2
Capítulo 6

La semana había sido extraña, mientras Oliver se acercaba más a mí, despacio y sin forzar nada. Samuel se alejaba más y más, sentía que en lo concerniente a él, me movía por arenas movedizas. Había dejado de traerme a clase, según su opinión, necesitábamos ver nuestra relación en perspectiva. Aunque al final su concepto de la perspectiva era que nos evitáramos todo lo posible.

El jueves, mientras estaba en el aula de música recibí una visita inesperada. La última persona que pensaba encontrarme allí, entraba con la mirada somnolienta y una sonrisa pícara en los labios.

—Buenos días, nueva amiga —me saludó Oliver. Haciendo referencia al nuevo trato que habíamos alcanzado esa misma semana.

Realmente parecía diferente o quizás solo fuera que el verdadero Oliver no se parecía en nada a la imagen que yo había creado de él. Siempre había pensado que era cruel y superficial, y en los pocos momentos que habíamos pasado juntos, estaba descubriendo a una persona que no casaba para nada en esa descripción. Pero no podía fiarme, era un hecho consumado que se había pasado los dos años que llevaba en Armony ignorándome sin compasión.

El lunes se mostró cortés e incluso amable cuando coincidimos en la entrada al instituto, yo iba medio dormida, pero me desperté completamente en cuanto lo vi, vestido de negro, con su eterna chaqueta de piel. Lo único que daba color a su aspecto, eran sus brillantes ojos verdes. Le respondí del mismo modo, en deferencia a la ayuda que me prestó el sábado, sonreí internamente cuando vi su cara de sorpresa, seguramente pensaba que iba a mantener mi actitud hostil y mi reacción lo descolocó, a pesar que durante el corto trayecto de la fiesta a mi casa me había comportado.

El miércoles me encontré con una nota en la taquilla. En ningún momento me pasó por la mente que pudiera ser suya, incluso me incliné a pensar que era de Samuel, una especie de tregua que le daba a nuestra perspectiva, pero me equivoqué. La abrí más intrigada que sorprendida y me encontré con unas líneas garabateadas en una letra pulcra inclinada hacia la derecha.

«Solicito vuelva a abrirse mi caso y se me permita alegar enajenación mental transitoria como defensa.

¿No podemos ser amigos?

Oliver»

Me reí ante la ocurrencia, estaba tan concentrada en sus palabras que me sobresaltó escuchar una voz a mi espalda.

—¿Eso es un sí? —preguntó, la esperanza era evidente en sus ojos verdes moteados de dorado.

Seguía sonriendo cuando le contesté que lo pensaría.

—Hecho. Después de clase te invitó a un café y termino de convencerte —me propuso, esperando que aceptara, aunque tuve la sensación que no iba a aceptar una negativa.

—He dicho que lo pensaría —bromeé sintiéndome, cada momento a su lado, más cómoda con su compañía.

—Lo sé simplemente voy a demostrarte lo buen amigo que soy. Te espero aquí, después de la última clase. Ciao amiga —y se marchó abriéndose paso entre los alumnos que iban a sus clases. Un borrón oscuro entre la multitud.

Fantástico, pensé. Soy incapaz de negarme a nada que me pida. Será mejor que no lo sepa, puede que me hubiera apresurado en juzgarle en algunas cosas, pero estaba segura de algo, no era buena idea que Oliver supiera lo difícil que me resultaba alejarme de él.

Tal y como me había dicho, a última hora estaba esperándome en el lugar acordado, apoyado contra la pared del fondo mirando sin mucho interés a los compañeros que iban abandonando el edificio.

Noté como se envaraba cuando una chica de cabello negro y ojos casi transparentes pasó a su lado, los dos se miraron fijamente y hasta que ella no salió por la puerta, ninguno de los dos dejó de mirar al otro, sus rostros no mostraban ningún interés, solo se podía leer en ellos un sentimiento que me resultó complicado de entender: cautela.

Me acerqué a él silenciosa, pero no lo suficiente como para que no escuchara mis pasos y se girara a mirarme sonriente, su mirada era distinta a la que le había visto al observar a Rachel, distinta, aunque no supe distinguir qué había cambiado en ella.

—¡Vamos! —dijo mientras me cogía de la mano y tiraba de mí hacia afuera, fue un gesto casual para él, en cambio yo sentí como mi estómago daba un doble salto mortal con pirueta acrobática incorporada.

Recorrimos el pasillo de la mano, ante la mirada asombrada de todos los rezagados del instituto. Oliver paró ante un todoterreno de alta gama. Me sorprendí cuando las luces se encendieron con un bip.

—¿Un todoterreno? ¿Qué le ha pasado a tu deportivo? —comenté entre divertida y sorprendida. El coche en el que me llevó a casa el día de la fiesta iba mucho más con su imagen. Oliver y su coche serían la estampa perfecta para el anuncio de un concesionario. ¿O es que otra vez me había equivocado al juzgarle? Estaba haciendo de ello un arte.

—El coche del sábado no era mío —dijo tranquilamente, sin darme más explicaciones—. Prefiero la seguridad a la velocidad. Aún no estoy preparado para morir —respondió con total naturalidad. Sus palabras me trajeron a la mente el recuerdo de otra escena.

—Creo que eso ya te lo había escuchado decir —confesé. Inconscientemente le había dado más información de la necesaria. Con mis palabras confesaba también que nunca había olvidado lo que vino después.

—Es una de mis máximas, así que es probable —dijo sonriendo con naturalidad, me dolió pensar que él no lo recordaba como yo.

—¿Cuántas tienes? Máximas, quiero decir —aclaré por las dudas, mientras subía al coche. Una vez dentro se veían las cosas desde otra perspectiva, era mucho más alto que un turismo normal. Pensé que el todoterreno, después de todo, no le quedaba tan mal a Oliver.

—Algunas. Pero si te las dijera seguramente te escandalizaría y ya no querrías ser mi amiga —bromeó, aunque el brillo en sus ojos era demasiado intenso para tratarse de una broma—. Y ahora esa es mi meta, ser tu amigo.

—Vaya que concepto tan alto tienes de mí —bromeé yo también, guardándome la pregunta que ansiaba hacer ¿Y cuál será tu meta cuando por fin seamos amigos?—. ¿Por qué no me pones a prueba? ¡Cuéntame una! —le pedí, ignorando el dolor que sus palabras me habían causado «Y ahora esa es mi meta, ser tu amigo», un amigo, solo quiere ser tu amigo, me repetí, no lo olvides o lo lamentarás…

—¡Hecho! Quiero saber de qué material estás hecha —dijo riendo, con la mano en el contacto, pero sin arrancar el coche—. La primera: nunca dejo que vean mis cartas, la sorpresa es un buen ataque, la segunda: nunca me rindo. La perseverancia ya es un éxito y tercera: besar a toda chica hermosa que me encuentro —dijo esto mirándome fijamente. No era un tema que quisiera tocar. Su actitud después de su primer beso, era algo que no quería recordar, pero tampoco podía pasar por alto su provocación.

—¡No me lo digas! —exclamé teatralmente—. El libertinaje es tu cuarta máxima. La quinta la infidelidad y la sexta… ¿la provocación? —comenté con una sonrisa irónica en los labios.

¡Touché! —exclamó mientras se llevaba una mano al corazón—. Me tienes calado, lo reconozco —bromeó.

Y sin dejar de sonreír arrancó el coche y me llevó a una pequeña cafetería en las afueras de Armony, una cafetería preciosa que no había visto nunca, en la que acompañaban la taza con un delicioso bombón de chocolate blanco, uno de mis vicios permitidos por el médico.

Charlamos de miles de cosas y descubrí que no era tan presuntuoso como parecía y que tenía opiniones para cosas tan diversas como el arte o la política, en ese momento me prometí a mí misma no volver a prejuzgar a nadie por una sola experiencia negativa. Y fue entonces cuando comencé a creer en las segundas oportunidades.

simple

—¿Qué haces aquí? —preguntó sorprendida que no estuviera en clase.

—Tu padre ha vuelto a dejarme fuera —mentí. Ni siquiera había intentado entrar, me había dirigido directamente al aula de música, deseoso de pasar otra hora más con ella. Danielle era tan adictiva como un buen libro, que una vez que lo has empezado ya no puedes dejarlo hasta llegar al final. Con ella me sucedía algo parecido, desde que me había levantado la prohibición de acercarme a ella, me resultaba muy difícil no pasar cada instante a su lado, la observaba por los pasillos, tan dulce y natural con todo el mundo.

Cuando regresé al presenté ella me miraba con sus ojos azul medianoche, mientras intentaba disculpar a su padre por haberme dejado «supuestamente» en la calle.

—Mi padre es un poco inflexible con el tema de la puntualidad, es normal, ya sabes que los británicos son siempre puntuales y esas cosas —me sorprendió comprobar que a pesar del intento de defender a su padre con sus palabras, en su voz se notaba cierto aire recriminatorio al hecho que me hubiera dejado fuera. Noté como la sangre se calentaba en mis venas, de alguna manera, aunque fuera muy superficialmente, yo le importaba más de lo que estaba dispuesta a confesar.

—¿En casa también es igual? —pregunté demasiado pendiente de la costumbre que tenía de mordisquearse el labio inferior cuando estaba nerviosa. Un gesto que había notado la tarde anterior y que me había tenido prácticamente la noche en vela.

—Más o menos. Las horas de comer son mandato divino. En lo demás no se mete. Nunca me pone toque de queda cuando salgo —aclaró orgullosa, era fascinante verla sonreír. La tarde anterior había descubierto que sonreía de forma diferente según las situaciones. Me sorprendió comprobar que ninguna de ellas era estudiada o afectada. Siempre que sonreía sentía que mi garganta se secaba y se me hacía imposible hablar.

—Es bueno saberlo —dije sólo para verla enrojecer. Su piel se veía preciosa con el rubor cubriendo sus mejillas. Apreté los puños para no alargar la mano y tocarla. No quería asustarla, tenía que confiar en mí, para poder protegerla. El problema iba a ser quién la iba a proteger de mí, de lo que me despertaba, de todo lo que quería hacer con ella, del miedo que en ocasiones me atenazaba el corazón después de tantos años de sentimientos enterrados y recluidos.

Me fije que tenía un libro entre las manos. El título me arrancó una sonrisa, era el Werther de Goethe, cerca muy cerca, iba a tener que ir con mucho cuidado con ella.

—¡Humm! Werther —le dije mientras torcía el gesto dándole a entender que no era de mi agrado.

—¿Lo has leído? —me preguntó con los ojos abiertos. No supe cómo tomarme su sorpresa, ¿me creía un ignorante? ¿O es que había encontrado la historia demasiado sentimentaloide para mí?

—Sí, lo he leído y su fama no es muy merecida —comenté para justificar mi gesto.

—Estoy de acuerdo —contestó sonriente—. Werther no es muy creíble. El que se enamoré tan locamente de alguien que sabe que no puede tener y que acabe muerto por ello… No me gusta —¿Era vulnerabilidad lo que vi en sus ojos? ¿Miedo? ¿O se trataba de algo más profundo?

—Prueba con otra obra, Goethe es maravilloso, vale la pena arriesgarse —le dije con sinceridad.

—¿Qué me aconsejas? —preguntó con la mirada limpia, sin maldades, ni intenciones ocultas. Era tan verdadera que le contesté con total franqueza. Sin pensar en las consecuencias de mi gesto.

—Prueba con Fausto —le dije. Di gracias al cielo cuando sonó el timbre que anunciaba el cambio de clase que evitó que me preguntara de qué trataba, no hubiese sido capaz de explicarle nada sin delatarme.

Andrea apareció por la puerta, no se sorprendió al vernos juntos. Al parecer la gente ya había superado la curiosidad inicial que sentían por nuestra nueva relación. O quizás se debía a que Andrea y Danielle eran amigas, y ella le había puesto al día de nuestra amistad, una palabra que estaba deseando borrar de mi vocabulario, al menos en lo que a Danielle se trataba. Y es que amistad era una palabra tan vacía en este caso, que me molestó no poder usar otra para lo que había entre nosotros.

simple

La mañana pasó demasiado lenta para mi gusto. Los jueves no comíamos en el instituto.

Andrea y yo nos escapábamos fuera, para celebrar que el fin de semana estaba a la vuelta de la esquina, aunque en realidad se trataba de una excusa para comer otra cosa diferente al puré de patatas y guisantes que servían en la cafetería todos los jueves. Ese día decidimos ir al chino que había tres calles más allá de nuestra cárcel de libros y profesores. Ya que mi amiga seguía con su teoría que no había chinos gordos porque la comida china carecía de calorías. Guardé silencio ante tan gran patraña y agradecí la salida, no es que estuviera especialmente hambrienta. El tema era que esperaba ansiosa cada cambio de clase con la esperanza de cruzarme con Oliver. Y salir de allí aunque solo fuera para comer, iba a ser una auténtica liberación ante tanta decepción, desde que habíamos hablado en clase de gimnasia, no había vuelto a cruzarme con él.

En la semana que llevábamos de amistad, como decía él, o de acercamiento, como lo veía yo, no había vuelto a intentar besarme, mantenía las distancias en ese aspecto, aunque en momentos muy puntuales, me tomaba de la mano o incluso me apartaba algún mechón rebelde de los ojos. A veces pensaba que intentaba tomarse su tiempo para conocerme, dejando de lado cualquier cosa que pudiera interferir en ello, como una relación romántica, nuestro pasado en común era la muestra más evidente de que un beso lo cambiaba todo, y otras veces decidía que simplemente no estaba interesado en mí de ese modo.

Pero la actitud de Oliver no era lo único que me preocupaba, todavía sentía el vacío que me había dejado la separación de Samuel. De tener un amigo incondicional, había pasado a tener un ex amigo que se cambiaba de acera cuando me veía y que apenas era capaz de mirarme a la cara cuando no podía evitar cruzarse conmigo.

Mi corazón se quejó ante el doloroso recuerdo de la forma que mejor sabía. Una lacerante punzada se instaló en él y durante cinco eternos segundos fui incapaz de llenar mis pulmones de aire, noté como se cerraban y dejé de respirar… Andrea palideció al escuchar mi gemido de dolor, esta vez me asusté hasta yo misma. Antes de ese momento, las molestias eran soportables, me había acostumbrado a vivir con ellas, pero el dolor de este nuevo achaque consiguió algo que nunca antes había sucedido, consiguió que expresara mi dolor en voz alta, el gemido se había escapado de mis labios sin darme cuenta, con la misma rapidez con la que me había quedado sin oxígeno.

Andrea me obligó a sentarme en un banco que había de camino al restaurante, no me negué. Repentinamente dejó de importarme mostrar mi debilidad, me había esforzado tanto por ser fuerte, para que nadie supiera lo que sufría, sobre todo por mi padre, por Damon, por Andrea… Y en ese instante, me dejé llevar por la autocompasión, por la pesada carga que llevaba, una carga que arrastraba diecisiete años, una losa que me había aplastado desde mi nacimiento y comencé a llorar, me derrumbe en los brazos de mi mejor amiga.

Las palabras que Oliver me había respondido unos días atrás, me habían hecho pensar y darle vueltas a una idea que me había rondado siempre y que había aprendido a ver como algo inevitable, solo que ahora sentía la necesidad de rebelarme contra ella: yo tampoco estaba preparada para morir.