Los cómplices habituales
En 1974, cuando nació oficialmente la nueva novela policíaca española, yo estaba todavía en un período de aprendizaje literario y ni siquiera me había planteado escribir una novela. Me dedicaba a la militancia política antifascista y lo mío era la poesía. Aunque reconozco la estela dejada por Tatuaje entre algunos escritores de mi generación, de alguna manera me considero parte de una hipotética promoción posterior. Llegué quince años más tarde. Incluso en edad, soy más joven que aquellos estupendos colegas que se lanzaron sobre la literatura a bocajarro. Algún estudioso, como Valles Calatrava, me sitúa en la «segunda oleada» de la novela negra española; soy de los que publicaron sus primeras novelas negras a finales de los años ochenta.
Mi primer thriller negro-policial, Carne fresca, lo escribí y publiqué en 1988; el segundo, Festín de tiburones, en 1990; el tercero, Para matar, en ¡1996! El siguiente, Lejos de Orán, es de 2003. El último ha sido Nuestra propia sangre, premio de narrativa Francisco García Pavón 2009, y cuenta la historia de un parricidio que, de alguna manera, me perseguía desde mis comienzos.
Como puede comprobarse, aunque tengo un relato publicado en el concurso de cuentos de Gimlet, en 1980, mi dedicación literaria al género es posterior al grupo inicial formado por Juan Madrid, Andreu Martín, Julián Ibáñez, Jorge Martínez Reverte y Fernando Martínez Laínez, entre otros, que publicaron sus primeras obras policíacas en colecciones como Circulo del Crimen, de Sedmay, o Club del Misterio, de Bruguera.
Yo era entonces un joven periodista que buscaba trabajo; colaboraba en Interviú y en El Periódico de Catalunya y no tenía ninguna intención de escribir novelas policíacas. Me dedicaba a la poesía y al relato urbano con bastante fortuna: varios premios literarios y algunas críticas elogiosas en revistas muy intelectuales, como a mí me gustaba. Ahí queda como prueba el volumen de cuentos Historias del viajero metropolitano.
De modo que difícilmente puedo hablar de la «época dorada» del género porque yo llegué a él cuando comenzaba la crisis, cuando todo el pescado estaba vendido y Vázquez Montalbán hablaba ya de «la supuesta novela negra española» y aseguraba —como ya he escrito antes— que sólo conocía a dos autores del género: Juan Madrid (en Madrid) y Andreu Martín (en Barcelona). Una declaración pública que él mismo matizó posteriormente para no herir demasiadas sensibilidades desplazadas del Olimpo negro y que hizo bastante daño a quienes realmente deseábamos abrir nuevos caminos en la novela criminal española.
Yo escribí mi primera novela de una manera inevitable, casi natural. Quería relatar una historia realista, sin monólogos interiores, de acción y aventura, donde ocurrieran cosas y ningún personaje tardara quince páginas en afeitarse o en subir una escalera. Manejaba demasiados datos, detalles y personajes reales (policías de verdad, delincuentes, documentos…) producto de mi trabajo en la sección de tribunales y sucesos de El Periódico y de Tiempo. Todo esto desembocó en Carne fresca. Envié el libro a Ediciones B y el editor Héctor Chimirri, un gran tipo que ya no está entre nosotros, me dijo entusiasmado que había escrito una magnífica novela negra. ¡Abracadabra! ¡Inconsciente de mí!
Mis narraciones negras fueron escritas en una época nada dorada. Las editoriales quemaron el mercado y dejaron de publicar novelas de género. No se vendían ya, según ellos. Se había terminado el boom. Después de ordeñar la vaca hasta el paroxismo, decidieron descuartizarla y vender su carne a un precio muy barato. Eso explica que tardara tanto tiempo en publicar Para matar, un libro que estaba conmigo desde el asesinato de Yolanda González en 1980, y que lo hiciera en una editorial marginal. Se vendieron doscientos ejemplares y el editor ni siquiera lo distribuyó. Pero yo necesitaba librarme de esa novela tan personal y dejé que muriera en sus manos. También explica que mi siguiente novela haya sido publicada siete años después.
A pesar de ser entonces el más joven del grupo, inmediatamente conecté con ellos, identificado con el planteamiento de nuestro gurú (al que todos rendían pleitesía literaria, aunque no reconocieran su liderazgo moral). En un prólogo para la historia, Manuel Vázquez Montalbán escribió un texto para presentar la antología Negro como la noche, coordinada por Manuel Quinto, en la que estábamos incluidos todos los cultivadores del género negro de la década de los noventa. Nosotros, «los mirones del subsuelo». En la capital del imperio: Juan Madrid, Andreu Martín, Pérez Merinero, Julián Ibáñez… En Barcelona, Andreu Martín, Francisco González Ledesma, Jaume Fuster, Manuel Quinto, Jaume Ribera, José Luis Muñoz, David C. Hall… Incluso Eduardo Mendoza y Mario Lacruz se dejaron ver en alguna ocasión. Entre copa y copa. Con una fantasmal Asociación Española de Escritores Policíacos que jamás llegó a zarpar realmente, mientras los editores nos daban la espalda y se centraban en un par de nombres con presencia mediática. Aquella cofradía circulaba en la negritud más absoluta y no exenta de ácido humor negro. Éramos amigos unidos por la literatura, por una forma de entender la narración y la realidad. Cada cual siguió su camino literario, fiel a su manera de hacer las cosas.
Han pasado más de treinta años desde entonces y a la nómina negra se han incorporado algunos autores que empezaron a escribir dentro del género en el 2000 y que siguen en sus trece. También escritores más jóvenes con otras maneras de entender «lo negro», con una memoria sentimental distinta a la nuestra, que vuelven al enigma, al mestizaje, al juego metaliterario, y que olvidan o minimizan la denuncia, la capacidad reveladora de la ficción literaria como herramienta de conocimiento social.
Deseo acabar esta guía recordando a los autores que estaban allí hace tres décadas y siguen con nosotros, como reincidentes cultivadores de la mejor literatura del mundo; un género que, paradójicamente, tiene en contra su limpieza narrativa, su potencia para contar historias verdaderas, su compromiso directo con los lectores.
También quiero añadir una confesión a modo de posdata. La voluntad de explicar el mundo a través de historias reales y ficticias es para mí una necesidad inevitable, un impulso contundente. Mis libros no tendrían sentido si no fueran instrumentos de conocimiento, de revelación. La actividad literaria es para mí la única manera que conozco de seguir vivo en este mundo tan bestia.
En mis novelas negras, la realidad y la ficción se mezclan hasta formar un todo indivisible. Donde no puede llegar el periodismo ni la historiografía, la literatura de ficción criminal se convierte en la verdadera narradora de la verdad oculta. Escribo historias realistas, documentadas, inspiradas en personas y sucesos verdaderos; interpreto los hechos, reflexiono. Y lo hago con novelas de acción, sin monólogos interiores, donde las peripecias de los personajes nos conducen al retrato social y muestran las miserias y grandezas de la condición humana.
Mis narraciones utilizan el procedimiento de investigación y buscan respuesta a las grandes preguntas. La literatura, tal como yo la practico, es una actividad social, de contrapeso crítico frente a tanta estupidez organizada. Soy un escritor comprometido conscientemente con mi tiempo, y mi objetivo es tratar de iluminar las zonas de sombra. Por eso escribo novela negra, porque es un género que nos permite contar historias desde el mismísimo infierno.