13

Andreu Martín en la piel de sus personajes

«El hampa ya no es lo que era» —escribió Manuel Vázquez Montalbán, en 1987, para el prólogo de la novela Barcelona connection—. Y es que nada es lo que era. Ni la nostalgia, ni los chorizos. Cuando se me pregunta por la supuesta novela negra española, suelo contestar algo que sigue siendo una boutade y que ya es una inexactitud: que sólo la cultivan dos novelistas y que uno de los dos es Juan Madrid (si me lo preguntan en Madrid) o Andreu Martín (si me lo preguntan en Barcelona). «Es una boutade porque el censo se ha ampliado y porque en el censo figuran buenos novelistas». Y añadía: «De todos los que descaradamente y sin coartadas culturalistas (que yo mismo utilizo) están intentando hacer una novela negra a la española, Andreu Martín es el más fiel adaptador de los cánones de la novela de acción, para la que ha desarrollado una maestría hoy día no igualada».

La boutade de Vázquez Montalbán, recordada en Barcelona tantos años después, tras recibir Andreu el Premio Carvalho, adquiere para mí su significado más elocuente, porque en la obra de Martín se resume la realidad actual y el ímpetu de la novela negra española más allá de análisis coyunturales o de explicaciones seudopolíticas, como aquella según la cual la novela negra española nació como reflejo literario de los cambios sociales operados durante nuestra transición política, y cuya impronta, su necesidad, su objeto literario se perdió con la instauración de la democracia capitalista, neoconservadora, transnacional.

Los hechos son testarudos y, más allá de mimetismos y discusiones bizantinas sobre el sexo de los ángeles, no faltan autores y novelas actuales para demostrar que se trata de un género lleno de posibilidades y que tiene por delante un filón temático, narrativo, donde se impone la aventura y el delito, el realismo y la crítica social, la descripción de ambientes y personajes, los escondrijos siniestros y los despachos de la dignidad monetaria.

Durante tres décadas, Andreu Martín ha mantenido en toda su obra una intensa fidelidad al género negro policial; ha escrito y reflexionado sobre él, ha debatido con sus enterradores coyunturales y ha seguido escribiendo novelas de una oscuridad emocionante, con el misterio, el thriller, la intriga, el hard-boiled, como bandera. Sin renunciar nunca al juego limpio con el lector y al aspecto búdico de la creación literaria. Este es uno de los aspectos que me unen a Martín; una preocupación y una obsesión que compartimos.

Cartel de Mamá sangrienta, con Shelley Winter y Robert De Niro

Pero, además, mi vida literaria está unida a la suya de una manera casi familiar. Aunque él estuviera en Boston y yo en California y no nos conociéramos de nada. Hace treinta y dos años, en 1972, me publicaron mi primer relato en una revista barcelonesa llamada Terror fantàstic. Tenía diecisiete años, estudiaba COU y allí estaba, en el número de enero, Andreu Martín con un cuento titulado El faquir, rodeado para la ocasión por algunos personajes premonitorios: el peludo Paul Naschy en la película El doctor Jekyll y el hombre lobo, el fronterizo Roger Corman, la impresionante Shelley Winters de Mamá Sangrienta con su Thompson en ristre, Flash Gordon, el Norman Bates de Psicosis y, sobre todo, un texto erudito sobre Edgar Allan Poe, el padre fundador.

Desde luego, el carácter aventurero de nuestro autor, que entonces no había cumplido los 23 años, queda patente en su promiscuidad creativa con tan malas compañías e influencias. Porque, como novelista, siempre ha buscado nuevos caminos, ha mezclado lo fantástico y la intriga criminal (Memento de difuntos, 1984), ha hecho incursiones en el terror, el erotismo, es coautor de la serie Flanagan, ha escrito magníficos guiones de cómic y se ha embarcado con éxito en el guión cinematográfico, televisivo… Entre otras empresas arriesgadas, de las que dan cumplido testimonio creadores como el hispanista norteamericano Kenneth Cross, autor del best seller Guerra ciega (2003), sobre el alambicado mundo de los agentes de la CIA, el narcotráfico y las redes para el blanqueo de dinero árabe en el oscuro mundo de los paquistaníes sin papeles que venden flores en la noche barcelonesa.

En 1981, hace veintidós años, la revista Gimlet, dirigida por Manolo Vázquez Montalbán, publicó mi primer relato policíaco, La pistola estaba encendida, en el que precisamente asesinaba al director de la citada revista para ganar el concurso literario que convocaba. Yo tenía entonces 27 años y había decidido escribir negro negrísimo, después de cuatro volúmenes de poesía y numerosos relatos urbanos. Y allí, en las páginas de aquel Gimlet, estaba Andreu Martín (también Juan Madrid), a punto de ganar el Premio Círculo del Crimen con una de sus obras maestras, Prótesis. La cosa ya iba en serio, encarrilada por los raíles del crimen. Y en la revista ya estaban desde maestros como Hammett, Conan Doyle o Will Eisner, hasta los expertos de la casa: José Luis Guarner, Perich, Maruja Torres, Vázquez de Parga, Coma, Vidal Santos, Eduardo Mendoza, Frederic Pagés… En ese número, Andreu escribía en su sección Detective sin licencia: «Contra lo que se suele predicar, a la ley no le gusta que todos seamos iguales ante ella». Hablaba… de huellas digitales, aunque podría haberse referido a un aspecto más filosófico.

El asunto fue a más. En 1988, escribí mi primera novela negra policial, Carne fresca. Se la envié a Héctor Chimirri, editor de la colección Cosecha Roja de Ediciones B y… allí estaba Andreu, como asesor editorial, que, sin conocerme, apostó por la novela y escribió el prólogo en el que destacaba una de nuestras obsesiones como novelistas, la verosimilitud. Y, según su enseñanza del momento, un suceso, un episodio, una historia, además de ser realista, debía ser verosímil. Era preciso hacer creíble la realidad.

Lo que vino después ha sido una larga relación de amistad y literatura. No soy imparcial. Pero nadie lo es. Y por ello he recurrido a opiniones más cualificadas que la mía. Así es que vayamos por partes.

En primer lugar, quiero consignar las palabras del poeta y crítico Roger Wolfe, publicadas en El Mundo, el 5 de noviembre de 1995: «¿Y cómo es posible que nadie se acuerde de alguien que ya estaba practicando el tarantinismo antes de que Tarantino y sus diversos acólitos hubieran aprendido a juntar la T con la A? Andreu Martín lleva más de quince años diseccionando el bajo vientre podrido de nuestra sociedad y aquí nadie se entera».

En su entusiasmo, Roger Wolfe utiliza el énfasis con la misma desmesura con que Andreu, en muchas ocasiones, recurre a la violencia en sus novelas. No en vano, nuestro autor está considerado por los especialistas (Vázquez de Parga, Fernández Colmeiro, Valles Calatrava…) como el autor más negro y brutal, violento y desencantado de cuantos practican la literatura policíaca en España. Para que el golpe literario sea certero, es preciso poner las cartas boca arriba y reconocer que, a muchos de nosotros, las disecciones narrativas de Andreu siempre nos han puesto el pelo como escarpias.

En este sentido, no puedo evitar reproducir el párrafo con que arranca Prótesis, una de sus novelas emblemáticas: «No hay nada más siniestro que la sonrisa de una calavera. Es un rictus petrificado, frío. Inexpresivo e inmutable. Dientes apretados en un mordisco feroz… La sonrisa de una calavera sugiere cuencas vacías, que son ojos que miran hacia el interior del cráneo y se regodean en la visión de pensamientos putrefactos. Sugiere corrupción, y gusanos, y huesos que se oxidan lentamente, mientras esperan la hora de la revancha. Miguel Vargas Feinoso tiene su sonrisa de calavera metida en un vaso de cristal, con agua y una pastilla de Corega Tabs».

Cubierta de Prótesis.

La violencia es un instrumento del realismo, ofrecido en crudo, en los cubículos sórdidos de la realidad, a través de un camino que conduce a la decepción final. Es una violencia social, tan ambigua que provoca en el lector rechazo y atracción. Stendalhiano como pocos. Andreu ha recorrido todos los subgéneros de lo criminal. Ha utilizado el enigma y el procedimiento policial (A la vejez, navajazos, 1980); ha homenajeado las novelas hammettianas de gánsteres a través de su detective Zack Dallara (El señor Capone no está en casa, 1980); se ha deslizado desde los crímenes pasionales a la delincuencia organizada internacional; ha diseccionado el submundo de la droga, las acciones de los asesinos en serie (El hombre de la navaja, 1992; Corpus delicti, 2003); incluso ha descendido a las cloacas del delito a través de personajes tan marginales como el campesino de Jesús en los infiernos (1991).

En su extensa obra, ha utilizado detectives privados a los que casi siempre se ha cargado al final de su aventura para impedir (sospecho) que algún editor avezado le pidiera que el personaje en cuestión fuera el protagonista de una nueva novela. No sea que le salga un Sherlock Holmes imposible de neutralizar. Triste destino el de Alberto Álvarez (La otra gota de agua, 1981), a quien amputan un brazo al atentar contra él por confundirlo con un dictador africano; de Juan Ges (Si es, no es, 1983), que acaba muriendo en un accidente de coche; de David Ponce (Por amor al arte, 1984), cuyo asesinato es filmado como ejemplo de arte conceptual; de Ricardo (La camisa del revés, 1983), que acaba asesinado; de Luis Escalé (Amores que matan, ¿y qué?, 1984), quien al hacer bien su trabajo, provoca un crimen ignominioso.

Sus delincuentes han descendido al infierno novela tras novela. El Migue y el Gallego, de Prótesis (1980), convierten su duelo personal en una metáfora aterradora de un universo sin salida. Unos acaban asesinados (El día menos pensado, 1986); otros, como Sánchez, se dedican a matar niños a golpe de martillo (A martillazos, 1988); buenas personas en potencia, como Luis Izquierdo, se corrompen y, al no poder con la organización criminal, se unen a ella (Aprende y calla, 1979). En cuanto a sus policías, el honrado Paco Huertas, de Barcelona connection, y Javier Lallana, que apareció por primera vez en A la vejez, navajazos (1980), tienen en la obra de Martín un peso coyuntural y un papel casi siempre secundario. Dado que las obsesiones de nuestro autor casi siempre discurren por el lado salvaje.

Preocupado, hasta la fecha, por no atarse demasiado a un personaje fijo (hasta hoy las series de Flanagan y Ángel Esquius son excepciones), sin embargo, sus novelas tienen una unidad, poseen personajes tipo, gentes que están en este mundo de una manera poco edificante. Como el propio Andreu Martín ha explicado: «Mis personajes viven experiencias tan duras que no son los mismos al acabar las novelas. Son gente a la que le duelen las cosas y que nunca consiguen mantenerse al margen de la acción. El personaje que se mantiene al margen no tiene ningún interés para mí. Mis personajes no son observadores que se mantienen tan distantes como Philip Marlowe, que analiza y juzga la historia desde lejos e interviene sólo en el último momento. Por el contrario, ellos viven las historias, sufren experiencias muy duras y salen muy mal parados. Tan mal parados que nunca volverían a ser los mismos después de la primera novela. Son como clínex, de usar y tirar. Supongo que en la base de todo esto está una forma de escribir que me es interesante y a la que no puedo renunciar. Una forma de escribir visceral, mucho más emocional que racional… Esto me da una visión general del mundo caracterizada por la ambigüedad, que creo que es intrínseca en la novela policíaca. Mi forma de ver la sociedad es una visión paranoica, donde cualquiera puede ser culpable».

Cartel de Barcelona connection.

Su novelística compleja aborda gran cantidad de temas y planteamientos. Entre ellos, a mí me interesa mucho la indagación ética y literaria que Andreu Martín desarrolla desde hace años, en la que la realidad y la ficción parecen darse la mano hasta fundirse en una sola voz. Bellísimas personas (2000) es su mejor ejemplo. A partir de un caso real, un crimen deleznable en plena Transición, que fue utilizado para tratar de evitar la abolición de la pena de muerte en España, Martín ha construido una reflexión sobre las raíces del mal, una investigación sobre la maldad en la que, para más inri, tuvo la amabilidad de citarme a mí y a uno de mis libros sobre el fascismo como parte de la narración. De ahí su obsesión por la verosimilitud, por el realismo. Como el autor explicó con humor, en 1990, durante una charla en la Semana Negra de Gijón: «Yo estoy sumamente preocupado por la cantidad de golpes de porra que los protagonistas de la serie negra reciben en la cabeza sin que esto repercuta en su salud mental».

Y utilizando esta premisa, el autor nos habla del elemento esencial que nos mueve en esta sociedad: el miedo. Un miedo generado por la Maldad. Una maldad unida al ejercicio del poder, a la corrupción, a la política y al dinero, inseparable como la carne al hueso. Y esa es la exploración que realiza Andreu Martín a través de sus personajes: el miedo amenaza a la razón y atenta contra la integridad física de sus personajes. Pero es un miedo que no cae en el maniqueísmo de los buenos y los malos. En la sociedad retratada por Martín todos, absolutamente todos, pueden ser culpables.

Pero, en su obra narrativa, junto al retrato realista de nuestra sociedad, la crítica social y la denuncia que tal crítica siempre conlleva, Andreu Martín hace también un derroche de humor, negro, juguetón, que va de lo lúdico a lo siniestro, pero sin caer en lo paródico ni en la caricatura grotesca que tanto gusta a determinados autores de criptas y laberintos.

El profesor José Fernández Colmeiro, en su libro sobre la novela policíaca española, ya citado, ha escrito sobre la obra de Andreu Martín esta valoración: «Sus novelas tienen la capacidad de despertar la curiosidad del lector y al mismo tiempo ponerlo en vilo, aterrorizarlo y excitarlo a la vez; hacerle sentir como sienten sus personajes. En sus mejores momentos, Martín procede a la creación de un lenguaje nuevo, sin antecedentes en la literatura española, ágil, vivaz, coloquial, duro y frío, brutal y sincero, distanciado y burlón, que llega a asemejarse al lenguaje visual de Buñuel».