Encaramado a una silla, Vandoosler había sacado la cabeza por un ventanuco y vigilaba si se despertaba alguien en la casa de la derecha. El frente occidental, como decía Lucien. Verdaderamente, un tipo inquieto. Sin embargo, al parecer había escrito libros muy sólidos sobre montones de aspectos desconocidos de lo que había sucedido del 14 al 18. ¿Cómo podía uno apasionarse por aquella historia tan antigua cuando podían surgir tantos y tan formidables tejemanejes en un rincón de cualquier jardín? Después de todo, quizá fuera el mismo trabajo.
Tal vez debería plantearse no volver a llamarlos san Fulano y san Mengano. A ellos no les gustaba, cosa absolutamente comprensible. Ya no eran niños. Sí, pero a él le divertía. Le divertía muchísimo. Y hasta entonces, Vandoosler nunca había renunciado a algo que le proporcionase placer. Así pues, vería lo que daban de sí investigando sobre el presente aquellos tres estudiosos del pasado. Puestos a buscar, ¿qué diferencia había entre la vida de los cazadores-recolectores, la de los monjes cistercienses, la de los guripas o la de Sophia Siméonidis? Mientras tanto, a vigilar el frente occidental, a esperar a que se despertase Pierre Relivaux, que ya no debería tardar. No era la clase de tipo que se queda remoloneando en la cama. Era un voluntarista aplicado, una especie un poco jodida.
Hacia las nueve y media, Vandoosler consideró que, por los diversos vaivenes vislumbrados, Pierre Relivaux estaba preparado. Preparado para él, Armand Vandoosler. Bajó los cuatro pisos y saludó a los evangelistas ya reunidos en la sala común. Los evangelistas, codo con codo, a punto de empezar a desayunar. Seguramente era el contraste entre las palabras y los actos lo que le gustaba. Vandoosler fue a llamar a casa del vecino.
A Pierre Relivaux no le gustó la intromisión. Vandoosler lo había previsto y había optado por un ataque directo: ex poli preocupado por su mujer desaparecida, preguntas que hacer, estarían dentro de la casa. Pierre Relivaux respondió lo que Vandoosler esperaba, o sea, que eso sólo le concernía a él.
—Es muy cierto —dijo Vandoosler instalándose en la cocina sin haber sido invitado—, pero hay una pega. La policía puede venir a hacerle una pequeña visita porque considerará que a ellos también les concierne. Así pues, me ha parecido que los consejos previos de un viejo poli podrían serle útiles.
Como estaba previsto, Pierre Relivaux frunció el ceño.
—¿La policía? ¿A santo de qué? Que yo sepa, mi mujer tiene derecho a ausentarse, ¿no?
—Por supuesto, pero se ha producido una lamentable cadena de circunstancias. ¿Recuerda usted a esos tres obreros que vinieron, hace quince días, a cavar una zanja en su jardín?
—Por supuesto. Sophia me dijo que iban a revisar líneas eléctricas antiguas. No les presté la menor atención.
—Es una pena —dijo Vandoosler—, porque no se trataba de empleados municipales, ni de la Electricidad de Francia, ni ningún otro trabajador respetable. Jamás ha habido una línea eléctrica en su jardín. Esos tres tipos mintieron.
—¡Eso no tiene sentido! —gritó Relivaux—. ¿Qué es todo este lío? ¿Y qué relación tiene con la policía o con Sophia?
—Ahí es donde todo se embrolla —dijo Vandoosler fingiendo sentirlo sinceramente por Relivaux—. Una persona del barrio, un fisgón, en cualquier caso uno que no le quiere mucho, ha comenzado a decir que se trata de un fraude. Supongo que reconoció a uno de los obreros y le hizo preguntas. Parece ser que ha avisado a los polis. Me he enterado porque aún tengo algún contacto allí.
Vandoosler mentía con facilidad y placer. Le encantaba y le hacía sentirse bien.
—La policía se rió y no hizo caso —continuó—, pero se rió menos cuando el mismo testigo, enfadado, intensificó su vigilancia y les informó de que su mujer había «desaparecido sin avisar», como ya se dice en el barrio. Y, por otra parte, que la zanja ilegal había sido encargada por su propia mujer, de modo que ella tiene algo que ver con la joven haya que ve usted allí.
Vandoosler señaló el árbol dirigiendo lánguidamente el dedo hacia la ventana.
—¿Sophia hizo eso? —dijo Relivaux.
—Hizo eso. Según el testigo. De manera que la policía sabe que a su mujer le preocupaba la inexplicable aparición de ese árbol. Que mandó cavar debajo. Que después desapareció. En quince días. Demasiado para la policía. Hay que comprenderlos. Se preocupan por cualquier chorrada. Vendrán a hacerle preguntas, no hay la menor duda.
—Ese «testigo», ¿quién es?
—Anónimo. Los hombres son cobardes.
—Y usted ¿qué viene a hacer aquí? Que la policía venga a mi casa, ¿a usted qué le importa?
Vandoosler también había previsto esa pregunta banal. Pierre Relivaux era un hombre concienzudo, receloso, nada original en apariencia. Por eso el viejo comisario especulaba con una amante de fin de semana. Vandoosler le miraba. Medio calvo, medio gordo, medio simpático, medio todo. Hasta el momento, no demasiado difícil de manipular.
—Digamos que si yo pudiera confirmar su versión de los hechos, sin duda les tranquilizaría. Todavía se acuerdan de mí.
—¿Por qué me iba usted a hacer un favor? ¿Qué quiere de mí? ¿Pasta?
Vandoosler movió la cabeza sonriendo. Relivaux era también medio gilipollas.
—Sin embargo —insistió Relivaux—, me parece que en el caserón en el que vive, perdóneme si me equivoco, todos parecen un poco…
—Con el agua al cuello —dijo Vandoosler—. Es cierto. Veo que está mejor informado de lo que aparenta.
—Los desarrapados son mi oficio —dijo Relivaux—. De todas formas, fue Sophia la que me lo dijo. Entonces, ¿el motivo?
—Los polis me causaron muchos problemas en una época. Cuando les da por ahí, pueden llegar muy lejos, no saben parar. Desde entonces, procuro intentar evitárselos a los demás. Una pequeña revancha, si quiere llamarlo así. Un dispositivo antipoli. Y además me distrae. Gratuitamente.
Vandoosler dejó que Pierre Relivaux reflexionara sobre aquel motivo aparente y mal argumentado. Pareció tragárselo.
—¿Qué quiere saber? —preguntó Relivaux.
—Lo que ellos quieren saber.
—¿O sea?
—¿Dónde está Sophia?
Pierre Relivaux se levantó, abrió los brazos y volvió a la cocina.
—Se ha ido. Pero volverá. No hay por qué preocuparse.
—Querrán saber por qué no se preocupa usted.
—Porque estoy muy ocupado y porque Sophia me dijo que se iba. Me habló de una cita en Lyon. ¡No es el fin del mundo!
—Seguramente no le creerán. Vaya al grano señor Relivaux. Le va en ello su tranquilidad que, según creo, para usted es preciosa.
—Es un asunto sin interés —dijo Relivaux—. El martes Sophia recibió una tarjeta postal. Me la enseñó. Había en ella una estrella pintarrajeada y una cita a tal hora en tal hotel de Lyon. Debía coger tal tren la noche siguiente. Sin firma. En lugar de permanecer tranquila, Sophia se largó corriendo. Se le había metido en la cabeza que la postal era de un antiguo amigo suyo, un griego, Stelyos Koutsoukis. A causa de la estrella. Yo tuve que vérmelas con ese tipo varias veces antes de mi matrimonio. Un admirador-rinoceronte-impulsivo.
—¿Perdón?
—No, nada. Un seguidor de Sophia.
—Su antiguo amante.
—Por supuesto —dijo Pierre Relivaux—. Intenté convencer a Sophia de que no se fuera. A saber de quién era la postal y qué le esperaba. Aunque, si la postal era del tal Stelyos, la cosa no era mejor. Sin embargo, no hubo nada que hacer, cogió su bolso y se fue. Confieso que pensaba verla regresar ayer. No sé nada más.
—¿Y el árbol? —preguntó Vandoosler.
—¿Qué quiere que le diga de ese árbol? ¡Sophia hizo de él una montaña! No pensé que hasta llegaría a mandar que cavaran debajo. ¿Qué pudo imaginar? Siempre está inventándose historias… Debe de ser un regalo, seguro. Seguramente usted sabe que Sophia fue bastante conocida antes de retirarse de los escenarios. Cantaba.
—Lo sé. Sin embargo, Juliette Gosselin dice que es usted quien ha plantado el árbol.
—Sí, eso fue lo que le dije. Una mañana, junto a la verja, Juliette me preguntó qué significaba ese nuevo árbol. Vista la preocupación de Sophia, no tuve ganas de explicarle que no sabíamos de dónde procedía para que aquel asunto se extendiera como la pólvora por el barrio. Como usted ha comprendido muy bien, la tranquilidad es muy importante para mí. Entonces hice lo más sencillo. Dije, para cerrar el capítulo, que me había apetecido plantar un haya. Es lo que también debí decir a Sophia. Habría evitado muchos problemas.
—Todo eso es perfecto —dijo Vandoosler—, pero es su versión. Estaría bien que pudiera usted enseñarme esa tarjeta postal. Para que podamos localizarla.
—Lo siento muchísimo —dijo Relivaux—. Sophia se la llevó porque contenía las indicaciones que debía seguir. Sea usted razonable.
—Sí, claro. Es un contratiempo enojoso pero no muy grave. Todo esto tiene sentido.
—¡Naturalmente que lo tiene! ¿Por qué iban a sospechar de mí?
—Usted sabe lo que piensan los polis del marido cuando su mujer desaparece.
—Es estúpido.
—Sí, estúpido.
—La policía no llegará tan lejos —dijo Relivaux poniendo una mano tensa sobre la mesa—. Yo no soy un cualquiera.
—Sí —repitió dulcemente Vandoosler—. Como todo el mundo.
Vandoosler se levantó lentamente.
—Si los polis vienen a verme, le apoyaré —añadió.
—No vale la pena. Sophia va a volver.
—Ojalá.
—Yo no estoy preocupado.
—Entonces mucho mejor. Y gracias por su franqueza.
Vandoosler atravesó el jardín para volver a su casa. Pierre Relivaux lo miró mientras se alejaba y pensó: «¿Por qué se meterá ese cabrón en lo que no le importa?».