II

Estaba claro.

Era exactamente lo que se llama estar con el agua al cuello. ¿Y desde cuándo? Digamos que desde hacía dos años.

Y al cabo de dos años, el final del túnel. Marc golpeó una piedra con la punta del pie y la hizo avanzar seis metros. En París no es fácil encontrar en las aceras una piedra a la que golpear. En el campo, sí. Pero en el campo da igual, mientras que en París a veces es necesario encontrar una buena piedra. Es así. Y, como quien encuentra una aguja en la paja, Marc había tenido la suerte, hacía una hora, de encontrar una piedra perfecta. Así pues, se había puesto a golpearla y a seguirla.

Eso le había llevado hasta la Rue Saint-Jacques, no sin cierta dificultad. Prohibido tocar la piedra con la mano, sólo el pie puede intervenir. Así pues, digamos que dos años. Sin empleo, sin pasta, sin mujer. Ninguna posibilidad de salir a flote a la vista. Excepto, quizá, el caserón. Lo había visto el día anterior por la mañana. Cuatro pisos contando el desván, un jardín pequeño, en una calle olvidada y en un estado ruinoso. Lleno de agujeros por todas partes, sin calefacción y con el servicio en el jardín con un picaporte de madera. Entornando los ojos, una maravilla. Abriéndolos normalmente, un desastre. A cambio, su propietario proponía un alquiler miserable con la condición de hacer mejoras. Con aquel caserón podría salir de la mierda. También podría alojar a su padrino. Cerca del caserón, una mujer le había hecho una extraña pregunta. ¿Sobre qué había sido? Ah, sí. El nombre de un árbol. Es curioso que la gente no sepa nada de los árboles cuando no puede vivir sin ellos. Quizá en el fondo tengan razón. Él sabía los nombres de los árboles, pero ¿de qué le había servido?

La piedra fue a parar a la Rue Saint-Jacques. A las piedras no les gustan las calles que suben. Se había metido en una cuneta y, además, justo detrás de la Sorbona. Adiós a la Edad Media, adiós. Adiós a los clérigos, a los señores y los campesinos. Adiós. Marc apretó los puños dentro de los bolsillos. Sin empleo, sin pasta, sin mujer y sin Edad Media. Qué cabronada. Marc guió con habilidad la piedra desde la cuneta hasta la acera. Hay un sistema para conseguir que una piedra suba a la acera. Y Marc era un experto, igual de experto que en la Edad Media; o eso creía. Sobre todo, tenía que dejar de pensar en la Edad Media. En el campo jamás hay que enfrentarse al desafío que representa subir una piedra a una acera. Ésa es la razón por la que daba igual empujar piedras en el campo, y eso que allí había toneladas. La piedra de Marc cruzó elegantemente la Rue Soufflot y abordó sin demasiados problemas la parte estrecha de la Rue Saint-Jacques.

Digamos que dos años. Y al cabo de dos años, lo único que se le ocurría a un hombre con el agua al cuello era buscar otro hombre también con el agua al cuello.

Porque frecuentar a los que han tenido éxito cuando uno ha fracasado en todo a los treinta y cinco años, agria el carácter. Por supuesto, al principio distrae, hace soñar, anima. Después exaspera y por último agria. Suele pasar. Y Marc no quería de ninguna manera llegar a ser un amargado. Está feo, pero es un riesgo, sobre todo para un medievalista. La piedra, de una fuerte patada, llegó al Val-de-Grâce.

Existía una persona de la que había oído decir que estaba con el agua al cuello. Y, según noticias recientes, Mathias Delamarre parecía estar verdaderamente con el agua al cuello desde hacía un largo período de tiempo. Marc le apreciaba, incluso mucho. Sin embargo, no le había vuelto a ver en los últimos dos años. Quizá Mathias podría alquilar con él el caserón. Porque de aquel miserable alquiler Marc de momento no podía aportar más que la tercera parte. Y había que dar una respuesta urgente.

Suspirando, Marc empujó la piedra hasta la puerta de una cabina telefónica. Si Mathias aceptaba, quizá podría salir del apuro. Solamente había un gran problema con respecto a Mathias. Que era prehistoriador. Y Marc no lo soportaba. Sin embargo, ¿acaso era el momento de ser sectario? A pesar del abismo que los separaba, se apreciaban mucho. Era curioso. Y precisamente en ese hecho curioso había que pensar, y no en la aberrante elección que Mathias había hecho de aquella horrorosa época de cazadores-recolectores que usaban sólo sílex. Marc se acordaba de su número de teléfono. Le respondieron que Mathias ya no vivía allí y le dieron un nuevo número. Decidido, volvió a intentarlo. Mathias estaba en casa. Al oír su voz, Marc respiró. Que un tipo de treinta y cinco años esté en su casa un miércoles a las tres y veinte de la tarde es la prueba tangible de que es un absoluto fracaso. Ésa ya era una buena noticia. Y cuando el tipo acepta, sin más explicaciones, una cita dentro de media hora en un café de mala muerte de la Rue du Faubourg-Saint-Jacques, seguramente aceptará cualquier cosa.

Aunque…