Alexandra, incrédula, sentada en la cama con sus largas piernas cruzadas, la cabeza entre las manos, exigía detalles, evidencias. Eran las siete de la tarde. Leguennec había autorizado a Vandoosler y los demás a quedarse en la habitación. Todo aparecería en los periódicos del día siguiente. Lucien vigilaba que el niño no manchase la alfombra con sus rotuladores. Eso le preocupaba.
—¿Por qué se desplazaron ustedes hasta Maisons-Alfort? —preguntó Alexandra—. ¿Qué sabían?
—Nada —aseguró Leguennec—. Tengo cuatro personas desaparecidas en mi sector. Pierre Relivaux no quiso denunciar la desaparición de su mujer. Estaba seguro de que regresaría. Pero, cuando vosotros llegasteis, digamos que… lo convencí de que pusiera la denuncia. Sophia Siméonidis estaba en mi lista y en mi cabeza. Fui a Maisons-Alfort porque es mi trabajo. No estaba solo, debo decíroslo. Otros inspectores estaban allí, buscando adolescentes y maridos esfumados. Pero yo era el único que buscaba una mujer. Las mujeres desaparecen mucho menos que los hombres, ¿lo sabíais? Cuando un hombre casado o un adolescente desaparece, no nos preocupamos demasiado. Pero cuando se trata de una mujer, hay motivos para temer lo peor. ¿Comprendéis? Sin embargo, el cuerpo, y perdonadme, era imposible de identificar, ni siquiera por los dientes, destrozados o reducidos a polvo.
—Leguennec —le interrumpió Vandoosler—, puedes ahorrarnos los detalles.
Leguennec movió su pequeña cabeza de fuertes mandíbulas.
—Lo intento, Vandoosler, pero la señorita Haufman quiere evidencias.
—Continúe, inspector —dijo Alexandra en voz baja—. Tengo que saberlo.
La joven tenía muy mala cara porque había llorado, y tenía el pelo negro pegado a la cabeza, al haber pasado por él repetidamente sus manos mojadas. A Marc le hubiera gustado secárselo, peinárselo. Pero no podía hacer nada.
—El laboratorio está trabajando en el caso, aunque se necesitarán varios días para obtener, si tal ocurre, nuevos resultados. Sin embargo, el cuerpo quemado era de baja estatura, cosa que hace pensar en una mujer. Han mirado con lupa el chasis del coche, pero no quedaba nada, ni un trozo de vestido, ni un accesorio, nada. El incendio fue provocado con muchos litros de gasolina, derramados con profusión no solamente sobre el cuerpo y el coche, sino también por el suelo de alrededor y la fachada de la casa contigua, afortunadamente vacía. Ya no vive nadie en esa callejuela. Va a ser derribada y hay varios chasis de coche acabando de pudrirse en ella, que sirven a veces de refugio nocturno a los vagabundos.
—Así pues, el lugar había sido bien elegido, ¿verdad?
—Sí, porque durante el tiempo que se tardó en dar la alarma, el fuego ya había hecho su trabajo.
El inspector Leguennec balanceaba con la punta de los dedos la bolsita que contenía la piedra negra, y Alexandra seguía con los ojos aquel leve y exasperante movimiento.
—¿Y qué más? —preguntó.
—En el emplazamiento de los pies se han encontrado dos fragmentos de oro fundido que hacen pensar en anillos o en una cadena. Así pues, era alguien lo bastante pudiente como para poder al menos poseer varias joyas de oro. Por último, en lo que queda del asiento del copiloto, se encontró una piedrecita negra que resistió al fuego, un trocito de basalto, único vestigio sin duda del contenido de un bolso de mano puesto en el asiento a la derecha de la conductora. Nada más. Las llaves también tendrían que haber resistido. Pero, curiosamente, no hay ni rastro de las llaves. He puesto todas mis esperanzas en esta piedra. ¿Comprendéis? Mis otras tres personas desaparecidas eran hombres de gran estatura. Así que mi primera visita ha sido a Pierre Relivaux. Le he preguntado si su mujer llevaba sus llaves cuando salía, como todo el mundo. Pero resulta que no. Sophia escondía sus llaves en el jardín, como una chiquilla, ha dicho Relivaux.
—Es lógico —dijo Alexandra con una sonrisa vaga—. Mi abuela le tenía terror a perder las llaves. Nos enseñó a todos a esconder nuestras llaves como hacen las ardillas con las nueces. Nunca las llevamos encima.
—¡Ah! —exclamó Leguennec—, ahora lo entiendo mejor. He enseñado a Relivaux esta piedra de basalto sin hablarle del descubrimiento de Maisons-Alfort. La ha reconocido sin dudarlo.
Alexandra tendió la mano hacia la bolsita.
—Tía Sophia la había cogido en una playa de Grecia, al día siguiente de su primer éxito sobre un escenario —murmuró—. Nunca salía sin ella, cosa que, por otra parte, molestaba mucho a Pierre. En cambio, a nosotros… a nosotros nos hacía mucha gracia; y, al final, ha sido esa piedrecita la que… Un día se fueron juntos a Dordoña y tuvieron que dar la vuelta a más de cien kilómetros de París, porque Sophia había olvidado su piedra. Es verdad, la metía en el bolso de mano o en el bolsillo del abrigo. En el escenario, fuera cual fuese su traje, exigía que le cosieran un bolsillito interior para llevarla. Jamás habría cantado sin ella.
Vandoosler suspiró. Qué puñeteros pueden ser los griegos, a veces.
—Cuando acabe su investigación —continuó Alexandra en voz baja—, bueno… si ustedes no están obligados a conservarla, me gustaría quedármela. Por supuesto, a menos que mi tío Pierre…
Alexandra devolvió la bolsita al inspector Leguennec, que movió la cabeza.
—De momento, nos la quedamos nosotros, por supuesto, pero Pierre Relivaux no me ha hecho ninguna petición en ese sentido.
—¿Cuáles son las conclusiones de la policía? —preguntó Vandoosler.
A Alexandra le gustaba oír hablar al viejo poli, el tío o el padrino del tipo de negro con anillos en los dedos, si es que lo había entendido bien. Desconfiaba un poco del antiguo comisario, pero su voz era tranquilizadora y alentadora. Incluso cuando no decía nada especial.
—¿Qué os parece si pasamos a la habitación de al lado? —preguntó Marc—. Podríamos beber algo.
Todos se desplazaron en silencio y Mathias se puso la chaqueta. Era su hora de ir a servir mesas en Le Tonneau.
—¿Juliette no va a cerrar? —preguntó Marc.
—No —dijo Mathias—, pero yo voy a tener que trabajar por los dos. Casi no puede mantenerse en pie. Cuando, hace un rato, Leguennec le rogó que identificase la piedra, ella le pidió explicaciones.
Leguennec separó sus cortos brazos con gesto desconsolado.
—Las personas quieren explicaciones —dijo—, y es normal, e inmediatamente después les da un patatús, cosa que también es normal.
—Hasta esta noche, san Mateo —dijo Vandoosler—. Cuida a Juliette. Entonces, Leguennec, ¿las primeras conclusiones?
—La señora Siméonidis ha sido encontrada catorce días después de su desaparición. No necesito decirte que en el estado en que se encontraba el cuerpo, carbonizado, reducido a cenizas, es imposible asegurar cuándo murió: pudo ser asesinada hace catorce días y luego metida en el coche abandonado, o bien la noche pasada. Y en tal caso, no sabemos qué hizo en ese tiempo intermedio y por qué se fue. También pudo dirigirse ella sola a la callejuela, esperar a alguien y allí la atraparon. En el estado en que está la callejuela, es imposible ver nada. Hollín y escombros por todas partes. Francamente, la investigación no puede empezar peor. Los puntos de partida para la investigación son muy débiles. No sabemos cómo sucedió, las coartadas, si deben abarcar catorce días, son imposibles de verificar, no hay pruebas materiales, sólo podemos iniciar nuestra investigación preguntándonos por qué, y eso nos conduce a un montón de sospechosos: herederos, enemigos, amantes, maestros cantores, etc.
Alexandra empujó su taza vacía y salió del «refectorio». Su hijo estaba dibujando en el piso de arriba; se había instalado en el de Mathias ante una mesita. La joven volvió a bajar con él y cogió una chaqueta de su habitación.
—Voy a salir —dijo a los cuatro hombres sentados a la mesa—. No sé cuándo volveré. Les ruego que no me esperen.
—¿Con el niño? —preguntó Marc.
—Sí. Si vuelvo tarde, Cyrille se dormirá en el asiento de atrás del coche. No se preocupen, necesito moverme un poco.
—¿El coche? ¿Qué coche? —dijo Marc.
—El de tía Sophia. El rojo. Pierre me ha dado las llaves y me ha dicho que podía cogerlo cuando quisiera. Él tiene el suyo.
—¿Ha ido a ver a Relivaux? —preguntó Marc—. ¿Sola?
—¿No cree que mi tío se habría sorprendido de que ni siquiera le hubiera visitado una sola vez en dos días? Mathias puede decir lo que quiera, pero Pierre ha estado encantador. No me gustaría que la policía le fastidiara. Bastantes penas tiene ya.
Alexandra tenía los nervios de punta, estaba claro. Marc se preguntó si no habría actuado un poco precipitadamente acogiéndola. ¿Por qué no enviarla a casa de Relivaux? No, no era el momento. Además, Mathias volvería a ponerse delante de la puerta, como una roca. Observó a la joven que sujetaba con fuerza a su hijo de la mano, con la mirada perdida no se sabía dónde. La cascada de desilusiones, había estado a punto de olvidar la cascada. ¿Adónde iba con el coche? Había dicho que no conocía a nadie en París. Marc tocó suavemente el pelo rizado de Cyrille. El chiquillo tenía un pelo que era imposible no acariciar. Eso no impedía que su madre, aunque muy delicada y guapa, pudiera llegar a ser un coñazo cuando tenía los nervios de punta.
—Quiero cenar con san Marcos —dijo Cyrille—. Y con san Lucas. Estoy harto del coche.
Marc miró a Alexandra y le dio a entender que no le molestaba, que no iba a salir esa noche, que se quedaría con el pequeño.
—De acuerdo —dijo Alexandra.
Besó a su hijo, le dijo que en realidad se llamaban Marc y Lucien y, apretándose el cuerpo con los brazos, salió después de hacer un gesto con la cabeza al inspector Leguennec. Marc aconsejó a Cyrille que fuera a terminar sus dibujos antes de la cena.
—Si va a Maisons-Alfort —dijo Leguennec—, perderá el tiempo. La callejuela está cortada.
—¿Por qué iba a ir allí? —preguntó Marc repentinamente irritado, olvidando que unos minutos antes había deseado que Alexandra se fuera a vivir a otro sitio—. Deambulará de aquí para allá sin rumbo fijo, y ¡nada más!
Leguennec separó sus anchas manos sin responder.
—¿Vas a mandar que la sigan? —preguntó Vandoosler.
—No, esta noche no. Esta noche no hará nada importante.
Marc se levantó, dirigiendo una rápida mirada de Leguennec a Vandoosler.
—¿Seguirla? ¿Qué broma es ésta?
—Su madre va a heredar y eso beneficiará a Alexandra —dijo Leguennec.
—¿Y qué? —gritó Marc—. ¡Ella no es la única, creo yo! ¡Dios mío, miraos un momento! ¡Ni un parpadeo, ni un temblor! ¡Lo primero es ser duro y sospechar! ¡La chica lo cuenta todo, de una manera, de otra, en verso, en prosa, y vosotros… vosotros os dedicáis a vigilarla! ¡Hombres de carácter, hombres a los que nada les importa, hombres que no nacieron ayer! ¡Tonterías! ¡Todo el mundo puede hacerlo! ¿Y sabéis lo que hago con los hombres que se creen que controlan todo?
—Lo sabemos —dijo Vandoosler—. Los mandas a la mierda.
—Exactamente, ¡los mando a la mierda! No hay peores cretinos que los hombres que ni siquiera son capaces de sentirse alguna vez como si se acabaran de caer de un guindo. O de un arbusto, o de un matorral, o de un árbol gigantesco, y me pregunto si tú, aunque seas el más duro de todos los polis, no te habrás caído de todo un bosque.
—Te presento a san Marcos, mi sobrino —dijo Vandoosler a Leguennec, sonriendo—. Está escribiendo él solo el Evangelio.
Marc se encogió de hombros, acabó el contenido de su vaso de un trago y lo volvió a dejar haciendo ruido sobre la mesa.
—Tío, no diré más, porque, pase lo que pase, siempre querrás tener la última palabra.
Marc abandonó la sala y subió la escalera. Lucien le siguió sin hacer ruido y le agarró por el hombro en el descansillo del primero. Aunque parezca raro, Lucien habló con voz normal.
—Calma, soldado —dijo—. La victoria será nuestra.