El infierno existencial de Jim Thompson
Todos nosotros, que debutamos en la vida con una tara irremediable, que deseábamos tanto y habíamos obtenido tan poco, que con tan buenas intenciones, tan mal acabamos… Todos nosotros: Yo y Joyce Lakeland, Johnnie Pappas y Bob Maples, el bueno de Elmer Conway y la pequeña Amy Stanton. Nosotros. Todos nosotros".
Son palabras de Jim Thompson en El asesino dentro de mí. Hay que saber responder cuando se recibe una descarga eléctrica. Especialmente cuando la sufres en el lugar y el momento menos adecuado, por sorpresa, en un marco insólito. La sacudida la recibí en la mañana del 27 de agosto de 1989. Durante un mes había estado en la Italia del Renacimiento, Florencia, los Medici, Miguel Ángel, la Capilla Sixtina, Botticcelli, Bernini… y regresábamos en coche hacia Madrid. La invitación de mi amiga Rosa Mora nos hizo detenernos en Cadaqués durante dos días. Frente al Mediterráneo más hermoso, mientras el mar, a lo largo del día, cambiaba de azules con una belleza arrebatadora, descubrí a Jim Thompson. Yo acababa de publicar mi primera novela policíaca, Carne fresca, y me preguntaba —sigo haciéndolo— si valía la pena cultivar un subgénero literario despreciado por la intolerancia de los «inteligentes».
Sobre una mesa, Rosa Mora tenía un ejemplar de la primera edición en España de El asesino dentro de mí, en Círculo Negro —ella, en su labor periodística, siempre ha demostrado ser una gran thompsoniana—. Comencé a hojear la novela con curiosidad, me dejé llevar por el primer capítulo y, sin remedio, recibí inmediatamente un primer impacto que me obligó a no salir de la casa hasta que terminé su lectura total. No consiguieron impedirlo ni el paisaje maravilloso de Cadaqués, ni la hospitalidad de nuestra anfitriona, ni mis amigos con sus amables tentativas náuticas y culinarias.
Casey Affleck y Jessica Alba comparten cartel en la versión de The Killer Inside me que en 2010 dirigió Michael Winterbottom y que en España se tituló El demonio bajo la piel.
Hasta ese momento, yo no había leído nada de Jim Thompson, solo tenía referencias bibliográficas; pero el golpe fue tal que, aquel mismo día, diseñé el argumento de mi segunda novela —Festín de tiburones—, empujado por el convencimiento de que, si la serie negra había parido una obra maestra de semejante calibre, valía la pena seguir escribiendo literatura policíaca.
Aunque mi temática no tenía demasiada relación con el universo de Jim Thompson, desde aquel día de agosto iba a ser para mí un orgullo como escritor principiante pertenecer a su familia literaria y estar incluido en una colección como Cosecha roja, de Ediciones B, junto a dos de sus mejores novelas —la autobiográfica Texas y el thriller antiderechista Libertad condicional—, escritas antes de que yo naciera.
Cubierta americana de El asesino dentro de mi.
Leer a Thompson me empujó a la creación literaria con más fuerza incluso que cuando leí al Dostoievski de Crimen y castigo. Y pronto descubrí que aquella no era una comparación casual debida a la precipitación de mi entusiasmo juvenil. No en vano, Jim Thompson había recibido del estudioso Geoffrey O'Brien el calificativo del «Dostoievski de las novelas de diez centavos», porque, como argumenta O'Brien, Thompson «no dramatiza la lucha entre el bien y el mal, la vive, y el autor la vive con él y a través de él. Nos encontramos más cerca de una mentalidad como la de Dostoievki: la obligación de exponer úlceras morales, de reconocer los impulsos del mal, de buscar alguna clase de redención. Pero, mientras Dostoievski podía encontrar reposo en una imagen ortodoxa, aunque fuera un autoengaño, Jim Thompson permanece en el limbo. No hay salvación. Lo que prevalece en sus trabajos es esa incesante pregunta, esa intensidad moral incapaz de entregarse a una respuesta sencilla. Nos encontramos siempre en el límite».
Tras la última página, el sheriff Lou Ford me había dejado sobre un abismo, sin red y en la cuerda floja, donde sigo balanceándome tras aquel encuentro veraniego de 1989. Desde entonces, he devorado todos los Thompson que han caído en mis manos. Con emoción. Sobre todo las obras menores, algunas escritas con rapidez y publicadas siempre como libros populares. Dejó veintinueve novelas (y una póstuma) que prácticamente pasaron inadvertidas al ser editadas. El maldito silencio. Tuvieron que ser los expertos franceses de la Série Noire de Gallimard quienes le colocaron entre los grandes novelistas: el lugar que le corresponde a un narrador capaz de construir sus historias con la potencia descompensada de un técnico en electroshocks.
Pero ¿alguien conoció realmente a James Myers Thompson? Ni siquiera la mujer que compartió cuarenta años de su vida supo realmente quién era. «No puedo explicarme por qué la obra de Jim es tan pesimista y desesperada —declaró su viuda Alberta a la revista francesa Polar, en 1980—. Jim era precisamente lo contrario».
Alberta jamás sospechó la vida interior de su marido, a quien había conocido en una cita a ciegas en 1930, cuando Jim, a los veinticinco años, creía que su primera novia, Lucile Boomer, era la única mujer ante la que podía mostrarse tal como era. Pero Lucile le abandonó para casarse con un dentista.
¿Cómo se forja un espíritu tan turbulento bajo una apariencia tan afable? ¿Qué guerra sin cuartel se desataba encarnizadamente en el cerebro de aquel hombre? A pesar de sus fracasos personales y las explicaciones freudianas al uso, como ocurre con los grandes creadores, quizás nadie consiga nunca acercarse a los recodos del alma tortuosa de Jim Thompson.