No fue hasta el domingo por la noche cuando los evangelistas informaron de algo con cierta consistencia. El sábado, Pierre Relivaux sólo había salido a comprar los periódicos. Marc había dicho a Lucien que seguramente Relivaux diría «la prensa» y no «los periódicos», y que algún día habría que comprobarlo sólo por el gusto de hacerlo. En cualquier caso, no se había movido, encerrado en su casa con la prensa. Quizá temía la visita de los polis. Como no había ocurrido nada, Pierre decidió hacer algo. Hacia las once de la mañana salió, y Marc y Lucien se pegaron a sus talones. Relivaux los condujo hasta un pequeño edificio del distrito 15.
—Hemos dado en el blanco —resumió Marc informando a Vandoosler—. La chica vive en el cuarto. Es muy agradable, un poco dejada, con ese estilo dulce, pasivo, generoso.
—Digamos con un estilo «vulgar» —precisó Lucien—. Como personalmente soy muy exigente con la calidad, desapruebo ese pánico que os hace engancharos a cualquiera.
—Eres tan exigente —dijo Marc— que estás solo. Que conste.
—Vale —dijo Lucien—, pero ése no es el asunto que trataremos esta noche. Continúa con tu informe, soldado.
—Eso es todo. La chica está sola, mantenida. No trabaja, nos hemos informado en el barrio.
—Así que Relivaux tiene una amante. Su intuición era buena —dijo Lucien a Vandoosler.
—No es intuición —dijo Marc—. El comisario tiene una larga experiencia.
El padrino y el ahijado intercambiaron una breve mirada.
—Métete en tus asuntos, san Marcos —dijo Vandoosler—. ¿Estáis seguros de que se trata de una amante? Podría ser una hermana, una prima.
—Nos quedamos detrás de la puerta y escuchamos —explicó Marc—. Resultado: no es su hermana. Relivaux la dejó hacia las siete. Me da la impresión de que ese tipo es peligroso y detestable.
—No tan deprisa —dijo Vandoosler.
—No subestimemos al enemigo —dijo Lucien.
—¿El cazador-recolector no ha vuelto? —preguntó Marc—. ¿Sigue en el tonel?
—Sí —dijo Vandoosler—. Y Sophia no ha telefoneado. Si quisiera mantener su asunto en secreto para tranquilizar a sus allegados, avisaría a Juliette. Pero nada, ni una señal. Ya hace cuatro días. Mañana por la mañana, san Mateo llamará a Leguennec. Esta noche le haré repetir el texto que tiene que decirle. El árbol, la zanja, la amante, la esposa desaparecida. Leguennec se pondrá en marcha. Vendrá a ver qué pasa.
Mathias telefoneó. Expuso los hechos con voz serena. Leguennec se puso en marcha.
Esa misma tarde dos polis estaban trabajando en el haya bajo la dirección de Leguennec, quien mantenía a Pierre Relivaux vigilado. No le había interrogado realmente, porque estaba al límite de la legalidad y él lo sabía. Leguennec actuaba movido por sus intuiciones, aunque se largaría lo más deprisa posible si no averiguaba nada. Los dos polis que cavaban le eran leales. Mantendrían la boca cerrada.
Desde la ventana del segundo, el piso medieval, Marc, Mathias y Lucien, apretujados unos contra otros, observaban.
—El haya va a acabar hasta la coronilla —dijo Lucien.
—Cierra el pico —dijo Marc—. ¿Es que no comprendes que esto es grave? ¿No comprendes que de un momento a otro pueden encontrar a Sophia ahí debajo? ¿Y tú te burlas? ¿Cuando yo llevo cinco días sin poder construir una frase que tenga un poco de sentido, ni siquiera una frase de más de siete palabras?
—Me he dado cuenta —dijo Lucien—. Eres patético.
—Para ya. Toma ejemplo de Mathias. Mira qué discreto. Está callado.
—Mathias es así, pero acabará mal si sigue así. ¿Me oyes, Mathias?
—Te oigo. Y me importa un carajo.
—Nunca escuchas a nadie. Lo único que haces es oír. Y eso no está bien.
—Cállate, Lucien —gritó Marc—. Te digo que esto es grave. Yo apreciaba mucho a Sophia Siméonidis. Si la encuentran ahí, vomito y me vuelvo loco. ¡Silencio! Uno de los polis está mirando algo. No… Continúa.
—Vaya —dijo Mathias—, tu padrino ha aparecido detrás de Leguennec. ¿Qué ha ido a hacer allí? ¿No podría estarse quieto por una vez?
—Imposible, mi padrino quiere estar en todas partes —dijo Marc—. Existir en todas partes. Por otro lado, eso es más o menos lo que hace en su vida. Todo lugar en el que él no esté le parece un espacio desolado que le tiende los brazos. A fuerza de dividirse durante cuarenta años, ya no sabe muy bien dónde se encuentra, nadie lo sabe. Mi padrino, en realidad, es un conglomerado de millares de padrinos apiñados en el mismo tipo. Habla normalmente, camina, va a la compra, pero lo cierto es que si miras dentro de él no sabes qué te vas a encontrar. Un pendenciero, un gran poli, un traidor, un charlatán, un creador, un salvador, un destructor, un marino, un pionero, un vagabundo, un asesino, un protector, un gandul, un príncipe, un aficionado, un exaltado, en fin, todo lo que quieras. De alguna manera, resulta muy práctico. Salvo que jamás eres tú el que elige. Es él.
—Creía que había que tener la boca cerrada —dijo Lucien.
—Estoy nervioso —dijo Marc—. Tengo derecho a hablar. Estoy en mi piso.
—A propósito de piso, ¿eres tú el que ha escrito esas páginas tan chapuceras que he leído en tu mesa de trabajo? ¿Sobre el comercio en los pueblos a principios del siglo XI? ¿Esas ideas se te han ocurrido a ti? ¿Lo has comprobado?
—Nadie te ha autorizado a leerlo. Si no te gusta sacar la cabeza de las trincheras de esa guerra tuya, nadie te obliga.
—Sí, me ha gustado. Pero ¿qué coño hace tu padrino?
Vandoosler se había acercado sin hacer ruido a los hombres que cavaban. Se había colocado detrás de Leguennec, al que sacaba una cabeza. Leguennec era un bretón de pequeña estatura, robusto, con el pelo rizado y las manos anchas.
—Hola, Leguennec —dijo Vandoosler con voz suave.
El inspector se volvió sobresaltado. Miró a Vandoosler, sorprendido.
—¿Qué pasa? —preguntó Vandoosler—. ¿Ya no te acuerdas de tu jefe?
—Vandoosler… —dijo Leguennec lentamente—. Entonces… ¿eres tú el que está detrás de todo este trapicheo?
Vandoosler sonrió.
—Por supuesto —respondió—. Me alegro de volver a verte.
—Yo también —dijo Leguennec—, pero…
—Lo sé. No se lo diré a nadie. Ahora no. No estaría bien. No te preocupes, seré tan mudo como te interese que lo sea si no encuentras nada.
—¿Por qué me habéis llamado a mí?
—Me parecía un buen caso para ti. Y, además, es tu sector. Y tú eras curioso por naturaleza en otras épocas. Te gustaba pescar el pez y encontrar la red.
—¿Realmente piensas que esa mujer ha sido asesinada?
—No lo sé, pero estoy seguro de que algo no va bien. Seguro, Leguennec.
—¿Qué sabes?
—Sólo lo que te han contado esta mañana por teléfono. Era un amigo mío. Por cierto, no te canses buscando a los tipos que cavaron la primera zanja. También han sido mis amigos. Así no perderás el tiempo. Ni una palabra a Relivaux. Cree que intento ayudarle. Tiene una amante de fin de semana en el distrito 15. Te pasaré la dirección si llega a ser necesario. Si no, no hay ninguna razón para incordiarla, lo dejamos y ya está.
—Por supuesto —dijo Leguennec.
—Ahora me largo. Es más prudente para ti. No corras riesgos llamándome por eso —dijo Vandoosler señalando el hoyo bajo el árbol—. Puedo ver todo lo que pasa, vivo aquí al lado. Bajo el cielo.
Vandoosler hizo un breve gesto hacia las nubes y desapareció.
—¡Lo están tapando! —dijo Mathias—. No había nada.
Marc lanzó un suspiro de auténtico alivio.
—Fin —dijo Lucien.
Se frotó los brazos y las piernas entumecidos por la larga vigilancia, aprisionado entre el cazador-recolector y el medievalista. Marc cerró la ventana.
—Voy a decírselo a Juliette —dijo Mathias.
—¿No puedes esperar? —preguntó Marc—. De todas formas, trabajas esta tarde, ¿no?
—No, es lunes. Los lunes está cerrado.
—Ah, sí. Entonces haz lo que quieras.
—Es que me parece —dijo Mathias— que sería un detalle avisarla de que su amiga no está debajo del árbol, ¿no crees? Ya hemos tenido bastantes preocupaciones. Es más agradable saber que está dándose un garbeo por ahí.
—Sí. Haz lo que quieras.
Mathias desapareció.
—¿Qué opinas? —preguntó Marc a Lucien.
—Creo que Sophia recibió una postal del tal Stelyos, que volvió a ver al tipo y que, desengañada de su marido, harta de estar en París y añorando su tierra natal, decidió largarse con el griego. Una buena decisión. A mí no me gustaría acostarme con Relivaux. Ella dará señales de vida de aquí a dos meses, cuando se le haya pasado el entusiasmo. Una postalita desde Atenas.
—No, hablo de Mathias. De Mathias y Juliette. ¿Qué opinas de ellos? ¿No has visto nada?
—No mucho.
—¿Algún detalle? ¿No has visto algún detalle?
—Sí, detalles. Detalles los hay por todas partes, ya sabes. No hay por qué darles tanta importancia. ¿Acaso te molesta? ¿A ti te gustaba?
—Claro que no —dijo Marc—. En realidad, me da igual. Estoy diciendo gilipolleces. Olvídalo.
Oyeron al comisario subir las escaleras. Sin detenerse, gritó al pasar que no había nada que declarar.
—Los combates quedan suspendidos —dijo Lucien.
Antes de salir, miró a Marc, que se había quedado apostado delante de la ventana. El día estaba cayendo.
—Harías mejor volviendo a trabajar en tu comercio rural —dijo—. Ya no hay nada que ver. Ella está en una isla griega. Disfrutando. Los griegos son muy alegres.
—¿De dónde has sacado eso?
—Me lo acabo de inventar.
—Seguro que tienes razón. Debe de haberse largado.
—¿A ti te gustaría acostarte con Relivaux?
—Por favor… —dijo Marc.
—Entonces, ya lo ves. Ella se ha largado.