XXII

Alexandra pidió tres terrones de azúcar para su taza de té. Mathias, Lucien y Marc la oían hablar, contar cómo por casualidad Juliette le había dicho que estaba buscando un inquilino para su pequeño pabellón, decir que la habitación de Cyrille era muy bonita, que todo era precioso y claro en aquella casa, que allí se respiraba bien, que había libros para toda clase de insomnios, que por las ventanas vería nacer las flores y que a Cyrille le gustaban las flores. Juliette había llevado a Cyrille a Le Tonneau a hacer pasteles. Pasado mañana, lunes, iría a su nuevo colegio. Y ella, a la comisaría. ¿Qué quería Leguennec de ella? Si ya lo había dicho todo…

Marc pensó que era la ocasión perfecta para iniciar la arriesgada y desagradable ofensiva, pero la idea ya no le parecía tan buena. Se levantó y se sentó en la mesa para recuperar la energía. Nunca le habían salido bien las cosas quedándose sentado como si nada en una silla.

—Creo saber lo que quiere de ti —dijo tranquilamente—. Puedo hacerte yo sus preguntas antes que él, para que las pienses.

Alexandra levantó vivamente la cabeza.

—¿Que tú vas a interrogarme? ¿Así que tú, vosotros tampoco tenéis otra cosa en la cabeza? ¿Dudas? ¿Turbios pensamientos? ¿La herencia?

Alexandra se había levantado. Marc le agarró la mano para retenerla. Aquel contacto le produjo un ligero estremecimiento en el estómago. Bueno, seguramente había mentido a Lucien al decirle que no quería lanzarse sobre ella.

—No se trata de eso —dijo—. ¿Por qué no vuelves a sentarte y te tomas el té? Yo puedo preguntarte suavemente cosas que Leguennec te arrancará con dureza. ¿Por qué no?

—Estás mintiendo —dijo Alexandra—, pero me da igual, te lo aseguro. Haz tus preguntas si eso va a tranquilizarte. No tengo miedo de ti, ni de vosotros, ni de Leguennec, ni de nadie, sólo de mí. Adelante, Marc. Lánzame tus retorcidos pensamientos.

—Voy a cortar unas rebanadas de pan —dijo Mathias.

Con la cara contraída, Alexandra se apoyó en el respaldo de la silla y comenzó a balancearse.

—No importa —dijo Marc—. Dejémoslo.

—Qué combatiente tan valeroso —murmuró Lucien.

—No —dijo Alexandra—. Espero tus preguntas.

—Valor, soldado —dijo Lucien en voz baja pasando por detrás de Marc.

—Bien —dijo Marc con voz sorda—. Bien. Leguennec seguramente te preguntará por qué llegaste en el momento oportuno, precipitando la reanudación de la investigación, que conduce dos días más tarde al descubrimiento del cuerpo de tu tía. Sin tu llegada, el caso se habría cerrado y todos habríamos pensado que la tía Sophia se había esfumado en una isla griega. Y si no había cuerpo, no había muerto, y si no había muerto, no había herencia.

—¿Y qué? Ya lo he dicho. Vine porque tía Sophia me lo propuso. Necesitaba irme. No es un secreto para nadie.

—Salvo para su madre.

Los tres hombres volvieron a la vez la cabeza hacia la puerta, en la que apareció de nuevo Vandoosler, sin que le hubieran oído bajar.

—No te hemos llamado —dijo Marc.

—No —dijo Vandoosler—. Ahora ya no me llamáis mucho, aunque eso no impide que yo me presente, como puedes comprobar.

—Lárgate —dijo Marc—. Lo que estoy haciendo ya es bastante difícil.

—Porque lo estás haciendo fatal. ¿Quieres adelantarte a Leguennec? ¿Deshacer los nudos de las cuerdas antes que él, liberar a la joven? Entonces, al menos hazlo bien, te lo ruego. ¿Me permite? —preguntó a Alexandra sentándose junto a ella.

—No creo que tenga elección —dijo Alexandra—. Mirándolo bien, prefiero responder a un verdadero poli, corrupto, por lo que me han dicho, que a tres falsos polis con dudosas intenciones. Salvo la intención de Mathias de cortar el pan, que es buena. Le escucho.

—Leguennec ha llamado a su madre. Ella sabía que iba usted a instalarse en París. Conocía el motivo. Penas de amor, llamémoslo así para abreviar, tres palabras ciertamente demasiado breves para todo lo que se podría contar.

—Porque es usted un entendido en penas de amor, ¿no? —preguntó Alexandra, aún con el ceño fruncido.

—Bastante —contestó Vandoosler con serenidad—. He tenido muchas, una de ellas bastante seria. Sí, las conozco un poco.

Vandoosler se pasó las manos por el pelo blanco y negro. Hubo un silencio. Marc le había oído pocas veces hablar con seriedad y sencillez. Vandoosler, con gesto tranquilo, tecleaba sin ruido sobre la mesa de madera. Alexandra lo miraba.

—Sigamos —añadió él—. Sí, sé un rato de eso.

Alexandra agachó la cabeza. Vandoosler preguntó si el té era obligatorio o si se podía tomar otra cosa.

—Todo esto es para decir —continuó sirviéndose una copa— que la creo cuando cuenta que ha huido. Lo sé desde el principio. Leguennec lo ha comprobado y su madre lo ha confirmado. Estaba usted sola con Cyrille desde hace casi un año y quería venir a París, pero lo que su madre no sabía es que Sophia iba a acogerla. Usted solamente le había hablado de unos amigos.

—Mi madre siempre tuvo un poco de envidia de su hermana —dijo Alexandra—. Yo no quería que ella imaginara que la dejaba por Sophia, no quería arriesgarme a herirla. Nosotros, los griegos, tenemos mucha facilidad para imaginarnos cosas y eso nos encanta. Bueno, eso es lo que decía mi abuela.

—Un motivo muy noble —dijo Vandoosler—. Vayamos a lo que puede pensar Leguennec… Alexandra Haufman, transformada por el desamparo, ávida de revancha…

—¿Revancha? —murmuró Alexandra—. ¿Qué revancha?

—No me interrumpa, por favor. La fuerza de un poli reside en el largo monólogo que aplasta como una mole o en la réplica cogida al vuelo que mata como una escopeta. No conviene privar al poli de esos estudiados placeres, porque si no se irrita. Pasado mañana, recuerde no interrumpir a Leguennec. Así que, ávida de revancha, decepcionada, amargada, decidida a intentar nuevas posibilidades, sin demasiado dinero, celosa de la vida fácil de su tía, encuentra ahí el modo de vengar a su madre que, por su lado, nunca ha tenido éxito a pesar de algunos intentos olvidados en el mundo del canto, y proyecta eliminar a su tía y conseguir una gran parte de su fortuna a través de su madre.

—Formidable —dijo Alexandra entre dientes—. ¿Acaso no he dicho que quería mucho a tía Sophia?

—Una defensa pueril, jovencita, y boba. Un inspector no pierde el tiempo en esas sandeces si conoce el móvil y el procedimiento. Sobre todo teniendo en cuenta que usted no ha visto a su tía desde hace diez años. No la ha visto tanto como para quererla como dice. Prosigamos. Usted tenía un coche en Lyon. ¿Por qué venir en tren? ¿Por qué llevar, la víspera de su marcha, el coche al taller para venderlo, insistiendo en el hecho de que a usted le parecía demasiado viejo para hacer el viaje hasta París?

—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó Alexandra, sorprendida.

—Su madre me dijo que usted había vendido su coche. He telefoneado a todos los talleres cercanos a su domicilio hasta dar con el que era.

—Pero ¿qué hay de malo en ello? —gritó Marc de repente—. ¿Qué estás buscando? ¡Déjala en paz de una vez!

—¿Qué te pasa, Marc? —dijo Vandoosler levantando los ojos hacia él—. ¿No querías prepararla para Leguennec? Es lo que estoy haciendo. ¿Quieres hacer de poli y ni siquiera soportas el principio de un interrogatorio? Yo, en cambio, sé perfectamente lo que le espera el lunes. Y tú, san Mateo, ¿puedes decirme por qué cortas rebanadas de pan para veinte personas?

—Para sentirme a gusto —dijo Mathias—. Y porque Lucien se las come. A Lucien le gusta el pan.

Vandoosler suspiró y se volvió hacia Alexandra, cuya ansiedad aumentaba, al igual que sus lágrimas, que enjugaba con un trapo de cocina.

—¿Ya? —dijo—. ¿Ya han hecho todas esas llamadas telefónicas, todas esas investigaciones? ¿Es tan terrible vender un coche? Estaba destrozado. No quería hacer en él el viaje a París con Cyrille. Y, además, me recordaba cosas. Lo malvendí… ¿Es un crimen?

—Prosigo el razonamiento —dijo Vandoosler—. Durante la semana anterior, el miércoles por ejemplo, en que usted dejó a Cyrille con su madre, se va a París en su coche que, según el empleado del taller, no está tan destrozado como usted dice.

Lucien, que daba vueltas alrededor de la gran mesa como de costumbre, arrebató de las manos de Alexandra el trapo de cocina y le dio un pañuelo.

—El trapo no está muy limpio —le susurró.

—No está tan destrozado como usted dice —repitió Vandoosler.

—Le acabo de decir que ese coche me recordaba cosas, ¡mierda! —dijo Alexandra—. Si usted comprende por qué se huye, también puede comprender por qué se malvende un coche, ¿sí o no?

—Por supuesto, pero si esos recuerdos le pesaban tanto, ¿por qué no vender el coche antes?

—Porque con los recuerdos se duda, ¡mierda! —gritó Alexandra.

—Alexandra, nunca diga dos veces mierda a un poli. Conmigo no tiene la menor importancia, pero el lunes tenga cuidado. Leguennec no se inmutará, pero no le gustará. No le diga mierda. Además, no hay que decir mierda a un bretón, es el bretón el que dice mierda. Es una ley.

—Entonces ¿por qué has escogido al tal Leguennec? —preguntó Marc—. ¿Si no cree nada de lo que se le dice y no es capaz de soportar que se le diga mierda?

—Porque Leguennec es muy hábil, porque Leguennec es un amigo, porque es su sector, porque buscará todas las pistas para nosotros y porque, al final, yo haré lo que quiera con esas pistas, yo, Armand Vandoosler.

—¡Qué dices! —gritó Marc.

—Deja de gritar, san Marcos, no te conviene si quieres que te canonicen, y deja de interrumpirme. Continúo. Alexandra, usted dejó su trabajo hace tres semanas previendo su marcha. Usted mandó por correo una postal con una estrella a su tía y concertó una cita con ella en Lyon. Todo el mundo en la familia conoce la antigua historia de Stelyos y sabe qué nombre le evocará a Sophia el dibujo de una estrella. Usted llega a París por la noche, se encuentra con su tía, le cuenta cualquier cosa sobre Stelyos, que se halla en Lyon, la lleva en su coche y la mata. Bien. Luego la deja en alguna parte, por ejemplo en el bosque de Fontainebleau o en el de Marly, como usted quiera, en un rincón lo bastante apartado como para que no la encuentren demasiado pronto, cosa que evita la cuestión del día del fallecimiento y las coartadas concretas que hay que proporcionar, y regresa a Lyon por la mañana. Pasan los días, nada en los periódicos. Eso la tranquiliza. Después, se preocupa. El rincón está demasiado apartado. Si no encuentran el cuerpo, no hay herencia. Ha llegado el momento de venir aquí. Vende su coche, se encarga de explicar que en ningún caso le gustaría hacer el viaje con él hasta París y viene en tren. Se hace notar, esperando estúpidamente bajo la lluvia con el niño sin pensar en ir a refugiarse al café más próximo. No admite que nadie crea en la desaparición voluntaria de Sophia. Entonces usted protesta y la investigación vuelve a ponerse en marcha. Pide prestado el coche de su tía el miércoles por la tarde, sale de noche a recuperar su cadáver, toma toda clase de precauciones para que no queden huellas de él en el maletero, una ardua tarea, plásticos, aislantes y siniestros detalles técnicos, y se deshace de él metiéndolo en un coche abandonado en una callejuela del extrarradio. Le prende fuego para evitar cualquier huella. Usted sabe que la piedra fetiche de tía Sophia resistirá. Resistió perfectamente al volcán que la escupió… Una vez realizado el trabajo, se identifica el cuerpo. Sólo al día siguiente se servirá usted oficialmente del coche que su tío le ha prestado. Para conducir de noche sin un destino, dice usted. O bien para hacer olvidar la noche en que usted condujo con un destino muy concreto, en el caso de que la hubieran visto. Un detalle más: no busque el coche de su tía, pasó al laboratorio para ser examinado ayer por la mañana.

—Ya lo sé, como puede imaginar —le interrumpió Alexandra.

—Examen del maletero, de los asientos… —continuó Vandoosler—. Seguramente ha oído usted hablar de ese tipo de rastreo. Se lo devolverán en cuanto las operaciones hayan terminado. Y eso es todo —concluyó dando un golpecito a la joven en el hombro.

Alexandra, inmóvil, tenía la mirada vacía de los que exploran las dimensiones de un desastre. Marc se preguntó si no debía echar a ese viejo cabrón de su padrino, agarrarlo por los hombros de su impecable chaqueta gris, partirle su bella cara y lanzarlo por la ventana del arco de medio punto. Vandoosler levantó los ojos y se cruzó con su mirada.

—Sé lo que estás pensando, Marc. Eso te aliviaría, pero economiza tus esfuerzos y ahórramelos. Puedo ser útil, ocurra lo que ocurra y la acusen de lo que la acusen.

Marc pensó en el asesino que Armand Vandoosler había dejado escapar ignorando a la justicia. Intentaba no perder la cabeza, pero el discurso que acababa de pronunciar su padrino era coherente. Incluso demasiado coherente. De repente, volvió a oír la voz de Cyrille, el jueves por la noche, diciendo que quería cenar con ellos, que estaba harto del coche… Entonces, ¿Alexandra había conducido con él la noche anterior? ¿La noche en la que había ido a buscar el cadáver? No. Demasiado espantoso. Seguramente el niño pensaba en otros viajes. Alexandra conducía por la noche desde hacía once meses.

Marc miró a los demás. Mathias estaba cortando una rebanada de pan con los ojos bajos, fijos en la mesa. Lucien quitaba el polvo a una estantería con el trapo sucio. Y él esperaba que Alexandra reaccionara, explicara, gritara.

—Tiene sentido —dijo solamente.

—Tiene sentido —confirmó Vandoosler.

—Estás chiflada, di otra cosa —suplicó Marc.

—No está chiflada —dijo Vandoosler—, es muy inteligente.

—Pero ¿y los demás? —dijo Marc—. Ella no es la única que va a beneficiarse del dinero de Sophia. Está su madre…

Alexandra apretó el pañuelo cerrando el puño.

—No toques a su madre —dijo Vandoosler—. No se ha movido de Lyon. Ha estado yendo a su oficina todos los días, incluidos los sábados. Trabaja media jornada y va a buscar a Cyrille al colegio todas las tardes. Es irreprochable. Ya se ha comprobado.

—Gracias —suspiró Alexandra.

—Entonces ¿Pierre Relivaux? —preguntó Marc—. De todas formas, es el primer beneficiario, ¿no? Además, existe una amante.

—Relivaux no está en el mejor lugar, es verdad. Muchas ausencias nocturnas desde la desaparición de su mujer. Sin embargo, no ha hecho nada para que la encuentren, recuérdalo. Así que, si no hay cuerpo, no hay herencia.

—¡Ha estado fingiendo! ¡Sabía perfectamente que la encontrarían tarde o temprano!

—Es posible —dijo Vandoosler—. Leguennec tampoco piensa olvidarlo, no te preocupes.

—¿Y el resto de la familia? —preguntó Marc—. Lex, habla del resto de tu familia.

—Pregunta a tu tío —dijo Alexandra—, ya que parece saberlo todo antes que los demás.

—Come pan —dijo Mathias a Marc—. Te relajará las mandíbulas.

—¿Tú crees?

Mathias asintió con la cabeza y le tendió una rebanada. Marc se puso a mordisquear el pan como un imbécil mientras escuchaba cómo Vandoosler recuperaba el hilo de su discurso.

—Tercer heredero, el padre de Sophia, que vive en Dourdan —dijo Vandoosler—. Siméonidis el Viejo adora a su hija. No faltaba a uno solo de sus conciertos. Fue en la Ópera de París donde conoció a su segunda mujer. La segunda mujer había ido a ver a su hijo, un simple figurante en el reparto, del que estaba muy orgullosa. Al igual que de haber conocido, por el azar de haber ocupado una plaza contigua en el patio de butacas, al padre de la cantante. Debió de pensar que sería un buen trampolín para su hijo, pero luego, de una cosa pasaron a otra, se casaron y se instalaron en su casa de Dourdan. Dos puntos: Siméonidis no es rico y sigue trabajando. Pero el dato fundamental es que es un ferviente admirador de su hija. Está horrorizado por su muerte. Lo ha coleccionado todo sobre ella, todo lo que se ha dicho o escrito, las fotografías, los dibujos, los rumores. Según parece, todo eso ocupa una habitación entera de su casa. ¿Verdadero o falso?

—Eso es lo que cuenta la leyenda familiar —murmuró Alexandra—. Es un viejo bueno aunque autoritario, pero se casó con una idiota en segundas nupcias. Esa idiota es más joven y hace de él lo que quiere, excepto en lo que se refiere a Sophia. Ése es un ámbito sagrado que no se puede ni tocar.

—El hijo de esa mujer es un poco raro.

—¡Ah! —exclamó Marc.

—No te embales —dijo Vandoosler—. Raro en el sentido de que es un pasmado sin arrestos que con más de cuarenta años vive del dinero de su madre, incapaz de pegar golpe, que consigue de vez en cuando tres perras trapicheando con tanta torpeza que siempre lo pillan, aunque lo sueltan pronto, en una palabra, se trata de un desgraciado más que de un sospechoso. Sophia le proporcionó varios trabajos de figurante pero, incluso en los papeles mudos, jamás destacó y se cansó enseguida.

Alexandra limpiaba mecánicamente la mesa con el pañuelo blanco que le había prestado Lucien, que sufría por su pañuelo. Mathias se levantó para ir a incorporarse al turno de la tarde en Le Tonneau. Dijo que daría de cenar a Cyrille en la cocina y que luego saldría tres minutos del trabajo para llevarlo al pabellón. Alexandra le sonrió.

Mathias subió a su piso para cambiarse. Juliette le había exigido que se pusiera algo bajo su ropa de camarero. Eso era muy duro para Mathias. Tenía la impresión de que iba a estallar bajo tres capas de ropa. Sin embargo, comprendía las razones de Juliette. También le había pedido que dejara de cambiarse en el pasillo entre la cocina y el salón cuando los clientes se habían ido, «porque podían verlo». En este caso Mathias no entendía las razones de Juliette y no entendía muy bien por qué podía resultar violento, pero no quería molestarla. Así que ahora se cambiaba en su habitación, cosa que le obligaba a salir a la calle completamente vestido, con calzoncillos, zapatos, pantalones negros, camisa, pajarita, chaleco y chaqueta, y eso le hacía sentirse bastante desgraciado. Pero el trabajo le gustaba. Era el tipo de trabajo que no impide pensar al mismo tiempo. Y cuando podía, algunas noches cuando había poca gente, Juliette lo dejaba salir más temprano. Él no hubiera tenido inconveniente en pasar allí toda la noche, a solas con ella, pero como no lo decía, Juliette no podía adivinarlo. Así que lo dejaba salir más temprano. Mientras se abrochaba los botones de aquel espantoso chaleco, Mathias pensaba en Alexandra y en el número de rebanadas de pan que había tenido que cortar para conseguir que la situación fuera tolerable. El viejo Vandoosler no se andaba con chiquitas. De todas formas, era increíble la cantidad de rebanadas que Lucien podía tragar.

Después de la marcha de Mathias, todo el mundo se quedó en silencio. Solía pasar siempre con Mathias, pensó Marc vagamente. Cuando Mathias estaba allí, como apenas hablaba, nadie le hacía caso. Pero, cuando ya no estaba, era como si el puente de piedra que los sostenía hubiera desaparecido bruscamente y hubiera que encontrar de nuevo un punto de apoyo. Sintió un escalofrío y se agitó.

—Te estás durmiendo, soldado —dijo Lucien.

—Claro que no —dijo Marc—. Me muevo aunque esté sentado. Es una cuestión de tectónica, tú no lo puedes entender.

Vandoosler se levantó y obligó a Alexandra, con un gesto de la mano, a volver la cara hacia él.

—Todo tiene sentido —le repitió Alexandra—. El viejo Siméonidis no mató a Sophia porque la quería. Su hijastro no mató a Sophia porque es un pusilánime. Su madre tampoco porque es una gilipollas. Mamá tampoco porque es mamá. Y, además, no se ha movido de Lyon. Quedo yo: yo que he venido, yo que he mentido a mi madre, yo que vendí el coche, yo que no he visto a tía Sophia desde hace diez años, yo que estoy amargada, yo que he desencadenado la investigación viniendo aquí, yo que no tengo trabajo, yo que he cogido el coche de mi tía, yo que conduzco sin rumbo durante la noche. Estoy perdida. De todas formas, ya estaba con el agua al cuello.

—Nosotros también —dijo Marc—, pero existe una diferencia entre estar con el agua al cuello y estar perdido. En un caso uno resbala, pero en el otro desaparece. No es lo mismo en absoluto.

—Deja a un lado tus precisiones —dijo Vandoosler—. No es eso lo que ella necesita.

—Una precisión terminológica de vez en cuando nunca ha hecho mal a nadie —dijo Marc.

—De momento, lo que yo he dicho a Alexandra es más útil. Está preparada. Todos los errores que ha cometido esta tarde: perder los nervios, llorar, cabrearse, interrumpir, decir dos veces mierda, gritar, mostrarse abatida o derrotada; todo eso no lo volverá a hacer el lunes. Mañana dormirá, leerá, paseará con el niño por el parque o por los muelles del Sena. Sin duda, Leguennec hará que la sigan. Está previsto. Aunque ella no se dará cuenta. El lunes irá a llevar al niño al colegio y se dirigirá a la comisaría. Ahora sabe a qué atenerse. Dirá su verdad sin inmutarse, sin agredir, y eso es lo mejor que se puede hacer para tranquilizar a un poli de momento.

—Dirá la verdad, pero Leguennec no la creerá —dijo Marc.

—Yo no he dicho «la» verdad. He dicho «su» verdad.

—Entonces, ¿la crees culpable? —dijo Marc volviendo a irritarse.

Vandoosler levantó las manos y las dejó caer sobre los muslos.

—Marc, hace falta tiempo para discernir si «la» verdad y «su» verdad son la misma. Tiempo. Es todo lo que necesitamos. Es lo que intento ganar. Leguennec es un buen poli, pero tiene tendencia a querer apresar la ballena demasiado deprisa. Es un arponero, está claro. A mí, en cambio, me gusta más observar a la ballena, soltar la soga, echar agua encima si el asunto se calienta demasiado, descubrir por dónde vuelve a salir la ballena, observarla de nuevo, y así sucesivamente. Tiempo, tiempo…

—¿Qué espera del tiempo? —preguntó Alexandra.

—Reacciones —dijo Vandoosler—. Hay cosas que se remueven después de un asesinato. Espero las reacciones. Aunque sean pequeñas. Surgirán. Basta con estar atento.

—¿Y te vas a quedar ahí arriba, en el desván, acechando las reacciones? —preguntó Marc—. ¿Sin moverte? ¿Sin buscar? ¿Sin cambiar de sitio? ¿Crees que las reacciones te irán a caer justo sobre la cabeza como excrementos de paloma? ¿Sabes cuántas mierdas de paloma me han caído en la cabeza en los veintitrés años que hace que vivo en París? ¿Sabes cuántas? ¡Sólo una, sólo una! Una asquerosa mierdecilla, cuando hay millones de palomas cagando todo el santo día en la ciudad. ¿Entonces? ¿Qué esperas? ¿Que las reacciones vengan dócilmente hasta aquí para instalarse en tu cráneo atento?

—Exactamente —dijo Vandoosler—, porque aquí…

—Porque aquí está el frente —dijo Lucien.

Vandoosler se levantó y movió la cabeza.

—Tu amigo de la Gran Guerra es muy listo —dijo.

Se produjo un pesado silencio. Vandoosler rebuscó en sus bolsillos y sacó dos monedas de cinco francos. Eligió la más brillante y desapareció en el sótano, donde habían amontonado todas las herramientas. Se oyó la breve vibración de un taladro. Vandoosler regresó con la moneda agujereada en la mano y la clavó de tres martillazos en la viga izquierda de la chimenea.

—¿Has terminado tu espectáculo? —le preguntó Marc.

—Ya que hemos hablado de ballenas —respondió Vandoosler—, clavo esta moneda en el gran mástil. Será para el que arponee al asesino.

—¿Es indispensable? —dijo Marc—. Sophia está muerta y tú te dedicas a bromear. Te aprovechas de su muerte para hacer el gilipollas, para hacer de capitán Acab. Eres patético.

—No es una burla, es un símbolo. Un matiz. Pan y símbolos. Son lo importante.

—Y, por supuesto, tú eres el capitán, ¿no?

Vandoosler movió la cabeza.

—No lo sé —dijo—. No estamos haciendo una carrera. Quiero a ese asesino y quiero que todo el mundo trabaje para encontrarlo.

—En otra época eras más indulgente con los asesinos —dijo Marc.

Vandoosler se volvió rápidamente.

—Con éste —dijo— no seré indulgente. Es una bestia inmunda.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué lo sabes?

—Lo sé. Es un matarife. Un matarife, ¿me has oído bien? Buenas noches a todo el mundo.