Al día siguiente, Marc y Lucien llevaron a Alexandra a cenar al restaurante de Juliette. Los interrogatorios habían empezado y se anunciaban lentos, largos e inútiles.
Pierre Relivaux se había sometido al interrogatorio aquella mañana, por segunda vez. Vandoosler transmitía todas las informaciones que le proporcionaba el inspector Leguennec. Sí, existía la amante en París, pero él no entendía qué les podía importar y por qué lo sabían. No, Sophia nunca se había enterado. Sí, heredaba una tercera parte de sus bienes. Sí, era una cantidad enorme, aunque habría preferido que Sophia siguiera viva. Si no le creían, que se fueran a la mierda. No, Sophia no tenía enemigos personales. ¿Un amante? Le sorprendería mucho.
Después, le había tocado a Alexandra. Tuvo que volver a decir todo otras cuatro veces. Su madre heredaba una tercera parte de los bienes de Sophia. Pero su madre no sabía negarle nada, ¿verdad? Así pues, ella se beneficiaba directamente del dinero de la familia. Sí, sin duda, ¿y qué? ¿Por qué había venido a París? ¿Quién podía confirmar la invitación de Sophia? ¿Dónde había estado aquella noche? ¿En ninguna parte? Difícil de creer.
El interrogatorio de Alexandra duró tres horas.
Al final de la tarde, le tocó el turno a Juliette.
—Juliette no parece de buen humor —dijo Marc a Mathias entre plato y plato.
—Leguennec la ha enfadado —dijo Mathias—. El inspector no creía que una cantante pudiera ser amiga de la dueña de un bar.
—¿Crees que Leguennec lo ha hecho a propósito para ponerla nerviosa?
—Quizá. En cualquier caso, si pretendía hacerle daño, lo ha conseguido.
Marc miró a Juliette, que estaba colocando los vasos en silencio.
—Voy a ir a decirle algo —dijo Marc.
—Es inútil —dijo Mathias—, ya he hablado yo con ella.
—Quizá no utilizamos las mismas palabras, ¿no crees? —dijo Marc, cruzando la mirada con la de Mathias durante un breve instante.
Se levantó y pasó entre las mesas hasta la barra.
—No te preocupes —murmuró a Mathias al pasar—. No tengo nada inteligente que decirle. Simplemente tengo un gran favor que pedirle.
—Haz lo que quieras —dijo Mathias.
Marc apoyó los codos en la barra e hizo una seña a Juliette para que se acercara.
—¿Leguennec te ha molestado? —le preguntó.
—No importa, estoy acostumbrada. ¿Te lo ha contado Mathias?
—Me ha hecho un resumen. Para Mathias ya es mucho. ¿Qué quería saber Leguennec?
—Adivínalo, no es muy complicado. ¿Cómo podía una cantante dirigir la palabra a la hija de unos tenderos de provincias? ¿Y qué? Los abuelos de Sophia cuidaban cabras.
Juliette interrumpió sus quehaceres detrás de la barra.
—En realidad —dijo sonriendo—, yo tengo la culpa. Ante su gesto de poli escéptico, empecé a justificarme como una niña. A decir que Sophia tenía amigas en estratos sociales a los que yo no podía acceder, a decir que no era forzosamente con esas mujeres con las que ella podía hablar con sinceridad. Sin embargo, él conservaba su mueca escéptica.
—Es un truco —dijo Marc.
—Quizá, pero funciona muy bien, porque yo, en lugar de pararme a reflexionar, he hecho el ridículo: le he enseñado mi biblioteca para demostrarle que sabía leer. Para demostrarle que durante todos estos años y con toda esta soledad, he leído y leído miles de páginas. Entonces él ha recorrido las estanterías y ha empezado a aceptar la idea de que yo hubiera podido ser amiga de Sophia. ¡Qué cabrón!
—Sophia decía que ella no leía casi nada —dijo Marc.
—Exactamente. Yo no sabía nada de ópera, así que intercambiábamos conocimientos y charlábamos en la biblioteca. Sophia lamentaba haber «abandonado» el camino de la lectura. Yo le decía que a veces leemos porque hemos abandonado otras cosas. Puede parecer extraño, pero algunas tardes Sophia cantaba mientras yo tecleaba el piano, y otras tardes yo leía mientras ella fumaba.
Juliette suspiró.
—Lo peor es que Leguennec ha interrogado a mi hermano para saber si, por casualidad, los libros eran suyos. ¡Como lo oyes! A Georges sólo le gustan los crucigramas. Trabaja en la edición de libros, pero no lee ni una línea, se encarga de la difusión. Es un experto en crucigramas. En resumen, parece que, cuando se es tabernera, una no tiene derecho a ser amiga de Sophia Siméonidis a menos que proporcione la prueba de que ha sabido alejarse de los pastos normandos. Hay mucho barro en los pastos.
—No te alteres —dijo Marc—. Leguennec ha puteado a todo el mundo. ¿Me puedes servir una copa?
—Te la llevo a la mesa.
—No, en la barra, por favor.
—¿Qué te pasa, Marc? ¿Tú también estás enfadado?
—No exactamente. Tengo que pedirte un favor. En tu jardín hay un pequeño pabellón, ¿verdad? Una construcción independiente.
—Sí, ya lo has visto. Data del siglo pasado, supongo que construido para los criados de la casa.
—¿Cómo es? ¿Está en buen estado? ¿Se puede vivir en él?
—¿Quieres dejar tu casa?
—Dime, Juliette, ¿se puede vivir en él?
—Sí, está en buen estado. Y tiene todo lo necesario.
—¿Por qué has arreglado ese pabellón?
Juliette se mordisqueó los labios.
—En el caso de que, Marc, en el caso de que… Quizá no esté siempre sola… Nunca se sabe. Y como mi hermano vive conmigo, un pequeño pabellón para tener independencia, en el caso de que… ¿Te parece ridículo? ¿Te hace gracia?
—En absoluto —dijo Marc—. ¿Y lo vas a ocupar en breve?
—Sabes perfectamente que no —dijo Juliette encogiéndose de hombros—. Dime, ¿qué es lo que quieres?
—Me gustaría que se lo ofrecieras delicadamente a alguien. Si no te parece mal. A cambio de un pequeño alquiler.
—¿Para ti? ¿Para Mathias? ¿Lucien? ¿El comisario? ¿Es que ya no os soportáis?
—No, la cosa va bastante bien. Es para Alexandra. Dice que no se puede quedar en nuestra casa. Dice que nos molesta con su hijo, que no puede vivir eternamente con nosotros, pero yo creo más bien que quiere estar un poco tranquila. De todas formas, empieza a dar algunas señales, está buscando algo. Entonces he pensado…
—No quieres que se vaya lejos, ¿es eso?
Marc se puso a dar vueltas al vaso.
—Mathias dice que hay que velar por ella. Hasta que el asunto termine. En tu pabellón estaría tranquila con su hijo y al mismo tiempo estaría muy cerca.
—Eso es. Muy cerca de ti.
—Te equivocas, Juliette. Mathias piensa que realmente es mejor que no esté sola.
—Me da igual —le interrumpió Juliette—. No me disgusta que venga con su hijo. Si puedo hacerte ese favor, de acuerdo. Además, es la sobrina de Sophia. Es lo menos que puedo hacer.
—Eres un encanto.
Marc la besó en la frente.
—Pero —dijo Juliette— ¿lo sabe ella?
—Evidentemente no.
—¿Y qué te hace creer que a ella le apetece quedarse cerca de vosotros? ¿Has pensado en eso? ¿Qué vas a hacer para que acepte?
Marc se entristeció.
—Eso te lo dejo a ti. No le digas que la idea se me ha ocurrido a mí. Busca buenos argumentos.
—Así que ¿quieres que lo haga yo?
—Cuento contigo. No la dejes marchar.
Marc volvió a la mesa en la que Lucien y Alexandra removían sus cafés.
—Quiso saber con exactitud adonde había ido anoche —decía Alexandra—. ¿De qué ha servido que le dijera que ni siquiera miré los nombres de los pueblos? No me creyó, pero me importa un bledo.
—El padre de su padre, ¿también era alemán? —la interrumpió Lucien.
—Sí, pero ¿eso qué tiene que ver? —dijo Alexandra.
—¿Estuvo en la guerra? ¿En la Primera? ¿Dejó cartas o notas?
—Lucien, ¿no puedes contenerte? —preguntó Marc—. Si quieres hablar de todas todas, ¿no se te pueden ocurrir otros temas? Si escarbas bien en tu cabeza, descubrirás que se puede hablar de otra cosa.
—Vale —dijo Lucien—. ¿Saldrá otra vez con el coche esta noche? —preguntó después de un silencio.
—No —dijo Alexandra sonriendo—. Leguennec me ha quitado el coche esta mañana. Sin embargo, se ha levantado viento, y me gusta el viento. Habría sido una bonita noche para conducir.
—Eso me supera —dijo Lucien—. Conducir por nada y hacia ninguna parte. Francamente, no le veo la gracia. ¿Puede usted pasar toda una noche conduciendo así, sin más?
—Toda una noche, no sé… Sólo hace once meses que lo hago, de vez en cuando. Hasta ahora, siempre me he acabado rajando hacia las tres de la madrugada.
—¿Rajando?
—Rajando. Entonces regreso. Una semana después, vuelve a apetecerme y creo que va a servir de algo. Pero es un fracaso.
Alexandra se encogió de hombros y metió sus cortos cabellos detrás de las orejas. A Marc le hubiera gustado mucho hacérselo él.