Lucien archivó el asunto en el purgatorio de su mente. Todo lo que pasaba por su purgatorio acababa, después de un lapso de tiempo bastante breve, cayendo en los cajones inaccesibles de su memoria. Volvió a su capítulo sobre la propaganda, que había sufrido algunas intromisiones durante los últimos quince días. Marc y Mathias volvieron a trabajar en unas obras que ningún editor les había pedido jamás. Se veían a la hora de comer y Mathias, al regresar por la noche de su trabajo, saludaba sucintamente a sus amigos y hacía una breve visita al comisario. Invariablemente, Vandoosler siempre le hacía la misma pregunta.
—¿Hay noticias?
Y Mathias movía la cabeza antes de volver a bajar al primer piso, el suyo.
Vandoosler nunca se acostaba antes del regreso de Mathias. Debía de ser el único que permanecía atento, aparte de Juliette, que el jueves especialmente estuvo acechando con ansiedad la puerta del restaurante. Pero Sophia no apareció.
Al día siguiente salió un agradable sol de mayo. Después de toda la lluvia que había caído desde hacía un mes, aquello fue para Juliette como un reactivo. A las tres de la tarde cerró el restaurante, como de costumbre, mientras Mathias se quitaba la camisa de camarero y, con el torso desnudo, buscaba su jersey detrás de una mesa. Juliette no era insensible a ese rito cotidiano. No pertenecía a la clase de mujer que se aburre pero, desde que Mathias trabajaba en el restaurante, se sentía mejor. Tenía pocas cosas en común con su otro camarero y su cocinero. Con Mathias no tenía ninguna, pero podía hablar con él de lo que quisiera, lo cual resultaba muy agradable.
—No vuelvas antes del martes —le dijo Juliette decidiéndose bruscamente—. Vamos a cerrar todo el fin de semana. Me voy a largar a mi casa, a Normandía. Todas esas historias de hoyos y de árboles me han entristecido. Me pondré unas botas y caminaré por la hierba mojada. Me encanta ponerme botas y el final del mes de mayo.
—Es una buena idea —dijo Mathias, que no imaginaba en absoluto a Juliette con botas de goma.
—Si quieres, puedes venir. Creo que hará bueno. Tú debes de ser de esos hombres a los que les gusta el campo.
—Cierto —dijo Mathias.
—Puedes llevar contigo a san Marcos y san Lucas, y también al viejo y flamante comisario, si os apetece. La soledad no me gusta especialmente. La casa es grande y no nos molestaremos. En fin, haced lo que queráis. ¿Tenéis coche?
—Como estamos en la ruina, no tenemos coche pero sé dónde pedir prestado uno. Tengo un amigo que trabaja en un garaje. ¿Por qué has dicho «flamante»?
—Por nada. Es bastante guapo, ¿no? Con sus arrugas me hace pensar en una iglesia con molduras que se disparan por todas partes, de esas que parecen a punto de desmoronarse como una tela agujereada y que a pesar de todo permanecen en pie. Me impresiona un poco.
—Pero ¿entiendes de iglesias?
—Iba a misa cuando era pequeña, imagínate. A veces, mi padre nos llevaba a la catedral de Evreux los domingos y yo leía el folleto durante el sermón. Nada más, es todo lo que sé de iglesias góticas. ¿Te molesta que diga que el viejo se parece a la catedral de Evreux?
—Por supuesto que no —dijo Mathias.
—Conozco otras además de Evreux: la pequeña iglesia de Caudebeuf es sólida, sobria, la recuerdo de vez en cuando y me trasmite mucha paz. Y eso es todo respecto a las iglesias y lo que sé de ellas. Juliette sonrió.
—Después de todo esto, me apetece mucho ir a caminar. O a montar en bici.
—Marc ha debido de vender su bici. ¿Tienes alguna allí?
—Dos. Si os apetece la idea, la casa está en Verny-sur-Besle, un pueblo no lejos de Bernay, muy pequeño. Al dejar la nacional, verás una granja grande a la izquierda de la iglesia. Se llama Le Mesnil. Hay un pequeño río y manzanos, sólo manzanos. Ni un haya. ¿Te acordarás?
—Sí —dijo Mathias.
—Ahora, me voy —dijo Juliette cerrando las contraventanas—. No es necesario que me aviséis si venís. De todas formas, no hay teléfono.
Se echó a reír, besó a Mathias en la mejilla y se alejó agitando la mano. Mathias se quedó plantado en la acera. Los coches apestaban. Pensó que podría darse un baño en el riachuelo si el sol se portaba bien. Juliette tenía la piel suave y era agradable acercarse a ella. Mathias reaccionó y caminó muy lentamente hasta el caserón desvencijado. El sol le calentaba el cuello. La idea le apetecía, estaba claro. Le apetecía ir a sumergirse en aquella zona de Verny-sur-Besle e ir en bici hasta Caudebeuf, aunque no le interesaran gran cosa las iglesias pequeñas. Pero, en cambio, a Marc le gustaría. Porque estaba claro que no iría solo. Solo con Juliette, con su risa, su cuerpo rozagante, ágil, blanco y relajado, tanto contacto podría dar paso a mucha confusión. Mathias percibía ese riesgo con bastante claridad y de alguna manera lo temía. Se sentía tan pesado en ese momento… Lo más sensato sería llevar a los otros dos y al comisario. El comisario iría a ver Evreux, con su suntuosa grandeza y su deshilachada decadencia. Convencer a Vandoosler sería fácil. Al viejo le gustaba moverse, ver. Después, dejaría que el comisario convenciera a los otros dos. De todas formas, la idea era buena. Sentaría bien a todo el mundo, aunque a Marc le gustaran más las ciudades y aunque Lucien se pusiera a vociferar contra la rústica sencillez del proyecto.
Hacia las seis de la tarde salieron todos de viaje. Lucien, que había llevado sus documentos, refunfuñaba en el asiento trasero del coche por el aspecto rural y primitivo de Mathias. Mathias sonreía mientras conducía. Llegaron a la hora de cenar.
El sol aguantó. Mathias pasó mucho tiempo desnudo en el río sin que nadie se explicara cómo no sentía frío. El sábado se levantó muy temprano, vagó por el jardín, visitó la leñera, la bodega, el viejo lagar, y se fue a Caudebeuf para ver si la iglesia era como le habían dicho. Lucien pasó mucho tiempo durmiendo en la hierba sobre sus documentos. Marc pasó horas montando en bici. Armand Vandoosler contó historias a Juliette, como la primera noche en Le Tonneau.
—Sus evangelistas están bien —dijo Juliette.
—A decir verdad, no son míos —dijo Vandoosler—. Hago como que lo son.
Juliette movió la cabeza.
—¿Es indispensable llamarles san Algo? —preguntó ella.
—Oh, no… Por el contrario, es una fantasía vanidosa y pueril que se me ocurrió una noche en que estaban cada uno en una ventana… Es como un juego. Yo soy un jugador, y también un mentiroso, un embustero. En resumidas cuentas, juego, hago trapicheos con ellos, y por eso los llamo así. Después, imagino que cada uno tiene una pequeña aureola brillante, ¿comprendes? De todas formas eso les irrita. Y ahora, me he acostumbrado.
—Yo también —dijo Juliette.