El viernes por la mañana aproveché la hora de estudio para pasar por la biblioteca, devolver Cumbres borrascosas, que ciertamente me parecieron muy borrascosas, y sacar el Fausto de Goethe para comprobar si guardaba alguna relación o me desvelaba algo sobre la confusa conversación que había escuchado en el restaurante entre Gabriel y Rachel.
Estaba en la sección de literatura buscando el libro, cuando vi a una de las implicadas que pasaba a una estantería de mí. Sin pensármelo mucho, decidí acercarme y hablar con ella. Siempre era mejor opción que preguntarle directamente a Gabriel o a Oliver, al fin y al cabo era una chica y seguramente me resultaría más cómodo hablar con ella. Cuando por fin le di alcance, vi que se había parado frente a una estantería de la sección de arte y que tenía un libro en la mano. Estaba absorta contemplándolo, lo que me permitió observarla a placer. Siempre me había quedado con la imagen que daba con su ropa oscura y su pelo lacio y negro, pero ahora que la miraba de verdad y con verdadero interés, despertado principalmente por la conversación de la que había sido testigo, me di cuenta que era una chica muy guapa. Su piel era blanca y perfecta, no se veía ninguna imperfección en ella y estaba segura que si utilizara ropa de otro color resaltaría su serena belleza.
La extraña claridad de sus ojos y la palidez de su piel se veía aumentada por la ropa negra que insistía en llevar día tras día. Parecía que buscara pasar desapercibida a toda costa.
Rachel se tensó cuando notó que me ponía a su lado, pero no apartó la mirada de su libro.
—¿Qué quieres? —preguntó sin mirarme, con su habitual tono duro.
—Necesito hablar contigo —respondí, y la sequedad de sus palabras hizo que me dieran ganas de dar media vuelta y marcharme. Quizás me había equivocado y no iba a ser más fácil hablar con ella sino todo lo contrario.
Giró la cabeza mientras volvía a colocar el libro en su sitio y me encaró con sus ojos azules, que si fueran un poco más claros, serían transparentes.
—¿De qué quieres hablar? —preguntó ahora con más tacto y quizás un poquito de ¿interés? ¿O era curiosidad lo que se adivinaba en sus ojos?
—¿De qué conoces a Gabriel? —pregunté sin apartar la mirada. Fue por eso que noté como se le tensaba la mandíbula al escuchar ese nombre.
—¿Perdón? —dijo burlona—. Creo que te has equivocado de persona, yo no conozco a ningún Gabriel.
—Mientes —la acusé—. Ayer volví al restaurante a por mi pañuelo y te vi hablando con él. Es más, escuché lo que decíais y era más que evidente que erais amigos. Necesito que me cuentes por qué Oliver no quiere que me acerque a él y por qué tú niegas conocerle.
—Es de mala educación escuchar conversaciones ajenas —me regañó muy seria.
—También es de mala educación mentir a las personas, y tú me has dicho que no lo conocías cuando en realidad sé que sois íntimos —Rachel enrojeció hasta la raíz del pelo.
—Supones demasiado para lo poco que oíste —me sorprendió ver la ira que tenía acumulada en su interior.
—Cierto, por eso quiero respuestas —le pedí con un hilo de voz. No es que quisiera respuestas, es que las necesitaba, si Oliver estaba implicado, necesitaba saber si podía confiar en él. Pero al mismo tiempo sentía pánico por lo que podía descubrir. Pánico porque fuera lo que fuera lo que hubiera detrás, Oliver estaba envuelto en ello y yo había vuelto a aceptarlo en mi vida. Le había dado la posibilidad de volver a hacerme daño.
—Pregunta lo que quieres saber y yo decidiré si te respondo o no —ofreció Rachel. Al parecer era todo lo que estaba dispuesta a ofrecerme—. Pero primero debes saber que yo nunca miento, me has preguntado por Gabriel y yo no conozco a ningún Gabriel, aunque sí conozco a un Mefisto que últimamente se hace llamar así.
—De acuerdo —acepté su palabra, quizás fuera cierto que no conocía a Gabriel por su nombre, puede que Mefisto fuera su apellido, en cualquier caso volví a insistir—. ¿De qué conoces a Gabriel? —repetí, tanteándola a la espera que cometiera un error y lo soltara todo.
—Conozco a Gabriel desde hace mucho tiempo. Podríamos decir que salimos juntos una temporada.
—¿Qué pasó? —pregunté curiosa, la pregunta no iba a resolver mis dudas, pero mis ganas de conocer los detalles me impulsaron a hacerla.
—Digamos que mi padre se enteró y no le hizo mucha gracia —adivinó lo que le iba a preguntar a continuación, porque me respondió a la pregunta que rondaba en mi cabeza—. A parte de porque no es una buena influencia, digamos que su padre y el mío son rivales en los negocios.
Me quedé intrigada con la explicación, pero al fin y al cabo yo estaba interesada en que respondiera a otras preguntas, y ninguna era sobre su vida privada.
—¿Por qué Oliver no quiere que me acerque a él? —diferentes respuestas me rondaban por la mente. Estaba celoso de Gabriel porque era mayor y muy atractivo, estaba metido en malas compañías, consumía drogas…
—Es una mala influencia, ya te lo he dicho —se limitó a responder. Quizá mi suposición de las drogas no iba tan desencaminada, pensé.
—¿A qué te refieres? —pregunté para cerciorarme.
—No es una buena persona. Es manipulador, falso y mentiroso. No te puedes fiar de él. Siempre tergiversará todo de manera que el favorecido sea él. Mantente alejada de él. Es lo mejor para todos —su rostro no mostraba ningún sentimiento mientras hablaba, me di cuenta que estaba ocultando sus emociones con mucha pericia, pero algo en sus ojos revelaba que había emociones que ocultar. No era tan fría como pretendía parecer.
Habíamos mantenido toda nuestra conversación, apoyadas en la estantería del pasillo de arte de la biblioteca del instituto, estaba a punto de sonar la sirena de aviso de la siguiente clase y no podía andarme con rodeos si pretendía sacarle toda la información posible.
—Si es tan mala influencia, ¿por qué Oliver lo tiene como tutor? —empecé a temblar demasiado ansiosa por escuchar su respuesta. A pesar de no conocerla apenas y de las distancias que marcaba entre las dos, sentía que Rachel era sincera, que cada palabra que salía por su boca era absolutamente cierta. No podía explicarme el por qué de modo coherente, pero era un sentimiento que tenía arraigado dentro de mí.
—A lo mejor Oliver no es tan perfecto como tú crees —sentí que algo se me escapaba, nunca había pensado que Oliver fuera perfecto, era el chico que se había mostrado encantador conmigo, que me había robado mi primer beso y que acto seguido había procedido a ignorarme durante dos largos años, estando cada día taquilla con taquilla. El mismo chico que había sido novio de una de mis mejores amigas… Pero las palabras de Rachel iban más allá de eso. Ella estaba diciéndome algo mucho más importante, algo que yo no lograba entender o no quería aceptar, en las dos respuestas residía parte de la verdad.
—¿Qué es exactamente lo que quieres decir? —pregunté con un hilo de voz.
—Te he dicho que contestaría a tus preguntas. Y que me reservaría evitar responder a las que yo considerase oportunas. Y esta me parece oportuna ignorarla, así que si quieres saber exactamente lo que quiero decir, creo que ya sabes a quién tienes que preguntarle, Danielle.
Y dicho esto se marchó, dejándome más confusa y perdida que cuando me levanté por la mañana. Me apoyé en el mismo lugar en el que había estado ella e intenté tranquilizarme. ¿Qué me estaba perdiendo? ¿Cuál era el misterio que no lograba descifrar?
Sonó el timbre que anunciaba el cambio de clase y me apresuré a buscar el libro por el que había ido allí.
Resultó ser un tomo bastante voluminoso en el que se añadía un estudio sobre el personaje. Hojeé las primeras páginas y vi que había una bibliografía extensa sobre el tema. El tal Fausto debía ser un personaje bastante conocido si había tantos estudios sobre él.
Me acerqué al mostrador de préstamos en el que la típica bibliotecaria con moño y gafas de pasta con diamantes falsos en los extremos nos hacía callar a todos con un ademán enfadado. Le devolví Cumbres borrascosas y sus ojos se iluminaron al verlo, me preguntó qué me había parecido y ante mi falta de entusiasmo me miró airada y severa.
Metí Fausto en la mochila y apresuré el paso hasta la clase de literatura del profesor Martin. Quizás podría preguntarle después sobre Fausto y Goethe, si había alguien que pudiera contarme algo, ese era el profesor Martin.
Corría camino a clase cuando en el pasillo casi vacío me di de bruces con Samuel. Me sorprendió y dolió a la vez que fingiera no verme, no esperaba ese tipo de reacción por su parte. Marc, que estaba a su lado, me sonrió mientras hacía un gesto de disculpa con la cabeza. Le respondí, aunque la sonrisa que me salió era triste, mi mundo se desmoronaba por momentos y lo peor de todo es que seguía sin entender por qué había cambiado todo tan rápidamente.
El señor Martin, era un profesor de la vieja escuela, hacía años que tenía que estar jubilado, pero ahí seguía al pie del cañón y dispuesto a dar guerra un año tras otro. No permitía que sus alumnos le tutearan y del mismo modo él nos trataba de usted a nosotros. Cuando la clase terminó, Andrea se acercó a mi pupitre dispuesta a esperarme, como siempre, pero le hice un gesto con la mano para que se fuera. No se sorprendió, debió pensar que quería hablar con El Bulldog, apodo con el que le llamábamos todos sus alumnos, y estoy segura que también algún profesor, y no hablo solo de mi padre. Ya que como buen perro de presa, cuando pillaba a algún estudiante no lo soltaba hasta hacerlo trizas.
Además, como sus homónimos, tenía un excelente olfato para adivinar a los incautos que no habían estudiado o hecho los deberes que había mandado el día anterior y en esos casos la víctima de su verborrea seguramente prefiriera vérselas con un bulldog hambriento antes que con el señor Martin.
—Señor Martin, ¿puedo preguntarle algo? —pedí educadamente y al mismo tiempo temerosa de su reacción.
—¿Es sobre la lección de hoy? —dijo sin levantar la vista de sus papeles.
—No —me limité a responder.
—Entonces puede —cedió levantando la mirada y clavándola en mí—. No estoy dispuesto a repetir la lección solo porque usted no haya estado atenta, pero si se trata de otro asunto estoy dispuesto a escucharla.
El viejo señor Martin a pesar de sus fieros modales, era uno de mis profesores favoritos, y no solo porque impartiera literatura, sino principalmente porque nunca hacía distinciones conmigo. Para él era una alumna más, independientemente de que estuviera o no enferma. Era reconfortante sentirse normal de vez en cuando.
—Quería saber sobre un libro que saqué esta mañana de la biblioteca, Fausto —expliqué, impaciente por escuchar lo que me pudiera decir sobre él. Como él permaneció callado, abrí la mochila lo saqué y se lo tendí. Mi profesor alargó la mano y me lo cogió, absorto en sus pensamientos.
—Interesante elección, señorita Collins —dijo finalmente —. El Fausto, el juguete de Dios y el Diablo, la víctima de una apuesta entre ellos.
—No sé qué quiere decir —confesé aturdida.
—¿No lo ha leído? —preguntó con el ceño fruncido—. Veamos cómo le explico esto. Para mí, Fausto es más víctima que verdugo. Él vive tranquilamente su vida hasta que Mefistófeles como enviado del Diablo, le visita. Y la razón de esta visita, no es más que la soberbia de uno y otro. Mientras Lucifer dice que se puede tentar a todos los hombres, Dios pone como ejemplo incorruptible a Fausto. Y la historia termina por demostrar que todos los hombres somos capaces de caer en la tentación, siempre que esta sea atractiva a nuestros ojos.
—¿De eso va la historia? ¿Del bien y del mal? —pregunté intentando ordenar mis ideas.
—A un nivel muy básico, sí —respondió secamente—, pero lo mejor es que lo lea y luego me pregunte las dudas que le hayan podido surgir. Ahora márchese a su próxima clase o llegará tarde.
Le di las gracias y salí del aula en el momento en que sonaba la sirena. Al parecer era el día de las carreras por el pasillo para llegar a clase a tiempo.