Abrí los ojos cuando sentí que algo no iba bien, uno de los dones que la música me había otorgado, era la sensibilidad extrema. Era capaz de notar cuando alguien entraba en la misma habitación en que yo me encontraba o cuando los sentimientos de alguien se volvían violentos o apasionados.
En este caso sentí una profunda sensación de triunfo, que se mezcló con la ternura que los sentimientos que provenían de Danielle me inspiraban.
El pánico se apoderó de mi cuando vi a Gabriel observando atentamente a Dani, yo sabía a la perfección lo que estaba mirando, qué veía en ella.
Danielle no era una presa más, era la presa más preciada con la que Gabriel se había encontrado hasta el momento. En este caso no se trataba de la debilidad que su enfermedad le otorgaba, sino de las circunstancias de su nacimiento.
Danielle abrió los ojos cuando dejé de tocar. Su plácida expresión cambió a tensa cuando escuchó la voz de Gabriel a su espalda. Sentí el deseo irracional de cargármela al hombro y salir huyendo de allí, un instinto primitivo se apoderó de mí, pero mi sentido común me dijo que no iba a servir de nada, por lo que simplemente me limité a responder al saludo de Mefisto, tenía que mantener la calma por ella.
—Hola Gabriel, ¿quieres algo? —pregunté, reacio a que permaneciera más tiempo allí, no soportaba la idea que estuviera tan cerca de Danielle.
—Yo siempre quiero algo Oliver, parece mentira que no lo sepas ya —y dicho este se limitó a ignorarme como si no estuviera allí—. Danielle querida, ¡cuánto me alegro de verte! Estoy encantado de ver que recuperaste tu pañuelo el otro día —dijo con la vista clavada en ella. Noté, desesperado por encontrar una manera de alejarle de allí, que el comentario de Gabriel sobre su pañuelo la pillaba por sorpresa, como si no hubiera esperado la alusión, como si la perdida del pañuelo fuera un secreto personal del que no esperaba que Gabriel tuviera conocimiento.
—Sí, gracias. La dueña del restaurante me lo guardó —contestó seca aunque noté un pequeño temblor en la voz, tan insignificante que si su interlocutor hubiese sido otra persona, seguramente se le hubiera escapado. Pero no fue el caso, Gabriel sonrió triunfal.
—Por supuesto, yo mismo se lo di para que lo hiciera —le explicó eufórico, al comprobar las reacciones que sus palabras tenían en ella.
—No lo sabía. Muchas gracias entonces por tu ayuda. Era de mi madre y no quisiera perderlo —agradeció deseosa de terminar con la charla.
Tuve la certeza, que me estaba perdiendo parte de la conversación. Algo que explicaría el deleite de Gabriel y la incomodidad de Danielle, que se retorcía las manos nerviosa, al tiempo que evitaba mirar a Gabriel a los ojos.
Decidí intervenir para alejar sus calculadores ojos de gato de ella. Parecía un dulce gatito, pero yo lo conocía lo suficientemente bien, como para comprender que estaba afilándose las uñas dispuesto a saltar en cualquier momento sobre su presa.
—¿Qué haces aquí? Pensaba que tenías otros planes —comenté mientras me levantaba del taburete y tomaba asiento junto a Danielle en el sofá en el que se había sentado mientras yo tocaba.
—Ya ves, los he cambiado —comentó fingiendo inocencia, era buen actor, pero esa era la única expresión que se le resistía, era incapaz de parecer inocente—. Así que he decidido quedarme en casa, claro si no os importa —concedió de mala gana, anteponiendo la cortesía de la que siempre hacía gala a su sentido práctico.
—No, no nos importa que estés por aquí. Nosotros vamos a subir a mi dormitorio para charlar tranquilamente y supongo que pediremos una pizza para cenar. Te dejamos el resto de la casa para ti solo —le expliqué dando a entender con mis pocas palabras que esperaba que no se acercara a nosotros.
Dani se relajó a mi lado, era más perceptiva de lo que había supuesto, ya que sentía aversión natural por Gabriel o quizás se trataba simplemente de mi advertencia, y si era esa la razón, significaría que había creído mis palabras. Deseé que esa fuera la respuesta.
Le cogí la mano para marcharnos y noté que la tenía helada. En silencio la guié hacia las escaleras. Me fijé en cómo miraba anonadada los cuadros que adornaban el pasillo de arriba. De entre todos ellos se paró frente a una de las pinturas favoritas de Gabriel.
—¿Qué es esto? —preguntó con los ojos abiertos como platos.
—Se llama El aquelarre ;y pertenece a un grupo de pinturas conocidas como Las pinturas negras son de un pintor español llamado Goya.
—Sé quién es Goya. ¿De quién son? —preguntó interesada. Las pinturas negras eran oscuras y trataban temas esotéricos o mitológicos. En cualquier caso, era siniestro y extraño que las utilizaran para adornar un pasillo que conducía a los dormitorios.
—De Gabriel. Tiene un gran sentido del humor, además es un gran aficionado al arte —y mientras se lo contaba, me vino a la mente la imagen de una chica morena de ojos claros, que había reaparecido en mi vida casi al mismo tiempo que el propio Gabriel.
Fue entonces cuando me invadió la duda, ¿cuánto más había detrás de Mefisto?
Eran las tres de la madrugada y la casa estaba en silencio. Desde que dedicaba mi vida al placer, dormía durante el día y vivía de noche. Estaba bastante ebrio y me costaba un gran esfuerzo mantenerme en pie, además había gastado muchas energías en el lecho de una condesa viuda.
Iba a entrar en casa, cuando vi que los setos del jardín que formaban el intrincado laberinto, el orgullo de mi madre, se movían violentamente. Me acerqué a trompicones, no se escuchaba más que el silencio de la noche. El bochorno del mes de agosto hacía que hasta los animalillos se escondieran en sus madrigueras. Me adentré en el laberinto y gracias a la luna llena podía ver lo suficiente como para no golpearme la cara con ninguna rama suelta.
Estaba cerca de la glorieta central cuando escuché unos sonidos que me parecieron jadeos. Me aproximé silencioso, con la cabeza embotada por el alcohol, si no hubiese sido por esa razón, habría supuesto que se trataba de dos amantes que se escondían para prodigarse sus afectos y me hubiera dado media vuelta sin mirar. Pero no fue el caso.
Me quedé petrificado cuando comprobé de quién se trataba. Mefisto estaba sentado en el banco de piedra que mi madre había hecho poner, hasta ese momento jamás le encontré utilidad ya que nadie entraba en el laberinto, y si lo hacían en lo único en lo que pensaban era en salir de él.
Al parecer Mefisto sí que lo había hecho. Con mis sentidos retrasados por el abuso de la bebida, tarde en percatarme que el cabello de la mujer que estaba sentada con él, era tan negro como el de mi propia hermana; estaba a punto de lanzarme contra él, por poner a Isabella en una situación como esa, cuando la chica giró la cabeza y se arqueó sobre él. Casi caí al suelo ante la impresión cuando vi con quién estaba retozando Mefisto.
Por una parte di gracias a Dios que no fuera mi querida hermana, y por otra me horroricé ante lo que estaba viendo. Era Céline, la hermana pequeña de mi prometida, la hija a la que sus padres habían destinado a la Iglesia. Era tradición entre algunas familias nobles, destinar a una de las hijas del matrimonio a la Iglesia, normalmente era la hija pequeña y con la dote que aportaba la familia se compraba a la larga el cargo de abadesa.
Céline siempre me había parecido una chica demasiado vivaz para ser feliz entre cuatro paredes, sus ojos azules de una claridad casi transparente, me atrapaban cuando nos veíamos, siempre tenía la extraña sensación que con ellos podía ver mis pensamientos e incluso algo más.
Descubrí que Mefisto no respetaba a nada ni a nadie. Me di media vuelta tan rápido que casi me hizo caer de bruces y me alejé pensando que, fuera cual fuera la relación que había tenido con Isabella, por fin había terminado. No supe lo equivocado que estaba hasta más tarde, cuando ya no había remedio.
El dormitorio de Oliver era todo lo contrario al resto de la casa, parecía más la celda de un monje que la habitación de un adolescente. Las paredes estaban desnudas, no había posters, ni cuadros, ni nada que alegrara la estancia o le diera un toque personal.
Apilados encima del escritorio de roble macizo había como una docena de libros, al acercarme comprobé que estaban en italiano, lo que me impidió reconocer los títulos, pero no los autores, Dante, Petrarca… Había algunos en alfabeto cirílico, por lo que supuse que estaban en ruso. Me pregunté cuántos secretos más escondía Oliver, hablaba varias lenguas y tocaba diversos instrumentos, y si lo hacía del mismo modo en que tocaba el piano, sin duda se trataba de un genio. Sonreí ante la idea, no parecía uno de ellos la verdad, su pelo era grueso, ondulado y oscuro como la noche, sus ojos verdes moteados tampoco me hacían pensar en genios y su cuerpo fuerte de músculos finos, me recordaba más a un modelo que a Albert Einstein.
Respiré profundamente al tiempo que me repetía a mí misma que no sabía adónde me llevaba este camino que había emprendido casi a ciegas. No sabía qué tipo de relación nos unía, era consciente que le quería, pero me asustaba no saber qué sentía él por mí. Es más, ¿qué sabía yo de su vida anterior a los dos años que llevaba viviendo en Armony?
No tengo tiempo que malgastar, me repetí una vez más y espoleada por esa idea, le lancé a Oliver la pregunta que tantas vueltas daba en mi cabeza.
—¿Qué somos nosotros, Oliver?
Noté como se sorprendía ante mis palabras, pero no eludió mi mirada en ningún momento.
—¿Qué crees que somos, Dani? O mejor, ¿qué quieres que seamos? —me preguntó con sus profundos ojos verdes clavados en los míos. Vi que las motitas doradas casi habían desaparecido de ellos.
—No juegues conmigo —le advertí cada vez más nerviosa. Noté mi corazón enfermo golpearme en el pecho con una fuerza que me sorprendió.
—No lo hago. No quiero jugar contigo. No puedo hacerlo, eres lo más real que he tenido nunca y no quiero fastidiarla diciendo algo que no quieres oír —me explicó sereno. De pronto me invadió el deseo de correr a sus brazos al encontrarme por primera vez con un Oliver vulnerable e inseguro.
—Solo quiero la verdad —me limité a responder.
—La verdad es muy simple, en realidad. ¡Te quiero! Pero las cosas no son tan fáciles.
—¿Por qué? —pregunté incapaz de asimilar nada más que sus palabras, podría haber caído una bomba en el dormitorio y yo seguiría centrada en las dos palabras que acababa de pronunciar.
—Hay cosas de mí que no sabes y que pueden hacer que tu opinión sobre mi cambie por completo.
—No lo creo, porque yo también te quiero —le confesé en un susurro avergonzado, temiendo que al pronunciarlas en alto se rompiera el hechizo que hacía posible que él me quisiera. Nunca había creído en la magia, pero sin duda el amor correspondido era pura magia.
En cuanto la última sílaba escapó de mis labios, sentí su cálida boca sobre la mía, me apretó tan fuerte contra él que sentí que no podía respirar o ¿era la emoción de saber por fin lo que sentía por mí? No lo sabía, pero tampoco tenía tiempo para pensar en ello.
Haciendo un enorme esfuerzo personal, logré separarme de su cuerpo tibio y le miré fijamente al tiempo que enfrentaba mis temores.
—¿Qué es lo que no sé de ti, Oliver? —pregunté al fin. La pregunta era lo suficientemente abierta como para darle la libertad de elegir qué quería que yo supiera y qué no.
—Veamos —dijo para si mismo, mientras se separaba de mí y se sentaba en la cama—, ¿cómo vas de literatura? —me preguntó amablemente aunque se le notaba nervioso—. ¿Has leído a Goethe? Y no me refiero a Werther que sé que sí que lo has hecho. Estoy hablando de Fausto, el libro que te recomendé no hace mucho.
Negué con la cabeza.
—Lo saqué de la biblioteca pero lo dejé olvidado sobre la mesilla de noche después de hojearlo. Me pareció demasiado confuso —me callé para que él pudiera explicarse.
—Fausto era un estudioso alemán que vendió su alma al diablo a cambio del conocimiento, era el viejo al que Mefistófeles le muestra una vida llena de placeres —se paró a la espera de mi respuesta.
—Sigue —le pedí azorada.
Conocía un poco la historia por lo que el señor Martin me había hablado de ella. Pero Oliver, me lo estaba contando desde un punto de vista diferente, probablemente me resultaría más fácil entenderlo si era él quién me lo explicaba. Me senté al borde de la cama, demasiado nerviosa por lo que intuía que vendría después.
—Pues verás, según Goethe, Fausto vende su alma a Mefistófeles a cambio del conocimiento y de la juventud. Fausto comienza a vivir su nueva vida y conoce a Margarita, o Gretchen, el nombre varía según la fuente y el traductor, una mujer de la que se enamora y a la que deja embarazada, Mefistófeles hace que enloquezca y que asesine al hijo que ha tenido con Fausto. La historia real, mi historia es otra…
No sé cómo pude seguir en silencio después de su confesión.
—Cuando Mefisto vino a mi casa, yo tenía diecisiete años, estaba a punto de cumplir dieciocho. Entró a trabajar como secretario de mi padre, y jamás sentí ninguna simpatía por él.
»Le evitaba todo cuanto podía. En realidad evitaba a todo el mundo, yo no buscaba el conocimiento, lo que realmente me importaba era la música, me pasaba largas horas practicando al piano, con el chelo e incluso con el violín, pero por mucho que me esforzara nadie podía decir nada más que mis actuaciones eran correctas. ¡Correctas! ¿Entiendes? Jamás nadie me hubiese calificado de brillante y yo hubiese dado cualquier cosa por serlo. Y eso es exactamente lo que hice.
»Mefisto se aprovechó de mi debilidad y me ofreció el don de la música, la capacidad de dominar la técnica y la ejecución. El problema es que confié en un demonio y usó mi petición para volverla en mi contra, mi sueño era conmover con mi música, llegar al alma de todos los que me escucharan. Durante los primeros meses disfruté de mi regalo, todo el mundo quedaba impresionado al escucharme tocar o incluso cantar, mi voz también había cambiado.
»Hasta que una noche comprendí lo que estaba pasando. Cada vez que mi nueva cualidad se ponía en marcha, se ponía en funcionamiento también mi maldición. Mefisto, había conseguido que mi petición le beneficiara a él, mi música llegaba al alma de mis oyentes y dejaba al descubierto sus más profundos sueños, sus anhelos… dejando la puerta abierta a la tentación, facilitándole el acceso. ¿Lo entiendes? Me utilizaba para recabar almas para su señor —en ese instante comprendí lo que había detrás de la oferta de Gabriel el día de la fiesta para que Oliver cantara, su interés por asistir a nuestras celebraciones, por codearse con adolescentes, nosotros éramos sus presas…
—¿Ese es tu nombre? ¿Te llamas Fausto? —supe que mi pregunta era tonta en el mismo instante en que la hice, pero no quería pensar, necesitaba no pensar en nada de lo que acababa de escuchar.
—En realidad también me llamo Oliver. Mi nombre completo es Fausto Oliviero Basani —me contestó pendiente de la expresión de mi rostro.
—¿Es cierta la parte de Margarita? —pregunté con un hilo de voz, no se me ocurría ninguna otra pregunta que hacerle, para eludir así la idea que Oliver, o Fausto, hubiera estado enamorado anteriormente, pues me producía un malestar agónico y extraño en la boca del estómago que hubiera tenido un hijo con otra mujer.
—En cierto modo lo es. Margarita era mi hermana Isabella, Mefisto la enredó y ella perdió la cabeza por él. Se suicidó cuando supo que estaba embarazada y que él no iba a hacerse cargo de la situación.
»Cuando mi hermana murió abandoné Florencia, huyendo de todo lo que me rodeaba, incluso de mí mismo, pero Mefisto me siguió, con el tiempo me he acostumbrado a que me persiga como una sombra, estoy condenado a compartir mi larga vida junto al ser que más he odiado y odiaré nunca.
»Por eso inventamos que era mi tutor, tenía que justificar ante la sociedad que no tenía padres y que vivía con un chico mayor que yo. Además al no ser aún mayor de edad, dependo en muchas cosas de él.
—Entonces, ¿es cierto? ¿Puedes morir? —pregunté en un susurro.
—No te he mentido en eso. Puedo morir, no envejezco, las enfermedades no me afectan, pero mi cuerpo es mortal. Un accidente puede acabar conmigo —explicó mientras tomaba mis manos entre las suyas—. No quiero que tengas miedo de mí. Conmigo siempre estarás a salvo. No te he mentido cuando he dicho que te quiero.
—No tengo miedo de ti, nunca he tenido miedo de ti, sino de las cosas que me pasan por la cabeza cuando estoy contigo, tú haces que quiera vivir para siempre.
—Te quiero, Danielle —tenía la voz estrangulada por el efecto de mis palabras, por lo que decidí cambiar de tema.
—¿Por qué Goethe escribió sobre ti? —pregunté fingiendo una entereza que no sentía.
—Conocí a Goethe el 12 de abril de 1800, tenía cincuenta y un años. Algo en su porte regio me recordó a mi propio padre por lo que a pesar del desprecio que había sentido por mi progenitor, con él noté una inmediata conexión. Yo aparentaba la misma edad de siempre, había ido a Viena a escuchar a un nuevo autor, Beethoven, fingía que era estudiante de piano, estábamos en el Burgtheather, a punto de asistir al primer concierto de la Primera Sinfonía del mismísimo Beethoven, cuando le conocí. Fuimos grandes amigos hasta su muerte, en 1832, yo era mucho más viejo, pero él era más sabio, me ayudó mucho conocerle, su sentido moral elevaba al mío. En 1807 decidió escribir su Fausto, la segunda parte se publicó póstumamente, aunque ya no tenía nada que ver conmigo, sino con el Fausto que él había creado para el teatro, un Fausto rodeado de aquelarres y de brujas.
—Gabriel es un demonio —afirmé en voz alta por primera vez—. La elección de su nombre es una burla, es por el arcángel, —dije mientras iba comprendiendo la magnitud de mi afirmación, y al mismo tiempo iba comprendiendo las palabras de Rachel en el restaurante: «¿Gabriel? Ya has terminado con todos los nombres de arcángeles: Miguel, Rafael… ¿Qué va a ser después, Jesús?»
—Sí y no. Gabriel es un hombre, nació de un padre y una madre, pero cometió el mayor pecado.
—¿Qué pecado Oliver? ¿Por qué te callas ahora? —sentí que el estómago se me cerraba, casi no me permitía pasar la saliva de mi boca.
—Mató a su madre al nacer —dijo sin mirarme, con la mandíbula en tensión, de lo fuerte que apretaba los dientes.
—Como yo… ¿Por eso me persigue? ¿Por eso soy tan importante? ¿Me ve como él? —pregunté con una sensación de pánico instalándose en mí, sentí nauseas con la sola idea de ser como él. Las rodillas fueron incapaces de sostener mi peso y me desplomé en el suelo como una piedra.
Oliver saltó de la cama al ver que caía, me cogió en brazos como si no pesara nada y me acomodó en el lecho. Se sentó a mi lado e intentó tranquilizarme.
—Tú no mataste a tu madre. Tu madre murió por su enfermedad, la misma que te transmitió a ti, tú no eres como él. Eres buena, no hay maldad en ti y nunca la habrá. Mefisto era ya un criminal con siete años, fue entonces cuando Él lo agregó a sus huestes —no fue necesaria ninguna explicación adicional, sabía perfectamente a quién se estaba refiriendo.
—¿Y Rachel? ¿Qué es ella? —pregunté dispuesta a conocer todos los detalles—. Ella parece diferente.
—Lo es, Rachel pertenece al otro bando —dijo simplemente, aunque en sus ojos brilló cierto resentimiento que fui incapaz de racionalizar, ¿resentimiento por Rachel? ¿O por estar en el lado correcto?
—¿Te refieres al cielo? —la sorpresa me dejó con la boca abierta, que Rachel perteneciera al bando de los buenos era una gran lección. Con su manera de vestir y sus modales huraños jamás lo hubiera supuesto. Contrastaba tanto con la elegancia de Gabriel y su actitud zalamera. Y sin embargo a pesar de su actitud hosca y fría, siempre me había inspirado confianza.
—Sí, Rachel o Céline, como se llamaba cuando la conocí, es la eterna rival de Mefisto, aunque no sé muy bien qué pensar al respecto. Nos hemos encontrado varias veces a lo largo de nuestra vida en común, y a veces siento que hay algo en su relación que va más allá de lo aparente. Ella es una presencia constante en mi vida, igual que lo es él.
—¿Qué pasará cuando mueras? —por fin me atreví a formular en voz alta la pregunta que llevaba atormentándome desde el inicio de nuestra conversación. Saber que había un infierno y un cielo, me hizo pensar en lo imperfecto que sería para mi habitarlo si Oliver no iba a estar allí. No quería ponerme filosófica, pero si el cielo realmente era un paraíso tenía que ser distinto para cada ser humano que lo pisara, y yo le necesitaba allí conmigo para considerarlo como tal.
—Estoy condenado, Danielle, fue mi propia mano la que sangró, mi mano la que aceptó el pacto, no hubo presiones ni obligaciones, escogí libremente.
—No, tiene que haber alguna forma de cambiar las cosas —exclamé abrumada por la magnitud de todo lo que acababa de descubrir, por la verdad que me negaba a aceptar. No pensaba permitirlo, la vida no podía ser tan injusta conmigo.
—No la hay, he pasado mucho tiempo intentando encontrar algún resquicio, pero no hay nada que hacer. Todo está bien atado, ¿entiendes ahora, por qué no estoy preparado para morir? No puedo ir a parar allí. No soy tan perverso como para poder sobrevivir en el infierno.
—Sí —dije mientras mis ojos se inundaban de lágrimas. Lágrimas por él, pero principalmente lágrimas por mí. La única esperanza que me quedaba era lo que venía después y tampoco iba a poder disfrutarlo.
—Danielle —susurró Oliver y me acunó en sus brazos—. No llores por favor, me parte el corazón verte así, puede que mi alma no me pertenezca, pero mi órgano vital sí, y es tuyo, te lo di la primera vez que te besé —el tono de su voz había ido bajando de intensidad conforme iba hablándome, sus labios se posaron en la delicada piel de mi cuello. Sus manos se deslizaron suavemente sobre mis caderas empujándome hacia la cama—. Te quiero Danielle, pase lo que pase. Tú eres lo único verdadero en mi vida. Te alejé de mí porque no podía permitirme volver a sentir nada.
Sus labios atraparon con delicadeza los míos. Su cuerpo cubrió mi cuerpo tembloroso. Me sorprendió ser capaz de sentir frío y calor a la vez.
Tenía diecisiete años y un destino incierto, la vida me ofrecía una oportunidad y no estaba dispuesta a rechazarla. Oliver se quitó la chaqueta, sin apartarse de mí, sus besos sabían diferentes, podía saborear la pasión y el deseo, pero también la entrega total y el amor. Metí mis manos bajo su camiseta y sentí sus músculos duros bajo mis dedos. Su piel era cálida y se acoplaba a la perfección a mis manos ansiosas.
Tiré de su camiseta, intentando deshacerme de ella para poder contemplarle. Separó su boca de mi oreja y se la sacó de un tirón. En cuanto se vio libre de ella, tiró de la mía para hacer lo propio, quedándome únicamente con el sujetador. Oliver no volvió a tumbarse sobre mí, sino que se quedó observándome mientras con un dedo recorría mi clavícula.
—¿Estás segura? —me preguntó con la voz ronca.
Fui incapaz de encontrar mi voz, por lo que hice un gesto afirmativo con la cabeza. Con suma delicadeza, acercó sus manos al cierre de mis vaqueros y lentamente fue desabrochando los botones, mientras yo me deshacía de las botas que llevaba, no sin algún que otro problema, y las lanzaba lo más alejadas que pude. Cuando desabrochó todos los botones tiró de mis vaqueros sin perder el contacto visual, se inclinó sobre mí y besó el lunar que tengo junto a mi ombligo. Jamás había imaginado lo que un casto beso en mi estómago podía hacerle a mi cuerpo, en ese instante perdí la capacidad de pensar y me limité a dejarme llevar.
Oliver se puso en pie rápidamente para quitarse las botas y sus propios pantalones. Cuando se giró pude ver un tatuaje en su omóplato derecho, una nota musical sobre su magnífica piel dorada. Mis manos actuaron sin el permiso de mi cabeza y se apresuraron a acariciar el símbolo con dulzura y un deseo voraz, totalmente nuevo para mí.
Iba a aprovechar mi momento, mientras aún tuviéramos tiempo, mientras yo aún lo tuviera.