Lucien no quiso reconocerlo al regresar el lunes por la noche, pero los tres días habían sido excelentes. El análisis de la propaganda destinada a la retaguardia no había progresado, pero su serenidad sí. Cenaron en calma y nadie alzó la voz, ni siquiera él. Mathias tuvo tiempo de hablar y Marc de construir varias frases muy largas a propósito de cualquier tontería. Todas las noches era Marc el que sacaba la bolsa de la basura delante de la verja. Siempre la sujetaba con la mano izquierda, la mano de los anillos. Era una manera de demostrar su rechazo a los desperdicios. Pero aquel día regresó sin la bolsa, preocupado. Volvió a salir varias veces durante las dos horas que siguieron, yendo y viniendo de la casa a la verja.
—¿Qué te pasa? —acabó preguntándole Lucien—. ¿Visitando tu propiedad?
—Hay una chica sentada en el murete, frente a la casa de Sophia. Tiene un niño dormido en los brazos. Hace ya más de dos horas que está ahí.
—Déjalo —dijo Lucien—. Seguramente está esperando a alguien. No hagas como tu padrino, no te metas donde no te llaman. Para mí ya ha sido suficiente.
—Es por el niño —dijo Marc—. Me parece que empieza a hacer fresco.
—Tranquilízate —dijo Lucien.
Sin embargo, nadie abandonó el salón. Se hicieron un segundo café. Y una lluvia menuda empezó a caer.
—Va a llover toda la noche —dijo Mathias—. Es triste para estar a 31 de mayo.
Marc se mordió los labios. Volvió a salir.
—Sigue ahí —dijo al volver—. Ha envuelto al niño en su cazadora.
—¿Cómo es? —preguntó Mathias.
—No me he fijado —dijo Marc—. No quiero asustarla. No va vestida con harapos, si es eso lo que preguntas. Pero los lleve o no, no vamos a dejar a una chica y a su hijo esperando no sé qué toda la noche bajo la lluvia, ¿no os parece? Así que Lucien, déjame tu corbata. Muévete.
—¿Mi corbata? ¿Para qué? ¿Vas a atraparla a lazo?
—No seas imbécil —dijo Marc—. Es sólo para que no tenga miedo. Resulta que las corbatas tranquilizan mucho. Vamos, date prisa —dijo Marc agitando la mano—. Está lloviendo.
—¿Por qué no voy yo? —preguntó Lucien—. Así no tendría que deshacerme el nudo de la corbata. Además, el estampado no le va nada a tu camisa negra.
—Tú no vas porque no eres un tipo del que uno se pueda fiar, eso es todo —dijo Marc haciéndose el nudo de la corbata a toda velocidad—. Si la traigo aquí, no la miréis como a un bicho raro. Sed naturales.
Marc salió y Lucien preguntó a Mathias qué había que hacer para ser natural.
—Hay que comer —dijo Mathias—. Nadie tiene miedo de alguien que está comiendo.
Mathias cogió la tabla del pan y cortó dos gruesas rebanadas. Pasó una a Lucien.
—Pero es que no tengo hambre —dijo Lucien con voz quejumbrosa.
—Cómete el pan.
Mathias y Lucien habían empezado a mordisquear las enormes rebanadas cuando Marc regresó, empujando con suavidad a una mujer joven, silenciosa, cansada, que estrechaba contra su pecho a un niño bastante crecido. Marc se preguntó fugazmente por qué Mathias y Lucien estaban comiendo pan.
—Siéntese, por favor —dijo un poco ceremonioso para que se tranquilizara.
Le cogió las prendas mojadas.
Mathias salió de la estancia sin decir nada y volvió con un edredón y una almohada cubierta con una funda limpia. Con un gesto, invitó a la joven a acostar al niño en la cainita del rincón, cerca de la chimenea. Le tapó con el edredón con ademanes suaves y encendió el fuego. Es un auténtico cazador-recolector con un corazón enorme, pensó Lucien haciendo una mueca. Sin embargo, los ademanes silenciosos de Mathias lo habían conmovido. A él no se le habría ocurrido. Lucien a menudo se quedaba paralizado.
La joven no parecía tener miedo y mucho menos frío. Debía de ser por el fuego de la chimenea. El fuego siempre produce un buen efecto sobre el miedo y sobre el frío, y Mathias había conseguido una potente lumbre. Pero después de hacerlo, no sabía qué decir. Apretaba las manos una contra otra como para romper el silencio.
—¿Qué es? —preguntó Marc para mostrarse amable—. Me refiero al pequeño.
—Un chico —dijo la joven—. Tiene cinco años.
Marc y Lucien movieron la cabeza muy serios.
La joven se quitó la bufanda que se había enrollado alrededor de la cabeza, agitó el pelo, puso la bufanda mojada en el respaldo de la silla y levantó los ojos para ver en qué lugar se encontraba. En realidad, también a ella la miraban. Sin embargo, los tres evangelistas necesitaron poco tiempo para comprender que el rostro de su refugiada era lo bastante delicado como para pensar mal de unos santos. No era una belleza evidente. Debía de tener unos treinta años. La cara pálida, los labios de niña, la línea del maxilar muy perfilada, el pelo abundante, negro, muy corto en la nuca, todo eso hacía que Marc deseara acariciar aquella cara. A Marc le gustaban los cuerpos esbeltos y muy finos. No podía captar si la mirada era desafiante, decidida, viva o bien si se ocultaba temerosa, sombría, tímida.
La chica estaba tensa y echaba frecuentes ojeadas a su hijo dormido. Sonreía un poco. No sabía por dónde empezar ni si había que hacerlo. ¿Los nombres? ¿Y si empezaba por sus nombres? Marc presentó a todo el mundo. Añadió que su tío, antiguo policía, dormía en el cuarto piso. Éste fue un detalle un poco innecesario, pero útil. La joven pareció tranquilizarse. Incluso se levantó y fue a calentarse junto al fuego. Llevaba unos pantalones de tela bastante ajustados a los muslos y a las estrechas caderas, y una blusa demasiado amplia. No era tan femenina como Juliette, con aquellos vestidos que le dejaban los hombros al aire. Sin embargo, tenía una bella carita pálida que sobresalía de la blusa.
—No se sienta obligada a decir su nombre —dijo Marc—. Le hemos pedido que entrara sólo porque llovía. Entonces… con el pequeño, pensamos… En fin… pensamos…
—Gracias —dijo la joven—. Han sido muy amables al haber pensado por mí, porque yo ya no sabía qué hacer. Pero puedo decir mi nombre, Alexandra Haufman.
—¿Alemana? —preguntó bruscamente Lucien.
—A medias —dijo ella, un poco sorprendida—. Mi padre es alemán, pero mi madre es griega. Me suelen llamar Lex.
Lucien emitió un ruidito de satisfacción.
—¿Griega? —preguntó Marc—. ¿Su madre es griega?
—Sí —dijo Alexandra—. Pero… ¿qué importancia tiene? ¿Acaso es tan raro? En la familia todos nos hemos movido mucho. Yo nací en Francia. Vivimos en Lyon.
En el caserón no había un piso previsto para la Antigüedad, fuera griega o romana, pero inevitablemente todo el mundo pensó en Sophia Siméonidis. Una joven medio griega sentada durante horas ante la casa de Sophia, con el pelo muy negro y los ojos muy oscuros, como ella. Con la voz armoniosa y grave, como ella. Con las muñecas frágiles y las manos largas y ligeras, como ella. La única excepción era que Alexandra tenías las uñas cortas, casi comidas.
—¿Estaba usted esperando a Sophia Siméonidis? —preguntó Marc.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Alexandra—. ¿La conoce?
—Somos vecinos —señaló Mathias.
—Es verdad, soy boba —dijo ella—. Pero tía Sophia nunca habló de ustedes en las cartas que escribía a mi madre. Aunque hay que decir que no escribe muy a menudo.
—Somos nuevos —dijo Marc.
La mujer puso cara de haber comprendido. Miró a su alrededor.
—Así que entonces ¿son ustedes los que alquilaron la casa abandonada? ¿El caserón desvencijado?
—Exactamente —dijo Marc.
—Pues no lo veo muy desvencijado. Un poco vacío quizá… casi monacal.
—Hemos trabajado mucho en él —dijo Marc—, pero eso no importa. ¿Es usted realmente la sobrina de Sophia?
—Así es —dijo Alexandra—. Es la hermana de mi madre. No parece que les guste mucho. ¿No aprecian a tía Sophia?
—Sí; mucho incluso —dijo Marc.
—Me alegro. Cuando decidí venir a París la llamé, y ella me propuso que me alojara en su casa con el pequeño hasta que encontrase trabajo.
—¿No tenía trabajo en Lyon?
—Sí, pero lo dejé.
—¿No le gustaba?
—Sí, era un buen trabajo.
—¿No le gustaba Lyon?
—Sí.
—Entonces —intervino Lucien—, ¿por qué ha venido a instalarse aquí?
La joven se quedó un momento en silencio, apretando los labios, tratando de reprimir algo. Cruzó los brazos, apretándolos también.
—Allí me sentía un poco triste —dijo.
Inmediatamente Mathias se puso a cortar más rebanadas de pan. Al final, todo el mundo acaba comiendo. Ofreció una a Alexandra, con mermelada. Ella sonrió, aceptó y tendió la mano. De nuevo tuvo que levantar la cara. Había evidentes lágrimas en sus ojos. Arrugando la cara, había conseguido que las lágrimas permaneciesen en sus ojos, sin rodar por las mejillas. Pero, de repente, sus labios temblaron. Primero uno y luego otro.
—No lo entiendo —dijo Alexandra comiéndose la rebanada—. Tía Sophia lo había organizado todo desde hacía dos meses. Había matriculado al niño en el colegio del barrio. Todo estaba dispuesto. Me esperaba hoy y debía venir a buscarme a la estación para ayudarme con el niño y las maletas. La esperé mucho rato y luego pensé que quizá, después de diez años, no me había reconocido o que nos habíamos despistado en el andén. Entonces vine hasta aquí. Pero no hay nadie. No lo entiendo. Tendré que seguir esperando. Quizá estén en el cine. Aunque me parece raro. Sophia jamás se habría olvidado de mí.
Alexandra se enjugó rápidamente los ojos y miró a Mathias. Éste preparó una segunda rebanada. Ella no había cenado.
—¿Dónde están sus maletas? —preguntó Marc.
—Las dejé junto al murete, pero ¡no vaya a buscarlas! Cogeré un taxi, buscaré un hotel y mañana llamaré a tía Sophia. Ha debido de ser un malentendido.
—No creo que ésa sea la mejor solución —dijo Marc.
Miró a los otros dos. Mathias había agachado la cabeza y contemplaba la tabla del pan. Lucien caminaba de un lado a otro de la sala.
—Escuche —dijo Marc—. Sophia desapareció hace once días. No se la ha vuelto a ver desde el jueves 20 de mayo.
La joven se puso rígida en la silla y miró de hito en hito a los tres hombres.
—¿Desapareció? —murmuró—. Pero ¿qué me dicen?
Las lágrimas volvieron a sus ojos un poco caídos, tímidos y decididos. Había dicho que estaba un poco triste. Quizá fuera eso. Sin embargo, Marc habría apostado que era mucho más que eso. Debía de contar con su tía para huir de Lyon, huir del lugar de un desastre. Él conocía esa reacción. Y resultaba que, al final del viaje, Sophia no estaba allí.
Marc se sentó a su lado. Comenzó a buscar las palabras con que contar la desaparición de Sophia, la cita de la estrella en Lyon, su presumible marcha con Stelyos. Lucien pasó por detrás de él y, lentamente, sin que Marc pareciera darse cuenta, recuperó su corbata. Muda, Alexandra lo escuchaba. Lucien volvió a hacerse el nudo de la corbata e intentó suavizar las cosas diciendo que Pierre Relivaux no era ninguna joya. Mathias movió su corpachón, echó leña al fuego, cruzó la habitación y acomodó el edredón que tapaba al niño. Era un niño guapo, con el pelo tan negro como el de su madre, pero rizado. Lo mismo que las pestañas. Aunque todos los niños son guapos cuando duermen. Habría que esperar a la mañana para saberlo. Si la madre se quedaba, por supuesto.
Alexandra, con los labios apretados, hostiles, movía la cabeza.
—No —dijo—. No. Tía Sophia no habría hecho eso. Me habría avisado.
Esta chica, pensó Lucien, es igual que Juliette. ¿Por qué la gente está tan segura de no poder ser olvidada?
—Tiene que haber algo más. Le ha tenido que ocurrir algo —dijo Alexandra en voz baja.
—No —dijo Lucien repartiendo unos vasos—. Ya nos hemos ocupado de este asunto. Incluso hemos buscado debajo del árbol.
—Estúpido —susurró Marc entre dientes.
—¿Debajo del árbol? —preguntó Alexandra—. ¿Qué quiere decir «debajo del árbol»?
—Nada —dijo Marc—. Está desvariando.
—No creo que esté desvariando —dijo Alexandra—. ¿Qué significa esto? ¡Es mi tía y necesito saberlo!
Con voz entrecortada, reprimiendo su rabia contra Lucien, Marc contó el suceso del árbol.
—¿Y todos ustedes han llegado a la conclusión de que tía Sophia se está divirtiendo en alguna parte con Stelyos? —dijo Alexandra.
—Sí. Bueno, casi —dijo Marc—. Creo que mi padrino, que también es mi tío, no está totalmente de acuerdo. A mí lo del árbol me sigue preocupando. Pero Sophia se ha ido. Eso es seguro.
—Y yo —dijo Alexandra dando un golpe en la mesa—, yo les digo que es imposible. Incluso desde Délos, tía Sophia me habría llamado para avisarme. Se podía contar con ella. Además, amaba a Pierre. ¡Le ha ocurrido algo! ¡Seguro! ¿No me creen? ¡Entonces los polis me creerán! ¡Tengo que ver a la policía!
—Mañana —dijo Marc, conmovido—. Vandoosler mandará venir al inspector Leguennec y usted testificará si quiere. Si mi padrino se lo pide, el inspector continuará con la investigación. Creo que mi padrino hace lo que quiere con el tal Leguennec. Son viejos compañeros de la partida de cartas de los balleneros en el mar de Irlanda. Sin embargo, debe usted saber que Pierre Relivaux no se portaba muy bien con Sophia. Y, además, no ha denunciado su desaparición ni tiene intención de hacerlo. Está en su derecho de dejar que su mujer vaya a donde quiera. Los polis no pueden intervenir.
—¿No se les puede llamar ahora? Yo denunciaré su desaparición.
—Usted no es su marido. Y además, ahora son casi las dos de la mañana —dijo Marc—. Hay que esperar.
Oyeron a Mathias, que había vuelto a desaparecer, bajar la escalera con pasos lentos.
—Perdona, Lucien —dijo abriendo la puerta—, te he tomado prestada la ventana de tu piso. La mía no es lo bastante alta.
—Hay que tener cuidado con el período de la historia que se elige —dijo Lucien—, porque después uno se queja de no tener perspectiva.
—Relivaux ha vuelto —continuó Mathias sin prestar atención a Lucien—. Ha encendido la luz, ha deambulado por la cocina y acaba de meterse en la cama.
—Allá voy —dijo Alexandra poniéndose en pie de un salto.
Levantó con cuidado al niño, le puso la cabeza en su hombro, pelo negro contra pelo negro, y con una mano cogió su bufanda y su cazadora.
Mathias se puso delante de la puerta.
—No —dijo.
Aunque no tuvo miedo realmente, Alexandra sintió algo que se le parecía bastante. No entendía nada.
—Se lo agradezco a los tres —dijo con firmeza—. Me han hecho ustedes un gran favor, pero, ahora que ha vuelto, me voy a casa de mi tío.
—No —repitió Mathias—. No estoy intentando retenerla aquí. Si prefiere dormir en otra parte, la acompañaré a un hotel. Pero no irá a casa de su tío.
Mathias bloqueaba toda la puerta con su enorme cuerpo. Dirigió una mirada a Marc y Lucien por encima del hombro de Alexandra, más para imponer su voluntad que para buscar su aprobación.
Terca, Alexandra se enfrentó a Mathias.
—Lo siento en el alma —dijo Mathias— pero Sophia ha desaparecido. No la dejaré ir allí.
—¿Por qué? —preguntó Alexandra—. ¿Qué me ocultan? ¿Acaso tía Sophia está allí? ¿No quieren que la vea? ¿Me han mentido?
Mathias movió la cabeza.
—No. Le hemos dicho la verdad —dijo lentamente—. Ha desaparecido. Podemos pensar que está con el tal Stelyos. Podemos pensar como usted que le ha ocurrido algo. Pero yo, yo creo que la han asesinado. Y hasta que no se sepa quién fue, no dejaré que usted vaya a su casa. Ni usted ni el niño.
Mathias seguía plantado ante la puerta. Su mirada no se apartaba de la joven.
—Creo que estará mejor aquí que en el hotel —dijo Mathias—. Démelo.
Mathias tendió sus fuertes brazos y, sin decir una palabra, Alexandra puso al niño en ellos. Marc y Lucien permanecían en silencio, asumiendo el golpe de estado pacífico de Mathias. Éste dejó libre la puerta, y volvió a meter al niño en la cama y a taparlo con el edredón.
—Duerme bien —dijo Mathias sonriendo—. ¿Cómo se llama?
—Cyrille —dijo Alexandra.
Tenía la voz cansada. Sophia, asesinada. ¿Qué era lo que sabía aquel tipo tan grande? ¿Y por qué le hacía caso?
—¿Está usted seguro de lo que dice de tía Sophia?
—No —dijo Mathias—, pero prefiero ser prudente.
Lucien lanzó de repente un gran suspiro.
—Creo que es mejor contar con la sabiduría milenaria de Mathias —dijo—. Su vitalidad animal se remonta a las últimas glaciaciones. Sabe mucho de los peligros de la estepa y de todo tipo de animales salvajes. Sí, creo que es mejor confiar en la protección de este rubio primitivo de instintos primarios pero realmente muy útiles.
—Es verdad —dijo Marc, aún presa de la impresión que le habían causado las sospechas de Mathias—. ¿Quiere usted vivir aquí hasta que las cosas se aclaren? En la planta baja hay una estancia contigua en la que le podemos preparar una habitación. No será muy cálida y un poco… monacal, como usted dice. Es curioso, su tía Sophia llama a esta gran sala el «refectorio de los monjes». Nadie la molestará, nosotros tenemos cada uno nuestro piso. Sólo nos reunimos aquí abajo para hablar, gritar, comer o hacer fuego para alejar a los animales salvajes. Usted podría decir a su tío que, dadas las circunstancias, prefiere no molestarlo. Aquí, pase lo que pase, siempre hay alguien. ¿Qué decide?
Alexandra se había enterado en una noche de tantas novedades que se sentía agotada. Volvió a mirar las caras de los tres hombres, reflexionó un momento, miró a Cyrille dormido y se estremeció.
—De acuerdo —dijo—. Se lo agradezco mucho.
—Lucien, ve a buscar las maletas que se han quedado fuera —dijo Marc—, y tú, Mathias, ayúdame a pasar la cama del niño a la otra habitación.
Trasladaron el diván y subieron al segundo piso a buscar una cama supletoria que Marc conservaba de un pasado mejor, una lámpara y una alfombra que Lucien accedió a prestar.
—Es lo mejor, así estará menos triste —dijo Lucien enrollando la alfombra.
Una vez que estuvo la habitación un poco arreglada, Marc cambió la llave de lado en la puerta, para que Alexandra Haufman pudiera encerrarse si lo deseaba. Lo hizo discretamente, sin comentarios. Siempre con esa elegancia discreta del señor venido a menos, pensó Lucien. Habrá que ir pensando en comprarle un anillo con un sello, para que pueda cerrar las cartas con lacre rojo. Seguramente le gustará mucho.