MALDITO Y OLVIDADO
En 1963, mientras una enfermedad le incapacitaba durante meses, Thompson reflexionó, dio la espalda a Hollywood y escribió dos de sus mejores novelas: Los timadores y 1280 almas, que no vería cómo eran llevadas al cine por Stephen Frears (The Grifters, con guión de Donald Westlake, 1990) y por Bertrand Tavernier (Coup de torchon, 1981).
Era ya un escritor olvidado, marcado por una visión del mundo que forjaba su genio y su maldición, inseparablemente. Jim Thompson cargaba en solitario con el peso del fracaso. Apenas el alcohol y la escritura disminuían levemente su infernal sufrimiento. Vivía en su piel «la tragedia de los siglos, ya que nada ni nadie se destruye por completo; sencillamente, asume nuevas formas. Mírame a mí, por ejemplo. Pregúntame si estoy destruido y contéstame sí o no. —Y se veía a sí mismo como el caso clásico del grifo cuadrado en la tubería redonda—. Cada uno es un ángel y un hijo de perra, ambas cosas».
De este modo, como en una tragedia griega, como un Dante de piel calcinada, descendía desvalido y sin defensas hasta los infiernos de la culpa y el remordimiento. Nada se sostiene en la literatura y en la vida, excepto el miedo, ese horror psíquico individual contenido en el interior de un horror colectivo creado por las estructuras sociales del Sistema: el Estado, la iglesia y la Familia. Y si en La sangre de los King la familia es dinamitada con salvaje desesperación, el horror total surge dentro del escritor y se expresa literariamente a través de personajes como su psicópata Rudy Torrento, quien «tenía miedo a dormir e igualmente temía despertar; desde el amanecer de su memoria, los días también se habían identificado con el terror. En todo caso, sin embargo, su miedo era de diferente clase. Un ratón acorralado debía sentir lo mismo que Rudy Torrento sentía al tomar conciencia cada día. O una culebra atrapada entre los dientes de una horca. Era un miedo enloquecedor, agresivo, ultrajante y furioso; una sensación de escalofrío que se iba apoderando del hombre cuya existencia dependía de él».
Dos años antes de su muerte, en 1975, la última decepción se apoderó de Thompson con el estreno de la versión de El asesino dentro de mí, filmada por el artesano Burt Kennedy. La impresión que recibió fue tan tremenda que se quedó sin voz. Desde entonces, comenzó a sufrir sucesivas trombosis en las que perdía el habla y la posibilidad de comunicarse. «Para un hombre como yo —dijo a sus hijos una de las últimas veces que pudo expresarse—, que siempre ha amado las palabras, esto es lo peor que me podía ocurrir».
Su agonía fue lenta y dolorosa. Y vivió la pesadilla añadida de haber sido recluido, como su padre Pop, en un asilo de ancianos. Para acabar con su vida cuanto antes, dejó de comer. Y la sombra de Pop regresaba a su mente mientras balbuceaba constantemente: «Perdón, perdón, perdón…». También, con lágrimas en los ojos, exclamaba ante la sorpresa de su hija Sharon: «¡Cómo han podido hacerme esto!».
Fue su hijo Michael —que tantos problemas le creó con sus depresiones y sus intentos de suicidio y al que jamás abandonó— quien lo sacó del asilo y se lo llevó a su casa. Su vida se apagaría en pocos meses. Cuando, el jueves santo, 7 de abril de 1977, murió, ninguno de sus libros permanecía editado en Estados Unidos. A su entierro apenas asistieron veinticinco personas, de las cuales sólo cuatro no pertenecían a la familia.
En declaraciones al biógrafo Michael McCauley, el editor Arnold Hano, de Lion Books, recordó con amargura aquel triste momento: «Además de la poca gente que asistió al sepelio —dijo Hano—, una idea golpeaba mi cerebro con fuerza: me parecía estar en una novela de Jim Thompson».
Maldito hasta el fin. «Sí, creo que eso es todo, a no ser que la gente como nosotros tenga otra oportunidad en el otro mundo. Nosotros, la gente como nosotros».