Finalmente, Vandoosler había visto llegar a los evangelistas a Le Tonneau a las nueve de la noche. Después de haber cubierto la zanja y de cambiarse de ropa, habían aparecido peinados y sonrientes. «Nos presentamos voluntarios», había murmurado Lucien al oído del comisario. Juliette había preparado cena para veinticinco personas y cerrado el restaurante al público. En realidad, había sido una agradable velada porque, mientras iba de una mesa a otra, Juliette había comentado a Vandoosler que sus tres sobrinos eran bastante atractivos, y éste había transmitido el mensaje mejorándolo, cosa que inmediatamente había hecho cambiar a Lucien de opinión sobre todo lo que le rodeaba. Marc también se había mostrado sensible al cumplido y Mathias probablemente lo habría apreciado en silencio.
Vandoosler había explicado a Juliette que de los tres sólo uno era su sobrino, el que iba de negro, lleno de dorados y plateados, pero a Juliette no le apasionaban las precisiones técnicas y familiares. Era de esas mujeres que se ríen antes de saber el final de un chiste. Así pues, se reía a menudo y eso a Mathias le gustaba. Tenía una risa muy bonita. Le recordaba a su hermana mayor. Ayudaba al camarero a pasar las bandejas y rara vez se quedaba sentada, más por gusto que por necesidad. Por contra, Sophia Siméonidis era la moderación en persona. De vez en cuando miraba a los tres cavadores y sonreía. Su marido estaba a su lado. La mirada de Vandoosler se detenía en ese hombre y Marc se preguntaba qué esperaba averiguar de él. A veces Vandoosler ponía cara de haber descubierto algo. Un truco de poli.
Mathias, por su parte, observaba a Juliette, que, en voz baja, intercambiaba fragmentos de historias con Sophia a intervalos regulares. Parecían divertirse mucho. Sin razón aparente, Lucien quiso saber si Juliette Gosselin tenía un novio, un amigo o similar. Como estaba bebiendo mucho vino, que encontraba muy agradable, le pareció normal plantear la pregunta de forma directa. Y eso hizo. La pregunta hizo reír a Juliette, quien dijo que, aunque sin saber cómo, seguía sin ningún compromiso. En resumen, que estaba completamente sola en la vida. Y eso la hacía reír. Qué buen carácter, se dijo Marc, y la envidió. Le hubiera gustado conocer el truco. En lugar de eso, se enteró de que el restaurante tomaba el nombre de la forma de la puerta de la bodega, cuyas jambas de piedra estaban construidas de tal manera que permitían el paso de enormes toneles. Unas piezas muy bonitas. De 1732, según la fecha grabada en el dintel. También la bodega debía de ser muy interesante. Si el avance sobre el frente oriental progresaba, iría a echar un vistazo.
El avance progresó. A las tres de la mañana, después de que el sueño hubiera vencido a los más recalcitrantes, ya sólo resistían, y sin saber cómo, Juliette, Sophia y los del caserón desvencijado, apiñados en una misma mesa cubierta de vasos y ceniceros. Mathias estaba sentado al lado de Juliette, y Marc pensó que, aunque discretamente, lo había hecho a propósito. Menudo cretino. Estaba claro que Juliette les había impresionado, a pesar de llevarles cinco años; y es que Vandoosler se había enterado de su edad y les había pasado la información. Su piel blanca, los brazos gruesos, un vestido bastante ceñido, la cara redonda, el pelo largo y claro, y sobre todo su risa. Sin embargo, ella no intentaba seducir a nadie, todo hay que decirlo. Parecía totalmente satisfecha con su «soledad tabernera», como la había calificado hacía un rato. Era Mathias el que desvariaba. No mucho, pero sí un poquito. Cuando se está con el agua al cuello, no es sensato desear a la primera vecina que se ponga por delante, por agradable que sea. Sólo sirve para complicarse la vida en el momento más inoportuno. Y, además, acaba teniendo consecuencias, Marc lo sabía. En fin, quizá estuviera equivocado. Mathias tenía derecho a sentirse impresionado, sin que tal cosa tuviera consecuencias.
Juliette, que no advertía la inmovilidad atenta de Mathias, contaba historias; por ejemplo, la del cliente que comía las patatas fritas de bolsa con tenedor, o la del tipo de los martes que se miraba en un espejo de bolsillo durante toda la comida. A las tres de la mañana se es indulgente con las historias, tanto con las que se oyen como con las que se cuentan. También dejaron que Vandoosler el Viejo relatara pormenorizadamente varios casos criminales. Lo hacía con voz lenta y persuasiva. Resultaba muy entretenido. Lucien olvidó sus dudas sobre el progreso de la ofensiva en los frentes oeste y este. Mathias fue a buscar agua y al volver se sentó en un sitio cualquiera, desde el cual ni siquiera podía apuntar a Juliette. Lo cual sorprendió a Marc, que no estaba acostumbrado a equivocar el tiro, ya fuera leve o mortal. Entonces Mathias no era un libro abierto como todo el mundo. Quizá fuera un hombre impenetrable. Juliette dijo algo al oído de Sophia. Sophia negó con la cabeza. Juliette insistió. No se oía nada, pero Mathias dijo:
—Si Sophia no quiere cantar, no hay que obligarla.
Juliette se quedó sorprendida, y de repente Sophia cambió de opinión. Entonces se produjo un extraño momento en el que, ante cuatro hombres encerrados en un tonel a las tres de la mañana, Sophia Siméonidis cantó, en privado, acompañada al piano por Juliette, que, aunque tenía poco talento, saltaba a la vista que estaba acostumbrada a tocar para ella. Sin duda Sophia, algunas noches después de cerrar, daba aquellos recitales privados, lejos del escenario, para ella y su amiga.
En realidad, después de una situación tan poco frecuente, nunca se sabe qué decir. El cansancio se dejaba sentir en los riñones de los cavadores de la zanja, que se levantaron y se pusieron las chaquetas. El restaurante cerró y todo el mundo se fue en la misma dirección. Una vez delante de su casa, Juliette dijo que un camarero la había dejado plantada anteayer. Sin avisar. Juliette dudaba mientras hablaba. Había pensado poner un anuncio mañana, pero como parecía que… como había oído decir que…
—Que estamos con el agua al cuello —completó Marc.
—Eso es, sí —dijo Juliette, cuyo rostro se animó después de haber pasado lo peor—. Esta noche, cuando estaba al piano, pensé que, después de todo, da igual un trabajo que otro y que el puesto podría interesar a uno de ustedes. Cuando se tienen estudios, un puesto de camarero quizá no sea lo ideal, pero mientras…
—¿Cómo sabe que tenemos estudios? —preguntó Marc.
—Es muy fácil reconocerlo cuando uno no los tiene —dijo Juliette riendo en la noche.
Sin saber por qué, Marc se sintió incómodo. Escrutado, analizado, y un poco molesto.
—Pero ¿el piano? —dijo.
—El piano es otra cosa —dijo Juliette—. Mi abuelo era granjero y melómano. Sabía muchísimo de remolachas, lino, trigo, música, centeno y patatas. Durante quince años me obligó a estudiar música. Era de ideas fijas… Cuando vine a París, me puse a trabajar de limpiadora y el piano se acabó. Fue mucho más tarde cuando pude recuperarlo, después de su muerte, porque me dejó un gran capital. Mi abuelo tenía tantas hectáreas como ideas fijas. Puso una condición imperativa para cobrar su herencia: que volviera a tocar el piano… Por supuesto —continuó Juliette riendo—, el notario me dijo que la condición no era válida, pero yo quise respetar la voluntad de mi abuelo. Compré la casa, el restaurante y un piano. Y ésa es la historia.
—¿Por eso hay tanta remolacha en los menús? —preguntó Marc sonriendo.
—Así es —dijo Juliette—. Diferentes tipos de remolacha.
Cinco minutos después, Mathias estaba contratado. Sonreía apretándose las manos una contra otra. Más tarde, al subir la escalera, Mathias preguntó a Marc por qué había mentido diciendo que él no podía ocupar el puesto porque tenía otra oferta.
—Porque es verdad —dijo Marc.
—Es falso. No tienes ninguna oferta. ¿Por qué no has aceptado el trabajo?
—Es del primero que lo ve —dijo Marc.
—Que ve ¿qué?… Dios mío, ¿dónde está Lucien? —dijo bruscamente.
—Mierda, creo que lo hemos dejado abajo.
Lucien, que había bebido el equivalente a veinte vasos de plástico, no había podido superar la etapa de los primeros peldaños y se había quedado dormido en el quinto. Marc y Mathias lo agarraron cada uno por un brazo.
Vandoosler, en perfecta forma, había acompañado a Sophia hasta su puerta y entraba en ese momento.
—Bonito cuadro —comentó—. Los tres evangelistas agarrados unos a otros y abordando la imposible ascensión.
—Por Dios —dijo Mathias levantando a Lucien—, ¿por qué lo hemos instalado en el tercer piso?
—No podíamos saber que bebía como un cosaco —dijo Marc—. Y recuerda que no había otra opción. El orden cronológico como criterio de reparto: en la planta baja, lo desconocido, el misterio del origen, los instintos primarios, la cueva donde todo puede pasar, en resumen, las estancias comunes; en el primer piso, se abandona poco a poco el caos, comienza el lenguaje, el hombre desnudo se alza en silencio, o sea, tú, Mathias; ascendiendo un poco más por la escala del tiempo…
—¿Qué le ha dado para ponerse a berrear así? —preguntó Vandoosler el Viejo.
—Está declamando —dijo Mathias—. A pesar de todo, tiene derecho. Cualquier hora es buena para un discurso.
—Ascendiendo un poco más por la escala del tiempo —continuó Marc—, saltando sobre la Antigüedad, a punto de comenzar el glorioso segundo milenio, los contrastes, las audacias y las penas medievales, o sea, yo, en el segundo piso; luego, arriba, la degradación, la decadencia, el experto en historia contemporánea, o sea, él —continuó Marc sacudiendo a Lucien por el brazo—, en el tercer piso, cerrando con la vergonzosa Gran Guerra la estratigrafía de la historia y la de la escalera; aún más arriba, mi padrino, que vive en el presente de esa manera tan particular.
Marc se detuvo y suspiró.
—Compréndelo, Mathias, aunque fuera más práctico alojar a este tipo en el primero, a pesar de todo no nos podemos permitir alterar la cronología, invertir la estratigrafía de la escalera. La escala del tiempo, Mathias, ¡es todo lo que nos queda! No podemos cargarnos el orden de la escalera, que es lo único que permanece en el orden adecuado. ¡Lo único, Mathias, amigo mío! No podemos cargárnoslo.
—Tienes razón —dijo gravemente Mathias—. No podemos. Hay que subir la Gran Guerra hasta el tercero.
—Si puedo dar mi opinión —intervino Vandoosler con voz suave—, estáis los dos igual de borrachos, y me gustaría que subierais a san Lucas hasta la capa estratigráfica que le corresponde, para que yo pueda acceder a los deshonrosos niveles de los tiempos actuales en los que vivo.
Tremendamente sorprendido, a las once y media del día siguiente, Lucien vio a Mathias arreglarse lo mejor que pudo para ir al trabajo. Los últimos sucesos de la velada, especialmente la contratación de Mathias como camarero en el restaurante de Juliette Gosselin, le resultaban muy extraños.
—Sí —dijo Mathias— y, además, incluso estrechaste a Sophia Siméonidis entre tus brazos en dos ocasiones para darle las gracias por haber cantado. La trataste con mucha familiaridad, Lucien.
—No recuerdo absolutamente nada —dijo Lucien—. Así que ¿te has enrolado en el frente oriental? ¿Y vas contento? ¿Con una flor en el fusil? ¿Sabías que siempre creemos que vamos a vencer en quince días, pero que en realidad la cosa acaba eternizándose?
—Realmente bebiste como un cosaco —dijo Mathias.
—Como un cosaco armado con un obús —precisó Lucien—. Buena suerte, soldado.