El árbol había crecido un poco.
Desde hacía más de un mes, Sophia se apostaba todos los días en la ventana del segundo piso para observar a los nuevos vecinos. Le interesaban. ¿Qué había de malo? Tres tipos bastante jóvenes, sin mujeres, sin niños. Solamente tres hombres. Inmediatamente había reconocido al que se había llenado de herrumbre la frente contra la verja y que le había dicho que el árbol era un haya. Le había gustado volver a verlo allí. Había llevado a otros dos tipos con él, muy diferentes. Uno alto y rubio con sandalias, y otro muy nervioso con traje gris. Empezaba a conocerlos un poco. Sophia se preguntaba si espiarles así era decente. Decente o no, la distraía, la tranquilizaba y le hacía pensar en algo. Por eso lo seguía haciendo. Durante todo aquel mes de abril no habían parado. Habían transportado tablas, cubos, sacos de cachivaches sobre carritos de ruedas y cajas sobre unos chismes. ¿Cómo se llaman esos chismes de hierro con una rueda debajo? Desde luego, tienen un nombre. Sí, carretillas. Cajas que llevaban sobre carretillas. Bien. Así pues, estaban haciendo obras. Una vez que hubieron recorrido el jardín infinidad de veces y en todas las direcciones, Sophia, tras dejar la ventana entreabierta, había podido aprender sus nombres. El delgado de negro, Marc. El rubio lento, Mathias. Y el de la corbata, Lucien. Incluso para hacer agujeros en las paredes llevaba puesta la corbata. Sophia se llevó la mano al fular. Después de todo, cada cual tenía sus manías.
Por la ventana lateral de un vestidor del segundo piso, Sophia también podía ver lo que pasaba en el interior del caserón. Las ventanas reparadas no tenían cortinas y ella pensaba que nunca las tendrían. Cada uno parecía haberse asignado un piso. El problema era que el rubio trabajaba en su piso medio desnudo e incluso a veces totalmente desnudo. Sintiéndose, por lo que ella podía adivinar, perfectamente cómodo. Qué desvergonzado. Aunque el rubio era guapo y daba gusto verlo. Sin embargo, no por eso se sentía Sophia con derecho a instalarse en el pequeño vestidor. Aparte de las obras, de las que a veces parecían estar hasta la coronilla, pero que realizaban con obstinación, allí dentro se leía y escribía mucho. Las estanterías se habían llenado de libros. Sophia, nacida entre las piedras de Delfos y de donde había salido solamente por su voz, admiraba a cualquiera que se dedicara a leer en una mesa bajo una lucecita.
Y además, la semana anterior había llegado otro. Hombre también, pero mucho más viejo. Sophia había pensado que se trataba de una visita. Pero no, el hombre más viejo se había instalado allí. ¿Por mucho tiempo? En cualquier caso ahí estaba, en el desván. De todas formas, era curioso. Tenía, o eso le parecía, un aspecto interesante. De lejos era el más guapo de los cuatro. Aunque fuera el más viejo. Sesenta o setenta años. Parecía que de aquella boca fuera a salir una voz ronca, pero tenía, al contrario, un timbre tan suave y bajo que Sophia aún no había podido captar una sola palabra de lo que decía. Derecho, alto, como un capitán sin navío, no pegaba ni golpe en las obras. Sólo supervisaba y opinaba. Era imposible saber su nombre. Sophia, mientras, le llamaba Alejandro Magno, o bien el viejo cabrón, dependiendo de su humor.
Al que más se le oía era al tipo de la corbata, Lucien. Sus gritos llegaban lejos, y parecía divertirse haciendo comentarios en voz alta y dando toda clase de consignas que apenas eran seguidas por los demás. Había intentado hablar de ellos a Pierre, pero éste había mostrado el mismo interés por los vecinos que por el árbol. Que los vecinos no hicieran ruido en el caserón desvencijado, era todo lo que tenía que decir. Era cierto que a Pierre le absorbía por completo su trabajo en el departamento de Asuntos Sociales. Era cierto que todos los días pasaban por sus manos montones de informes terribles sobre madres solteras que vivían debajo de un puente, gente desahuciada de su vivienda, niños de doce años sin familia, viejos agonizando en una buhardilla, que él reunía para el secretario de Estado. Y Pierre era de esos tipos que se toman en serio su trabajo. Aunque Sophia detestara la forma en que él hablaba a veces de «sus» desheredados, a los que había catalogado en tipos y subtipos del mismo modo que había catalogado a los admiradores. ¿Cómo la habría catalogado Pierre a ella cuando a los doce años vendía pañuelos bordados a los turistas de Delfos? ¿De desheredada también? En fin, era cierto. Se podía entender que, con todo eso a las espaldas, le importara un bledo un árbol o cuatro vecinos nuevos. Pero, a pesar de todo, ¿por qué no hablar jamás de ello? Sólo un minuto.