El viernes me había acostado más tarde que de costumbre, así que el sábado por la mañana se me pegaron las sábanas y cuando me di cuenta de la hora, eran pasadas las diez y media de la mañana. Me levanté de un saltó y me metí bajo la ducha, el agua caliente, casi hirviendo, enrojeció mi piel, relajó mis músculos y limpió mi mente de los nefastos pensamientos que me acosaban. La idea de hablar con Samuel nuevamente me había estado incordiando durante toda la noche, pero se lo había prometido a Marc e iba a cumplir mi promesa. Era consciente que al día siguiente, cuando Gabriel aceptara mis condiciones ya no sería necesario. Para bien o para mal, el desenlace estaba muy cerca.
Cuando bajé a desayunar, mis ánimos habían mejorado un poco. Me encontré con mi padre trasteando en la cocina.
—¿Ya estás haciendo la comida? —le pregunté sorprendida por lo temprano que era.
—En realidad estoy haciendo un experimento —me confesó sonrojándose—. Quedan menos de dos semanas para tu cumpleaños y este año he decidido hacerte yo mismo la tarta —me explicó feliz ante el nuevo plan.
—¡Perfecto! —exclamé sin mucho entusiasmo, menos mal que yo tenía buena mano para la cocina, porque mi padre, a parte de ensaladas y pasta, era incapaz de cocinar nada más que fuera más o menos comestible, así que la idea que me hiciera una tarta era cualquier cosa, menos interesante.
—Sabía que te gustaría la idea —aplaudió—, ¿a dónde vas?
—Voy a casa de Samuel, hace mucho que no hablamos —le dije, eludiendo la otra parte de la historia, aunque lo que dije era verdad.
—Muy bien cariño, saluda a Anne y a Phil de mi parte, hace mucho que no los veo —me dijo mientras volvía a hundir las manos en la masa de la tarta contra la que estaba atentando.
Sonreí pensando en lo poco comestible que se veía y salí de casa dispuesta a cumplir con mi promesa.
No tuve que andar mucho, a escasos veinte metros de mi casa, estaba la vivienda de Samuel y sus padres. Me acerqué preocupada porque no sabía cómo se iban a tomar mi visita.
Llamé a la puerta y esperé a que me abrieran, segundos después una mujer rubia con el pelo corto y una sonrisa perfecta, me hacía entrar en su casa con sinceras muestras de alegría y de afecto.
—¡Danielle, cuánto me alegro de verte! Phil, cariño —llamó a voz en grito—, mira quién ha venido —su marido asomó la nariz por la puerta del salón y pareció respirar tranquilo cuando vio que solo era yo. Conocía lo suficiente a Anne como para entender el temor del padre de Samuel, era una mujer que desbordaba vitalidad, era evidente que recibía a todo el mundo con el mismo entusiasmo. Así que Phil ya había escuchado esas mismas palabras en más de una ocasión con resultados menos positivos.
—Danielle, me alegro de verte —me dijo con una sonrisa sincera, me alegré de formar parte de las visitas a las que no consideraba un incordio—. ¿Todo bien? —preguntó como si nada, aunque yo sabía que la pregunta era mucho más significativa.
—Bastante bien —les dije restándole importancia al enfado entre su hijo y yo—. En realidad he venido para hablar con Samuel, hace mucho que no charlamos ¿está en casa?
—En su dormitorio, ya sabes donde está, probablemente enfrascado en algún nuevo videojuego —me sonrió Anne—. Os dejaremos tranquilos para que habléis de vuestras cosas, Phil y yo vamos al centro de compras —explicó encantada, mientras a su lado, su marido palidecía al pensar en pasarse la mañana detrás de su esposa de tienda en tienda.
Subí a la primera planta riendo en voz baja al recordar la cara de alarma del pobre hombre. Al pararme frente a la puerta cerrada de Samuel, volví a sentirme nerviosa, temía la reacción de mi amigo, pero sobre todo, me preocupaba que me gritara o me echara de allí y que sus padres comprendieran que les había mentido cuando les dije que solo era un pequeño enfado que pasaría.
Llamé suavemente, Samuel gritó desde dentro.
—Pasa, mamá.
Abrí despacio la puerta y me encontré a mi antiguo mejor amigo jugando tranquilamente con la Wii. Ni siquiera notó mi presencia, estaba demasiado concentrado derribando bolos.
Tuve que toser dos veces, para que se diera cuenta de mi aparición, se quedó totalmente alucinado, sin duda su cara decía que ni en mil años se le habría ocurrido imaginar que yo estaría otra vez en su dormitorio, después de lo que había sucedido entre nosotros.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó en un tono que despejó mis dudas respecto a la bienvenida que iba a recibir.
Enfadada como nunca antes lo había estado, le respondí buscando molestarle.
—Cumplir una promesa —mi voz fue fría y distante.
—¿De qué hablas? —me preguntó con una expresión de perplejidad en el rostro.
—Marc me pidió que charlara contigo, está preocupado por ti, te estás comportado de un modo extraño. El pobre pensaba que querrías hablar conmigo y que quizás a mí me explicarías por qué estás haciendo lo que haces. Pero ya le dije que se equivocaba —le expliqué con la cabeza bien alta y la espalda tan recta que parecía que tuviera un palo de escoba pegada a ella.
—¿Por eso has venido? ¿Porque Marc te lo ha pedido? —la decepción brillaba nítida en sus ojos azules.
—Por eso y por que eres mi amigo. O al menos lo eras… No hace mucho, eras mi mejor amigo. Quería saber que estabas bien —le respondí volviendo a usar un tono más dulce y cercano.
Su expresión fue cambiando lentamente en su cara, primero sorpresa, después alivio y finalmente culpa.
—¿Todavía te importa lo que me pase? —no contesté porque sabía que la pregunta no iba dirigida a mí —, no lo esperaba, sobre todo después de cómo te trate el otro día cuando intentaste hablar conmigo.
—Claro que sí, una parte de todo lo que ha pasado es culpa mía —comenté apenada y avergonzada al reconocerlo.
—No es cierto —rechazó la idea con la mano—, yo nunca debí presionarte. Tendría que haber sido más comprensivo. Siempre había sido evidente que entre Oliver y tú había algo extraño. Eras la única persona del instituto a la que ignoraba tan descaradamente. Y tu animadversión por él tampoco era normal. Creí que tú terminarías por sentir lo mismo que siento… que sentía yo. Me equivoqué —confesó con los ojos vidriosos. Poco a poco mientras hablábamos se había ido acercando a mí, ahora estábamos frente a frente. Podía ver las tenues pecas que salpicaban su nariz.
—Siempre te he querido, pero de una forma diferente —le confesé sin apartar mis ojos de los suyos, pude ver que no había dolor en su mirada, solo una profunda decepción—. Quiero que me prometas que vas a volver a ser tú. Que vas a dejar de ver a Gabriel, no es alguien en quien se pueda confiar —lamenté íntimamente no poder decirle más. Pero era un secreto demasiado amplio que abarcaba a muchas personas y yo no podía decir nada sin exponerlos a todos.
—Te lo prometo.
—No rompas nunca tu promesa. Hazlo por mí —le pedí conteniendo las lágrimas en el nudo que tenía en la garganta.
—Hablas como si no fueras a estar aquí para comprobarlo —comentó perspicaz. Su mirada se clavó en la mía de la misma forma que lo hacía la de Anne cuando quería adivinar qué era lo que no le contaba. Lo que callaba solo para mí.
—Bueno sabes que no voy a estar aquí siempre —la referencia a mi enfermedad era la forma perfecta de evitar que Samuel comprendiera la verdad, que había algo que no decía. Al fin y al cabo era cierto que realmente no estaba mintiendo.
—No digas esas cosas —me pidió, y noté el profundo dolor que escondía su voz.
Cuando regresé a mi casa a mediodía, ya había resuelto mis desavenencias con mi amigo. Una parte de mi cometido estaba cumplida, pero quedaba lo más difícil, despedirme de ellos, por si las cosas finalmente no salían como Rachel había previsto.
Eran poco más de las cinco cuando me presenté en casa de Danielle, fue John quien me abrió la puerta otra vez, me alegró ver que estaba con Damon, el tío de Dani me había caído muy bien. El miércoles, cuando ella me lo presentó en el parque donde vivía y trabajaba, me pareció una persona demasiado jovial para vivir tan solo, decidí que seguramente él también tenía su propia historia.
—Hola Oliver —me saludó John, dándome una palmadita en el hombro—, parece que ya conoces a mi cuñado Damon —sentenció. Era evidente que los dos ya se habían puesto al día sobre mí.
—Sí —aseveré—. Hola Damon, ¿qué tal todo? —pregunté cortés.
—Todo bien ahora que me he informado de que eres un chico normal y no el macarra que pareces —me eché a reír sinceramente. Mi primera apreciación había sido correcta, el motivo por el que estaba allí, además de para ver a su familia, era para comprobar que John sabía que Dani salía conmigo. Aún seguía riendo cuando la voz de Danielle sonó detrás de mí.
—¡Dejadle en paz! —les advirtió—. O sino tendréis que véroslas conmigo —amonestó ella, entre seria y divertida.
Me giré para saludarla, pero las palabras se quedaron atascadas en la garganta. Llevaba su hermoso cabello suelto, y la misma falda con la que la vi el día que fue al cine con Samuel. Remataba su atuendo, un jersey negro ceñido a juego con sus botas hasta la rodilla. Aparté la mirada de sus interminables piernas y la miré a los ojos, me sorprendió verla ruborizada. Danielle era la persona más increíble que había conocido nunca. Era por ella y solo por ella, por lo que valía la pena romper mi promesa y olvidarme de mis principios.
—Estás preciosa —la frase se escapó de mis labios, no porque no lo pensara, sino porque inmediatamente después me sentí incómodo al pronunciarla delante de un público tan poco entusiasta como eran el padre y el tío de mi novia. Mi novia, pensé. Por fin me había atrevido a usar la palabra, aunque fuera para mí mismo.
—Gracias —dijo ella, evitando mirarme—. ¿Nos vamos? —me preguntó al instante, tan ansiosa como yo por alejarse de allí. Cada uno por diversos motivos.
—Claro —recorrí los escasos pasos que nos separaban y la tomé de la mano para salir. Necesitaba su constante contacto. Cuando no estaba cerca de mí, sentía que me faltaba una parte. Notaba un nudo que aprisionaba mi garganta cuando de madrugada despertaba de las pesadillas en las que la perdía. El ángel de la muerte o Mefisto eran los encargados de alejarla de mí. La apreté contra mi costado, anhelando sentir su calor.
Salimos de allí, mientras escuchábamos las recomendaciones de los dos hombres. No corráis, cuidado con el alcohol… Si hubieran sabido lo mucho que estimaba mi vida y la de Danielle, hubieran entendido lo absurdas que sonaban sus palabras en mis oídos.
—¿Dónde quieres ir? —le pregunté en cuanto arranqué el coche.
—Creo que lo mejor sería que fuéramos a tu casa —su comentario me dejó confuso, no había ningún interés velado en sus palabras. Más bien parecía asustada, incluso perturbada. Imaginé que estaba preocupada por Gabriel, pero a tenor de su actitud los dos últimos días, parecía dispuesto a aceptar mi proposición. Ya que no había vuelto a molestarla ni a ella ni a sus amigos. De hecho había desaparecido de casa, desde el viernes no había vuelto a verlo.
—A mi casa entonces —respondí como si no me hubiera dado cuenta de la preocupación que empañaba su mirada.
—Te quiero, Oliver —dijo repentinamente. Y se lanzó a mis brazos en busca de consuelo. Aún no nos habíamos movido de la puerta de su casa y seguramente su padre y su tío estarían mirando por la ventana cada uno de nuestros movimientos, pero a Danielle no parecía importarle y a mí mucho menos, lo único que me importaba era saber por qué estaba tan decaída.
Sentí un acostumbrado escalofrío que me recorrió el cuerpo, un escalofrío que hizo que mi organismo se pusiera en alerta, que mis sentidos se afilaran para que pudiera notar que los sentimientos que invadían a Danielle eran cada vez más potentes y desesperados.
—Yo también te quiero —le dije con el corazón acelerado. Algo iba mal. Danielle lloraba silenciosa, podía notar la humedad de sus lágrimas en mi hombro—. ¿Qué pasa, preciosa? —le pregunté mientras le acariciaba el cabello.
—Vamos a tu casa, allí hablaremos —dijo separándose de mí y volviendo a su asiento. Se pasó con disimulo la mano por las mejillas para secar sus lágrimas—. Seguro que en este momento mi padre y el tío Damon se están peleando entre ellos, decidiendo si venir a ver qué pasa o no. Mi padre dirá que lo mejor es que arreglemos nuestros asuntos solos y mi tío estará intentando convencerle de que tienen que intervenir.
—¿Tú crees? —bromeé intentando borrar de mi mente los funestos pensamientos que la invadían.
—Estoy segura —confirmó con la sonrisa triste.
Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para apartar la mirada de ella y salir del aparcamiento. No dudaba que lo que había dicho fuese cierto, que su padre y su tío estuvieran planteándose venir a nuestro encuentro, pero en ese instante todo me importaba un pimiento. Todo menos Danielle, y no me sentía con la fuerza necesaria para esperar, necesitaba conocer sus desvelos en ese mismo momento.
En menos de cinco minutos nos encontramos frente a la puerta de mi casa, había conducido como nunca antes lo había hecho. Lo último en lo que pensaba era en la seguridad de mi cuerpo.