Aquella fue su primera noche en el caserón de la Rue Chasle. El historiador de la Gran Guerra había aparecido, les había estrechado la mano a toda velocidad, había subido y bajado varias veces los cuatro pisos y luego había desaparecido.
Después de unos primeros instantes de alivio, ahora que el contrato de alquiler estaba firmado, Marc sintió que sus peores temores volvían. Aquel nervioso experto en historia contemporánea, que había aparecido con las mejillas muy pálidas, el mechón de pelo castaño cayéndole constantemente sobre los ojos, la corbata apretada, la chaqueta gris, los gastados zapatos ingleses de piel, le inspiraba sordas aprensiones. Aquel tipo, aparte de la catástrofe que constituía su opción por la Gran Guerra, era una mezcla incomprensible de rigidez y laxitud, de alboroto y gravedad, de ironía jovial y cinismo recalcitrante, y parecía oscilar de un extremo al otro con arrebatos de rabia y buen humor, breves y alternos. Alarmante. Imposible saber qué rumbo iba a tomar el asunto. Vivir con un experto en historia contemporánea que llevaba corbata era una experiencia nueva. Marc miró a Mathias, que estaba dando vueltas alrededor de una habitación vacía, con gesto preocupado.
—¿Lo convenciste fácilmente?
—En un santiamén. Se puso de pie, se apretó la corbata, me puso la mano en el hombro y dijo: «Somos camaradas, eso no se discute. Hecho». Un poco teatral. Por el camino me preguntó que quiénes íbamos a vivir juntos y qué hacíamos. Le hablé un poco de Prehistoria, de carteles, de la Edad Media, de novelas de amor y de motores. Puso mala cara, seguramente no le gusta la Edad Media. Pero se repuso, farfulló algo sobre que no importan las clases sociales entre camaradas o algo así, y eso fue todo.
—Y ahora, ha desaparecido.
—Ha dejado su bolsa. No es mala señal.
Luego el tipo de la Gran Guerra había vuelto a aparecer, llevando al hombro una caja de leña para el fuego. Marc nunca habría pensado que fuese tan fuerte. Al menos les sería útil.
Por eso, después de una frugal cena que tomaron sobre las rodillas, los tres investigadores se encontraron apretados unos contra otros alrededor de un gran fuego. La chimenea estaba cubierta de mugre y era imponente.
—El fuego —anunció sonriendo Lucien Devernois— es un punto de partida común. Modesto, pero común. O un punto y final, como se quiera. Aparte de estar con el agua al cuello, hoy es lo único que tenemos en común. No hay que descuidar jamás las afinidades.
Lucien hizo un gesto de orador. Marc y Mathias lo miraron sin intentar comprender, con las manos extendidas hacia las llamas.
—Es muy sencillo —continuó Lucien levantando el tono de voz—. Para el sólido prehistoriador de la casa, Mathias Delamarre, el fuego es muy importante… Pequeños grupos de hombres peludos juntos, tiritando de frío en las inmediaciones de la cueva, alrededor de la llama salvadora que aleja a las fieras salvajes, en resumen, como en aquella película sobre la búsqueda del fuego.
—En busca del fuego —interrumpió Mathias— es una sarta de…
—¡Qué importa! —prosiguió Lucien—. Deja a un lado tu erudición, que me importa un rábano en lo que se refiere a las cavernas, y concede su puesto de honor al fuego prehistórico. Sigamos adelante. Ahora paso a Marc Vandoosler, que hace enormes esfuerzos por contar la población medieval según los «fuegos»… Los medievalistas se rompen mucho la cabeza con eso. Se hacen un lío… Sigamos. Por fin, avanzando por la escala del tiempo llegamos a mí, a mí y al fuego de la Gran Guerra. «Guerra de Fuego» y «Fuego de Guerra». Impresionante, ¿no?
Lucien se echó a reír, aspiró una bocanada de aire por la nariz y alimentó el fuego empujando un gran leño con el pie. Marc y Mathias esbozaron una vaga sonrisa. Iban a tener que adaptarse a ese tipo insoportable pero necesario para aportar la tercera parte del alquiler.
—Así pues —concluyó Marc, dando vueltas a sus anillos—, cuando nuestras discusiones sean demasiado acaloradas y las diferencias cronológicas irreconciliables, no habrá sino que hacer un fuego en la chimenea. ¿Es eso?
—Puede ayudar —admitió Lucien.
—Un plan sabio —añadió Mathias.
Ya no hablaron más de los Tiempos y se calentaron. A decir verdad, lo que más le preocupaba esa noche y las que vendrían, era el tiempo que hacía fuera. Se había levantado el viento y una fuerte lluvia se colaba en la casa. Los tres hombres fueron evaluando poco a poco con la mirada la magnitud de las reparaciones que habría que realizar y el trabajo que les quedaba por delante. De momento, las habitaciones estaban vacías y las cajas habían servido de sillas. Mañana, cada uno traería su equipaje. Iban a tener que poner yeso en las paredes, arreglar la instalación eléctrica, las tuberías y la carpintería. Y Marc traería a su viejo padrino. Más tarde les explicaría el asunto. ¿Quién era ese tipo? Pues bien, su viejo padrino, nada más. Que también era su tío. ¿Y qué hacía su viejo tío-padrino? Ya nada, estaba jubilado. Jubilado ¿de qué? Pues jubilado de un trabajo, por supuesto. ¿Qué trabajo? Lucien se estaba poniendo muy pesado con sus preguntas. Un trabajo de funcionario, claro. Más tarde les explicaría todo.