X

Los tres cavadores de zanjas estaban tan derrengados que se comían el pescado sin darse cuenta siquiera de que era lubina.

—¡Nada! —dijo Marc sirviéndose de beber—. ¡Nada de nada! Es increíble. Ahora estamos volviéndolo a tapar. Acabaremos esta tarde.

—¿Qué esperabas? —preguntó Mathias—. ¿Un cadáver? ¿Era eso lo que esperabas?

—Es que a fuerza de pensar en ello…

—Pues entonces no te esfuerces en pensar. Ya se piensa bastante sin quererlo. No hay nada bajo el árbol y se acabó.

—¿Seguro? —preguntó Vandoosler con voz sorda.

Marc levantó la cabeza. Conocía esa voz sorda. Cuando su padrino no lo veía claro era porque había seguido pensando.

—Seguro —respondió Mathias—. El que lo plantó no hizo un hoyo muy profundo. Los niveles estaban intactos a setenta centímetros de la superficie. Una especie de terraplén del siglo XVIII, la edad de la casa.

Mathias sacó del bolsillo el fragmento de una pipa de barro blanco con la cazoleta llena de tierra y lo puso sobre la mesa. Finales del siglo XVIII.

—Ahí lo tenéis —dijo—, para los curiosos. Sophia Siméonidis va a poder dormir tranquila. Y su marido ni siquiera se inmutó cuando le dijimos que íbamos a cavar en su casa. Qué hombre tan tranquilo.

—Quizá —dijo Vandoosler—, pero, a fin de cuentas, eso no explica lo del árbol.

—Es verdad —dijo Marc—. Eso no lo explica.

—Qué nos importa el árbol —dijo Lucien—. Sería una apuesta o algo por el estilo. Tenemos treinta mil francos y todos tan contentos. Volvemos a tapar el hoyo y esta noche, a las nueve, nos acostamos. Repliegue a la retaguardia. Estoy hecho polvo.

—No —dijo Vandoosler—. Esta noche salimos.

—Comisario —dijo Mathias—, Lucien tiene razón, estamos rotos. Usted salga si quiere, pero nosotros nos vamos a dormir.

—Habrá que hacer un esfuerzo, san Mateo.

—¡No me llamo san Mateo, coño!

—Claro que no —dijo Vandoosler encogiéndose de hombros—, pero eso qué importa… Mateo, Mathias… Lucien, Lucas… es lo mismo. Y a mí me divierte. Rodeado a mi edad por los evangelistas. ¿Y dónde está el cuarto, eh? En ninguna parte. Es como… un coche de tres ruedas, un carro de tres caballos. Es realmente gracioso.

—¿Gracioso? ¿Porque ambos acaban en la cuneta? —preguntó Marc, irritado.

—No —dijo Vandoosler—. Porque nunca te llevan a donde querrías o deberías ir. Así pues, es una sorpresa. Eso es lo gracioso. ¿No es verdad, san Mateo?

—Como usted quiera —suspiró Mathias apretando las manos una contra otra—. De todas formas, no será eso lo que haga de mí un ángel.

—Perdón —dijo Vandoosler—, no es lo mismo un evangelista que un ángel. Pero dejemos eso. Esta noche la vecina ha organizado una fiesta. La del este. Según parece, le da por ahí a menudo. Le gustan las fiestas. He aceptado, y le he dicho que iríamos los cuatro.

—¿Una fiesta de vecinos? —dijo Lucien—. Ni hablar. Vasos de plástico, vino blanco ácido, platos de cartón llenos de porquerías saladas. Ni hablar. Ni siquiera estando como estamos con el agua al cuello, ¿me entiende, comisario? Sobre todo estando con el agua al cuello; ni hablar. Ni siquiera en su carro cojo tirado por tres caballos; ni hablar. Una fiesta por todo lo alto, o no voy. Mierda o grandeza, pero nada de términos medios, nada de cosas intermedias. Nada de justo medio. En el justo medio yo pierdo todas mis facultades y me deprimo.

—No es en su casa —dijo Vandoosler—. Regenta el restaurante que está un poco más abajo, Le Tonneau. Le gustaría invitaros a una copa. ¿Qué hay de malo? La tal Juliette del este merece que se le eche un vistazo, y su hermano trabaja en una editorial. Nos puede servir. Además, estarán Sophia Siméonidis y su marido. Van siempre. Y me interesa verlos.

—¿Sophia y la vecina son amigas?

—Muy amigas.

—Colusión entre el frente occidental y el oriental —dijo Lucien—. Corremos el riesgo de ser cercados en nuestro castillo, hay que hacer una incursión. Lo siento por los vasos de plástico.

—Lo pensaremos esta noche —dijo Marc, al que agotaban los deseos cambiantes e imperiosos de su padrino. ¿Qué era lo que buscaba Vandoosler el Viejo? ¿Distraerse de sus pensamientos? ¿Investigar? La investigación había terminado antes de empezar.

—Te hemos dicho que no había nada debajo del árbol —añadió Marc—. No insistas en asistir a esa velada.

—No veo la relación —dijo Vandoosler.

—Perdona, pero la ves muy bien. Quieres investigar. No importa qué y no importa dónde, con tal de investigar.

—¿Y qué?

—Pues que no inventes lo que no existe para ignorar que has perdido lo que existe. Nosotros taparemos de nuevo el hoyo.