Andrea no hizo preguntas, como la buena amiga que era se limitó a dejarme llorar y a consolarme mientras lo hacía. Era la primera vez que me veía derramar lágrimas y creo que se quedó más conmocionada que sorprendida al verme en ese estado. Esto no significaba nada, yo lloraba como cualquier persona normal, sólo que nunca me permití hacerlo delante de nadie. Mi padre no se merecía verme decaída o deprimida y yo tampoco lo merecía, tuve que aprender muy pronto a ser valiente, a ser fuerte y a convivir con mi enfermedad. Tenía que sacarle a la vida todo el jugo, y las lágrimas quedaban fuera ella.
Entramos en el restaurante veinte minutos después de abandonar el instituto, con los ojos enrojecidos por el llanto y la firme decisión de ser feliz el tiempo que me quedara, por lo que no me sorprendí cuando vi que algunas mesas ya estaban ocupadas por otros compañeros.
La dueña del restaurante salió a recibirnos y nos acompañó a una mesa para cuatro personas, sonreía sin cesar. Dos segundos después volvió a nuestra mesa con las cartas del menú y su eterna sonrisa.
En la mesa de la izquierda reconocí a los estudiantes de arte del instituto, entre ellos a Rachel, la chica que vestía de negro y que tenía esos extraños ojos azules de una claridad casi transparente. Había visto su nombre en las exposiciones que hacían en el instituto los del bachillerato artístico, aunque hasta nuestro encuentro en el cuarto de baño del Imperial, nunca me había fijado demasiado en ella más que para cruzar algún saludo casual. Los de arte se relacionaban entre ellos, eran una especie de grupo exclusivo.
Estaba de pie quitándome la chaqueta cuando Rachel se giró y me hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo. Le respondí de la misma forma. Al girarse se apartó el cabello con la mano y pude ver detrás de su oreja derecha un pequeño tatuaje, parecían unas alas. Unas diminutas alas de ángel. Me arrepentí de no haberla saludado más efusivamente cuando recordé su ayuda durante la fiesta de Marc.
La camarera regresó a tomar nota y Andrea y yo nos pusimos a mirar el menú. Aún no habíamos decidido qué íbamos a pedir, cuando noté que alguien se paraba justo delante nuestro.
—Danielle, ¿eres tú? —preguntó una voz que no reconocí familiar. Al levantar la vista descubrí a mi interlocutor sonriendo de oreja a oreja.
—Hola Gabriel —le saludé sorprendida por la familiaridad con que me había hablado. Solo nos habíamos visto una vez y tampoco es que me hubiera causado muy buena impresión que digamos. Todo lo contrario que a mi amiga. El tutor de Oliver dejó a Andrea con la boca abierta y literalmente sin palabras, algo que tratándose de Andrea era un mérito digno de reconocer. Gabriel era extraordinariamente guapo, eso era evidente, pero su atractivo residía principalmente en sus ojos, tenía la mirada más extraña, hermosa y peligrosa que jamás había visto. Me recordaba a un gatito salvaje y taimado que podía pasar del dulce ronroneó a sacar las uñas en cuestión de segundos.
Noté que Andrea se sonrojaba visiblemente a pesar de su piel dorada. No recordaba que ella no había llegado a conocerle la noche de la fiesta en casa de Marc. Si bien bajamos juntas, solo yo me acerqué a él y simplemente porque estaba hablando con Samuel.
—Qué agradable sorpresa —dijo sonriente, mostrando su blanca y perfecta dentadura, iba impecablemente vestido. Llevaba una chaqueta oscura entre negra y gris, la llevaba abierta lo que permitía ver qué llevaba debajo. Un suéter de un amarillo pálido que resaltaba sus ojos pardos, unos vaqueros desgastados pero perfectamente planchados, le daban el toque informal a su estilo.
Mientras le observaba y catalogaba, me pareció escuchar un siseo. Gabriel debió oírlo también porque giró la cabeza y se encontró con los ojos clarísimos de Rachel clavados en los suyos. Noté que Gabriel se tensaba, pero en ningún momento perdió la sonrisa, ni Rachel su eterna seriedad. Gabriel volvió a fijar su atención en nosotras pero sin perder de vista cada uno de los movimientos de la mesa de al lado. Fue entonces cuando jugó la baza de Andrea.
—¿Y tú quién eres preciosa? —preguntó mientras tomaba una mano de mi amiga y se la llevaba a los labios. Pensé que el saludo era un poco anticuado, pero sin duda cumplió su objetivo, Andrea quedó totalmente deslumbrada, hubiera jurado que no veía a nadie más que a él en todo el comedor.
—¿Por qué no comes con nosotras? —lo invitó sin siquiera volverse a mirarme para ver qué opinaba al respecto.
De nada me sirvió la advertencia de Oliver de mantenerme alejada de él, aunque tampoco podía culpar a Andrea por invitarlo, ya que no le había contado lo que mi nuevo amigo me había advertido sobre su tutor. Y tampoco sabía la razón de dicho consejo, sólo contaba con mis propios sentimientos de rechazo y me había propuesto dejar los prejuicios a un lado, así que no había nada que pudiera decirle a Andrea para que desistiera de ese instantáneo interés en él.
Gabriel se mostró encantador y solícito, no se podía negar que era muy educado, incluso caballeroso, en el sentido anticuado de la palabra. Parecía embelesado con nosotras, aunque le resultaba difícil apartar completamente la mirada de Rachel. Cuando eso ocurría, cuando los dos intercambiaban miradas que yo no entendía y que Andrea parecía no ver. Los ojos moteados de Gabriel, se volvían cálidos e incluso se oscurecían, pero el efecto nunca duraba más que unos segundos.
Me pregunté otra vez qué podía interesarle a un chico como ese, de un grupo de adolescentes como nosotras.
Cuando terminamos de comer era casi la hora de nuestra siguiente clase, entre mi llanto y lo ameno de la conversación, tuvimos que salir corriendo de allí. Los alumnos de arte se quedaron tomando café ya que entraban más tarde que nosotras. Otro de los muchos privilegios que tenían. En Armony, las artes, fueran cuales fueran, se respetaban y se premiaban por encima de todo lo demás.
Gabriel se empeñó en invitarnos a comer y Andrea le propuso que, si le permitíamos pagar, entonces nosotras le debíamos una invitación para otra ocasión. Él aceptó encantado e intercambiamos teléfonos.
Salimos tan deprisa de allí que cuando ya llevábamos una calle, me di cuenta que me había dejado el pañuelo que llevaba anudado al cuello. Era un recuerdo de mi madre, morado de estilo hippie y no estaba dispuesta a perderlo, por lo que le pedí a Andrea que se marchara al instituto que yo ya la alcanzaría. Andrea me aconsejó llamar a Gabriel y pedirle que me lo guardara, pero yo no estaba dispuesta a mantener más contacto del necesario con él. Las palabras de Oliver habían arraigado en mí, y una cosa era no prejuzgar y otra ser imprudente.
Cuando entré en el restaurante, la misma china que nos había acompañado a la mesa y atendido después, salió de detrás de la barra con mi pañuelo en las manos. Le di las gracias por su amabilidad e iba a marcharme cuando vi una escena que despertó mi curiosidad. Rachel se levantaba de la mesa en la que había comido con sus compañeros de curso y se sentaba en la misma silla que instantes antes yo había ocupado. Di gracias al cielo que hubiera dos salones y que ellos estuvieran en el segundo de ellos, sobre una especie de pedestal, de modo que yo pudiera acercarme a ellos y colocarme tras el inmenso árbol de plástico que dominaba el primer salón. La decoración china siempre me había chirriado, pero esta vez me había venido perfecta para camuflarme en ella.
Me pareció extraña la actitud de esos dos desde el principio. Si se conocían, lo que parecía evidente, ¿por qué no se habían saludado al entrar? Y ¿por qué ese juego de miradas que habían compartido durante la comida?
—Hola Mefisto, ¡cuánto tiempo! —le saludo Rachel, había demasiada confianza entre ellos. Mis suposiciones parecían tener cierta base. Realmente se conocían… Pero lo que me llamó la atención fue el cambio de nombre. Debía ser un apodo, concluí. Un apodo extraño que debería tener algún significado para ellos.
—Hola ángel —contestó Gabriel—. Veo que sigues en el mismo bando, es una pena, sabes que siempre he tenido debilidad por ti —ronroneó, haciéndome sentir incómoda, como una mirona que interrumpiera una cita amorosa—. Por cierto, llámame Gabriel —le pidió con una gran sonrisa que iluminó sus rasgos.
La risa con que respondió Rachel sonó musical, me pilló desprevenida, jamás la había visto sonreír, siempre se mostraba seria. Me sorprendió que ese hermoso sonido pudiera surgir de ella.
—¿Gabriel? —preguntó divertida—. Ya has terminado con todos los nombres de arcángeles: Miguel, Rafael… ¿Qué va a ser después, Jesús? —y ya no había ni rastro de la risa que había descubierto en ella. Más bien parecía enfadada o más bien ofendida.
—No me tientes ángel, no me tientes… Ya sabes que ese es mi trabajo.
Empecé a marearme, la conversación era tan confusa que dudé de que estuviera oyendo bien.
—¿Qué estás haciendo aquí, Mefisto? ¿Por qué ese interés después de dos años, en los que no has movido ficha? Te creía fuera de la ciudad, ¿cuándo has vuelto? —preguntó seria, sin un atisbo de calor en su mirada.
—Estoy protegiendo mis intereses, lo mismo que tú, querida. Y si no he movido ficha antes es porque no sabía que tenía que hacerlo. Habéis sido muy malos conmigo. Los dos me la habéis ocultado, y eso está mal, yo que creía que no os llevabais bien —siempre conseguía darle un toque de fingida dulzura a sus palabras. Pensé que Gabriel sería capaz de amenazar a alguien de muerte con una sonrisa en los labios—. En cuanto a irme, te equivocas… Nunca me he ido, simplemente me he movido por ambientes distintos a los tuyos.
—No hay nada aquí para ti —sentenció Rachel visiblemente molesta por la indiferencia de Gabriel.
—Te equivocas ángel. Ella es como yo, se parece más a mí que a ti y muy pronto será mi pupila. Va a ser tan fácil que me voy a aburrir mucho. A lo mejor te apetece entretenerme, ¿por los viejos tiempos? —preguntó mientras se acercaba a Rachel, que se mantenía impasible.
—Nunca más —murmuró en un susurro, mientras se levantaba de mi silla y volvía a su lugar entre sus compañeros. Los ojos de Gabriel no perdieron detalle de sus movimientos mientras avanzaba entre las mesas.
Salí sigilosa de mi escondite, más confusa que nunca. Sabía que había mucho más en esa conversación de lo que yo era capaz de entender. Y la única persona que podía tener una respuesta era Oliver. Pero no iba a arriesgarme con él hasta estar segura que era de fiar. Si Rachel tenía tanta relación con Gabriel, seguramente también la tenía con Oliver, ¿por qué entonces fingían cada vez que se cruzaban? Incluso yo había sido testigo del desdén con el que se habían mirado el uno al otro.
Cuando atravesé la puerta principal del instituto comenzó a sonar la sirena que daba aviso de que las clases volvían a retomarse después del descanso de la comida, con un poco de suerte y una pequeña carrera, era probable que llegara a tiempo, si no siempre podía justificarme diciendo que me sentía mal y había ido a la enfermería, con mis antecedentes era casi imposible que el profesor fuera a comprobarlo.
Iba directa a francés cuando en el pasillo casi vacío apareció Theresa, sola, sin su inseparable séquito.
—Tenemos que hablar —me dijo muy seria. Estaba parada frente a mí y no parecía muy dispuesta a dejarme pasar sin más.
—Después, ahora tengo clase —me excusé educadamente, lo último que quería era discutir con ella.
—Me parece que no. Vas a hablar ahora conmigo, aquí en medio del pasillo o en el lavabo de chicas, tú eliges —sabía lo que andaba buscando, sabía por qué tanto interés en hablar conmigo y sabía que no me dejaría en paz hasta que lo hiciera.
—Mejor el lavabo —respondí indiferente, nada de lo que pudiera contarme o proponerme me iba a venir de nuevas. Era la misma historia de la última vez, aunque la noté más agresiva que entonces, ahora estábamos solas y era evidente qué era lo que Theresa quería de mí, así que mejor hacerlo en la privacidad del cuarto de baño.
La seguí en silencio, más pendiente de ordenar mis pensamientos que de preocuparme por lo que iba a suceder con ella.
Cerró la puerta tras de mí y se apoyó en ella, para dejarme claro, por si me quedaba alguna duda, que no iba a dejarme salir de allí por las buenas.
—Te lo advertí Danielle, te dije que te alejaras de Oliver y no me has hecho caso, y eso no está bien —empezó en un tono meloso, que me recordó a Gabriel, un tono que pretendía ser amable, pero que se sentía forzado y falso.
—No sé de qué me hablas, solo somos amigos —respondí a la defensiva. No me gustaba ni su actitud, ni el hecho de que no se apartara de la puerta, pero sobre todo me molestaba ese sentido de la posesión que tenía con Oliver.
— ¿Amigos? Oliver no tiene amigas, Danielle, ¿crees que soy estúpida? —preguntó fingiendo indignación.
—Sí, y antes que preguntes te diré, sí que tiene amigas y sí, creo que eres estúpida, de hecho estoy segura de que lo eres —la vi abrir los ojos como platos ante mi ataque verbal—. ¿De verdad crees que le intereso de otra manera? Pero si hasta te pidió a ti que dejaras de ser mi amiga cuando empezaste a salir con él… —contraataqué a pesar que mis palabras me hacían más daño a mí misma que a ella.
—¡Vaya! Al final la estúpida vas a ser tú —se rió burlona—. Oliver jamás me pidió que os dejara. La idea fue mía. Os vi ¿sabes? Yo estaba en el pasillo, frente a los vestuarios, y vi como os besabais. No podía permitir que estuvierais cerca, así que me inventé eso de que Oliver no quería que fuera tu amiga. Y luego él comenzó a ignorarte e hizo que mi jugada fuera un éxito, tú y Andrea creísteis de verdad que era culpa de Oliver y yo te saqué de en medio de un plumazo. Brillante ¿verdad?
—¿Por qué? —pregunté con la voz temblorosa, por qué alguien a quien durante años había considerado mi amiga, podía odiarme tanto.
—Estaba tratando de cuidar mis intereses, no era buena idea que rondaras por ahí, después del beso que vi entre vosotros. Además estaba cansada de ser la segundona. Soy guapa, siempre lo he sido —se vanaglorió y era verdad, era alta y delgada, pero con curvas y su espléndido cabello negro y rizado le llegaba casi a la cintura. Sus ojos oscuros eran penetrantes y fríos, pero en conjunto era muy atractiva—. Y tú y tu estúpida enfermedad siempre estabais por delante mí, con vosotras al lado no podía explotar todas mis posibilidades. Andrea te protegía como una madre, Samuel estaba loco por ti y tú no te dabas cuenta, hasta Marc y Alex estaban pendientes de todas tus tonterías. Simplemente quería conservar lo que me pertenecía.
—No sé quién eres —dije, intentando tragarme las lágrimas. Para ser una persona que no lloraba lo había hecho ya una vez y estaba a punto de hacerlo una segunda en el mismo día.
Sonrió, simplemente sonrió. Decidida a irme me planté frente a la puerta, pero ella me cogió del brazo y me apretó con fuerza.
Un grito de dolor escapó de mi boca, me estaba clavando las uñas a través de la tela del jersey y de la chaqueta.
La puerta del baño se abrió de golpe, empujándonos a las dos al hacerlo. Ambas contuvimos la respiración, esperando ver al profesor de guardia, que nos obligaría a volver al aula después de una charla sobre faltar a clase. Pero la cabeza que se asomó no era la de un profesor. El pelo oscuro era demasiado largo para pertenecer a un profesor y una cazadora de cuero no era el atuendo adecuado para dar clase.
Oliver se fijó en que Theresa me mantenía cogida y de una zancada se metió dentro del cuarto de baño de las chicas.
—Suéltala ahora mismo —ordenó a Theresa con voz firme y fría, ni siquiera se molestó en mirarla, sus ojos estaban fijos en mí.
Ella obedeció fingiendo no entender su actitud. Aunque antes de soltarme me dio un último apretón más intenso y doloroso que el primero, a modo de advertencia, para que mantuviera la boca cerrada sobre lo que había sucedido momentos antes.
—¿Qué pasa Oliver? Somos viejas amigas saltándose las clases juntas y poniéndose al día de nuestra vida, ¿verdad Danielle? —preguntó con tanta naturalidad que si yo no hubiese sido la destinataria de su ataque de ira, incluso la hubiese creído. Me pregunté si Theresa había sido siempre tan falsa y taimada o si había cambiado desde que no éramos amigas. Pero recordé lo que acababa de confesarme y sentí nauseas, tenía que agradecerle a ella todos mis complejos y mi animadversión por Oliver en los últimos dos años.
—Tengo que irme —dije mientras inconscientemente me frotaba el brazo dolorido. Me acerqué a la puerta con las piernas temblorosas, me sentía traicionada, confundida y descolocada, todas las razones que creía haber tenido para mantenerme alejada de Oliver eran una mentira, mis prejuicios eran una mentira, que quisiera alejarse de mí a toda costa era una mentira… ¿Cuántas cosas más en mi vida eran una mentira? ¿Mi amistad con Samuel? Huía de mí en cuanto la cosa se torcía…
—Todavía no nos hemos puesto al día —comentó alegremente, aunque yo sabía que lo que estaba era amenazándome para que me quedara o para que entendiera que todavía no había acabado conmigo.
—Otro día. Aunque en realidad, Oliver será capaz de contestar a tus interrogatorio mucho mejor que yo —respondí y salí por la puerta dispuesta a marcharme a casa. Pero en el último momento me volví, yo no me amilanaba, no tenía miedo y no me rendía— Theresa —la llamé—, entiendo que estés tan hecha polvo, la verdad es que besa genial —me di la vuelta y los dejé a los dos con diversas expresiones de perplejidad.
Salí de allí, sin siquiera molestarme en despedirme de Theresa. No había sido difícil darme cuenta que Danielle no estaba allí disfrutando de un momento de amigas, como había dado a entender ella. Me atreví a entrar al baño de las chicas al escuchar el grito de dolor que había proferido Danielle cuando Theresa la había agarrado del brazo, ni siquiera sabía que eran ellas las que estaban allí.
Al entrar y ver cómo la tenía sujeta por la fuerza, me sorprendí imaginando que la abofeteaba por hacerle daño, ella era siempre tan dulce con todo el mundo. Incluso enfadada era encantadora. Sus últimas palabras me tenían confundido e incluso celoso, ¿qué había querido decir con lo del beso? ¿Estaban hablando de Samuel? En mi corazón albergaba una pequeña esperanza, pero de ese beso hacía tanto tiempo que dudaba que lo recordara, tenía que saberlo o me volvería loco.
No me costó mucho seguir su ritmo. Me puse a su lado en silencio, la dejé salir fuera del centro sin molestarla hasta que vi que iba directa a la calle dispuesta a irse andando a casa, suavemente la cogí por el brazo y me maldije cuando la vi encogerse de dolor; la dirigí hacia el aparcamiento donde estaba mi coche y fue entonces cuando me di cuenta que estaba haciendo esfuerzos por no llorar. Al verla tan valiente y al mismo tiempo tan indefensa, sentí algo que hacía años que me había prohibido sentir; empatía, dolor, amor…
Había desterrado de mi interior los sentimientos, y ahora de golpe, el llanto contenido de esta chica me los devolvía todos multiplicados por los años que había pasado sin ellos, fue como si me golpearan el pecho y me quedara sin respiración.
Estaba más perdido que nunca y llevaba perdido cuatro siglos.