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Capítulo 2

Florencia, Italia 1535

Estaba abstraído en mis pensamientos cuando percibí unos ruidos en el pasillo, tras la puerta de la sala de música donde yo prácticamente vivía si exceptuábamos las escasas horas de sueño de que disfrutaba. Sonaban como murmullos y risas, era demasiado tarde para que los sirvientes estuvieran limpiando en esa parte de la casa.

Movido por la curiosidad me acerqué a la puerta en silencio y la abrí suavemente sin hacer ruido. Mi hermana Isabella estaba cuchicheando con Mefisto, el nuevo secretario de nuestro padre. El hombre tenía algunos años más que yo, seguramente no más de dos, y había conseguido en los pocos meses que llevaba en la casa las simpatías de toda la población femenina, desde sirvientas hasta mi propia familia y amigas. Observé la escena sin que ninguno de los dos reparara en mí, Isabella llevaba el pelo oscuro recogido en un moño alto, con diversos mechones rebeldes escapando de él, me percaté de que su ropa parecía arrugada, sobre todo la falda del vestido de tarde que llevaba puesto. Sus ojos verdes tan parecidos a los míos brillaban mientras le miraba embelesada.

Mefisto, con ese aspecto felino que le otorgaban sus ojos pardos, giró la cabeza y clavó su dura mirada en mí. No tuve tiempo a reaccionar y esconderme antes que Isabella me viera, reconocí la vergüenza en su rostro, se despidió de Mefisto con la mano y vino a mi encuentro atusándose el vestido y recolocándose el corpiño.

—¿Qué crees que has visto, hermano? —preguntó a la defensiva. Me quedé callado un momento mientras contemplaba su estado, su cabello revuelto y su ropa descolocada.

—¿Qué crees que he visto, hermana? —le respondí buscando provocarla.

—Fausto querido, deja de jugar conmigo, esto es muy serio. Si padre se entera de lo nuestro le echará a la calle y jamás volveré a verle, al menos con vida.

—No tienes de que preocuparte, todo saldrá bien —le prometí abrazándola mientras le acariciaba el cabello, mucho más fino que el mío pero del mismo color oscuro.

De todas mis hermanas Isabella era la más cercana, nos llevábamos un año y desde niños habíamos hecho frente común ante el abandono de nuestros padres.

Isabella se relajó en mis brazos. Me enfadé conmigo mismo por mentirle. Mi padre sería capaz de encerrarla en un convento con tal de mantener el buen nombre de la familia. Lo que no sabía era hasta dónde había llegado mi hermana con Mefisto y no me parecía caballeroso preguntárselo. Recé en silencio para que Isabella no tuviera que enfrentarse nunca a mi padre.

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—¡Bravo! —aplaudió Mefisto. Me sobresalté al escucharle puesto que creía estar solo.

—Gracias —respondí.

Desde que había descubierto su relación con mi hermana, su compañía me incomodaba y su zalamería me resultaba artificial.

Evitaba su presencia todo lo que la buena educación me permitía, porque sabía que si me lo encontraba a solas no podría evitar decirle lo que pensaba de su actitud con respecto a Isabella. Por esa razón reaccioné con tanta frialdad ante sus elogios. Estaba tratando de contener mis ganas de golpearle.

Él no se amilanó ante mi fulminante mirada y se acercó al piano pavoneándose como si fuera algo más que un simple secretario al servicio de mi familia. Había demasiada altivez y seguridad en su forma de andar y de dirigirse a sus superiores. Me sorprendí al caer en ello, ya que nunca antes me había dado cuenta de ese detalle.

—Es una lástima —musitó para sí mismo lo suficientemente alto para que yo le escuchara y preguntara sobre su críptico comentario.

Deliberadamente piqué y le abordé.

—¿Qué es una lástima, señor?

—El tiempo que le dedica a la música. Debería asistir a bailes, cortejar a las damas y disfrutar de su dinero y su posición —me explicó, complacido por mi interés ante sus crípticas palabras.

—La música es mi vida —rebatí ofendido.

—Más bien una amante ingrata —comentó sin ningún pudor por ofenderme.

—Señor, no le permito…

—Discúlpeme —me cortó antes que pudiera recriminarle su ofensa—, no pretendía ser insolente, simplemente me molesta que El Todopoderoso haya sido tan injusto con usted —no se me escapó el profundo desdén con que pronunció el sagrado nombre. Ante mi mirada sorprendida continúo—. Por favor, déjeme que me explique. Usted es una persona inteligente, seguro que me entiende —optó por halagarme, consciente que la hiel se tragaba mejor con miel.

—Ahora mismo le aseguro que no lo hago —doté a mi voz de toda la indiferencia de la que fui capaz, fuera lo que fuera lo que quisiera contarme. No estaba interesado, ese hombre jamás me inspiraría confianza.

—Vamos Fausto, abra la mente y asegúreme que está dispuesto a escuchar mi oferta hasta el final —lo dijo mirándome directamente a los ojos y pude ver como las pupilas se iban afilando pareciéndose cada vez más a las de los gatos.

—Prometo escucharle —aseguré sorprendido por que se atreviera a usar mi nombre, no solo se trataba de las diferencias sociales, era más una cuestión sentimental.

—Eso es más que suficiente, querido amigo —ronroneó pareciéndose cada vez más a un astuto felino que tiene entre sus garras a un incauto ratón.

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Estaba en la cama cuando un grito desgarrado me despertó. Sobresaltado y con el corazón latiendo desbocado en mi pecho, me levanté y me puse a buscar mis botas, gracias a Dios había llegado tan cansado del baile de los Donoso que me había dejado caer sobre la cama vestido. Desde que acepté lo que Mefisto me había ofrecido, mi vida era un constante ir y venir de fiestas, alcohol y mujeres. Como ya no necesitaba practicar a todas horas, disfrutaba de mi tiempo libre rodeado de los lujos y los vicios que había evitado durante toda mi vida.

Al salir de mi dormitorio vi que toda la casa estaba en pie, los gritos y los llantos de los sirvientes me pusieron en alerta. La sensación de terror se instaló más profundamente en mi pecho. Bajé las escaleras sin fijarme en nada, demasiado asustado, con una horrible sensación en la boca del estómago, que me provocó nauseas e incrementó el malestar de la resaca, y con el odioso presentimiento que Isabella estaba en peligro.

Cuando llegué al pie de la escalera vi a mi padre, blanco como la cal, maldecir en voz alta y llevarse las manos a sus blancos cabellos.

La puerta estaba abierta, salí a la calle con las rodillas tan débiles que aún no comprendo cómo fueron capaces de sostenerme.

Mi madre lloraba en el suelo, sobre algo, sobre alguien. Isabella se había quitado la vida, se había lanzado al vacío desde la torre medieval que aún conservaba nuestra casa. Asustada al saberse embarazada y abandonada. Ella me había confesado su temor y yo demasiado embriagado por mi nuevo poder, había dejado a un lado mi propia sangre. Me prometí a mí mismo volver a ser yo. Aunque para ello tuviera que abandonarlo todo y dejar Florencia para siempre, me agaché junto a mi temblorosa madre y me hice con la pequeña cruz que mi hermana tanto había adorado.

Lo que no me esperaba cuando me marché a toda prisa y sin mirar hacía atrás, era que Mefisto fuera a seguirme hasta el fin del mundo, durante el resto de mi vida.