16

A primera hora de la mañana siguiente había una densa niebla tras las ventanas, y Quantico estaba más tranquilo de lo habitual. No oí un solo disparo en ningún campo de tiro y parecía que todos los marines estuvieran durmiendo. Cuando cruzaba la doble puerta de cristal que conducía a la zona de ascensores, oí que se cerraba una puerta y que saltaban los pestillos de seguridad de la habitación de al lado.

Pulsé el botón de llamada y volví la mirada hacia dos agentes femeninas, vestidas con trajes conservadores, que escoltaban a una mujer negra de piel clara que me miraba directamente a la cara como si nos hubiéramos visto antes. Loren McComb tenía unos ojos oscuros y desafiantes y por sus venas corría un intenso orgullo, como si fuera la fuente que alimentaba su supervivencia y que hacía prosperar todo lo que emprendía.

—Buenos días —dije.

—Buenos días, doctora Scarpetta —me devolvió el saludo una de las agentes con aire sombrío, y las cuatro entramos en el ascensor.

Bajamos en silencio hasta la planta baja y percibí la ranciedad de aquella mujer que había enseñado a Joel Hand a construir la bomba. Llevaba unos tejanos ajustados y descoloridos, botas de tacón alto y una blusa blanca, larga y holgada, que no conseguía ocultar un tipo impresionante que debía de haber contribuido al fatal error de juicio de Eddings. Me quedé detrás de ella y observé la porción de su rostro que alcanzaba a ver. Se humedecía los labios a menudo, con la vista fija al frente, en las puertas, que me pareció que tardaban una eternidad en abrirse.

El silencio era tan denso como la niebla del exterior cuando por fin llegamos a la planta. Me demoré en dejar el ascensor y observé cómo las dos agentes se llevaban a McComb sin ponerle un dedo encima. No tenían necesidad de hacerlo, aunque si era preciso lo harían. Así de sencillo. Escoltaron a Loren McComb por un pasillo y se desviaron luego por uno de los incontables pasadizos que llamaban toperas. Me quedé sorprendida cuando la mujer se detuvo y se volvió a mirarme otra vez. Se encontró con mi mirada hostil y continuó adelante, dando un paso más en lo que yo esperaba que fuese una larga peregrinación hasta la cárcel.

Subí unas escaleras y entré en la cafetería, de cuyas paredes pendía una bandera por cada estado de la Unión. Encontré a Wesley en un rincón, debajo de Rhode Island.

—Acabo de ver a Loren McComb —le dije mientras depositaba la bandeja en la mesa.

Wesley echó una ojeada al reloj.

—La van a interrogar durante casi todo el día.

—¿Crees que nos dirá algo que pueda sernos de utilidad?

Dentón acercó la sal y la pimienta.

—No. Es demasiado tarde —se limitó a decir.

Tomé clara de huevo revuelta y una tostada sin untar y bebí café solo mientras observaba cómo los agentes nuevos y veteranos de la Academia Nacional engullían tortillas. Algunos se atrevían con bocadillos de beicon y de salchicha y pensé en lo triste que era hacerse vieja.

—Tenemos que irnos. —Recogí la bandeja porque a veces no merecía la pena comer nada.

—Todavía no he terminado, jefa. —Wesley jugueteó con la cuchara.

—Tú estabas tomando cereales y ya has terminado.

—Podría querer más.

—Pero no quieres.

—Estoy pensándomelo —replicó.

—Está bien. —Lo miré, interesada en oír lo que me tuviera que decir.

—¿Tan importante es ese El libro de Hand —me preguntó.

—Sí. El problema se inició cuando Danny, por resumir, se quedó con un ejemplar que probablemente entregó a Eddings.

—¿Y por qué crees que es tan importante?

—El experto en esa clase de análisis eres tú —repliqué—. Ya deberías saberlo: porque esas páginas nos dicen cómo se comportará esa gente. El libro hace predecibles sus movimientos.

—Una idea aterradora —murmuró.

A las nueve de la mañana pasamos por los polígonos de tiro en dirección al cuarto de hectárea de césped contiguo al almacén de material que utilizaba el Grupo de Rescate de Rehenes en las maniobras que deberían estar haciendo a esas horas. Pero aquella mañana no se veía a nadie por ninguna parte. Todos se encontraban en Old Point, todos excepto nuestro piloto, Whit, un tipo taciturno, en buena forma y con un traje de vuelo negro. Nos esperaba junto a un Bell 222 blanco y azul, un helicóptero de dos motores gemelos y varias plazas, también propiedad del CP&L.

—Whit —saludó Wesley al piloto.

—Buenos días —le dije yo al subir a bordo.

En el interior había cuatro asientos en una zona que parecía la cabina de un pequeño avión. El senador Lord se hallaba completamente enfrascado en su lectura y la fiscal general estaba sentada frente a él, concentrada también en sus papeles. A los dos los habían recogido antes en Washington, y también tenían cara de no haber dormido mucho las últimas noches.

—¿Cómo está, Kay?

El senador no levantó la vista. Iba vestido con un traje oscuro, una camisa blanca de cuello duro, los gemelos del Senado y una corbata granate. En contraste con él, Marcia Gradecki lucía un sencillo traje chaqueta azul claro y unas perlas. Era una mujer formidable con un rostro atractivo por la fuerza y el dinamismo que expresaba. Aunque había empezado su carrera en Virginia, no habíamos coincidido hasta aquel momento.

Wesley se aseguró de que nos conocíamos mientras nos elevábamos en un cielo de un azul perfecto. Sobrevolamos autobuses escolares de un amarillo brillante, vacíos a aquella hora del día, y los edificios dieron paso rápidamente a los pantanos llenos de puestos de caza de patos y a vastas extensiones de bosque. El sol pintaba senderos entre las copas de los árboles y, cuando empezamos a seguir el James, nuestro reflejo voló en silencio detrás de nosotros, rozando el agua.

—Dentro de un minuto sobrevolaremos Governor’s Landing —anunció Wesley. No necesitábamos auriculares para hablar entre nosotros sino sólo para comunicarnos con los pilotos—. Es la rama inmobiliaria del CP&L y donde reside Brett West. Es el vicepresidente a cargo de operaciones y vive ahí abajo, en una casa de novecientos mil dólares. —Hizo una pausa mientras todos mirábamos abajo—. Creo que se verá bien… ¡Ahí! Ésa de ladrillo con la piscina y la cancha de baloncesto en la parte de atrás.

En la zona había muchas casas enormes de ladrillo con piscina y una vegetación penosamente joven, un campo de golf y un club de vela donde West tenía una embarcación que en aquel momento no se encontraba allí, según nos habían informado.

—¿Y dónde está ese señor West? —preguntó la fiscal general mientras los pilotos ponían rumbo al norte en la confluencia del Chickahominy y el James.

—En este momento no lo sabemos. —Wesley no apartó la vista de la ventanilla.

—Por lo que veo, usted lo considera implicado, ¿no? —apuntó el senador.

—Desde luego. De hecho, cuando el CP&L decidió abrir una oficina de distrito en Suffolk la construyó en tierras que compraron a un agricultor llamado Joshua Hayes.

—Ese nombre también consta en la lista de fichas consultadas en el ordenador de la compañía —apunté.

—¿Fue cosa de la pirata? —preguntó Gradecki.

—Efectivamente.

—Y ahora la tienen detenida, ¿no? —añadió.

—En efecto. Al parecer salía con Ted Eddings; así fue como el periodista se metió en el asunto y acabó asesinado. —Wesley tenía la expresión muy seria—. De lo que estoy convencido es que West y Joel Hand han sido cómplices en esto desde el principio. Ahora se distingue la oficina de distrito. —Indicó el suelo por la ventanilla—. Y si se fijan bien —añadió con tono irónico—, observarán que está contigua al terreno de Hand.

La oficina de distrito era, en pocas palabras, un gran aparcamiento de camiones de carga y surtidores de gasolina, con edificios modulares que lucían el logotipo de CP&L pintado en rojo en el techo. Tras sobrevolarlo y dejar atrás una arboleda, el terreno a nuestros pies se convirtió de pronto en las veinte hectáreas de la punta de tierra en el río Nansemond donde vivía Joel Hand, rodeadas por una alta valla metálica que, según advertían los rótulos, estaba electrificada.

La propiedad era un conjunto de casas menores y de barracones, y la mansión que él ocupaba era un caserón desvencijado de altos pilares blancos. Pero no eran éstos los edificios que nos preocupaban sino otros que vimos a continuación, unas grandes estructuras de madera con aspecto de cobertizos, construidas a lo largo de una vía de tren que conducía a un inmenso muelle de carga privado con enormes grúas sobre el agua.

—Eso no parecen graneros normales —apuntó la fiscal general—. ¿Qué se embarcaba desde la granja?

—Más bien qué se desembarcaba en ella —le corrigió el senador. Entonces me acordé de lo que había dejado el asesino de Danny en la alfombrilla de mi antiguo Mercedes.

—Podría ser ahí donde guardaban los cofres —señalé—. Los edificios son lo suficientemente grandes, y ese Hand necesitaría grúas y trenes o camiones para mover las piezas.

—Bien, eso relacionaría claramente a los Nuevos Sionistas con el homicidio de Danny Webster —me dijo la fiscal general mientras jugaba con sus perlas en un gesto nervioso.

—O por lo menos con alguien que entraba y salía de los cobertizos donde se guardaban los cofres —respondí—. Habría partículas microscópicas de uranio empobrecido por todas partes, lo cual delataría que los cofres, efectivamente, llevan un revestimiento interior de ese material.

—Entonces ese individuo podría haber llevado polvo de uranio en la suela de los zapatos sin saberlo —apuntó el senador Lord.

—En efecto.

—Bien, tenemos que asaltar ese lugar y ver qué descubrimos —añadió entonces el senador.

—Sí, señor —asintió Wesley—. En cuanto podamos.

—Hasta el momento esa gente no ha hecho nada que se pueda demostrar —intervino Gradecki—. No tenemos bases firmes para una acusación —dijo al senador—. Los Nuevos Sionistas no han reclamado la autoría.

—Bueno, yo también sé cómo funcionan estas cosas, pero es ridículo —respondió Lord—. En esa finca no queda nadie, me parece, sólo algún perro. Si los neosionistas no andan metidos en el asunto, dígame dónde está todo el mundo, aunque me parece que lo sabemos muy bien.

Vimos unos dóberman, encerrados en un cercado, que ladraban y amenazaban el aire en el que volábamos en círculos.

—¡Dios mío! —exclamó Wesley—. Ni se me habría pasado por la cabeza que toda esa gente pudiera estar dentro de la central.

A mí tampoco, y en mi mente empezaba a tomar forma un pensamiento muy alarmante.

—Hasta ahora hemos supuesto que los Nuevos Sionistas han mantenido su número en los últimos tiempos —continuó Benton—, pero tal vez no sea así. Al final, quizá los únicos que quedaban aquí eran los que se entrenaban para el ataque.

—Y entre ellos Joel Hand —apunté, y me volví a mirarlo.

—Sabemos que ha vivido ahí y creo que hay muchas probabilidades de que estuviera en ese autobús. Casi seguro que está en la central con los demás. Es su líder.

—No —lo corregí—. Es su dios.

Hubo un largo silencio.

—El problema —dijo por fin la fiscal general—, es que ese hombre está loco.

—No —repliqué—. El problema es que no lo está. Hand es malo, y eso es infinitamente peor.

—Y su fanatismo afectará a todo lo que haga —dijo Wesley—. Si está dentro… —añadió, midiendo sus palabras—, la amenaza a la que nos enfrentamos podría ir mucho más allá de un intento de escapar con una barcaza cargada de barras de combustible nuclear. En el momento más inesperado, esto podría convertirse en un acto suicida.

—No entiendo por qué dice eso —comentó Gradecki, que no tenía ganas de oír una palabra más en aquel sentido—. Los motivos de la acción están muy claros.

Pensé en El libro de Hand y en lo difícil que resultaba para un no iniciado comprender de lo que era capaz un hombre como su autor. Miré a la fiscal general mientras pasábamos sobre las filas de buques cisterna y naves de transporte, grises y viejas, de la llamada Flota Muerta de la Marina. Los barcos estaban fondeados en el James, y desde cierta distancia producía la impresión de que Virginia estuviera sitiada, como en cierto modo lo estaba.

—Creo que nunca había visto eso —murmuró Gradecki con asombro mientras contemplaba la escena.

—Pues debería haberlo hecho —replicó el senador Lord—. Ustedes, los demócratas, son los responsables del desmantelamiento de la mitad de la flota. De hecho, no tenemos espacio ni para guardar las naves. Están repartidas aquí y allá, fantasmas de su antiguo esplendor y absolutamente inútiles si de pronto necesitamos con rapidez buques de guerra adecuados. Cuando se estuviera en condiciones de poner en acción una de esas viejas bañeras, lo del golfo Pérsico ya habría quedado tan atrás como esa otra guerra que hubo por aquí…

—Bien, Frank, ya has expresado tu opinión —respondió la fiscal general en tono enérgico—. Creo que esta mañana tenemos otros asuntos que atender.

Wesley se había colocado los auriculares para hablar con los pilotos. Pidió que lo pusieran al corriente de la situación, y durante un buen rato escuchó las novedades con la vista puesta en Jamestown y su trasbordador. Cuando cortó la comunicación, nos miró con inquietud.

—Dentro de unos minutos estaremos en Old Point. Los terroristas siguen negándose a establecer contacto y no sabemos cuántas bajas puede haber ahí dentro.

—Oigo más helicópteros —indiqué.

Guardamos silencio, y el sonido de otras aspas resultó inconfundible. Wesley volvió a conectar la radio.

—Escuchen, maldita sea, las autoridades aéreas tenían orden de cerrar el espacio aéreo… —Hizo una pausa para escuchar la respuesta—. Rotundamente, no. Nadie más tiene permiso para acercarse a menos de dos kilo… —Volvió a callar, interrumpido—. ¡Está bien, está bien!

Cada vez más irritado, soltó una exclamación mientras el ruido de los otros helicópteros aumentaba de intensidad.

Dos Huey y dos Black Hawks pasaron estruendosamente cerca de nosotros, y Wesley se desabrochó el cinturón de seguridad como si fuera a alguna parte. Se levantó enfurecido y se trasladó al otro lado de la cabina, oteando el cielo por las ventanillas. De espaldas al senador, murmuró con furia controlada:

—No debería haber llamado a la Guardia Nacional, señor. Tenemos en marcha una operación muy delicada y no podemos…, deje que se lo repita, no podemos permitirnos interferencias de ninguna clase en nuestro plan de acción ni en nuestro espacio aéreo. Y permita que le recuerde que esto es jurisdicción de la policía, no de los militares.

—No he sido yo quien los ha llamado —intervino el senador Lord, sin dejarle continuar—. Y estamos completamente de acuerdo.

—Entonces, ¿quién lo ha hecho? —preguntó Gradecki, que era la jefa última de Wesley.

—Su gobernador, probablemente —respondió el senador. Se volvió hacia mí y aprecié en su gesto que él también estaba furioso—. Es muy capaz de hacer una cosa así porque lo único que cuenta para él son las próximas elecciones. Pónganme inmediatamente con su despacho.

Se colocó el auricular y unos momentos después, cuando empezó su reprimenda, lo hizo sin que le importara quien lo oía.

—¡Por el amor de Dios, Dick! ¿Has perdido el juicio? —dijo al máximo cargo del estado—. No me vengas con ésas. Estás interfiriendo en lo que preparamos aquí, y si tu intervención nos cuesta vidas, puedes tener la seguridad de que daré a conocer con toda claridad quién es el responsable…

Permaneció escuchando y en silencio unos instantes, con expresión furiosa. Después, en el mismo tono, añadió algunos comentarios más mientras el gobernador ordenaba la retirada de la Guardia Nacional. De hecho, los enormes helicópteros no llegaron a tomar tierra sino que cambiaron bruscamente de formación y ganaron altura, dejando atrás Old Point. La central empezaba a aparecer a la vista. De sus edificios de contención de hormigón, con la típica forma cónica convexa, se alzaban unos hilillos de vapor en el despejado cielo azul.

El senador nos pidió disculpas por todo aquello porque por encima de todo era un caballero.

Vimos en el suelo montones de policías y de vehículos de los cuerpos de seguridad, ambulancias, coches de bomberos y un sinnúmero de antenas parabólicas y de furgonetas de noticiarios.

Decenas de personas asistían al despliegue como si disfrutaran de un día primaveral y estimulante. Wesley nos informó de que el edificio junto al que se congregaba la gente era el centro de visitantes, donde se había instalado el puesto de mando del perímetro exterior.

—Como puede ver —explicó—, queda a más de medio kilómetro de la central de producción de energía y del edificio principal, que está ahí —indicó el lugar.

—¿En ese edificio principal es donde está la sala de control? —quise saber.

—Exacto. Ese edificio de ladrillo beige de tres plantas. Ahí es donde están Hand y los suyos, creemos. O por lo menos la mayoría de ellos, incluidos los rehenes.

—Bueno, es donde deberían estar si tienen pensado hacer algo con los reactores, como desconectarlos, cosa que ya han hecho, como todos sabemos —apuntó el senador Lord.

—¿Y qué sucederá si hacen lo que dice? —preguntó la fiscal general.

—En realidad ya lo han hecho, Marcia, pero hay generadores suplentes y nadie se quedará sin electricidad. Por su parte, la central tiene un suministro de energía de emergencia —continuó Lord, conocido por ser un ardiente defensor de la energía nuclear.

Por los dos lados de la central se extendían amplias vías de agua, una de las cuales conducía al cercano río James y la otra a un lago artificial también próximo. Después había una extensa zona de transformadores, cables eléctricos y aparcamientos con numerosos vehículos, la mayoría de ellos pertenecientes a gente que había acudido a colaborar. Como era lógico, no existía un modo fácil de acceder al edificio principal sin ser visto porque todas las centrales nucleares están proyectadas teniendo en cuenta las más rigurosas medidas de seguridad. Old Point estaba pensada para impedir el paso de cualquier persona no autorizada, y por desgracia éste era nuestro caso. Una entrada por la azotea, por ejemplo, habría requerido abrir huecos en planchas de metal y en capas de hormigón armado. Por lo que hacía a reventar puertas o ventanas, era imposible forzarlas sin arriesgarse a que nos vieran.

Sospeché que Wesley pensaba en el agua para un posible plan pues los submarinistas del Grupo de Rescate de Rehenes podían entrar en el río o en el lago sin que los detectaran y seguir la vía de agua muy cerca de los muros del edificio principal. Vi factible que los comandos pudieran llegar a nado hasta veinte metros de la misma puerta por la que habían irrumpido los terroristas, pero no logré imaginar cómo evitarían ser detectados una vez en tierra.

Wesley no explicó sin embargo ningún plan porque el senador y la fiscal general eran aliados e incluso amigos, pero también políticos. Ni el FBI ni la policía necesitaban que Washington se entrometiera en la misión. Ya era suficiente con lo que había hecho el gobernador.

—En esa furgoneta blanca aparcada cerca del edificio principal —dijo Wesley—, tenemos el puesto de mando en el perímetro interior.

—La había tomado por una unidad móvil… —comentó la fiscal general.

—Desde ahí intentamos establecer una relación con el señor Hand y su banda feliz.

—¿Cómo?

—Para empezar, quiero hablar con ellos —dijo Wesley.

—¿Nadie ha hablado todavía con ellos? —preguntó el senador.

—Hasta el momento no parecen interesados en hablar —fue la respuesta de Wesley.

El Bell 222 efectuó su estruendoso y lento descenso mientras los equipos de noticias se congregaban cerca del helipuerto instalado al otro lado de la calzada que conducía al centro de visitantes.

Cogimos las bolsas y los maletines y desembarcamos bajo la ventolera de las palas, aún en movimiento. Wesley y yo avanzamos en silencio, con paso rápido. Volví la vista sólo una vez y observé al senador Lord rodeado de micrófonos mientras la fiscal más poderosa de la nación prorrumpía en una sarta de comentarios emotivos.

Entramos en el centro de visitantes, con sus numerosos paneles y expositores destinados a escolares y curiosos. Pero en aquellos momentos toda la zona estaba ocupada por policías locales y estatales que bebían refrescos y engullían comida rápida y bocadillos cerca de unos planos y bosquejos colocados sobre varios caballetes. No pude evitar preguntarme qué utilidad tenía nuestra presencia allí.

—¿Dónde está tu puesto avanzado? —preguntó Wesley.

—Debería estar ahí fuera, con los grupos especiales. Me ha parecido distinguir nuestro camión frigorífico desde el aire.

Recorrió la sala con la mirada y sus ojos se detuvieron en la puerta batiente de los aseos de hombres. Marino apareció por ella, ajustándose los pantalones una vez más. No esperaba verlo allí. Estaba convencida de que se habría quedado en casa, aunque sólo fuera por su fobia a la radiación.

—Voy a buscar un café —dijo Wesley—. ¿Alguien quiere?

—Que sea doble —pidió Marino.

—Yo también, gracias —le dije. Luego me volví a Marino y añadí—: Éste es el último lugar donde esperaría encontrarte.

—¿Ves todos estos tipos que hay aquí? —me respondió Pete—. Formamos parte de una fuerza de choque, de modo que todas las jurisdicciones locales tengan aquí a alguien que pueda llamar a casa y explicar qué coño está pasando. En resumen, que el jefe me ha ordenado venir, y que desde luego no estoy nada entusiasmado con todo esto. Por cierto, ahí fuera he visto a tu colega, el jefe Steels, y te alegrará saber que Roche ha sido suspendido de empleo y sueldo.

No respondí. En aquel momento Roche me tenía sin cuidado.

—Eso debería hacerte sentir un poco mejor —continuó Marino.

Lo observé detenidamente. Tenía el cuello blanco de la camisa mojado de sudor, y el cinturón, con todo el equipo, crujía con sus movimientos.

—Ya que estoy aquí haré lo que pueda por no perderte de vista. Pero te agradecería que no te pusieras al alcance del fusil de alta potencia de alguno de esos gilipollas.

Se alisó hacia atrás unos mechones de cabello con una de sus manos, grande y recia.

—Yo también agradecería no tener que arriesgarme —respondí—. Pero necesito ponerme en contacto con mi equipo. ¿Has visto a alguien?

—Sí, he visto a Fielding en ese remolque grande que compró esa funeraria para vosotros. Estaba preparando unos huevos en la cocina, como si estuviera de camping o algo así. También hay un camión frigorífico.

—Bien. Ya sé dónde está.

—Si quieres, te llevo —se ofreció Marino con indiferencia, como si le diera igual.

—Me alegro de que estés aquí —le confesé, porque sabía que dijera lo que dijese Pete, yo era en parte la razón de su presencia.

Wesley volvió enseguida con una bandeja de donuts en equilibrio sobre los vasos del café. Marino se sirvió mientras yo contemplaba el día, luminoso y frío tras las ventanas.

—Benton, ¿dónde está Lucy? —pregunté.

No me respondió, y su silencio fue una confirmación de mis peores presagios.

—Kay, todos tenemos un trabajo que hacer. —Su mirada era afable, pero inequívoca.

—Por supuesto. —Dejé el café a un lado porque ya tenía suficientes nervios—. Iré a comprobar unas cosas…

—Espera. —Marino empezó a dar cuenta del segundo donut.

—No me pasará nada.

—Claro que no —insistió él—. Te acompañaré para estar más seguros.

—Sí, debes tener mucho cuidado ahí fuera —intervino Wesley—. Sabemos que hay alguien en cada ventana y pueden empezar a disparar cuando les venga en gana.

Contemplé el edificio principal, a lo lejos, y empujé la puerta de cristal que llevaba al exterior. Marino venía pegado a mi espalda.

—¿Dónde está el Grupo de Rescate de Rehenes? —le pregunté.

—Donde no puedes verlo.

—No me vengas con acertijos, no estoy de humor.

Avancé con determinación, pero como no alcanzaba a ver ninguna señal de los terroristas ni de sus víctimas, la experiencia no pasó de recordarme un ejercicio de instrucción. Los coches de bomberos y los camiones frigoríficos parecían formar parte de una emergencia simulada, e incluso cuando vi a Fielding preparando equipos médicos contra catástrofes dentro del gran remolque blanco que constituía mi puesto de dirección avanzado, tuve la sensación de estar ante una escena irreal. En el momento en que lo encontré, Fielding procedía a abrir una de las taquillas azules de cuerpo entero de la Marina que llevaba el rótulo OCME y en cuyo interior había de todo, desde agujas de varios calibres a bolsas amarillas destinadas a guardar los efectos personales del difunto.

Mi ayudante alzó la cabeza como si yo llevara allí todo el rato.

—¿Tiene idea de dónde están los picos?

—Deberían estar en cajas aparte, con las hachas, los alicates y los puntos metálicos —respondí.

—Pues no los veo.

—¿Qué hay de las bolsas amarillas para cuerpos? —dije mientras inspeccionaba taquillas y cajas almacenadas dentro del remolque.

—Supongo que tendré que conseguir todo eso en la FEMA —comentó él. Se refería a la Agencia Federal para las Actuaciones de Emergencia.

—¿Dónde está? —pregunté, porque allí había cientos de personas de muchas agencias y departamentos.

—Si sales verás su remolque justo a la izquierda, junto a la de esos tipos de Fort Lee. Registro de Sepulturas. La FEMA también tiene esos trajes revestido de plomo.

—Y nosotros rezaremos para que no tengamos necesidad de ellos.

—¿Hay más datos de los rehenes? ¿Sabemos cuánta gente sigue ahí dentro?

—En realidad no estamos seguros porque no conocemos exactamente cuántos trabajadores había en el edificio. Pero cuando Hand y su gente dieron el golpe, el turno de servicio era reducido. Estoy seguro de que formaba parte del plan. De momento han liberado a treinta y dos rehenes. Calculamos que puede quedar una decena, no sabemos cuántos de ellos con vida.

—¡Mierda! —Fielding sacudió la cabeza con gesto de rabia—. Si quiere mi opinión, todos esos cabrones deberían ser fusilados en el acto.

—Sí, bueno, en eso no vamos a discutir —asintió Marino.

—En este momento podemos ocuparnos de unos cincuenta —dijo Fielding dirigiéndose a mí—. Es el número máximo que podemos conservar entre ese camión frigorífico que tenemos aquí y la cámara del depósito de Richmond, que ya está bastante llena. Aparte de eso, la Facultad de Medicina está sobre aviso por si necesitamos más espacio.

—Supongo que los dentistas y radiólogos también estarán avisados, ¿no?

—Por supuesto. Jenkins, Verner, Silverberg, Rollins. Están todos movilizados.

Me llegó el aroma a huevos con jamón y no estuve segura de si tenía hambre o ganas de devolver.

—Si me necesitas, llámame por la radio —dije a Fielding mientras abría la puerta del remolque.

—No vayas tan deprisa —se quejó Marino cuando estuvimos fuera.

—¿Has comprobado el puesto de mando móvil? —le pregunté—. Es ese remolque grande, pintado de blanco y azul, ¿verdad? Me he fijado en él desde el helicóptero.

—No creo que sea buena idea acercarse allí.

—Yo silo creo.

—Pero… El remolque está en el perímetro interno…

—Sí, y también está ahí el Grupo de Rescate de Rehenes.

—Antes hablemos con Benton. Ya sé que quieres localizar a tu sobrina, pero utiliza la cabeza, por el amor de Dios.

—Ya utilizo la cabeza, y, sí, busco a Lucy.

Cada momento que pasaba me sentía más furiosa con Wesley. Marino me agarró del brazo con su manaza y me detuvo. Los dos nos miramos con los ojos entrecerrados para protegerlos del sol.

—Escúchame, doctora —me dijo—. En todo esto no hay nada personal. A nadie le importa un huevo que Lucy sea tu sobrina. Es una agente del FBI, ¿de acuerdo?, y Wesley no tiene obligación de presentarte un informe sobre lo que hace con ellos.

No dije nada, y tampoco hubiera sido necesario que Pete abriera la boca para confirmar lo que ya sabía.

—Así que no la tomes con él —continuó Marino, sin dejar de cogerme el brazo con suavidad—. Si quieres que te diga la verdad, a mí tampoco me gusta la situación. Y si le sucediera algo a Lucy, no podría soportarlo. No sé qué haría si os sucediera algo a cualquiera de las dos. Y en este momento estoy más asustado de lo que me he sentido en toda mi puta vida, pero tengo un trabajo que cumplir, y tú también.

—Lucy está en el perímetro interior —murmuré.

—Vamos, doctora —dijo él tras una pausa—. Vayamos a hablar con Wesley.

Pero no tuvimos ocasión de hacerlo porque al entrar en el centro de visitantes lo encontramos al teléfono. Hablaba con un tono sereno pero firme y estaba muy tenso.

—No hagan nada hasta que llegue. Y es muy importante que esa gente sepa que voy hacia ahí —decía con voz pausada—. No, no, no. No hagan eso. Utilicen un altavoz y así no tendrá que acercarse nadie. —Benton se volvió a mirarnos—. Esperen un momento. Díganles que ahora mismo se acercará alguien para entregarles un teléfono directo.

Después de colgar se encaminó directamente a la puerta, y Pete y yo echamos a andar tras sus pasos.

—¿Qué coño sucede? —preguntó Marino.

—Quieren comunicarse.

—¿Y qué harán? ¿Enviar una carta?

—Uno de los tipos se ha asomado por una ventana y ha empezado a dar gritos —respondió Wesley—. Están muy nerviosos.

Cruzarnos el helipuerto a toda prisa y observé que estaba vacío. Hacía rato que el senador y la fiscal general se habían marchado.

—¿Es que no tienen teléfonos? —pregunté, aún desconcertada por el comentario.

—Hemos desconectado todas las líneas telefónicas del edificio —me explicó Wesley—. Tienen que pedirnos un aparato para llamar. Hasta este momento no lo han querido, pero ahora lo exigen.

—Eso quiere decir que hay algún problema —apunté.

—Yo también lo veo así-secundó Marino, jadeante.

Wesley no respondió pero advertí que seguía muy nervioso y me extrañó, porque era sumamente raro que algo lo alterara de aquella forma. El estrecho sendero nos condujo entre el mar de gente y de vehículos que esperaba para colaborar, y el edificio principal de la central se hizo mayor al acercarnos. El puesto de mando móvil brillaba al sol y estaba aparcado en la hierba; las torres de contención de los reactores y el canal de agua necesario para su refrigeración quedaban a un tiro de piedra.

No tuve ninguna duda de que los neosionistas nos tenían en el punto de mira de sus armas y que si querían podían apretar el gatillo y abatirnos a todos. Las ventanas desde las que suponíamos que observaban nuestros movimientos estaban abiertas, pero no alcancé a ver nada tras las persianas.

Avanzarnos junto al remolque hasta la parte delantera, donde media docena de agentes en ropa de calle rodeaba a Lucy. Al verla, el corazón me dio un vuelco. Iba vestida de negro, con uniforme de campaña y botas, y volvía a estar conectada a los cables como la había encontrado en el Servicio de Gestión de Investigaciones, pero en esta ocasión llevaba dos guantes de realidad virtual y Toto estaba activo sobre el terreno, con su grueso cuello conectado a un rollo de cable de fibra óptica que parecía lo bastante largo como para permitirle llegar hasta los confines del estado.

—Será mejor pegar el receptor con cinta adhesiva —comentaba mi sobrina a los hombres, a quienes ni podía ver debido a los tubos de rayos catódicos que cubrían sus ojos.

—¿Quién tiene cinta adhesiva?

—Un momento.

Un hombre con un mono negro de mecánico hurgó en una caja de herramientas de gran tamaño y arrojó un rollo de cinta a otro de los presentes. Éste arrancó varias tiras y aseguró el receptor a la horquilla de un sencillo teléfono negro en una caja firmemente sujeta a las pinzas del robot.

—Lucy —dijo Wesley—. Te habla Benton Wesley. Estoy aquí.

—Hola —respondió mi sobrina y noté su nerviosismo.

—En cuanto les hayas entregado el teléfono empezaré a hablar. Sólo quiero que sepas lo que estoy haciendo.

—¿Estamos preparados? —preguntó ella, sin tener la menor idea de que yo estaba allí.

—Vamos allá —asintió Wesley con voz tensa.

Lucy pulsó un botón del guante y Toto cobró vida con un suave ronroneo. Su único ojo, bajo la cabeza de forma redondeada, se volvió como la lente de una cámara con enfoque automático. Cuando Lucy tocó otro botón del guante, el robot volvió la cabeza y todo el mundo observó con expectación contenida cómo la creación de mi sobrina se ponía de pronto en movimiento. Toto avanzó con seguridad sobre la goma de la banda de rodamiento, con el teléfono apretado en sus pinzas, mientras desenrollaba los dos carretes de cable, el de fibra óptica por el que recibía órdenes y el del teléfono.

Mi sobrina guió en silencio la marcha de Toto como si dirigiera una orquesta, moviendo brazos y piernas suavemente. El robot avanzó con seguridad camino abajo por un terreno de grava y hierba, hasta que se alejó tanto que un agente distribuyó unos prismáticos para seguir observándolo. Toto siguió una calzada hasta alcanzar los cuatro escalones de cemento que conducían a la entrada acristalada del edificio principal y se detuvo allí. Lucy hizo una profunda inspiración y continuó el contacto por telepresencia con su amigo de plástico y metal. Tocó otro botón y las pinzas se extendieron junto con los brazos, descendieron lentamente y depositaron el teléfono en el segundo escalón. Después el robot retrocedió y dio media vuelta, y Lucy empezó a guiarlo de regreso.

Toto no había llegado muy lejos cuando vimos que se abría la puerta de cristal y un hombre barbudo con pantalones caqui y jersey salía a toda prisa, recogía el teléfono del escalón y desaparecía de nuevo en el interior.

—Buen trabajo, Lucy —dijo Wesley con un tono de profundo alivio—. Ahora usad ese teléfono, maldita sea. —No nos lo decía a nosotros sino a los terroristas. Acto seguido añadió—: Lucy, cuando estés preparada, entra.

—Sí, señor —respondió ella mientras con los brazos mantenía en equilibrio a Toto entre los charcos e irregularidades del terreno.

Marino, Wesley y yo subimos la escalerilla que conducía al puesto de mando móvil, cuyo interior estaba tapizado en gris y azul, con mesas entre los asientos. También había una pequeña cocina y un baño, y las ventanas tenían cristales ahumados que permitían observar el exterior desde dentro, pero no a la inversa. En la parte posterior estaba instalado el equipo de radio y los ordenadores, y arriba había una serie de cinco televisores sin sonido, sintonizados con las cadenas principales y con la CNN. Mientras avanzábamos por el pasillo central sonó urgente e imperioso un teléfono rojo sobre una mesa. Wesley corrió a contestar.

—Wesley —dijo, vuelto hacia una ventana, al tiempo que pulsaba dos botones que ponían en marcha una grabadora y el micrófono de mesa.

—Necesitamos un médico. —Por el acento, el hombre que hablaba parecía un blanco del Sur. Todos notamos su respiración acelerada.

—Bien, pero tendrá que contarme algo más.

—¡No me venga con bobadas! —chilló el hombre.

—Escuche —Wesley respondió con suma calma—, no intentamos ningún truco, ¿de acuerdo? Queremos ayudarlos, pero necesito más información.

—Se ha caído a la piscina y está en una especie de coma.

—¿Quién?

—¿Qué coño importa quién?

Wesley titubeó.

—Si muere, tenemos todo el lugar conectado, ¿entiende? ¡Volaremos esta maldita central si no hacen algo ahora mismo!

Quedaba claro a quién se refería, de modo que Wesley no insistió en ello. Algo le había sucedido a Joel Hand y no quería ni imaginar lo que podían hacer sus seguidores si moría.

—Cuénteme —dijo Wesley.

—No sabe nadar.

—A ver si lo entiendo. ¿Alguien ha estado a punto de ahogarse?

—Mire, esa agua es radiactiva. Las malditas piezas estaban sumergidas en ella, ¿entiende?

—¿El hombre estaba dentro de uno de los reactores?

—¡Ya está bien de preguntas! —chilló de nuevo el comunicante—. Que venga alguien a ayudar. Si muere, todo el mundo muere. ¿Queda claro?

El seco estampido de un disparo resonó a la vez por el teléfono y desde el edificio.

Todos nos quedamos paralizados. Luego oímos unos gritos de fondo al otro lado de la línea. El corazón me latía como si fuera a romperme las costillas. Escuchamos de nuevo la voz excitada del tipejo:

—Si me hace esperar otro minuto, mato a otro.

Me acerqué al teléfono y, antes de que nadie pudiera detenerme, intervine:

—Soy doctora. Tengo que saber exactamente qué sucedió cuando el hombre cayó a la piscina del reactor.

Hubo un silencio.

—Casi se ahogó, es lo único que sé —dijo el hombre por fin—. Intentamos sacarle el agua pero ya estaba casi inconsciente.

—¿Tragó agua?

—No lo sé. Quizá sí. Le salió un poco por la boca. —Lo noté cada vez más nervioso—. Pero si no hace algo, señora, voy a convertir Virginia en un desierto.

—Le ayudaré, pero tengo que hacerle algunas preguntas. Dígame en qué estado se encuentra ahora.

—Ya he dicho que está inconsciente, en una especie de coma.

—¿Dónde lo tienen?

—Aquí, en la sala, con nosotros. —Estaba aterrorizado—. No reacciona a nada, por más que lo hemos intentado.

—Habrá que llevar un montón de hielo y de equipo médico —le dije—. Tendré que hacer varios viajes, a menos que me ayude alguien.

—Será mejor que no sea del FBI —respondió alzando de nuevo la voz.

—Soy médica y estoy aquí fuera con un montón de personal sanitario —respondí—. Estoy dispuesta a ir ahí a ayudar, pero no lo haré si me pone dificultades.

Tras un nuevo silencio, nuestro interlocutor aceptó:

—Está bien, pero venga sola.

—El robot me ayudará a llevar cosas. El mismo que le ha llevado el teléfono.

Cuando hube colgado, Wesley y Marino me miraban como si acabara de cometer un suicidio.

—Rotundamente, no —dijo Wesley—. ¡Dios santo, Kay! ¿Has perdido el juicio?

—No entrarás ahí aunque tenga que ponerte bajo custodia policial —intervino Marino.

—Tengo que hacerlo. Ese hombre va a morir.

—¡Y precisamente por eso no debes meterte ahí! —exclamó Wesley.

—Tiene una patología aguda por radiación, si ha tragado agua de la piscina. No tiene salvación. Morirá pronto y creo que sabemos cuáles podrían ser las consecuencias. Sus seguidores son capaces de hacer estallar los explosivos. —Miré a Wesley y a Marino, y luego al comandante del Grupo de Rescate de Rehenes—. ¿No lo entienden? Yo he leído ese libro. Hand es su Mesías, y cuando muera no se limitarán a retirarse. Entonces todo esto se convertirá en una misión suicida, como predijiste. —Me volví a Wesley.

—No tenemos la seguridad de que lo hagan —respondió.

—¿Y piensas correr el riesgo?

—¿Y qué sucederá si Hand se recupera? —preguntó Marino—. Te reconocerá y dirá a su gente quién eres. ¿Qué ocurrirá entonces?

—No saldrá del coma.

Wesley miró por una ventana y, aunque en el remolque no hacía mucho calor, lo vi sudar como si fuera pleno verano. Se le pegaba la camisa al cuerpo y no dejaba de secarse la frente. No sabía qué hacer. Yo tenía una idea y no creía que pudiera haber ninguna más.

—Escucha —le dije—. No puedo salvar a Joel Hand, pero puedo hacerles creer que no está muerto.

Todos me miraron con perplejidad.

—¿Qué? —dijo Marino finalmente.

Yo empezaba a estar frenética.

—Puede morir en cualquier momento. Tengo que entrar ahí ahora mismo y ganar tiempo para que los demás también podáis entrar.

—No entraremos —dijo Wesley—. No hay manera.

—Una vez que esté dentro, quizá sí —insistí—. Podemos usar el robot para encontrar un camino. Cuando lo hayamos metido dentro, puede aturdirlos y cegarlos el tiempo suficiente como para que consiga entrar la fuerza de choque. Sé que tenemos el equipo necesario para eso.

Wesley tenía expresión sombría, y Marino estaba abatido. Comprendía cómo se sentían, pero sabía lo que debía hacer. Salí a la ambulancia más próxima y conseguí lo necesario de los botiquines mientras otros camilleros buscaban hielo. Luego, Toto y yo iniciamos nuestro avance, con Lucy a los controles. El robot llevaba veinticinco kilos de hielo, y yo un voluminoso maletín médico. Llegamos hasta la puerta del edificio principal de Old Point como si se tratara de una visita normal en un día cualquiera. No pensé en los hombres que me tenían en su punto de mira. Me negué a imaginar que hubiera cargas explosivas a bordo de la barcaza en la que iban a cargar el material que podía ayudar a Libia a construir la bomba atómica.

En cuanto llegamos, un tipo que me pareció el mismo hombre barbudo que había salido a coger el teléfono un rato antes abrió inmediatamente la puerta.

—¡Entre! —gruñó. Llevaba un fusil de asalto en bandolera.

—Ayúdeme con el hielo.

Miró hacia el robot, que esperaba al pie de los peldaños con cinco bolsas colgadas de las pinzas, y se mostró reacio, como si Toto fuera un perro de presa dispuesto a lanzarse sobre él en cualquier momento. Por fin bajó a por el hielo y Lucy programó a su amigo a través de la fibra óptica para que soltara las bolsas. Después el hombre y yo entramos en el edificio. Se cerró la puerta y vi que la zona de seguridad estaba destruida. Los aparatos de rayos X y demás escáneres habían sido arrancados de su lugar y cosidos a balazos. Había charcos de sangre y manchas de cuerpos arrastrados, y al doblar un recodo me llegó el olor de los cadáveres antes de ver a los guardias asesinados, que habían sido amontonados al fondo del pasillo en una terrible pila sanguinolenta.

El miedo me subió a la garganta como una amarga bilis cuando cruzamos una puerta roja, y el rugido de los motores me estremeció los huesos y me impidió oír lo que me decía aquel miembro de los Nuevos Sionistas. Me fijé en la pistola negra de gran calibre que llevaba al cinto y recordé el arma del 45 con que habían matado a Danny tan fríamente. Subimos una escalera de rejilla pintada de rojo pero no miré abajo para no marearme. Luego me condujo por una pasarela hasta una puerta muy pesada y llena de advertencias y marcó un código mientras el hielo empezaba a gotear.

—Haga lo que se le diga —le oí decir vagamente al tiempo que entrábamos en la sala de control—. ¿Entendido?

Me empujó por la espalda con el fusil.

—Sí.

Dentro había una decena de individuos vestidos con ropas de trabajo y jerséis o chaquetas, y armados con fusiles semiautomáticos y metralletas. Todos estaban muy excitados y furiosos y parecían indiferentes a los diez rehenes sentados en el suelo junto a una pared. Éstos tenían las manos atadas delante del cuerpo y les habían puesto fundas de almohada en la cabeza. Se les notaba el miedo a través de los agujeros que les habían abierto para los ojos. Las aberturas para la boca estaban manchadas de saliva y respiraban a bocanadas rápidas y superficiales. También observé un rastro de sangre en el suelo, pero éste era reciente y conducía a la parte trasera de una consola, donde los asesinos habían dejado a su última víctima. Me pregunté cuántos cuerpos más encontraría…, en el caso de que el mío no acabara entre ellos.

—Por aquí-me ordenó mi acompañante.

Joel Hand se hallaba tendido boca arriba en el suelo, cubierto con una cortina que alguien había arrancado de una ventana. Estaba muy pálido y mojado todavía tras su rescate de la piscina donde había tragado el agua radiactiva que lo mataría, hiciera yo lo que hiciese. Reconocí su rostro, con la tez clara y los labios carnosos, de cuando lo había visto en el tribunal, aunque ahora parecía más viejo e hinchado.

—¿Cuánto rato lleva así? —pregunté al hombre que me había traído.

—Hora y media, tal vez.

El tipo fumaba y caminaba de un lado para otro. Rehuía mi mirada, con una mano nerviosa apoyada en el cañón del fusil, que me apuntó a la cabeza cuando dejé el maletín en el suelo. Me volví y lo miré.

—No me apunte con eso.

—¡A callar! —Se detuvo y contuvo un gesto, como si quisiera aplastarme el cráneo.

—Estoy aquí porque lo han pedido e intento ayudar. —Le aguanté su mirada vidriosa. Mi tono de voz también era muy terminante—. Si no quiere que lo haga, adelante, pégueme un tiro o deje que me vaya. Aquí nadie más podrá hacer nada por él. Yo intento salvarle la vida y no quiero que me distraiga con esa maldita arma.

El hombre no supo qué decir y se apoyó en una consola con suficientes controles como para pilotar una nave espacial. En las pantallas de vídeo de las paredes se veía que ambos reactores estaban parados y ciertas zonas de una parrilla mostraban unas luces rojas que advertían de problemas que no alcanzaba a comprender.

—¡Eh, Wooten, tómatelo con calma! —Uno de sus compinches encendió un cigarrillo.

—Procedamos con el hielo sin perder tiempo —dije—. Ojalá tuviéramos una bañera, pero no hay ninguna. Veo unos libros en esos estantes y me parece que hay bastantes paquetes de papel junto a la máquina de fax. Traigan todo lo que puedan para hacer un marco alrededor del cuerpo.

Los hombres me trajeron gruesos manuales de todas clases, resmas de papel y maletines que, supuse, pertenecían a los empleados que habían capturado. Formé un rectángulo en torno a Hand, como si estuviera en el jardín de mi casa preparando un macizo de flores. A continuación cubrí a Hand con los veintitantos kilos de hielo y sólo dejé a la vista el rostro y un brazo.

—¿De qué servirá eso? —El tipo llamado Wooten se había acercado y su acento me pareció de algún lugar del oeste.

—Ha sufrido una exposición aguda a la radiación —le dije—, su organismo está siendo destruido y el único modo de detener esta destrucción es ralentizar todos los procesos.

Abrí el maletín con el equipo médico, saqué una aguja, la inserté en una vena del brazo de su agonizante líder y la fijé con un trozo de esparadrapo. A continuación conecté un catéter que iba incorporado a una bolsa, la cual no contenía otra cosa que una solución salina inocua que no le haría ni bien ni mal. Abrí el paso del gota a gota mientras el cuerpo se enfriaba bajo la capa de hielo.

Hand apenas se mantenía con vida y el corazón me latía desbocado cuando observaba a aquellos hombres sudorosos, que consideraban su dios al hombre que yo fingía salvar. Uno se había quitado el jersey, y la camiseta que llevaba debajo estaba casi gris y tenía las mangas encogidas de muchos años de lavados. Algunos llevaban barba y los demás no se habían afeitado desde hacía días. Me pregunté dónde estarían sus mujeres e hijos y pensé en la barcaza del río y en qué debía de suceder en aquellos momentos en otras partes de la central.

—¡Por favor! —dijo una voz temblorosa en un rincón; uno de los rehenes, por lo menos, era una mujer—. Tengo que ir al baño.

—Mullen, llévala tú. Que nadie se cague aquí.

—Disculpe, pero yo también tengo que ir —dijo otro rehén.

—Y yo.

—Está bien, de uno en uno —dijo Mullen, un tipo joven y enorme.

Al menos ahora sabía una cosa que el FBI ignoraba. Los Nuevos Sionistas no tenían intención de soltar a nadie más. Los terroristas colocan capuchas a sus rehenes porque resulta más fácil matar a alguien que no tiene cara. Saqué una ampolla de solución salina e inyecté cincuenta mililitros en el catéter de Hand, como si le estuviera administrando alguna otra poción mágica.

—¿Cómo está? —preguntó en voz alta uno de los hombres mientras otro de los rehenes era conducido al lavabo.

—De momento lo tengo estabilizado —mentí.

—¿Cuándo volverá en sí? —preguntó otro.

Tomé de nuevo el pulso a su líder, pero era tan débil que casi no lo encontré. De pronto el tipo se agachó a mi lado y palpó el cuello de Hand. Hundió la mano en el hielo y la apoyó sobre el corazón. Me miró con el miedo reflejado en el rostro.

—¡No noto nada! —exclamó, rojo de rabia.

—No ha de notar nada. Es fundamental mantenerlo en un estado de hipotermia para frenar el progreso de los daños causados por la irradiación en los vasos y órganos —me inventé—. Le he administrado una dosis masiva de ácido dietilentriamina pentacético y está muy vivo.

El hombre se incorporó, con la mirada aún furiosa, y se me acercó aún más, con el dedo en el gatillo de su Tec—9.

—¿Cómo sabemos que no mientes o que no lo pones aún peor?

—No lo pueden saber. —No demostré la menor emoción porque había aceptado que aquél sería el día de mi muerte y no me daba miedo—. No tienen más alternativa que confiar en que sepa lo que me hago. He ralentizado profundamente su metabolismo y tardará bastante en recuperar el sentido. De momento sólo trato de mantenerlo con vida.

El hombre desvió la mirada.

—¡Eh, Oso, tranquilo!

—Deja en paz a la señora.

Continué arrodillada junto a Hand mientras el suero intravenoso seguía cayendo gota a gota y el hielo fundente empezaba a filtrarse por la barricada y a extenderse por el suelo. Busqué sus signos vitales y tomé abundantes notas para dar la impresión de estar muy ocupada atendiéndolo. De vez en cuando no podía evitar una mirada a las ventanas y me pregunté por mis compañeros. Aún no habían dado las tres cuando los órganos del paciente le fallaron como si se tratara de seguidores que, de pronto, hubieran perdido todo interés. Joel Hand murió sin un gesto ni un sonido mientras el agua fría seguía fluyendo por el suelo en pequeños regueros.

—Necesito más hielo y medicinas —dije, y levanté la vista.

—Y luego ¿qué? —Oso se acercó.

—Luego, en algún momento, habrá que llevarlo a un hospital.

Nadie dijo nada.

—Si no me dan lo que pido, no puedo hacer nada más por él —dije llanamente.

Oso se acercó a un escritorio y descolgó el teléfono directo. Anunció que necesitábamos el hielo y los fármacos. Pensé que era mejor que Lucy y su equipo actuaran enseguida, o probablemente me pegarían un tiro. Me retiré del charco cada vez mayor que rodeaba a Hand, y al observar su rostro me resultó difícil de creer que tuviera tanto poder sobre otros. Pero todos los hombres de aquella sala y los del reactor y los de la barcaza estarían dispuestos a matar por él. En realidad ya lo habían hecho.

—El robot lo traerá todo. Saldré a buscarlo —dijo Oso. Se asomó a la ventana y anunció—: Ya viene hacia aquí.

—Si sales ahí fuera, lo más probable es que te cosan a balazos —apuntó alguien.

—Con ella aquí, no. —Oso me lanzó una de sus miradas furiosas y hostiles.

—El robot lo puede traer hasta aquí —comenté, para su sorpresa.

Oso soltó una carcajada.

—¿Y todas esas escaleras? ¿Crees que ese pedazo de latón de mierda puede subirlas?

—Es perfectamente capaz —repliqué, con la esperanza de no equivocarme.

—Pues entonces haz que ese trasto traiga lo que necesites, así no tendrá que salir nadie —apuntó otro de los hombres.

Oso volvió a hablar con Wesley otra vez.

—Que el robot traiga los suministros a la sala de control. No vamos a salir —dijo, y colgó el auricular sin darse cuenta de lo que acababa de hacer.

Pensé en mi sobrina y recé por ella porque sabía que aquello sería lo más difícil que había hecho nunca. De pronto di un respingo al notar el cañón de un arma contra la nuca.

—Si lo dejas morir, date por muerta. ¿Lo has oído, zorra?

No me moví.

—Vamos a largarnos de aquí muy pronto y él debería venir con nosotros.

—Si me consiguen lo que he pedido, lo mantendré con vida —respondí con parsimonia.

El hombre retiró el arma e inyecté la última ampolla de solución salina en el catéter de su líder muerto. El sudor me corría por la espalda, y la falda de la bata que me había puesto sobre las ropas estaba empapada. Imaginé a Lucy en aquel momento, junto al puesto de mando móvil, con su equipo de realidad virtual. La imaginé moviendo los dedos y los brazos y dando pasos hacia aquí y hacia allá mientras la fibra óptica le permitía observar cada centímetro de terreno en las pantallas que tenía ante los ojos. Su telepresencia era la única esperanza de que Toto no se atascaría en un rincón ni se caería por alguna parte.

Los hombres se asomaron a la ventana e hicieron comentarios cuando las orugas del robot lo trasladaron por la rampa para minusválidos y cruzó la puerta.

—No me importaría tener uno de ésos —apuntó una voz.

—Eres demasiado estúpido para manejarlo.

—Qué va. Esa preciosidad no va controlada por radio. Aquí dentro no puede funcionar ningún radio control. No tienes idea de lo gruesas que son estas paredes.

—Sería estupendo para ir a por la leña cuando se encabrona el invierno.

—Disculpe, pero tengo que ir al baño —empezó de nuevo uno de los rehenes.

—¡Otra vez no, joder!

Temí lo que podría suceder si salían y no estaban de vuelta cuando aparecía Toto. La tensión era casi insoportable.

—¡Que se espere! —dijo Wooten, el que me había conducido hasta allí—. ¿Por qué no cerráis esas ventanas? Aquí dentro hace frío.

—Bueno, en Trípoli no tendrás este aire limpio y frío. Será mejor que lo disfrutes mientras puedes.

Hubo un coro de risas en el preciso instante en que se abría la puerta y entraba un hombre barbudo y con expresión de enfado al que no había visto hasta entonces. Llevaba una chaqueta gruesa y pantalones de faena.

—Sólo tenemos quince barras en sus cofres y a bordo —dijo con tono autoritario y un pronunciado acento—. Tienes que darnos más tiempo. Así podremos conseguir más.

—Quince son muchas —dijo Oso, a quien el hombre parecía traer sin cuidado.

—¡Necesitamos veinticinco como mínimo! El acuerdo fue éste.

—A mí nadie me lo ha dicho.

—Él lo sabía. —El hombre del acento marcado contempló el rostro de Hand en el suelo.

—Bueno, ahora no está en condiciones de discutir el asunto… —Oso aplastó la colilla de un cigarrillo con la puntera de la bota.

—¿No lo entiendes? —El extranjero se había puesto furioso—. Cada pieza pesa una tonelada y la grúa tiene que sacarla del reactor inundado a la piscina, y después meterla en su cofre. Es un proceso muy lento, difícil y peligroso. Me prometisteis que tendríamos veinticinco, por lo menos. Ahora vienes con prisas y dudas por culpa de él. —El hombre señaló a Hand con gesto de irritación—. ¡Tenemos un acuerdo!

—El único acuerdo que yo tengo es ocuparme de él. Hemos de llevarlo a la barcaza, con la doctora. Después lo trasladaremos a un hospital.

—¡Esto es absurdo! ¡Para mí que ya está muerto! ¡Estáis chiflados!

—No está muerto.

—¡Míralo! ¡Está blanco como la nieve y no respira! ¡Está muerto!

Los dos hombres se hablaban a gritos y las botas de Oso resonaron en la estancia cuando se acercó a mí con paso enérgico y me preguntó:

—No está muerto, ¿verdad?

—No —respondí.

El sudor le caía por el rostro cuando sacó la pistola del cinturón y me apuntó primero a mí y después a los rehenes, que se agacharon al instante. Uno rompió a llorar.

—¡No, por favor! —suplicó un hombre.

—¿Quién es el que necesita ir tantas veces a mear? —rugió Oso.

Todos callaron, temblorosos, con las respiraciones aceleradas bajo las capuchas mientras sus ojos miraban fijamente, desorbitados.

—¿Eras tú? —El arma apuntó a otro.

La puerta de la sala de control había quedado abierta y oí el chirrido de Toto al fondo del pasadizo. Había conseguido remontar las escaleras y recorrer la pasarela, y dentro de un par de segundos estaría allí. Recuperé una larga linterna metálica diseñada por los técnicos de Ingeniería, que mi sobrina había añadido al botiquín.

—Mierda, quiero saber si está muerto o no —dijo finalmente uno de los hombres, y en ese momento me di cuenta de que mi superchería había concluido.

—Se lo enseñaré —respondí mientras el chirrido se hacía más audible.

Apunté con la linterna a Oso al tiempo que pulsaba un botón. El hombre lanzó un chillido ante el destello cegador y se llevó las manos a los ojos. Blandí la pesada linterna como si fuera un bate de béisbol y descargué un golpe que le astilló los huesos de la muñeca. La pistola cayó al suelo con un tintineo al tiempo que el robot hacía su entrada, con las pinzas vacías. Me arrojé al suelo boca abajo, me cubrí los ojos y los oídos lo mejor que pude y la sala estalló en una luz blanca deslumbrante cuando la bomba aturdidora le voló media cabeza al robot. Se oyeron gritos y maldiciones; los terroristas, cegados, chocaban entre sí y contra las consolas y no pudieron ver ni oír el momento en que decenas de agentes del Grupo de Rescate de Rehenes irrumpían en escena.

—¡Quietos, cabrones!

—¡Quieto o te vuelo los sesos!

—¡Que nadie se mueva!

Yo permanecí sin moverme junto a la tumba helada de Joel Hand, mientras los helicópteros estremecían los cristales de las ventanas y los agentes colgados de cuerdas reventaban las persianas a puntapiés. Se oyó el chasquido de las esposas y el ruido de las armas por el suelo al ser apartadas a puntapiés. Se oyeron también sollozos y comprendí que serían los rehenes, a quienes estarían sacando del lugar.

—Bueno, ya están a salvo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, gracias, Dios mío!

—Vamos, hay que salir de aquí.

Cuando por fin noté una mano fría en un lado del cuello, comprendí que alguien estaba buscando signos vitales porque debía de parecer muerta.

—¿Tía Kay? —Era la voz alarmada de Lucy.

Me incorporé lentamente. Tenía entumecidas las manos y el lado de la cara que había estado en contacto con el agua y miré a mi alrededor, aturdida. Temblaba de tal manera que me castañeteaban los dientes cuando Lucy se agachó a mi lado, empuñando su arma. Escrutó la sala mientras otros agentes vestidos con uniformes negros sacaban a los últimos prisioneros.

—Vamos, deja que te ayude —me dijo.

Cuando me ofreció la mano, los músculos me temblaban como si fuera a tener un ataque. No conseguía entrar en calor y tenía un pitido constante en los oídos. Vi a Toto cerca de la puerta. Tenía el ojo chamuscado, la cabeza ennegrecida y la especie de casco que la cubría había desaparecido. El robot permanecía quieto con su fría cola de cable de fibra óptica, sin que nadie le prestara la menor atención, mientras los neosionistas eran conducidos afuera.

Lucy contempló el cuerpo frío de Hand, el agua del suelo, la aguja intravenosa y las bolsas vacías de suero.

—¡Dios! —exclamó.

—¿Ya se puede salir? ¿No hay peligro? —Tenía lágrimas en los ojos.

—Acabamos de hacernos con el control de la zona de contención y hemos tomado la barcaza al mismo tiempo que entrábamos en la sala de control. Hemos tenido que disparar contra algunos porque no querían dejar las armas. Marino se ha cargado a uno en el aparcamiento.

—¿Ha matado a uno de ellos?

—Ha tenido que hacerlo —respondió—. Creemos que los tenemos a todos, unos treinta, calculo. Pero todavía tenemos que ir con cuidado, porque el lugar está sembrado de explosivos. Vamos. ¿Puedes caminar?

—Claro que puedo.

Me desabroché la bata empapada y me la quité a tirones porque no soportaba llevarla un segundo más. La arrojé al suelo, me desprendí de los guantes y abandonamos rápidamente la sala de control. Lucy descolgó la radio del cinturón y sus botas resonaron en la pasarela y en las escaleras que Toto había salvado tan bien.

—Unidad uno veinte a unidad móvil uno —dijo.

—Aquí uno.

—Esto queda despejado. ¿Todo bien?

—¿Tienes a la sujeto? —Reconocí la voz de Benton.

—Afirmativo. La sujeto está bien.

—¡Gracias a Dios! —La respuesta resultó insólitamente emotiva para aquella emisora—. Di a la sujeto que la estamos esperando.

—Sí, señor-dijo Lucy—. Creo que la sujeto lo sabe.

Dejamos atrás rápidamente los cuerpos y la sangre y llegamos a un vestíbulo abarrotado de gente. Lucy abrió una puerta de cristal. La tarde era tan luminosa que tuve que protegerme los ojos. No sabía por dónde iba y me notaba muy inestable.

—Cuidado con los peldaños. —Lucy me pasó el brazo por la cintura. —Sujétate a mí, tía Kay, así…