El domingo por la mañana mi padre anunció que pensaba salir a correr y que iba a tardar bastante porque tenía intención de hacerlo en el parque natural de Armony. A pesar de la curiosidad que seguro debía sentir, se abstuvo de preguntarme sobre lo que había visto la noche anterior por la ventana del salón, cuando ejercía de espía junto a mi tío.
Me encontré por tanto con el momento perfecto para llamar a Gabriel y quedar con él. Pero tal y como habíamos quedado, antes de hacerlo me puse en contacto con Rachel y con Oliver, para que estuvieran atentos a sus movimientos. No podían esconderse en la casa, porque Gabriel notaría en seguida su presencia, la única solución era andar por los alrededores y cruzar los dedos para que todo fuera bien. El pacto divino me protegía de él, pero no de su ira si decidía tomar represalias contra mí.
Quince minutos después de mi llamada, apareció Gabriel con su acostumbrada elegancia y sus estudiados ademanes. Le permití entrar en casa con el pánico adherido a la boca del estómago:
—Buenos días, pequeña. Ya lo tengo todo resuelto —y mientras lo decía, se iba abriendo el abrigo para mostrarme que en el bolsillo interior tenía un sobre enrollado a modo de pergamino, un sobre marrón que se apresuró en sacar y en mantenerlo alejado de mí.
Divine e hijos. Abogados, rezaba en un extremo del sobre. En ese momento recordé las pinturas que adornaban el pasillo de su casa que llevaba a los dormitorios y entendí las palabras de Oliver respecto al sentido del humor de Gabriel.
—¿Es eso? —pregunté mientras señalaba con el dedo índice de mi mano derecha el sobre que sostenía en las manos.
—¡Qué impaciente eres!
—¿Lo es? —insistí, no pensaba desistir hasta que me respondiera.
—Sí, lo es. Y yo que creía que íbamos a charlar y a intentar conocernos un poco antes de dar el gran paso —bromeó con los ojos brillando febriles por la excitación de la caza.
—Primero quiero tu promesa de que vas a mantenerte alejado para siempre, de todas las personas que me importan —le dije marcando las pausas necesarias para que se entendiera a la perfección lo que le estaba pidiendo.
—Muy bien —respondió mientras hacía un gesto con la mano, resaltando la poca importancia que tenía ese punto para él—. La tienes —me concedió.
—Dilo correctamente —le exigí. No sabía de cuánto tiempo disponía antes de que se diera cuenta de que las cosas habían cambiado. Pero a pesar de ello, tenía que conseguir que lo dijera bien.
Me miró malhumorado pero repitió la frase correctamente. Una cosa menos, pensé mientras me enfrentaba a su mirada escrutadora.
—¿Desea algo más la señorita o podemos firmar ya? —noté que empezaba a impacientarse. No esperaba encontrar ningún tipo de resistencia en mí y sin embargo ahí estaba yo, exigiéndole.
—No voy a firmar nada hasta que destruyas el contrato de Oliver —le dije muy consciente de a quién me enfrentaba.
—¿Te haces una idea de lo que he tenido que hacer para conseguir este maldito papel? —me preguntó mientras agitaba en su mano el sobre que contenía lo que en esos momentos me era más preciado en el mundo—. ¿Sabes lo que harán si descubren lo que he hecho? No, no tienes ni idea —se respondió a sí mismo—. Vas a tener que firmar, si quieres que te lo de. Y rápido porque me estoy cansando de tanta cháchara absurda —Me advirtió en un tono frío que no deja lugar a la duda.
—No pienso hacer nada de eso. Dámelo y una vez que lo tenga continuaremos con la otra parte del trato —Oliver me había pedido que no me arriesgara, que consiguiera la inmunidad para Samuel y mis amigos y que no insistiera en destruir su contrato, pero yo no estaba dispuesta a ceder en ese punto.
—Para destruirlo vas a necesitar mi sangre, así que dime querida, ¿cómo vas a conseguirla si yo no te la doy voluntariamente? ¿Acaso crees que puedes vencerme? —preguntó con su característica sonrisa de suficiencia.
—No va a ser necesario que te venza, porque me la vas a dar tú —le expliqué sintiéndome cada vez más segura de mí misma y de mi poder sobre él. Gabriel estaba demasiado interesado en mí. No se iba a arriesgar a que yo me echara para atrás y el pacto solo era válido si yo elegía libremente, no podía forzarme a hacerlo.
—¡Mira que eres divertida! —exclamó cada vez más desconcertado por mis palabras y mi expresión corporal, en ningún momento bajé la mirada y me mantuve frente a él erguida y decidida.
—¿Lo soy? Pues en este caso no lo pretendo. Simplemente te estoy informando de lo que va a suceder. Necesito —empecé. No… Piensa, Danielle, me insté mentalmente—. Quiero que destruyas el contrato por el cual Fausto Oliviero Bassani te vendió su alma. Y quiero que lo hagas ya —le exigí.
—¿Cómo lo sabes? —me preguntó. La ira era visible y reconocible en su rostro.
—¿Cómo sé el qué? —pregunté fingiendo no saber de lo que me hablaba.
—¡No juegues conmigo niña! ¿Ha sido ella? ¿Te lo ha contado ella? —la rabia dio paso a la decepción y durante un instante pude ver algo más en lo más profundo de su mirada, dolor. Fue tan breve que no estaba segura de haberlo visto.
—Sí, fue ella. Rachel me contó que estabas atado a mis palabras. Que cuando se realiza un pacto contigo o con tus semejantes, mis palabras eran la única forma de luchar contra vosotros —inconscientemente para tener algo que hacer con las manos, me aparté el pelo mi espalda, estaba jugando con uno de mis rizos, estrujándolo nerviosa a la espera de ver alguna reacción en Gabriel, cuando la vi, la reacción que esperaba se materializó en un segundo agónico.
Su cara se descompuso nuevamente, esta vez hasta sus ojos perdieron la vivacidad que los caracterizaba.
—¡Tienes las alas! —comentó señalando mi cuello expuesto. Maldije mi estupidez, cómo no me había dado cuenta que le estaba dando ventaja con ello.
Sabía que Oliver y que Rachel estaban cerca, que no me perdían de vista y que de algún modo no iban a permitir que me pasara nada. Pero en ese momento sentí lo que significaba la palabra terror.
El rostro de Gabriel estaba ahora impasible, no se percibía ninguna expresión humana en él. Era como si hubiera perdido la vida. Lentamente se agachó y se levantó el camal del pantalón, atada con una cinta de cuero, llevaba una pequeña daga con una piedra roja incrustada en la funda, parecía muy antigua y sin duda su hoja debía estar muy afilada.
Cerré los ojos segura de que ese era mi fin. Pero el dolor no vino a mí, ni tampoco nada más. Abrí los ojos cautelosa y lo que vi, heló la sangre en mis venas, Gabriel había sacado la daga de su funda y se estaba haciendo un pequeño corte en el antebrazo. Me impresionó comprobar que su sangre también era roja. No es que esperara que fuera verde o negra, es que ese insignificante hecho, lo volvía humano a mis ojos.
Sin siquiera mirarme extrajo el documento del rollo en el que iba y presiono su dedo sangrante en el sello que había en él. Instantes después el papel se convertía en cenizas y desaparecía ante mi mirada asombrada.
—Buena suerte con tu vida —me dijo Gabriel con la voz ronca—, al fin y al cabo me has vencido. Te mereces disfrutarla a su lado.
Se estaba dando la vuelta para marcharse, pero yo era incapaz de hablar, por lo que me acerqué a él y le tomé de la mano. No sentí su contacto repulsivo, sino tibio e incluso cálido.
—¿Por qué? —le pregunté con un hilo de voz.
—No lo sé. Siempre me has caído bien —y se soltó de mi agarré. En un parpadeo había desaparecido. Dejándome confusa y triste y para ninguno de esos sentimientos tenía una explicación.