigilando los alrededores. Qué cabrón. Seguro que, al adoptar esa actitud de vigía en su nido de urraca o de capitán de barco ballenero, algún ingenuo lo hubiera considerado importante. Sin embargo a Marc, esa clase de chulería no le impresionaba.
Oyó a Vandoosler subir los cuatro pisos. No se movió, decidido a no darle la satisfacción de tener que pedirle noticias. La determinación de Marc flaqueó rápidamente, cosa que en los asuntos cotidianos era habitual en él, y veinte minutos más tarde abría la puerta del desván.
Su padrino había vuelto a subirse a la silla y tenía la cabeza fuera del ventanuco.
—Así pareces un imbécil —dijo Marc—. ¿Qué estás esperando? ¿Una reacción? ¿Una mierda de paloma? ¿Una ballena?
—No te he dicho nada que pudiera molestarte, me parece —dijo Vandoosler bajando de la silla—. ¿Por qué te irritas?
—Vas de importante, de indispensable. Vas de guapo. Eso es lo que me irrita.
—Estoy de acuerdo contigo, es irritante. A pesar de todo, ya estás acostumbrado y normalmente te da igual. Pero ahora se trata de Lex y eso te irrita. Olvidas que si velo por la chica es para evitar chapuzas que pueden llegar a ser desagradables para todo el mundo. ¿Quieres hacerlo tú solo? No tienes oficio. Y como te irritas y no escuchas lo que digo, no lo entiendes. En fin, tú no tienes acceso a Leguennec. Si quieres ayudarla, tendrás que soportar mis intervenciones. Y quizá incluso ejecutar mis consignas, porque no podré estar en todas partes a la vez. Tú y los dos evangelistas podréis ser útiles.
—¿En qué? —preguntó Marc.
—Espera. Es demasiado pronto.
—¿Estás esperando una mierda de paloma?
—Llámalo así si quieres.
—¿Estás seguro de que vendrá?
—Casi seguro. Alexandra se ha portado bien en el interrogatorio de esta mañana. Leguennec se moderó, aunque tiene un buen argumento contra ella. ¿Quieres saberlo o te importan un bledo mis chapuzas?
Marc se sentó.
—Han examinado el coche de tía Sophia —dijo Vandoosler—. En el maletero han encontrado dos cabellos. No hay la menor duda, proceden de la cabeza de Sophia Siméonidis.
Vandoosler se frotó las manos y soltó una carcajada.
—¿Te hace gracia? —preguntó Marc, aterrado.
—Tranquilízate, joven Vandoosler, ¿cuántas veces tendré que repetírtelo? —volvió a reírse y se sirvió una copa—. ¿Quieres? —ofreció a Marc.
—No, gracias. Esos cabellos son muy graves. Y tú te ríes. Me das asco. Eres cínico y malvado. A menos… A menos que pienses que no se puede concluir nada de eso… Después de todo era el coche de Sophia, no es raro que encuentren pelos en él.
—¿En el maletero?
—¿Por qué no? Caídos de un abrigo.
—Sophia Siméonidis no era como tú. No habría metido sus abrigos directamente en un maletero. No, estaba pensando en otra cosa. No te alteres. Una investigación no se resuelve de una patada. Todavía se puede hacer algo. Y si intentas calmarte, es decir, dejas de temer que yo esté intentando engatusar a Alexandra, en un sentido u otro, y recuerdas que he sido yo quien casi te he educado, y no lo he hecho tan mal, a pesar de tus gilipolleces y a pesar de las mías, en fin, resumiendo, si me concedes algún crédito y abandonas las hostilidades, voy a pedirte un pequeño favor.
Marc reflexionó un momento. La historia de los cabellos le preocupaba profundamente. El viejo parecía saber más. De todas formas, era inútil seguir ahondando, no tenía ganas de poner a su tío en la puerta. Ni a su padrino. Esa seguía siendo la situación incuestionable, como habría dicho el propio Vandoosler.
—Dilo de una vez —suspiró Marc.
—Esta tarde voy a ausentarme. Se va a interrogar a la amante de Relivaux, y luego al propio Relivaux. Iré a dar una vuelta por ahí. Necesito un vigía aquí por si cae la mierda de paloma. Tú te dedicarás a la vigilancia en mi lugar.
—¿Qué tengo que hacer?
—Quedarte en casa. No te vayas, ni siquiera a un recado. Nunca se sabe. Y quédate en la ventana de tu cuarto.
—Pero, por Dios, ¿qué tengo que vigilar? ¿Qué estás esperando?
—No tengo la menor idea. Por eso hay que permanecer atento. Incluso al incidente más anodino. ¿Lo has entendido?
—De acuerdo —dijo Marc—, pero no veo adonde quieres llegar. De todas formas, trae pan y huevos. Lucien da clase hasta las seis. Era yo el que tenía que ir a la compra.
—¿Hay algo para comer?
—Queda una carne asada con muy mal aspecto. ¿Por qué no vamos a Le Tonneau?
—Los lunes está cerrado. Además, te acabo de decir que no podemos abandonar la casa, ¿lo recuerdas?
—¿Ni siquiera para comer?
—Ni siquiera. Acabaremos la carne asada. Después subirás a tu ventana y esperarás. No cojas un libro al mismo tiempo. Quédate en la ventana y mira.
—Me aburriré —dijo Marc.
—No lo creas, fuera pasan montones de cosas.
A partir de la una y media, Marc se apostó, malhumorado, a la ventana del segundo piso. Llovía. Normalmente pasaba muy poca gente por aquella callecita y menos aún cuando llovía. Era muy difícil descubrir algo bajo los paraguas. Como Marc había presentido, no ocurrió realmente nada. Dos señoras pasaron en un sentido, un hombre en otro. Luego, hacia las dos y media, el hermano de Juliette hizo su aparición, protegido por un gran paraguas negro. Verdaderamente, al gordo Georges no se le veía mucho. Trabajaba de forma irregular, cuando la editorial lo enviaba a librerías de provincias a dejar depósitos. A veces se ausentaba una semana y luego permanecía varios días en su casa. Entonces uno se podía cruzar con él paseando o tomando una cerveza aquí o allá. Era un tipo con la piel tan blanca como su hermana, amable, pero no decía ni una palabra. Dirigía breves saludos corteses sin intentar entablar conversación. Jamás se le veía en Le Tonneau. Marc no se había atrevido a preguntarle a Juliette sobre él, pero ella no parecía estar nada orgullosa de aquel hermano gordo que con cuarenta años aún vivía en su casa. Casi nunca hablaba de él. Como si le escondiera y le protegiera. No se le conocía ninguna mujer, aunque Lucien, con matices, claro está, había sugerido la hipótesis de que era el amante de Juliette. Absurdo. Su parecido físico saltaba a la vista, uno en feo, la otra en guapa. Decepcionado pero rindiéndose a la evidencia, Lucien había cambiado de hombro su fusil y afirmaba haber visto a Georges meterse en una tienda porno de la Rue Saint-Denis. Marc se encogió de hombros. A Lucien todo le servía para quemarse la sangre, desde lo más obsceno a lo más refinado.
Hacia las tres de la tarde vio a Juliette entrar corriendo en su casa, protegiéndose de la lluvia con un cartón, y luego, siguiéndola de cerca, a Mathias, el cual, con la cabeza descubierta, se dirigía con paso lento hacia la casa. Los lunes solía ayudar a Juliette con el suministro semanal del tonel. El agua le chorreaba por todas partes pero, por supuesto, eso no molestaba a un tipo como Mathias. Luego otra señora. Luego, un tipo un cuarto de hora después. La gente caminaba deprisa, encogidos por la humedad. Mathias llamó a su puerta para pedirle una goma. Ni siquiera se había secado el pelo.
—¿Qué estás haciendo en la ventana? —preguntó.
—Cumpliendo una misión —respondió Marc con hastío—. El comisario me ha encargado que vigile lo que suceda. Así que vigilo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué tiene que suceder?
—Eso no se sabe. No sirve de nada que te diga que no ha sucedido nada. Han encontrado dos cabellos de Sophia en el maletero del coche que Lex pidió prestado.
—Qué mierda.
—Ya lo creo. Pero a mi padrino le hace gracia. Mira, ahí está el cartero.
—¿Quieres que te releve?
—Gracias, pero ya me he acostumbrado. Soy el único aquí que no hace nada. Aunque ésta sea una misión totalmente inútil.
Mathias se metió la goma en el bolsillo y Marc siguió en su puesto. Señoras, paraguas. Niños que salían del colegio. Alexandra pasó con el pequeño Cyrille. Sin dirigir una mirada hacia el caserón. Aunque ¿por qué habría de mirar hacia allí?
Pierre Relivaux aparcó su coche un poco antes de las seis. Seguramente había examinado también su vehículo. Abrió con fuerza la verja de su jardín. Los interrogatorios no ponen a nadie de buen humor. Debía de tener miedo de que la historia de su amante del distrito 15 llegara hasta su ministerio. Aún no se sabía cuándo tendría lugar el entierro de los restos fúnebres de Sophia. La policía todavía no los había entregado. Sin embargo, Marc no confiaba en que Relivaux se viniera abajo en el entierro. Parecía preocupado, pero no destrozado por la muerte de su mujer. Al menos, si era el asesino, no intentaba fingir, cosa que también podría ser una táctica. Hacia las seis y media, volvió Lucien. Y se acabó la tranquilidad. Después, Vandoosler el Viejo, empapado como una sopa. Marc estiró los músculos entumecidos por la inmovilidad. Se acordó de aquella ocasión en que había vigilado a los polis que cavaban debajo del árbol. Ya no se había vuelto a hablar del árbol. Sin embargo, todo había empezado ahí. Y Marc no conseguía olvidarlo. El árbol.
Una tarde perdida. No pasó nada, ni siquiera un suceso insignificante, ni una cagadita de paloma siquiera, nada.
Marc bajó a informar a su padrino, que estaba encendiendo fuego en la chimenea para secarse.
—Nada —dijo—. He estado cinco horas entumecido mirando la nada. ¿Y tú? ¿Qué tal los interrogatorios?
—Leguennec empieza a mostrarse reticente a soltar información. Aunque somos amigos, tiene su orgullo. Está patinando y no le apetece que nadie esté ahí para verlo. En vista de mi pasividad, su confianza en mí, a pesar de todo, no se ha visto dañada. Y, además, ahora lo han ascendido. Le molesta que esté todo el tiempo pegado a su sombra, cree que me burlo de él. Sobre todo porque me he reído por lo de los cabellos.
—¿Por qué te has reído?
—Pura táctica, joven Vandoosler, pura táctica. Pobre Leguennec. Creía tener ya a la asesina y de repente se ve con media docena de criminales en potencia todos ellos igualmente relacionados con el caso. Le voy a tener que invitar a una partida de cartas para que se relaje.
—¿Media docena? ¿Ha habido otros candidatos?
—Digamos que he conseguido que Leguennec considere que, aunque la pequeña Alexandra se hubiera marchado precipitadamente, no era una razón para arriesgarse a cometer una sandez. No olvides que intento frenarlo. Y nada más que eso. Le he hecho una relación de un montón de asesinos muy aceptables. Esta tarde, Relivaux, que se defiende bien, le había impresionado favorablemente. Era imprescindible que yo pusiera mi granito de arena. Relivaux asegura que no ha tocado el coche de su mujer. Que había dado las llaves a Alexandra. He tenido que decir a Leguennec que Relivaux escondió un duplicado en su casa. Además, yo mismo se lo he llevado. ¿Eh? ¿Qué dices a eso?
El fuego crepitaba en la chimenea y a Marc siempre le había gustado ese breve momento de abrazo desordenado que precede al derrumbamiento de los leños tras la combustión ordinaria, instantes igualmente cautivadores, pero por otras razones. Lucien acababa de llegar para calentarse. Estaban en junio, pero era de noche y, en las habitaciones se les quedaban los dedos fríos. Salvo a Mathias, que acababa de entrar con el torso desnudo para preparar la cena. Mathias tenía el torso musculoso, pero casi sin vello.
—Estupendo —dijo Marc, receloso—. ¿Y cómo has conseguido esas llaves?
Vandoosler lanzó un suspiro.
—Ya veo —dijo Marc—. Forzaste la puerta durante su ausencia. Nos vas a traer muchos problemas.
—El otro día fuiste tú quien levantó la liebre —respondió Vandoosler—. Cuesta mucho perder las costumbres. Yo sólo quería ver. Buscaba cualquier cosa. Cartas, extractos de cuentas, llaves… Es prudente el tal Relivaux. No había ni un papel comprometedor en su casa.
—¿Cómo conseguiste las llaves?
—Fue muy fácil. Detrás del tomo C de la edición del siglo XIX del Gran Larousse. Ese diccionario es una maravilla. Que haya escondido las llaves no le acusa, está claro. Quizá es un cagueta y le ha parecido más fácil decir que nunca había tenido un duplicado.
—Entonces ¿por qué no las tiró?
—En los momentos difíciles puede resultar útil poder disponer de un coche del que supuestamente no se tienen las llaves. En cuanto a su propio coche, ha sido examinado. No han encontrado nada.
—¿Y su amante?
—No se resistió a los ataques de Leguennec. San Lucas se equivocó en su diagnóstico. Esa chica no se contenta con Pierre Relivaux, lo utiliza. Le sirve para vivir bien, ella y su amante de verdad, que no ve ningún inconveniente en desaparecer cuando Relivaux acude a pasar el sábado y el domingo. Según la chica, el imbécil de Relivaux no sospecha nada. Una vez los dos hombres se encontraron. El cree que es su hermano. Según ella, le convenía que la situación siguiera así, y, realmente, no acabo de ver qué ganaría ella con un matrimonio que la privaría de su libertad. Y tampoco veo que, por su parte, Relivaux ganara algo con ello. Sophia Siméonidis era una mujer con más valor para él en las esferas sociales a las que aspira. Pero, como quería ayudar, sugerí que la chica, Elizabeth es su nombre, podía estar mintiendo y que quizá deseaba aprovecharse de las ventajas de un Relivaux desembarazado de su mujer y rico. Habría podido conseguir casarse con él, pues mantienen una relación desde hace seis años, la chica no está mal y es mucho más joven que él.
—¿Y tus otros sospechosos?
—Por supuesto cargué contra la madrastra de Sophia y su hijo. Estuvieron juntos la noche del incendio en Maisons-Alfort, pero cualquiera de ellos podría haber hecho el viaje. Dourdan no está lejos. Más cerca que Lyon.
—Con ésos no sale la media docena —dijo Marc—. ¿A quién más has lanzado a las garras de Leguennec?
—Pues a san Lucas, a san Mateo y a ti. Así estará ocupado.
Marc se incorporó de un salto mientras Lucien sonreía.
—¿A nosotros? ¡Estás majareta!
—¿Quieres ayudar a la chica, sí o no, joder?
—¡Mierda! ¡Eso no ayudará a Alexandra! ¿Por qué quieres que Leguennec sospeche de nosotros?
—Muy fácil —intervino Lucien—. Somos tres hombres fracasados de treinta y cinco años que viven juntos en un caserón medio en ruinas. Bien. Es decir, unos vecinos poco recomendables. Uno de los tres tipos llevó a la señora de paseo, la violó salvajemente y la mató para que se callara.
—¿Y la postal que recibió? —gritó Marc—. ¿La postal con la estrella y la cita? ¿También hemos sido nosotros?
—Eso complica un poco las cosas —admitió Lucien—. Digamos que la dama nos había hablado del tal Stelyos y de la postal recibida hace tres meses. Para contarnos sus temores, para animarnos a cavar. Porque no olvidemos que cavamos.
—¡Puedes estar seguro de que no he olvidado ese asqueroso árbol!
—Entonces —continuó Lucien—, con el fin de atraer a la dama fuera de su casa, uno de nosotros utiliza esa burda estratagema, sale al encuentro de la dama en la Gare de Lyon, se la lleva y comienza el drama.
—¡Pero Sophia jamás nos habló de Stelyos!
—¿Cómo pretendes que eso importe a la policía? Sólo tenemos nuestra palabra, y, como estamos con la mierda hasta el cuello, nuestra palabra no cuenta absolutamente nada.
—Perfecto —dijo Marc temblando de rabia—. Perfecto. Decididamente mi padrino tiene unas ideas increíbles. ¿Y él? ¿Por qué no él? Con su glorioso pasado de policía y ligón, no desentonaría en el cuadro. ¿Qué piensas tú, comisario?
Vandoosler se encogió de hombros.
—Piensa que con sesenta y ocho años uno no se pone a violar mujeres. Ya lo habría hecho antes. Todos los polis lo saben. Mientras que de unos hombres de treinta y cinco años, solitarios y medio chiflados se puede esperar de todo.
Lucien soltó una carcajada.
—Increíble —dijo—. Es usted increíble, comisario. Su sugerencia a Leguennec me divierte infinitamente.
—A mí no —dijo Marc.
—Porque tú eres un alma pura —dijo Lucien dándole un golpecito en el hombro—. No soportas que se ensucie tu imagen. Pero, mi pobre amigo, tu imagen no saldrá dañada. Se trata de sembrar la confusión. Leguennec no puede hacer nada contra nosotros. Simplemente, mientras inspecciona nuestros orígenes, nuestros progresos y nuestras respectivas hazañas, ganamos un día y tenemos ocupados a dos polis para nada. ¡Siempre conviene dar caña al enemigo!
—Me parece una estupidez.
—De eso nada. Estoy seguro de que a Mathias le hará mucha gracia. ¿Verdad, Mathias?
Mathias esbozó una pequeña sonrisa.
—A mí —dijo— me da exactamente igual.
—¿Te da igual que los polis te fastidien? ¿Te da igual ser sospechoso de haber violado a Sophia? —preguntó Marc.
—¿Y qué? Yo sé que jamás violaré a una mujer. Así que lo que piensen los demás me importa un bledo.
Marc suspiró.
—El cazador-recolector es un sabio —profirió Lucien—. Y, además, desde que trabaja en el tonel, también ha aprendido a cocinar. Como yo no soy ni puro ni sabio, os propongo que comamos.
—Comer, sólo te importa comer y esa Gran Guerra —dijo Marc.
—Comamos —dijo Vandoosler.
Pasó por detrás de Marc y le apretó rápidamente el hombro. Apretarle el hombro era lo que siempre hacía cuando se cabreaban desde que era niño. Era un gesto que quería decir: «No te preocupes, joven Vandoosler, no hago nada contra ti, no te enfades, te enfadas demasiado, no te preocupes». Marc sintió que su ira se disipaba. Alexandra seguía sin ser inculpada y era eso por lo que velaba el viejo desde hacía cuatro días. Marc le dirigió una mirada. Armand Vandoosler se sentó a la mesa con el rostro inexpresivo. Un saco de mierda, un saco de maravillas. Era difícil ser ambas cosas. Sin embargo, así era su tío, y Marc, aunque le gritaba, confiaba en él. En algunos momentos.