Wesley y yo volamos esa noche de vuelta a Nueva York y llegamos temprano porque llevábamos vientos de cola de más de cien nudos. Pasamos la aduana y retiramos el equipaje. El mismo vehículo de la ida nos recogió en la salida y nos condujo al aeropuerto privado donde aún nos seguía esperando el Learjet.
La temperatura había experimentado un brusco ascenso, y volamos entre enormes nubes de tormenta que se iluminaban con violentas descargas eléctricas. La tormenta estalló en relámpagos y estampidos y atravesamos lo que parecía el fragor de una batalla. Me había puesto un poco al corriente del estado de cosas y no me sorprendió que el FBI hubiera establecido un puesto avanzado junto con los instalados por la policía y por los grupos de rescate.
Me alivió saber que Lucy había sido traída del campus y trabajaba de nuevo en el Servicio de Gestión de Investigaciones, donde estaba a salvo. Lo que Wesley no me dijo hasta que estuvimos en la Academia fue que había sido movilizada con el resto del Grupo de Rescate de Rehenes y que no estaría mucho tiempo en Quantico.
—Rotundamente, no —le dije como si fuera una madre que negara su permiso.
—Me temo que tú no tienes voz ni voto en esto —respondió.
En aquel momento me ayudaba a llevar las bolsas a través del vestíbulo del Jefferson, que estaba desierto aquel sábado por la noche. Saludamos a las muchachas de recepción y seguimos discutiendo.
—¿Pero no te das cuenta de que Lucy es una novata? No puedes ponerla en medio de una crisis nuclear.
—No la estamos poniendo en medio de nada. —Wesley abrió las puertas de cristal—. Lo único que necesitamos son sus conocimientos técnicos. No tiene que hacer de francotiradora ni saltar de un avión.
—¿Dónde está ahora? —pregunté mientras entrábamos en el ascensor.
—Con suerte, en la cama.
Consulté el reloj.
—¡Oh, pero si es medianoche! Pensaba que ya era mañana y tenía que levantarme.
—Lo sé. Yo también estoy molido.
Nuestras miradas se encontraron y aparté la mía.
—Supongo que debemos fingir que no ha sucedido nada —dije con tono cortante, porque no habíamos hablado en absoluto de lo que había sucedido entre nosotros.
Salimos al pasillo y Benton marcó un código en una cerradura digitalizada. Se corrió el pestillo y Wesley empujó otra puerta de cristal y entró.
—¿De qué serviría fingir? —Marcó otro código y abrió una puerta más.
—Dime qué quieres hacer, eso es todo —murmuré.
Estábamos en la suite de seguridad donde me alojaba normalmente cuando el trabajo o algún peligro me retenía allí por la noche. Benton llevó el equipaje al dormitorio mientras yo corría las cortinas de la gran ventana del salón. La pieza era cómoda pero sencilla y, al ver que Wesley no respondía, recordé que probablemente no era seguro comentar intimidades en aquel lugar, donde sabía positivamente que hasta los teléfonos estaban intervenidos. Lo seguí al pasillo y repetí la pregunta.
—Ten paciencia —respondió con tristeza, o quizá sólo era cansancio—. Escucha, Kay, debo irme a casa. Lo primero que tengo mañana por la mañana es una inspección desde el aire con Marcia Gradecki y el senador Lord.
Gradecki era la fiscal general de Estados Unidos, y Frank Lord presidía el Comité Judicial y era un viejo amigo.
—Me gustaría que nos acompañaras, porque según parece tú eres quien más sabe de este asunto. Tal vez puedas explicarles la importancia que tiene esa Biblia para esos chiflados, que matarán por ella, que morirán por ella. —Exhaló un suspiro y se restregó los ojos—. Y tenemos que hablar de cómo vamos a tratar los muertos por contaminación si esos hijos de puta deciden volar los reactores, Dios no lo permita. —Hizo una pausa—. Lo único que podemos hacer es probar —añadió, y por su modo de mirarme supe que se refería a algo más que a la crisis de la central.
—Es lo que hago, Benton —respondí, y regresé a la suite.
Llamé a centralita y pedí comunicación con la habitación de Lucy. Al no obtener respuesta imaginé que estaría en el ERF, con los ordenadores, pero no podía llamarla allí porque no sabía dónde la encontraría en aquel edificio tan grande como un campo de fútbol. Así que me puse el abrigo y salí del edificio Jefferson, porque no podría dormir hasta que viera a mi sobrina.
El ERF tenía su propio puesto de guardia, no lejos del instalado a la entrada de la Academia, y la mayoría de los agentes del FBI ya me conocían bastante bien. El guardia de la garita puso cara de sorpresa cuando aparecí, y salió a ver qué quería.
—Creo que mi sobrina se ha quedado a trabajar… —empecé.
—Sí, señora. La he visto entrar hace un rato.
—¿Puede ponerse en contacto con ella?
—Hum… —Frunció el entrecejo—. ¿Tiene idea de en qué zona podría estar?
—Quizás en la sala de ordenadores.
Probó allí, sin éxito, y me miró.
—¿Es importante?
—Mucho —respondí con gratitud.
El centinela se llevó la radio a los labios.
—Unidad cuarenta y dos a base —dijo.
—Adelante, cuarenta y dos.
—Solicito relevo en el puesto del ERF.
—Recibido.
Esperamos a que llegara la guardia y otro hombre sustituyó al centinela, que nos acompañó al interior del edificio. Deambulamos un rato por largos pasillos vacíos, probando puertas que daban a talleres y laboratorios donde podía estar mi sobrina. Al cabo de un cuarto de hora tuvimos suerte. El centinela abrió una puerta y entramos en una sala enorme, que era el taller de actividades científicas de Papá Noel.
Lo más destacado de todo era la presencia de Lucy, que llevaba un guante informático y una pantalla montada en casco, conectados a unos cables negros, largos y gruesos, que serpenteaban en el suelo.
—Los dejaré aquí-dijo el guarda.
—Sí —respondí—. Muchas gracias.
Había varios colaboradores con batas de laboratorio y monos de trabajo, atareados con ordenadores, interfaces y grandes pantallas de vídeo.
Todos me vieron entrar, pero Lucy estaba ciega. En realidad ni siquiera estaba en aquella sala sino en la que aparecía en los pequeños tubos de rayos catódicos que cubrían su campo de visión mientras efectuaba un paseo de realidad virtual a lo largo de una pasarela situada, sospeché, en la central nuclear de Old Point.
—Ahora voy a ampliar y entrar —decía al tiempo que pulsaba un botón situado en el reverso del guante.
De pronto se amplió la zona que aparecía en la pantalla de vídeo, y la figura que representaba a Lucy se detuvo ante una empinada escalera de rejilla.
—¡Mierda, voy a salir de aquí! —masculló con impaciencia—. Esto no funcionará de ninguna manera.
—Te prometo que sí-dijo un joven que estaba pendiente de una gran caja negra—. Pero es complicado.
Lucy hizo una pausa y efectuó algunos ajustes más.
—No sé, Jim, ¿esto son datos de alta resolución, realmente, o el problema soy yo?
—Creo que eres tú.
—Me parece que me va a dar un cibermareo —comentó Lucy momentos después, cuando empezó a girar dentro de lo que, en la pantalla gigante de vídeo, parecían correas de transporte y enormes turbinas.
—Echaré un vistazo al algoritmo.
—¿Sabes? —dijo ella mientras bajaba por la escalera virtual—, quizá deberíamos ponerlo en modo C y partir de un retraso de tres-cuatro a trescientos cuatro microsegundos, etcétera, en lugar de lo que tenemos en el programa que utilizamos.
—Sí. Las secuencias de transferencia están desconectadas —dijo otra voz—. Tenemos que ajustar los circuitos de retardo.
—Lo que no podemos es permitirnos el lujo de darle demasiadas vueltas —intervino otro de los presentes—. Oye, Lucy, tu tía está aquí.
Lucy hizo una breve pausa y continuó como si no hubiera oído nada.
—Mira, yo me ocuparé del código C antes de mañana por la mañana. Tenemos que andar finos o Toto terminará atascado o se caerá por la escalera. Y entonces estaremos jodidos del todo.
Deduje que Toto era el extraño artilugio formado por una burbuja a modo de cabeza, con un objetivo de vídeo por ojo, montada sobre un cuerpo de acero en forma de caja de casi un metro de altura. Las piernas eran cadenas de oruga con clavos de agarre, los brazos tenían pinzas, y en conjunto me recordaba un carro blindado de juguete con capacidad de moverse. Estaba aparcado en un rincón, no lejos de su dueño, que ayudaba a Lucy a quitarse el casco.
—Tenemos que cambiar los biocontroladores del guante —indicó mientras procedía a quitárselo con mucho cuidado—. Estoy acostumbrada a que un dedo signifique adelante y dos, atrás. Aquí están a la inversa, y no puedo permitirme una confusión así cuando estemos sobre el terreno.
—Eso será fácil —respondió Jim y se quedó el guante.
Cuando Lucy vino a mi encuentro, junto a la puerta de la sala, parecía furiosa.
—¿Cómo has entrado? —Su tono no era nada amistoso.
—Con uno de los guardias.
—Sí, claro. Te conocen.
—Benton me ha dicho que te habían traído de vuelta y que el Grupo de Rescate de Rehenes te necesita —le expliqué—. Me alegro de que estés aquí.
—No será por mucho rato. —Lucy miró hacia sus colegas, que habían reanudado el trabajo. Me costó asimilar lo que acababa de decirme porque no quería comprenderlo—. Casi todos los chicos ya están allí-continuó.
—En Old Point… —añadí.
—Tenemos buceadores en la zona, francotiradores situados en los alrededores y helicópteros a la espera, pero todo eso no servirá de mucho si no conseguimos infiltrar al menos una persona en esa central.
—Y evidentemente esa persona no serás tú —apunté. Si Lucy me decía otra cosa era capaz de matar al FBI, al Buró entero, a todos ellos a la vez.
—En cierto modo seré yo quien entre —respondió mi sobrina—. Me encargaré de dirigir a Toto. ¡Eh, Jim! —gritó—. Ya que estás en eso, añadamos un comando de vuelo al guante.
—¡Ahora Toto también tendrá alas! —dijo alguien en tono burlón—. Eso está bien. Vamos a necesitar un ángel de la guarda muy listo.
No pude evitar un comentario:
—Lucy, ¿tienes idea de lo peligrosa que es esa gente?
Me miró a los ojos y soltó un suspiro.
—¿Pero por quién me tomas, tía Kay? ¿Crees que soy una niña entretenida con sus juguetes?
—Lo único que sé es que estoy preocupada. No puedo evitarlo.
—En estos momentos todos debemos estarlo —respondió sombría—. Mira, tengo que volver al trabajo. —Consultó el reloj y resopló—. ¿Quieres que te haga un resumen de mi plan para que al menos sepas qué sucede?
—Por favor.
—Empieza por esto. —Se sentó en el suelo y me agaché a su lado, con la espalda contra la pared—. Un robot como Toto normalmente sería controlado por radio, pero en un edificio con tanto hormigón armado y tanto acero inoxidable eso no funcionaría. Entonces se me ocurrió otra manera que me parece aún mejor. Básicamente lleva un rollo de cable de fibra óptica que irá soltando como el rastro de un caracol al desplazarse.
—¿Y por dónde va a desplazarse? —quise saber—. ¿Por el interior de la central?
—Es lo que estamos tratando de decidir en estos momentos. Pero en gran medida dependerá de lo que suceda. Puede que el trabajo sea encubierto, como una operación de recogida de información, o puede que termine en un despliegue abierto, si por ejemplo los terroristas quieren un teléfono móvil, cosa en la que confiamos mucho. Toto tiene que estar preparado para acudir al momento a cualquier parte.
—Menos donde haya escaleras.
—También puede salvar escaleras. Unas mejor que otras.
—¿El cable de fibra óptica será tus ojos?
—Irá conectado directamente a los guantes de realidad virtual. —Lucy levantó ambas manos—. Y me moveré como si fuera yo quien estuviera allí, en lugar de Toto. La realidad virtual me permitirá estar presente a distancia para reaccionar al instante a cualquier cosa que detecten los sensores. Y por cierto, la mayoría están pintados en ese encantador tono de gris. —Señaló a su amigo, que estaba al otro extremo de la sala—. La pintura inteligente de Jim ayuda a Toto a no tropezar con las cosas —añadió como si el joven le inspirara ciertos sentimientos.
—¿Janet ha venido contigo? —pregunté cuando acabó de hablar.
—Está terminando sus asuntos en Charlottesville.
—¿Terminando?
—Ya sabemos quién pirateaba el ordenador del CP&L —me dijo Lucy—. Una becaria en física nuclear. Sorpresa, sorpresa.
—¿Cómo se llama?
—Loren no sé qué. —Se frotó el rostro con las manos—. ¡Vaya, no debería haberme sentado! El hiperespacio puede causarte un buen mareo si viajas por él demasiado rato, ¿sabías? Últimamente casi me produce ganas de vomitar. ¡Hum…! —Chasqueó los dedos varias veces—. McComb. Loren McComb.
Recordé que Cleta había comentado que la novia de Eddings se llamaba Loren.
—¿Y qué edad tiene? —pregunté.
—Unos treinta.
—¿De dónde es?
—Inglesa. Pero en realidad es sudafricana. Negra.
—Eso explicaría su mal carácter, según la señora Eddings.
—¿Eh? —Lucy me miró con extrañeza.
—¿Qué sabes de una posible relación con los neosionistas? —le pregunté.
—Al parecer entró en contacto con ellos a través de Internet. Es muy militante y contraria a los gobiernos. Para mí que le lavaron el cerebro a lo largo de sus comunicaciones.
—Lucy, creo que esa mujer era la novia de Eddings, su fuente de información, y la que al final ayudó a los neosionistas a matarlo, probablemente con la intervención del capitán Green.
—¿Por qué iba a ayudarlo primero y después a hacerle una cosa así?
—Quizá creyó que no tenía alternativa. Si le había proporcionado a Eddings información que podía perjudicar la causa de Hand, tal vez la convencieron de que los ayudara a ellos, o quizá la amenazaron.
Recordé el champán Cristal del frigorífico de Eddings y me pregunté si habría proyectado pasar la Nochevieja con su amiga.
—¿Y en qué querrían que los ayudara? —preguntó Lucy.
—Es probable que la chica conociera el código de la alarma antirrobo de la casa, o incluso la combinación de la caja fuerte. O quizás estaba con él en la barca, la noche que murió, y hasta es posible que fuera ella quien lo envenenara. Al fin y al cabo es una científica.
—¡Maldita sea!
—Supongo que la has interrogado —le dije.
—Janet se ha encargado de eso. Loren McComb dice que hace unos dieciocho meses, cuando estaba en Internet, encontró una nota publicada en un boletín. Según parece, un productor de cine trabajaba en una película que trataba de unos terroristas que se apoderaban de una central nuclear para poder crear otra situación como la de Corea del Norte y conseguir plutonio con el que fabricar bombas, etcétera, etcétera. Este presunto productor necesitaba ayuda técnica y estaba dispuesto a pagarla.
—¿Y ese individuo tiene un nombre?
—Siempre se hacía llamar «Alias», como insinuando que es alguien famoso. McComb picó y empezaron a relacionarse. Poco a poco le envió información de documentos a los que había tenido acceso en su calidad de becaria. Le facilitó a ese cabrón de Alias todos los datos necesarios para, en resumidas cuentas, planificar la toma de Old Point y el envío de las barras de combustible a los árabes.
—¿Y qué hay de los cofres para transportarlas?
—¿Eso? Se roban toneladas del uranio empobrecido de Oak Ridge. Se envían a Irak, Argelia o donde sea, y allí se fabrican cofres de doscientas veinticinco toneladas. A continuación se devuelven aquí, donde se almacenan hasta el gran día. Y esa idiota también le contó todo el proceso mediante el cual el uranio se convierte en plutonio dentro del reactor. —Lucy hizo un alto y me miró—. Dice que no se le pasó por la cabeza que lo que hacía pudiera llevarse a cabo en la realidad.
—Y cuando empezó a piratear el ordenador del CP&L, ¿eso tampoco era real?
—Para eso no tiene explicación, ni quiere confesar el motivo.
—Supongo que el motivo está muy claro —le dije—. Eddings estaba interesado en las llamadas que hubiera hecho cierta gente a países árabes. Y consiguió la lista a través de esa vía de acceso de Pittsburgh.
—¿No crees que ella se daría cuenta de que los Nuevos Sionistas no verían con buenos ojos que ayudara a su novio, que daba la casualidad de que era periodista?
—No creo que le importara —respondí con irritación—. Sospecho que le encantaba la situación teatral de actuar en los dos bandos. Debía de sentirse muy importante. Probablemente no se había sentido nunca así, en su tranquilo mundo académico. Dudo mucho que se diera cuenta de la realidad hasta que Eddings empezó a husmear alrededor del NAVSEA, del despacho del capitán Green o de quién sabe qué. Entonces los Nuevos Sionistas recibieron el soplo de que su fuente de información, Loren McComb, amenazaba todo su objetivo.
—Si Eddings lo hubiera descubierto —dijo Lucy—, esa gente no habría tenido ocasión de llevar a cabo su plan.
—Exacto —asentí—. Si alguno de nosotros lo hubiera sabido a tiempo, esto no estaría pasando. —Observé a una mujer con bata de laboratorio que guiaba los brazos de Toto en la maniobra de levantar una caja—. Dime, ¿qué actitud tenía Loren McComb cuando Janet la interrogaba?
—Distante, sin mostrar la menor emoción.
—La gente de Hand es muy dura.
—Eso parece —reflexionó mi sobrina—. Cuando una mujer es capaz de ayudar a un novio en un momento dado y poco después participa en su asesinato, es que realmente es dura.
Lucy también observaba el robot y no parecía complacida con lo que veía.
—No sé dónde la tendrá detenida el FBI, pero espero que sea en un lugar donde los Nuevos Sionistas no puedan dar con ella.
—Está bien escondida —afirmó Lucy en el momento en que Toto se detenía de improviso y la caja caía al suelo con un ruido sordo—. ¿A cuántas revoluciones por minuto tienes la articulación del hombro?
—A ocho —respondió la mujer de la bata.
—Bajémoslo a cinco, maldita sea. —Se volvió a frotar el rostro—. Con eso tendremos suficiente.
—Bueno, ahora te dejo y me vuelvo al Jefferson —le dije, incorporándome.
Vi una mirada extraña en sus ojos.
—¿Estás en la planta de seguridad, como de costumbre? —preguntó.
—Sí.
—Supongo que no importa, pero es ahí donde está Loren McComb.
En realidad su habitación estaba contigua a mi suite, aunque ella estaba confinada, naturalmente. Cuando me senté en la cama e intenté leer un rato, me llegó el sonido de su televisor a través del tabique. Oí cambiar los canales, y finalmente reconocí las voces de Star Trek en la repetición de algún episodio antiguo.
Durante horas sólo nos separaron unos pasos, aunque ella no lo sabía. La imaginé mezclando tranquilamente ácido clorhídrico y cianuro en una botella y dirigiendo el gas a la válvula de admisión del compresor. La larga manguera negra se habría agitado violentamente en el agua y, momentos después, el único movimiento en el río habría sido el de su perezosa corriente.
—Ojalá veas eso en tus sueños —le dije, aunque no me oyera—. Que sueñes con ello el resto de tu puta vida, cada noche.
Apagué la lamparilla, totalmente furiosa.