XIX

Marc miró el reloj cuando Leguennec abandonó el desván de Vandoosler. Eran las doce y diez de la noche. Habían estado jugando a las cartas. Incapaz de dormir, oyó a Alexandra volver hacia las tres de la mañana. Había dejado todas las puertas abiertas para poder oír a Cyrille si se despertaba. Marc pensó que no estaba bien bajar a escuchar. Pero bajó y aguzó el oído desde el séptimo peldaño de la escalera. La joven se movía sin hacer ruido para no despertar a nadie. Marc la oyó beber un vaso de agua. Era exactamente lo que pensaba. Uno parte de frente y en línea recta, determina perderse en lo desconocido, apuesta por varias soluciones contradictorias y, en realidad, sólo da un rodeo y luego regresa.

Marc se sentó en el séptimo peldaño. Sus pensamientos se agolpaban, se apiñaban o bien se apartaban unos de otros. Como las placas de la corteza terrestre que se las ingenian para patinar sobre el resbaladizo y cálido chisme que hay debajo. Sobre la capa en fusión. Es terrible la historia de las placas, que hacen gilipolleces en todos los sentidos sobre la superficie de la tierra. Es imposible que se queden en su sitio. La tectónica de las placas, así es como se llama. Pues bien, en él estaba la tectónica de los pensamientos. Continuos deslizamientos y a veces, inevitablemente, el empujón. Con los problemas que eso conlleva. Cuando las placas se separan, erupción volcánica. Cuando las placas chocan, también erupción volcánica. ¿Qué le pasaba a Alexandra Haufman? ¿Cómo se iban a desarrollar los interrogatorios de Leguennec? ¿Por qué Sophia se había quemado en Maisons-Alfort? ¿Acaso Alexandra había amado al tipo ése, el padre de Cyrille? ¿Es que él debería ponerse también un anillo en su mano derecha? ¿Por qué tener una piedra de basalto para cantar? Ah, el basalto. Cuando las placas se separan, surge el basalto, y cuando las placas se superponen, ocurre otra cosa. ¿El…? ¿La…? La andesita. Exactamente, la andesita. ¿Y por qué esa diferencia? Misterio, ya no se acordaba. Oyó a Alexandra preparándose para acostarse. Y él, sentado en un peldaño de madera, cuando ya habían dado hacía rato las tres de la madrugada, esperaba que la tectónica se calmara. ¿Por qué había puesto a su padrino de vuelta y media? ¿Les haría Juliette de comer una isla flotante mañana como solía hacer los viernes? ¿Acaso Relivaux desembucharía a propósito de su amante? ¿Quién heredaba a Sophia? ¿No era demasiado audaz su conclusión sobre el comercio rural? ¿Por qué Mathias nunca quería vestirse?

Marc se pasó las manos por los ojos. Estaba llegando a ese momento en que la red de los pensamientos se convierte en un caos tan denso que ya no puede pasar por ella ni una aguja. Entonces hay que dejar todo a un lado e intentar dormir. Repliegue a la retaguardia, habría dicho Lucien, lejos de la zona de fuego. Y Lucien, ¿él también erupcionaría? «Erupcionar» no existe. ¿Eruptar? Tampoco. Lucien se dedicaría, más bien, a poner orden en la actividad sísmica humeante crónica. ¿Y Mathias? Mathias no era tectónico en absoluto. Mathias era el agua, la lluvia. Pero el agua inmensa, el océano. El océano que enfría la lava. Aunque en el fondo del océano no haya tanta calma como se cree. También hay líos ahí dentro, no existe la razón. Fosas, fracturas… Y quizá, incluso, en lo más hondo, repugnantes especies animales desconocidas. Alexandra se había acostado. Ya no se oía el menor ruido abajo, todo estaba oscuro. Marc estaba adormilado, pero no tenía frío. La luz volvió a la escalera y oyó a su padrino bajar suavemente los peldaños y detenerse a su altura.

—Deberías ir a dormir, Marc, de verdad —susurró Vandoosler.

Y el viejo se alejó con su linterna. A mear fuera, seguro. Un acto preciso, sencillo y saludable. A Vandoosler el Viejo jamás le había interesado la tectónica de las placas, a pesar de que Marc le había hablado a menudo de ella. A Marc no le apetecía seguir en el peldaño cuando regresara. Subió rápidamente, abrió la ventana de su cuarto para que entrara el fresco y se acostó. ¿Por qué llevaba su padrino una bolsa de plástico para ir a mear afuera?