Un poco violenta, Sophia se sentaba muy estirada en la silla que le habían ofrecido. Dejando Grecia aparte, después la vida la había acostumbrado a recibir o a rechazar la visita de periodistas o de admiradores, pero no a ir a llamar a la puerta de las casas de los demás. Debía de hacer al menos veinte años que no llamaba a la puerta de alguien, así, sin llamar antes. Ahora que estaba sentada en aquella habitación con los tres tipos a su alrededor, se preguntó qué pensarían del fastidioso paso que había dado su vecina yendo a saludarlos. Ya no se hacen esas cosas. Por eso quiso darles inmediatamente una explicación. ¿Sería capaz de explicarse, como había pensado desde su ventana del segundo piso? Todo puede ser diferente cuando se ve a la gente de cerca. Sentado en la gran mesa de madera, con sus delgadas piernas cruzadas en una bonita pose, bastante guapo, Marc la miraba sin impaciencia. Sentado ante ella estaba Mathias, también de bellos rasgos, un poco toscos, pero con el azul de sus ojos nítido como un mar en calma, transparentes. Lucien, ocupado en sacar unos vasos y unas botellas, se echaba bruscamente el pelo hacia atrás, con cara de niño y corbata de hombre. Se tranquilizó. Porque, a fin de cuentas, ¿por qué había venido si no era porque tenía miedo?
—Verán —dijo aceptando el vaso que Lucien le tendía sonriendo—, siento mucho molestarlos, pero necesitaría que me hicieran un favor.
Dos rostros esperaban. Ahora tendría que explicarse. Pero ¿cómo hablar de una cosa tan ridícula? Lucien no estaba escuchando. Iba y venía, y parecía vigilar la cocción de un guiso difícil que monopolizaba toda su atención.
—Se trata de una historia ridícula, pero necesito que me hagan un favor —repitió Sophia.
—¿Qué clase de favor? —preguntó Marc con dulzura, para ayudarla.
—Es difícil decirlo y sé que ustedes ya han trabajado mucho este mes. Se trataría de cavar un hoyo en mi jardín.
—Intervención brutal en el frente occidental —murmuró Lucien.
—Por supuesto —continuó Sophia—, si llegamos a un acuerdo, les pagaría. Digamos… treinta mil francos para los tres.
—¿Treinta mil francos? —murmuró Marc—. ¿Por un hoyo?
—Intento de corrupción por parte del enemigo —farfulló Lucien de forma inaudible.
Sophia no se sentía a gusto. Sin embargo, creía que había ido al lugar adecuado y que debía continuar.
—Sí. Treinta mil francos por un hoyo y por su silencio.
—Pero —empezó a decir Marc—, señora…
—Relivaux, Sophia Relivaux. Soy su vecina de la derecha.
—No —dijo suavemente Mathias—, no.
—Sí —dijo Sophia—, soy su vecina de la derecha.
—Es verdad —continuó Mathias en voz baja—, pero usted no es Sophia Relivaux. Usted es la mujer del señor Relivaux. Usted, usted es Sophia Siméonidis.
Marc y Lucien miraron a Mathias, sorprendidos. Sophia sonrió.
—Soprano lírica —continuó Mathias—. Manon Lescaut, Madame Butterfly, Aída, Desdémona, La Bohême, Elektra… Y hace seis años que no canta. Permítame decirle que me siento honrado de tenerla de vecina.
Mathias hizo una pequeña reverencia con la cabeza, como un saludo. Sophia le miró y pensó que efectivamente estaba en el lugar adecuado. Lanzó un suspiro de satisfacción, sus ojos dieron la vuelta a la enorme habitación, con azulejos en el suelo y las paredes enlucidas que aún resonaba porque había pocos muebles. Las tres ventanas altas que daban al jardín terminaban en un arco de medio punto. Se parecía un poco al refectorio de un monasterio. Por una puerta baja igualmente arqueada, Lucien aparecía y desaparecía con una cuchara de palo. En un monasterio, principalmente en el refectorio, hay que hablar en voz baja.
—Ya que él lo ha dicho todo, estoy dispensada de presentarme —dijo Sophia.
—Pero nosotros no —dijo Marc, que estaba un poco impresionado—. Él es Mathias Delamarre…
—No es necesario —le interrumpió Sophia—. Estoy avergonzada porque ya los conozco, se oyen muchas cosas sin querer de un jardín a otro.
—¿Sin querer? —preguntó Lucien.
—Queriéndolo un poco, es verdad. He mirado y escuchado, incluso atentamente. Lo reconozco.
Sophia hizo una pausa. Se preguntó si Mathias se daría cuenta de que lo había visto desde la ventanita.
—No les he espiado. Ustedes me interesaban. Pensé que los necesitaría. ¿Qué dirían si una mañana apareciera plantado un árbol en su jardín sin que ustedes supieran por qué?
—Francamente —dijo Lucien—, teniendo en cuenta el estado del jardín, no sé si nos daríamos cuenta.
—Ésa no es la cuestión —dijo Marc—. Sin duda está usted hablando de la pequeña haya, ¿verdad?
—Exactamente —dijo Sophia—. Ocurrió una mañana. Sin una nota. No sé quién la plantó. No es un regalo. No ha sido el jardinero.
—¿Qué opina su marido? —preguntó Marc.
—Le resulta indiferente. Es un hombre muy ocupado.
—¿Quiere decir que le da exactamente igual? —dijo Lucien.
—Peor que eso. Ni siquiera quiere que le hable de ello. Le molesta.
—Curioso —dijo Marc.
Lucien y Mathias movieron la cabeza.
—¿Le parece curioso? ¿De verdad? —preguntó Sophia.
—De verdad —dijo Marc.
—A mí también —murmuró Sophia.
—Perdone mi ignorancia —dijo Marc—, ¿era usted una cantante famosa?
—No —dijo Sophia—. Nunca fui una de las grandes. Tuve algunos éxitos, pero nunca me llamaron «La Siméonidis». No. Si cree que ha sido el homenaje de un admirador, como sugirió mi marido, iría por un camino equivocado. Tuve admiradores, pero nunca provoqué pasiones. Pregunte a su amigo Mathias, porque él lo sabe.
Mathias se limitó a hacer un gesto vago.
—De todas formas, fue un poco más que eso —murmuró.
Se hizo el silencio. Con la actitud de un hombre de mundo, Lucien volvió a llenar los vasos.
—En realidad —dijo Lucien agitando la cuchara de palo—, usted tiene miedo. No acusa a su marido, no acusa a nadie, sobre todo no quiere pensar en nada, pero tiene miedo.
—No estoy tranquila —dijo Sophia en voz baja.
—Porque un árbol plantado —continuó Lucien— significa tierra. Tierra por debajo. Tierra que nadie irá a remover porque hay un árbol encima. Tierra sellada. Que es como decir una tumba. El asunto se pone interesante.
Lucien era un bruto y no se andaba con rodeos para dar su opinión. En este caso tenía razón.
—Sin llegar tan lejos —dijo Sophia, siempre en un murmullo—, digamos que me gustaría saber a qué atenerme. Saber si hay algo debajo.
—O alguien —dijo Lucien—. ¿Tiene alguna razón para pensar en alguien? ¿Su marido? ¿Negocios oscuros? ¿Amantes inoportunas?
—Basta, Lucien —dijo Marc—. Nadie te ha pedido que vuelvas a la carga. La señora Siméonidis ha venido aquí por un hoyo que hay que cavar y no por otra cosa. Limitémonos a eso, si te parece. No merece la pena hacer daño sin motivo. De momento, sólo se trata de cavar, ¿verdad?
—Sí —dijo Sophia—. Les daré treinta mil francos.
—¿Por qué tanto dinero? Naturalmente, es muy tentador. Estamos sin blanca.
—De eso me he dado cuenta —dijo Sophia.
—Pero no es una razón para que le limpiemos semejante suma por cavar un hoyo.
—Es que nunca se sabe —dijo Sophia—. Hecho el hoyo… si hay algo, es posible que yo prefiera que no se sepa. Y el silencio se paga.
—Entendido —dijo Mathias—. Pero ¿aquí todo el mundo está de acuerdo en cavar, haya o no algo?
Se produjo de nuevo el silencio. El problema no era fácil. Por supuesto que el dinero, en su situación, era muy tentador. Pero, por otro lado, podían convertirse en cómplices por la pasta. Aunque ¿cómplices de qué, exactamente?
—Hay que hacerlo, está claro —dijo una voz suave.
Todo el mundo se volvió. El viejo padrino entró en la sala, se sirvió una copa, como quien no quiere la cosa, y saludó a la señora Siméonidis. Sophia lo examinó. De cerca no era Alejandro Magno. Como iba muy derecho y era delgado, parecía alto, pero no lo era tanto. Su cara, de una belleza decadente, aún causaba un gran efecto. No tenía la menor dureza, sino unas líneas muy marcadas, la nariz aguileña, los labios irregulares, los ojos triangulares y la mirada viva, todo ello seducía, y lo hacía inmediatamente. Sophia apreció, hizo mentalmente justicia a aquella cara. Inteligente, brillante, dulce, un poco hipócrita quizá. El viejo se pasó la mano por el pelo, que no era gris sino medio negro medio blanco, un poco largo y rizado en la nuca, y se sentó. Lo había dicho. Hacer el hoyo. Nadie pensó en contradecirlo.
—Yo escuchaba detrás de las puertas —dijo—. La señora escucha detrás de las ventanas. En mi caso es como un tic, una vieja costumbre. No me incomoda en absoluto.
—Es divertido —dijo Lucien.
—La señora tiene razón en todo —continuó el viejo—. Hay que cavar.
Molesto, Marc se levantó.
—Es mi tío —dijo, como si eso pudiera atenuar su indiscreción—. Mi padrino, Armand Vandoosler. Vive aquí.
—Le gusta dar su opinión sobre todo —farfulló Lucien.
—Ya vale, Lucien —dijo Marc—. Cierra el pico, llegamos a un trato.
Vandoosler barrió el aire con la mano, sonriendo.
—No te pongas nervioso —dijo—. Lucien no se equivoca. Me gusta dar mi opinión sobre todo. Principalmente cuando tengo razón. También a él le gusta hacer lo mismo. Incluso cuando se equivoca.
Marc, que seguía de pie, indicó a su tío con la mirada que más valía que se fuera y que no pintaba nada en aquella conversación.
—No —dijo Vandoosler mirando a Marc—. Tengo mis razones para quedarme aquí.
Su mirada se detuvo en Lucien, en Mathias, en Sophia Siméonidis, y regresó a Marc.
—Marc, es mejor decirles las cosas como son —dijo sonriendo.
—No es el momento. Me estás jodiendo —dijo Marc en voz baja.
—Contigo nunca será el momento —dijo Vandoosler.
—Pues entonces habla, ya que tienes tanto interés. Es tu mierda, no la mía.
—¡Ya basta! —exclamó Lucien agitando la cuchara de palo—. El tío de Marc es un viejo poli, eso es lo que pasa. No vamos a estar así toda la noche, ¿o sí?
—Y ¿cómo sabes tú eso? —preguntó Marc, que se había vuelto bruscamente hacia Lucien.
—Oh… algunos comentarios mientras arreglaba el desván.
—Decididamente, aquí todo el mundo se dedica a curiosear —dijo Vandoosler.
—No se puede ser historiador si no se sabe curiosear —dijo Lucien encogiéndose de hombros.
Marc estaba irritado. Otro motivo más de nerviosismo. Sophia estaba atenta y tranquila, como Mathias. Esperaban.
—La historia contemporánea es muy bonita —dijo Marc recalcando las palabras—. ¿Y qué más has descubierto?
—Menudencias. Que tu padrino había estado en estupefacientes, en la brigada antijuego…
—… y diecisiete años de comisario en la criminal —encadenó Vandoosler con voz tranquila—. Que me expulsaron, me degradaron. Degradado sin medallas después de veintiocho años de servicio. En resumen, censura, vergüenza y reprobación pública.
Lucien movió la cabeza.
—Es una buena síntesis —dijo.
—Formidable —dijo Marc con los dientes apretados y la mirada fija en Lucien—. ¿Y por qué no nos lo dijiste?
—Porque me importa un carajo —dijo Lucien.
—Muy bien —dijo Marc—. A ti, tío, nadie te ha pedido nada, ni que bajaras, ni que escucharas, y a ti, Lucien, nadie te ha pedido que curiosearas ni que lo contaras. Eso podía esperar, ¿no?
—Por supuesto que no —dijo Vandoosler—. La señora Siméonidis os necesita para un asunto delicado y es mejor que sepa que un viejo poli vive en el desván. Así ella puede retirar su oferta o mantenerla. Es lo más honrado.
Marc miró con gesto desafiante a Mathias y Lucien.
—Muy bien —repitió alzando un poco más el tono—. Armand Vandoosler es un viejo ex poli corrupto, que sigue siendo poli y sigue siendo corrupto, podéis estar seguros de ello, y que se toma muchas confianzas con la justicia y con la existencia. Confianzas que pueden o no volverse contra él.
—Generalmente se vuelven contra mí —precisó Vandoosler.
—Y no diré más —continuó Marc—. A partir de ahora, haced lo que queráis. Pero os lo aviso, es mi padrino y es mi tío. El hermano de mi madre, así que, de todas formas, no hay nada que discutir. Es así. Si ya no queréis seguir en el caserón…
—En el caserón desvencijado —dijo Sophia Siméonidis—. Así es como lo llaman en el barrio.
—De acuerdo… en el caserón desvencijado, con el pretexto de que mi padrino fue poli a su manera tan personal, no tenéis más que largaros. El viejo y yo nos las arreglaremos.
—¿Por qué se altera tanto? —preguntó Mathias, con sus ojos azules siempre serenos.
—No lo sé —dijo Lucien encogiéndose de hombros—. Es un histérico, un chico con mucha imaginación. Como los de la Edad Media, ya sabes. Mi tía abuela curraba en el matadero de Montereau y no por eso armo un escándalo.
Marc agachó la cabeza y cruzó los brazos, súbitamente calmado. Dirigió una rápida mirada a la cantante del frente occidental. ¿Qué decidiría ella, ahora que un viejo poli cascado estaba en la casa, es decir, en el caserón desvencijado?
Sophia le adivinó el pensamiento.
—No me molesta que esté aquí —dijo.
—No hay nada más fiable que un poli corrupto —dijo Vandoosler el Viejo—. Tiene la ventaja de escuchar, intentar averiguar y estar obligado a cerrar el pico. De alguna manera, es perfecto.
—Aunque problemático —añadió Marc en voz un poco baja—, mi padrino era un buen poli. Puede servir.
—No te preocupes —le dijo Vandoosler volviendo la mirada hacia Sophia—. La señora Siméonidis juzgará por sí misma. Si surge un problema, por supuesto. En cuanto a estos tres —dijo señalando a los jóvenes—, no son unos imbéciles. También pueden servir.
—Yo no he dicho que fueran imbéciles —aclaró Sophia.
—Siempre conviene precisar las cosas —respondió Vandoosler—. De mi sobrino Marc sé algunas cosas. Lo alojé en París cuando tenía doce años… lo que quiere decir que estaba casi formado. Ya era confuso, obstinado, exaltado y estaba desconcertado, pero también era demasiado listo para estar tranquilo. No pude hacer gran cosa, salvo inculcarle algunos sanos principios sobre los indispensables desórdenes que hay que practicar sin descanso. Sabía lo que había que hacer. A los otros dos sólo los conozco desde hace una semana y, de momento, nos llevamos bien. Una curiosa combinación, y cada cual trabajando en su gran obra. Es divertido. De todas formas, es la primera vez que oigo hablar de un caso como el suyo. Ha tardado usted demasiado tiempo en resolver lo de ese árbol.
—¿Qué podía hacer? —dijo Sophia—. La policía se habría echado a reír en mis narices.
—De eso no hay la menor duda —dijo Vandoosler.
—Y no quería preocupar a mi marido.
—Sabia decisión.
—Entonces esperé… a conocerlos mejor. A ellos.
—¿Cómo actuar sin preocupar a su marido? —preguntó Marc.
—He pensado —dijo Sophia— que ustedes podrían presentarse como obreros del Ayuntamiento. Para revisar líneas eléctricas antiguas o algo así. En fin, cualquier cosa que precise abrir una pequeña zanja. Una zanja que, por supuesto, pasará por debajo del árbol. Les daré un dinero suplementario para la ropa de trabajo, para alquilar una camioneta y para las herramientas.
—Bien —dijo Marc.
—Se puede hacer —dijo Mathias.
—Siempre que sólo sea una zanja —añadió Lucien—, estoy de acuerdo. En el colegio diré que me he puesto enfermo. Habrá que calcular dos días para este trabajo.
—¿Será capaz de vigilar la reacción de su marido cuando los muchachos se presenten para abrir una zanja? —preguntó Vandoosler.
—Lo intentaré —dijo Sophia.
—¿Los reconocerá él?
—Estoy segura de que no. Son lo que menos le interesa del mundo.
—Perfecto —dijo Marc—. Estamos a jueves. Necesitamos tiempo para ultimar los detalles… El lunes por la mañana llamaremos a la puerta de su casa.
—Gracias —dijo Sophia—. Es curioso, pero ahora estoy segura de que no hay nada debajo del árbol.
Abrió su bolso.
—Aquí está el dinero —dijo—. Todo el dinero.
—¿Ya? —dijo Marc.
Vandoosler el Viejo sonrió. Sophia Siméonidis era una mujer singular. Tímida, de aspecto indeciso, pero el dinero lo tenía preparado. ¿Tan segura había estado de convencerlos? Eso le parecía interesante.