Al final, encontrar algo que ponerme para salir con Oliver resultó más complicado de lo que había supuesto.
Tenía que encontrar ropa con la que estar mona y a la vez no parecer muy arreglada. Nuestra relación, si es que la había, era demasiado ambigua, por tanto no podía demostrar demasiado interés a la hora de elegir mi vestuario, si no podría dar a entender más de lo que quería que él supiera.
Ni siquiera yo tenía muy claros mis sentimientos, Oliver me gustaba mucho, pero su actitud respecto a mí durante estos años, hacía que me sintiera muy insegura de su interés. Normalmente siempre había sido una persona decidida, incluso valiente, pero sentía que enamorarme de Oliver era lo más arriesgado que haría en mi vida.
El reloj del salpicadero marcaba las dieciocho cero cero, cuando paré el coche frente a la puerta de Danielle. Me sentía extrañamente alegre cuando enfilé el sendero hacia su casa, por alguna razón desconocida para mí, era incapaz de borrar la sonrisa de mi cara. Iba a cocinar para ella, y estaba dispuesto a preparar mis famosos spaghettis a lo Bassiani.
Cuando la puerta se abrió, me quedé parado sin saber muy bien qué decir o cómo actuar.
—Buenas tardes, señor Collins —saludé nervioso a la persona que estaba frente a mí, impidiéndome con su brazo la entrada a la casa.
—¡Vaya Oliver! ¿Desde cuando eres tan formal? —preguntó divirtiéndose con mi azoramiento.
—Tienes razón, John —le concedí un poco menos rígido. Si en clase le tuteaba, por qué no iba a hacerlo en su propia casa.
—Pasa. Dani bajará enseguida —me anunció sonriente. Esperaba que Danielle realmente bajara enseguida, porque me resultaba extraño estar sentado en la sala de estar de mi profesor de lengua.
La casa de Danielle reflejaba a la perfección los detalles de su personalidad que había llegado a conocer. El comedor era cálido y acogedor, con estanterías a rebosar de libros. Desde que nos conocíamos había visto a Danielle infinidad de veces con un libro en las manos. Las mantas que había cuidadosamente plegadas en los brazos de los sofás eran de color azul y violeta, los dos colores que Dani siempre elegía en su ropa y en sus objetos personales, y el ambientador que flotaba en el aire, me recordaba a su perfume, floral y dulce, con un toque de desafío.
Escuché sus pasos en la escalera que había a mi izquierda. Giré la cabeza para verla y noté como mi garganta se secaba. Al parecer algo que mi cuerpo había convertido en una costumbre, cada vez que Dani estaba cerca me quedaba sin capacidad para hablar. Carraspeé intentando volver a ser yo.
Danielle llevaba unos vaqueros ceñidos y estrechos, que hacían que sus piernas se vieran interminables, unas botas de tacón hasta la rodilla que conseguirían que cualquier hombre girara la cabeza para disfrutar de la vista. Menos mal que íbamos a mi casa, pensé, no estaba dispuesto a compartirla con nadie. Sonreí ante la idea, aún no era mía y ya me estaba comportando de forma posesiva.
Levanté la mirada y vi que llevaba un jersey negro con cuello redondo y ancho, que se perdía en uno de sus hombros, debajo, una camiseta también negra de tirantes y enrollado al cuello el mismo pañuelo morado que tantas veces le había visto puesto.
Instintivamente, me acerqué a ella. No muy seguro de para qué.
—Hola —la saludé cuando por fin pude encontrar mi voz.
—¿Nos vamos? —preguntó mientras le lanzaba una mirada feroz a su padre que parecía no perderse nada de nuestro encuentro.
—Claro, tengo el coche en la puerta —le dije, recuperando la entereza.
Me miró como pidiéndome disculpas por la actitud vigilante de su padre, pero yo no lo veía del mismo modo que ella. Había nacido en una época en la que estar con una joven a solas en una estancia, siempre terminaba en matrimonio o con la mujer deshonrada de por vida, pasara lo que pasara entre ellos, aunque ni siquiera se hubiesen rozado las manos.
Las mujeres en aquel entonces dependían completamente de su reputación, su finalidad era cuidarla y olvidarse de todo lo demás. Nunca había comprendido la doble moral que reinaba en mi época y nunca la comprendería, pero a pesar del tiempo transcurrido desde mi nacimiento, había cosas que nunca cambiaban.
Subimos al todoterreno y antes de salir del aparcamiento, encendí el reproductor de CDs, la profunda voz rasgada de Louis Armstrong invadió el coche mientras cantaba What a wonderful world, Danielle me miró con cara sorprendida.
—¿Qué? —pregunté confuso por su expresión.
—No es la clase de música que pensé que te gustaría —confesó avergonzada.
—En realidad. Me gusta toda la música, todos los estilos. Se podría decir que soy su más fiel amante —le di a mis palabras un aire burlón cuando en realidad estaba diciendo la verdad.
Como un flash, me invadieron las imágenes. Una calle de 1925 en Chicago, Illinois. El año en que descubrí el Jazz, de la mano del mismísimo Armstrong, mientras grababa con Hot Five…
—Eres sorprendente, ¿sabes? —murmuró Danielle, observé que cuando lo decía sus mejillas se tiñeron de un precioso rubor rosado.
—Me lo tomaré como un cumplido —le dije para borrar su incomodidad.
—En realidad lo era —confesó sin mirarme, sus ojos clavados en algo que había más allá de la ventana, incluso de Armony.
Ante sus palabras, sentí mi corazón latiendo acelerado. Por primera vez en mucho tiempo volvía a sentir que estaba vivo. Casi podía sentir la parte que me faltaba, como si de verdad fuera un hombre completo.
En el instante en que Oliver me miró, después que las palabras se escapasen de mis labios, supe que ya no podía engañarme más, estaba enamorada de él, tanto que no me importaba no saber qué sentía él por mí. Tanto, que dolía.
Seguimos en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos. Llegamos a la zona nueva de Armony, un barrio residencial en el que acababan de inaugurar el nuevo edificio que acogería a la filarmónica de la ciudad.
Oliver se paró frente a una casa descomunal. Estaba bordeada por un jardín muy bien cuidado, imaginé que alguien lo atendía, no veía a Oliver haciendo esas labores y mucho menos a Gabriel, con sus impecables modales y su ropa de marca recién planchada.
—¿Vamos a estar solos? —pregunté una vez recordé la existencia de Gabriel y que posiblemente vivían juntos, ya que Oliver aún no tenía los veintiuno, edad que se rumoreaba era la que habían estipulado sus padres en su testamento.
—Sí, ¿por qué? —preguntó confuso—. ¿Te preocupa estar sola conmigo? —dijo en un tono dolido—. Te prometo que no voy a obligarte a hacer nada, solo voy a prepararte la cena, palabra de Boy Scout.
Me eché a temblar ante la sola idea de que me tocara y no precisamente de miedo. Era la única persona que hacía que me olvidara de todo. A veces incluso tenía que obligarme a respirar…
Metió el coche hasta la entrada del garaje, pero no abrió la puerta para aparcarlo dentro, simplemente lo dejó allí.
Antes de que me diera tiempo a bajar por mí misma, me abrió la puerta con una sonrisa deslumbrante, me sorprendió ver más motitas doradas en sus ojos verdes.
—Bienvenida a mi humilde morada —me dijo mientras me ayudaba a bajar. Me sorprendió esa nueva faceta suya tan caballerosa, contrastaba mucho con la imagen de rebelde sin causa que mostraba en el instituto.
—Hombre, humilde, lo que se dice humilde… —le dije intentando ser otra vez la misma persona que era antes de entrar en ese coche.
Él se echó a reír, la tensión que minutos antes nos había invadido, se había evaporado.
—La mansión es cosa de Gabriel.
Nada más entrar en su casa, sentí que me adentraba en otro mundo. Me sorprendió no encontrar una Wii, una PlayStation o algo similar en el comedor. Pero lo que realmente me dejó con la boca abierta, fue ver la cantidad de instrumentos musicales que había allí. Un enorme piano dominaba el salón, negro con una banqueta a juego, pero también había un chelo e incluso un saxofón, y en una de las vitrinas había instrumentos que ni siquiera sabía cómo se llamaban.
Ante mi mirada interrogante, Oliver se encogió de hombros y dijo simplemente.
—Me gusta la música. Ya te lo he dicho.
—¿Sabes tocarlos todos? —pregunté alucinada.
—Sí —se limitó a decir y me sorprendió ver que su rostro se volvía serio e inexpresivo de pronto.
—¡Toca para mí! —le pedí entusiasmada con la idea de verle sentado al piano.
—No creo que sea buena idea —intentó rehusar, pero yo no estaba dispuesta a ello.
—Por favor —le volví a pedir haciendo un puchero. Parecía que mi broma empezaba a funcionar, porque sonrió jovial—. Por favor —insistí al ver que mi súplica causaba efecto.
Miró a su alrededor muy serio, y cuando se aseguró de que estábamos solos, me sonrió y acepto tocar para mí.
Muy solemne se sentó en el taburete frente al piano y cerró los ojos. Sus dedos se movían por las teclas sin necesidad de mirarlas, parecía conocer cada rincón del instrumento. Centré mi atención en la música y yo también cerré los ojos, de repente me embargó una sensación de necesidad que me aturdió.
Me vi sentada en el mismo salón en el que estaba ahora pero con algunos años más, mi rostro seguía siendo el mismo, pero mi cabello era más corto. Oliver entró desde la cocina con una tarta en las manos, era mi cumpleaños, sobre la tarta había dos velas encendidas, un tres y un cinco, había superado todas mis esperanzas de vida.
Súbitamente, otra escena se instaló en mi cabeza, pero esta vez, ya no era yo la protagonista, era una mujer mayor junto a un hombre de su misma edad, quizás un poco más viejo. Dos ancianitos que se tomaban de las manos y se miraban con amor. Me quedé de piedra cuando vi las motitas doradas de sus ojos verdes.
Me llevé instintivamente la mano a las mejillas y las noté húmedas y calientes, durante la actuación de Oliver, me había dejado llevar tanto por la hermosura de su ejecución, por la belleza de la música que ni siquiera había sido consciente de mis lágrimas.
Fue entonces cuando me di cuenta que Oliver había parado y que miraba más allá de mí, con la cara lívida por el terror.
—Buenas noches chicos —dijo una voz detrás de mí. No tuve que girarme para saber de quién se trataba.