Esa noche volví a casa porque necesitaba ropa y porque tenía el pasaporte en la caja fuerte. Preparé el equipaje con manos nerviosas mientras esperaba a que sonara el busca. Fielding me había estado llamando cada hora para conocer las novedades y para expresar sus preocupaciones. Por lo que sabíamos, los muertos de Old Point seguían donde los habían dejado los pistoleros y aún desconocíamos cuántos trabajadores de la central seguían retenidos.
Pasé la noche agitada bajo la vigilancia de un coche de policía aparcado en la calle. Cuando sonó el despertador a las cinco de la madrugada, me incorporé en la cama con un sobresalto. Hora y media más tarde, un Learjet me esperaba en Millionaire Terminal, en el condado de Henrico, donde los hombres de negocios más ricos de la zona aparcaban sus helicópteros y aviones de empresa. Wesley y yo nos saludamos con cortesía aunque con cierta prevención. Me costaba creer que estuviéramos a punto de volar juntos al extranjero, pero Wesley ya tenía prevista una visita a la embajada antes de que se planteara la conveniencia de que yo también volara a Londres, y por otra parte el general Sessions no estaba al corriente de nuestra relación. Así pues decidí optar por una situación que no estaba en mis manos cambiar.
—No me fío mucho de tus motivos —le dije a Wesley mientras el reactor despegaba como un coche de carreras con alas—. ¿Y qué significa esto? —añadí, mirando a mi alrededor—. ¿Desde cuándo el FBI utiliza Learjets? ¿O esto también es cosa del Pentágono?
—Utilizamos lo que sea necesario —respondió Benton—. La CP&L ha puesto a nuestra disposición todos sus recursos para ayudarnos a resolver esta crisis y el Learjet es propiedad suya.
El reactor, pintado de blanco, con maderas nudosas y asientos de piel de color verde, era muy cómodo y lujoso pero resultaba bastante ruidoso y no podíamos hablar en voz baja.
—¿Y no te inquieta utilizar un aparato propiedad de esa gente? —le dije.
—La empresa está tan preocupada por todo esto como nosotros. Por lo que sabemos, con excepción de un par de manzanas podridas, la CP&L no tiene responsabilidad en lo sucedido. En realidad la empresa y los trabajadores son los más afectados.
Benton fijó la mirada en la cabina y en los pilotos, dos hombres de complexión robusta vestidos de calle.
—Además, esos hombres son nuestros y hemos revisado cada tornillo de este aparato antes de despegar. No te preocupes. En cuanto a lo de viajar contigo —añadió, volviéndose hacia mí—, te lo voy a repetir. Lo que suceda en adelante es una cuestión operativa. Ahora la pelota está en manos del equipo de Rescate de Rehenes. A mí volverán a necesitarme cuando los terroristas empiecen a comunicarse con nosotros, o al menos cuando los hayamos identificado, pero creo que aún pasarán varios días para que eso ocurra.
—¿Cómo puedes saberlo? —Le serví un café. Benton cogió la taza que le ofrecía y nuestros dedos se rozaron.
—Lo sé porque están ocupados. Quieren esas barras y sólo pueden recuperar unas cuantas cada día.
—¿Han apagado los reactores?
—Según la empresa, los terroristas cerraron los reactores inmediatamente después de irrumpir en la central. O sea que saben lo que quieren y se han puesto manos a la obra.
—Y son veinte, ¿no?
—Ésos son los que entraron para el presunto seminario en la sala de control simulada, pero en realidad no podemos estar seguros de cuántos hay ahí dentro en este momento.
—Ese seminario… ¿Cuándo se programó? —pregunté.
—La empresa dice que en principio se programó a primeros de diciembre para finales de febrero.
—Eso quiere decir que lo adelantaron… —No me sorprendía, a la vista de lo que había sucedido últimamente.
—Sí —dijo Benton—. La fecha se cambió de improviso, un par de días antes de que mataran a Eddings.
—Da la impresión de que están desesperados, Benton.
—Y probablemente no tan preparados. Eso les hará actuar con más precipitación —pronosticó—, lo cual para nosotros tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
—¿Y qué hay de los rehenes? ¿Tú que crees? ¿Los soltarán a todos?
—A todos no lo sé —respondió Benton, y desvió la mirada hacia la ventanilla. Bajo las suaves luces del aparato vi su expresión ceñuda.
—¡Dios mío! —exclamé—. Si intentan sacar esas barras, podríamos encontrarnos ante una catástrofe nacional. Y no veo cómo piensan salir de ésta. Las piezas deben de pesar varias toneladas cada una y son tan radiactivas que pueden causar la muerte inmediata a quien se acerque. ¿Cómo van a sacarlas de Old Point?
—La central está rodeada de agua que se utiliza para refrigerar los reactores, y cerca de ella, en el James, estamos vigilando una barcaza que podría pertenecer a esa gente. —Recordé que Marino me había hablado de unas barcazas que transportaban grandes fardos a la finca de los neosionistas.
—¿Podemos asaltarla?
—No —respondió Wesley—. En este momento no podemos asaltar barcazas, ni submarinos ni nada de nada. Hasta que saquemos a esos rehenes, no podemos actuar.
Tomó un sorbo de café. El horizonte se estaba tiñendo de un dorado pálido.
—En tal caso, lo mejor que puede suceder es que se lleven lo que quieren y que se marchen sin matar a nadie más.
—No. Lo mejor que puede suceder es que los detengamos allí. —Me miró fijamente—. No nos interesa tener una barcaza cargada de material altamente radiactivo navegando por los ríos de Virginia hacia el mar. ¿Qué haríamos en ese caso, amenazar con hundirla? Además, imagino que llevarían con ellos a los rehenes. —Hizo una pausa—. Al final los matarán a todos.
No pude evitar un pensamiento hacia aquella pobre gente, que en aquel momento sentiría una punzada paralizante de miedo cada vez que respirara.
Yo conocía las manifestaciones físicas y psíquicas del miedo y las imágenes eran terribles. Me sentí rabiosa y me recorrió una oleada de odio hacia aquellos tipos que se llamaban a sí mismos los Nuevos Sionistas.
Apreté los puños. Cuando Wesley vio los nudillos blancos sobre el reposabrazos pensó que me daba miedo volar.
—Sólo serán unos minutos más —me dijo—. Ya empezamos a descender.
Tomamos tierra en el aeropuerto Kennedy, donde nos esperaba un coche a pie de pista. En el vehículo había otros dos hombres corpulentos con traje y no pregunté a Wesley de dónde habían salido porque ya lo sabía. Uno de ellos nos acompañó a la terminal de British Airways, que había tenido la amabilidad de colaborar con el FBI, o quizá con el Pentágono, reservando dos asientos en el siguiente vuelo del Concorde a Londres. Enseñamos discretamente nuestras credenciales en el mostrador y manifestamos que no llevábamos armas en el equipaje. El agente encargado de nuestra seguridad nos acompañó a la sala de embarque, y cuando volví a verlo estaba hojeando unas pilas de periódicos extranjeros.
Nos sentamos ante la enorme cristalera con vistas a la pista donde el avión supersónico, una especie de garza gigantesca, cargaba carburante a través de una gruesa manguera encajada en un costado. El Concorde era el avión comercial más parecido a un cohete que había visto, pero parecía que la mayor parte de los pasajeros había perdido ya la capacidad de asombrarse del aparato o de cualquier otra cosa. Estaban ocupados sirviéndose pastelillos y fruta, y algunos ya combinaban bloody marys y mimosas.
Wesley y yo apenas cruzamos palabra y nos dedicamos a observar a los viajeros desde detrás de sendos periódicos, como los típicos espías o fugitivos de la ley. Advertí que él se fijaba especialmente en los individuos del Próximo Oriente, mientras que a mí me preocupaba más la gente de nuestras características físicas, pues recordaba que el día que vi a Joel Hand en los juzgados me pareció atractivo y elegante. Si se hubiera sentado a mi lado en aquel momento y yo no hubiera sabido quién era, habría pensado que encajaba en aquella sala de embarque mucho más que nosotros.
—¿Qué tal va? —Wesley bajó el periódico.
—No lo sé. —Me sentía inquieta—. Dímelo tú. ¿Estamos solos o tu amigo aún sigue ahí? —Advertí una sonrisa en sus ojos—. No veo qué tiene de divertido.
—De modo que pensabas que el Servicio Secreto estaría cerca, o agentes encubiertos…
—Ya. Supongo que el hombre del traje que nos ha acompañado hasta aquí es agente de los servicios especiales de la British Airways, ¿no?
—Deja que responda así a tu pregunta: Kay, no te voy a decir si estamos solos.
Nos miramos a los ojos. No habíamos viajado nunca juntos al extranjero y no parecía un buen comienzo. Benton llevaba un traje azul oscuro, casi negro, con la habitual camisa blanca y una corbata clásica. Yo me había vestido con parecido comedimiento y los dos llevábamos puestas las gafas. Pensé que parecíamos socios de un bufete de abogados. Al fijarme en otras mujeres de la sala, pensé que si algo no parecía era una esposa y ama de casa.
Benton dobló el London Times con un crujido del papel y echó un vistazo al reloj.
—Creo que ése es el nuestro —me dijo y se puso en pie al oír la nueva llamada al vuelo dos.
El Concorde acogía un centenar de pasajeros en dos cabinas, con dos hileras de asientos a cada lado del pasillo. La decoración constaba de moqueta y asientos de cuero de color gris mate y unas ventanillas de nave espacial demasiado pequeñas para observar el exterior. Los auxiliares de vuelo eran británicos, actuaban con su típica corrección, y aunque sabían que éramos del FBI, de la Marina, de la CIA o de lo que fuera, no lo demostraron en ningún momento. Al parecer, su única preocupación era saber qué nos apetecía beber. Pedí un whisky.
—Un poco temprano, ¿no? —comentó Wesley.
—En Londres no —respondí—. Allí es cinco horas más tarde.
—Gracias, adelantaré el reloj —dijo secamente, como si fuera la primera vez que viajaba en su vida—. Yo tomaré una cerveza —indicó a la azafata.
—Bueno, ahora que estamos en la zona horaria adecuada es más fácil tomar una copa —apunté, y no pude borrar de mi voz el tono mordaz. Benton se volvió y me miró a los ojos.
—Te noto enfadada.
—Por eso eres experto en análisis de personalidad, porque puedes distinguir esas cosas.
Miró con disimulo en torno a nosotros, pero estábamos detrás de la mampara, no había nadie en los asientos del otro lado del pasillo y a mí casi me daba igual quién tuviéramos detrás.
—¿Podemos hablar de un modo razonable? —preguntó sin alzar la voz.
—Resulta difícil, Benton. Tú siempre quieres que hablemos cuando ya has actuado.
—No sé muy bien a qué te refieres. Me parece que te has dejado alguna frase…
Pero yo estaba a punto de soltarle una:
—Todo el mundo sabía lo de tu separación menos yo. Lucy me lo contó porque lo había oído a otros agentes. Me gustaría que alguna vez contaras conmigo en nuestra relación.
—Ah, ojalá no te pusieras tan furiosa.
—¡Más me gustaría a mí no tener que hacerlo! —repliqué.
—No te lo dije porque no quería que me influyeras.
Hablábamos en voz baja, inclinados hacia delante y el uno hacia el otro de modo que nuestros hombros se rozaban. Pese a las desagradables circunstancias, notaba sus menores movimientos y la ligera presión del contacto. Me llegó el aroma de su chaqueta de lana y de la colonia que le gustaba llevar.
—En la decisión sobre mi matrimonio, cualquiera que sea, no puedo tenerte en cuenta —continuó Benton mientras llegaban las bebidas—. Estoy seguro de que lo comprendes.
Mi cuerpo no estaba acostumbrado a tomar un whisky a esa hora y el trago tuvo unos efectos fuertes y rápidos. Enseguida empecé a relajarme y cerré los ojos durante el rugido del despegue y cuando el reactor se inclinó hacia arriba y traqueteó, surcando el aire con un ruido atronador. Unos minutos después, si una era capaz de ver algo por las ventanillas, el mundo se había convertido en apenas un horizonte difuso, allá abajo. El ruido de los motores se mantuvo tan fuerte como antes y nos obligó a seguir muy pegados el uno al otro para continuar nuestra acalorada conversación.
—Yo sé lo que siento por ti —declaró Wesley—. Lo sé desde hace mucho tiempo.
—No tienes derecho —respondí—. Nunca lo has tenido.
—¿Y tú, qué? ¿Tenías derecho a hacer lo que hiciste, Kay? ¿O acaso yo era el único en la sala?
—Por lo menos yo no estoy casada ni comprometida con nadie. Pero tienes razón —admití—, no hubiera debido…
Benton siguió bebiendo cerveza y ninguno de los dos mostró interés por los canapés ni por el caviar que, sospeché, sería el primer entrante de una larga degustación de platos. Permanecimos callados un buen rato y nos dedicamos a hojear revistas y periódicos profesionales, como casi todo el mundo. Observé que los pasajeros apenas hablaban entre sí y llegué a la conclusión de que ser rico y famoso o miembro de la realeza debía de resultar bastante aburrido.
Benton volvió sobre el tema, inclinándose hacia mí en el momento en que ensartaba un espárrago en el tenedor.
—Supongo por tanto que podemos dar por zanjado el asunto.
—¿Qué asunto? —pregunté, dejando el tenedor en la bandeja pues era zurda y Benton se interponía.
—Ya sabes, lo que debemos o no debemos hacer.
Su antebrazo me rozó el pecho y allí lo dejó Benton, como si todo lo que acabábamos de decir hubiese quedado atrás a Mach dos.
—Sí.
—¿Sí? ¿Qué significa ese sí? —Su voz tenía un tonillo de curiosidad.
—Significa que estoy de acuerdo contigo. —Cada vez que tomaba aire, mi cuerpo se apretaba contra él—. Sobre lo de zanjar las cosas.
—Pues entonces eso será lo que haremos —asintió él.
—Por supuesto —le dije yo, no muy segura de lo que acabábamos de acordar—. Una cosa más —añadí—: si llegas a divorciarte y luego tenemos ganas de vernos, empezamos otra vez.
—De acuerdo. Me parece de lo más sensato.
—Mientras tanto quedamos como amigos y colegas.
—Es exactamente lo que yo también quiero —me dijo Benton.
A las seis y media avanzábamos por Park Lane, silenciosos, en el asiento trasero de un Rover conducido por un agente de la Policía Metropolitana. Vi pasar en la oscuridad las luces de Londres y me sentí desorientada y llena de vigorosa vitalidad. Hyde Park era un mar de sombras, y las farolas borrones de luz que salpicaban los senderos sinuosos.
El piso que ocuparíamos estaba muy cerca del Dorchester Hotel, y aquella noche muchos paquistaníes rondaban el espléndido viejo hotel para protestar enérgicamente por la visita de su primer ministro. Había policía antidisturbios y muchos perros, pero el conductor del coche no dio muestras de inquietud.
—Hay un conserje —dijo tras detenerse frente a un alto edificio que parecía relativamente nuevo—. Entren e identifíquense. El los llevará a su apartamento. ¿Quieren que les ayude con el equipaje?
—No, gracias. —Wesley abrió la puerta—. No es necesario.
Entramos con las maletas en la pequeña zona de recepción. Un hombre avispado, ya mayor, nos sonrió efusivamente tras un pulido mostrador.
—¡Ah, sí! Los esperaba. —Se levantó de su taburete y se encargó de nuestras maletas—. Si hacen el favor de seguirme al ascensor…
Subimos a la quinta planta y nos condujo a un apartamento de tres dormitorios, con amplias ventanas, telas brillantes y obras de arte africano. Mi habitación era espaciosa y cómoda, y el baño tenía la típica bañera inglesa donde una podía perecer ahogada, y un retrete cuyo depósito se vaciaba tirando de una cadena. El mobiliario era Victoriano, con suelos de madera cubiertos de alfombras turcas desgastadas. Me acerqué a la ventana y conecté el radiador a la máxima potencia. Cerré las luces y contemplé el tráfico y los árboles en sombras del parque, mecidos por el viento.
Wesley tenía su habitación al fondo del pasillo y no lo oí acercarse hasta que rompió el silencio.
—¿Kay? —me dijo desde la puerta, y capté el suave tintineo de unos cubitos de hielo—. Quien viva aquí normalmente tiene un whisky muy bueno, y me han dicho que podemos servirnos todo lo que queramos…
Entró y dejó unos vasos en la repisa.
—¿Pretendes emborracharme? —le dije.
—Hasta ahora nunca ha sido necesario.
Se sentó a mi lado. Bebimos y contemplamos juntos la panorámica, apoyados el uno en el otro. Durante mucho rato hablamos con frases cortas, en susurros, y luego él me acarició el pelo y me besó en la oreja y en la barbilla. Yo también lo acaricié, y nuestro amor se hizo más hondo con los besos y las caricias.
—Te he echado tanto de menos… —susurró Benton mientras nuestras ropas se aflojaban y desprendían.
Hicimos el amor porque no pudimos evitarlo. Era nuestra única excusa y sé que no nos valdría ante ningún tribunal. La separación había sido muy dura y por ello nos pasamos la noche hambrientos el uno del otro. Luego, ya al alba, me sumí en sueños el tiempo suficiente para descubrir al despertar que Benton ya no estaba, como si todo hubiera sido un sueño. Me quedé bajo el edredón de plumas y mi mente revivió unas imágenes pausadas y llenas de lirismo. Las luces danzaban bajo mis párpados y me sentía como si me mecieran en una cuna, como si volviera a ser una niña pequeña y mi padre no estuviera muriéndose de una enfermedad que entonces me resultó incomprensible.
No me había recuperado nunca de aquello. Reflexioné que mis relaciones con los hombres habían revivido, tristemente, el hecho de que mi padre me dejara. Era una danza a la que me lanzaba sin esfuerzo, y al final me encontraba en silencio en la habitación vacía de mi vida más privada. Me di cuenta de lo muy parecidas que éramos Lucy y yo. Las dos amábamos en secreto y no hablábamos del dolor.
Me vestí, salí al pasillo y encontré a Wesley en el salón, con un café en la mano, observando el día nublado. Iba vestido con traje y corbata y no parecía nada cansado.
—Hay café hecho —me dijo—. ¿Te pongo una taza?
—Gracias, me lo serviré yo. —Pasé a la cocina—. ¿Llevas mucho rato despierto?
—Bastante.
El café estaba muy fuerte y me sorprendió pensar en los muchos detalles domésticos que ignoraba de él. Nunca cocinábamos juntos, ni íbamos de vacaciones ni practicábamos deportes, cuando sabía que los dos disfrutábamos con las mismas cosas. Entré en el salón y dejé la taza y el platillo en el alféizar de una ventana porque quería contemplar el parque.
—¿Cómo estás? —Su mirada no se apartó de mis ojos.
—Bien. ¿Y tú?
—No tienes buen aspecto.
—Siempre sabes decir lo más oportuno.
—Haces cara de no haber dormido mucho. Me refiero a eso.
—Prácticamente, no he pegado ojo. Y tú tienes la culpa.
—Yo… y el jet lag —precisó Benton con una sonrisa.
—El que causas tú es el peor, agente especial Wesley.
El tráfico se iba haciendo cada vez más ruidoso e intenso, y de vez en cuando sonaba la extraña cacofonía de las sirenas británicas. Bajo las primeras luces, con el frío, la gente caminaba apresuradamente por las aceras. También se veían algunos corredores enfundados en ropa deportiva. Wesley se levantó de la silla.
—Tenemos que irnos pronto. —Me acarició la nuca y la besó—. Tenemos que comer algo. Nos espera un día muy largo.
—No me gusta vivir así, Benton —le dije mientras él cerraba la puerta.
Seguimos Park Lane y dejamos atrás el hotel Dorchester, ante el que aún había unos cuantos paquistaníes. Después tomamos Mount Street hasta South Audley, donde encontramos abierto un pequeño restaurante llamado Richoux. Tenían exóticas pastas francesas y cajas de bombones tan bonitas que parecían auténticas obras de arte. Los clientes vestían ropas de negocios y leían periódicos en las mesillas. Tomé un zumo de naranja natural y me entró hambre. Nuestra camarera filipina se quedó perpleja porque Wesley sólo quería una tostada, y en cambio yo pedía huevos con jamón, champiñones y tomate.
—¿Querrán compartirlo? —preguntó la chica.
—No, gracias —respondí con una sonrisa.
Aún no eran las diez cuando reemprendimos la marcha por South Audley hasta Grosvenor Square, donde se hallaba la embajada de Estados Unidos, un desgarbado bloque de granito de arquitectura de los años cincuenta rematado por un águila de bronce erguida que guardaba el lugar desde lo alto de la fachada. La seguridad era extrema y había guardias de torvo aspecto por todas partes. Presentamos los pasaportes y las credenciales y nos tomaron fotografías. Finalmente fuimos escoltados hasta el segundo piso, donde teníamos que reunimos con el agregado principal del FBI para Gran Bretaña. El despacho de Chuck Olson, en una esquina, permitía una visión perfecta de la gente que aguardaba en largas colas los visados y cartas verdes. Olson era un hombre rechoncho que vestía traje oscuro y llevaba los cabellos tan plateados como los de Wesley, pulcramente cortados y peinados.
—Es un placer —dijo al tiempo que nos estrechaba la mano—. Hagan el favor de sentarse. ¿Les apetece un café?
Wesley y yo escogimos un sofá situado ante un escritorio sobre el que sólo había un bloc de notas y unos expedientes. Detrás de la cabeza de Olson, en un tablero de corcho sujeto en la pared, se veían unos dibujos que imaginé eran obra de sus hijos; más arriba, colgado de la pared, presidiendo la estancia, había un gran escudo del Departamento de Justicia. Aparte de estanterías de libros y de varios galardones, el despacho era el sencillo espacio de trabajo de un hombre al que no impresionaba su cargo ni su situación.
Wesley rompió el silencio:
—Chuck, sin duda ya le habrán puesto al corriente de que la doctora Scarpetta es nuestra consejera en patología forense y, aunque ella tiene su propio trabajo del que ocuparse, podríamos convocarla aquí más tarde.
—Dios no quiera que sea necesario —comentó Olson, porque si había alguna catástrofe nuclear en Inglaterra o en alguna parte de Europa era más que probable que yo fuera reclutada para colaborar en el asunto de los muertos.
—En tal caso no sé si podría usted proporcionarle una visión más clara de todas nuestras preocupaciones —continuó Wesley.
—Bien, son muy evidentes —me dijo Olson—. Casi un tercio de la electricidad de Inglaterra se genera mediante energía nuclear. Nos preocupa que pueda darse un golpe terrorista parecido, y en realidad no sabemos si la misma gente lo tiene ya preparado.
—La base de los Nuevos Sionistas está en Virginia —repliqué—. ¿Insinúa que tienen conexiones internacionales?
—Ese grupo no es quien impulsa esta acción —dijo él—. No es esa gente la que quiere el plutonio.
—¿Quién lo quiere, pues?
—Libia.
—Me parece que eso lo sabe todo el mundo desde hace tiempo —respondí.
—Pues ahora lo está intentando —intervino Wesley—. Eso es lo que sucede en Old Point.
—Sin duda sabrá, doctora —continuó Olson—, que Gaddafi ambiciona tener armas nucleares desde hace mucho tiempo y que ha visto frustrado cada uno de sus intentos por conseguirlas. Parece ser que al final ha encontrado el medio. Descubrió a los Nuevos Sionistas en Virginia, y desde luego aquí también hay grupos extremistas a los que podría utilizar. Tenemos muchos árabes.
—¿Cómo sabe que es Libia?
Esta vez fue Wesley quien me respondió:
—Por un lado hemos comprobado el registro de llamadas telefónicas. Durante los dos últimos años Joel Hand efectuó muchas, sobre todo a Trípoli y a Bengasi.
—Pero no hay señales de que Gaddafi intente algo aquí, en Londres —insistí.
—Lo que tememos es lo vulnerable que sería la ciudad. Londres es el punto de escala a Europa, Estados Unidos y el Próximo Oriente. Es un centro financiero tremendo. Que Libia robe el fuego a Estados Unidos no significa que nuestro país sea el objetivo final.
—¿El fuego? —repetí.
—Como en el mito de Prometeo. Fuego es nuestra palabra clave para referirnos al plutonio.
—Es de una lógica escalofriante. Dígame qué puedo hacer —añadí.
—Bien, tenemos que explorar las características de este asunto, tanto para saber qué sucede en este momento como para predecir qué puede pasar más adelante —dijo Olson—. Tenemos que conocer mejor cómo piensan esos terroristas, y evidentemente eso es asunto de Wesley. El de usted es conseguir información. Me han dicho que tiene aquí un colega que podría resultar de utilidad.
—No se haga ilusiones —repliqué—, pero intentaré hablar con él.
—¿Qué hay de la seguridad? —preguntó Wesley al hombre de Londres—. ¿Tenemos que poner a alguien con ella?
Olson me dedicó una extraña mirada, como si sopesara mi fuerza y como si no me viera a mí sino a un objeto o a un luchador a punto de saltar al ring.
—No —dijo—. Creo que la doctora está perfectamente a salvo aquí, a menos que tengan conocimiento de lo contrario.
—No estoy seguro —murmuró Wesley, y esta vez también él me miró fijamente—. Quizá deberíamos asignarle a alguien para que la proteja.
—Rotundamente, no —intervine—. Nadie sabe que estoy en Londres y el doctor Mant es reacio a dejarse ver. Para mí que está muerto de miedo, así que no me contará nada si viene alguien conmigo. Y entonces el objetivo de este viaje habrá fracasado.
—Está bien —aceptó Wesley a regañadientes—, siempre que sepamos en todo momento dónde estás. Y tenemos que encontrarnos aquí otra vez a las cuatro, como mucho, si queremos coger ese avión.
—En el caso de que no pudiera venir por algún motivo, llamaré. ¿Estarán aquí?
—Si no estamos —apuntó Olson—, mi secretaria sabrá localizarnos.
Bajé al vestíbulo. Entre las paredes cubiertas de retratos de anteriores representantes norteamericanos había una fuente de la que manaba agua con un sonoro chapoteo, y un Lincoln de bronce sentado en un escaño. Los guardias estudiaban los pasaportes y a los visitantes con gesto severo. Me dejaron pasar con una fría mirada y noté cómo me seguían con la vista hasta que crucé la puerta. Ya en la calle, bajo el frío y la humedad de la mañana, llamé un taxi e indiqué al conductor una dirección no lejos de allí, en Belgravia, junto a Eaton Square.
La anciana señora Mant había residido hasta su muerte en Ebury Mews, en una casa de tres plantas que había sido dividida en pisos. El edificio estaba estucado, con remates de chimenea en rojo que se alzaban sobre un techo veteado de tejas de madera. Los maceteros de las ventanas estaban llenos de narcisos, azafrán y hiedra. Subí la escalera hasta el segundo piso y llamé a la puerta, pero no fue mi ayudante jefe el que me abrió. La matrona que se asomó parecía tan desconcertada como yo.
—Disculpe —le dije—. Supongo que la casa se ha vendido…
—No, lo siento. No está a la venta —contestó la mujer con firmeza.
—Busco a Philip Mant —continué—. Debo de tener mal la dirección…
—Oh, Phillip es mi hermano. —La mujer me dirigió una sonrisa congraciadora—. Acaba de marcharse al trabajo. No lo encuentra aquí por muy poco.
—¿Al trabajo?
—Sí, claro. Siempre sale a esta hora para evitar los atascos, aunque me parece que eso es imposible. —De repente se dio cuenta de que hablaba con una desconocida y titubeó—. ¿Quién le digo que ha preguntado por él?
—La doctora Kay Scarpetta —me di a conocer—. Y es importante que lo encuentre pronto.
—Sí, desde luego. —La mujer parecía sorprendida y al mismo tiempo satisfecha—. Le he oído hablar de usted. La tiene en gran aprecio y estará contentísimo de saber que ha venido. ¿Y qué le trae por Londres, doctora?
—Nunca pierdo una ocasión de venir de visita. ¿Podría decirme dónde encontrar a Phillip? —insistí.
—Desde luego. En el depósito de cadáveres de Westminster, en Horseferry Road. —La mujer titubeó de nuevo—. Creía que Phillip ya se lo había dicho.
—Sí —sonreí—. Y me alegro mucho por él.
No estaba segura de qué significaba todo aquello pero vi que la mujer volvía a mostrarse complacida.
—No le comente que voy a verlo —continué—. Quiero darle una sorpresa.
—Muy buena idea. Phillip se quedará de una pieza.
Cogí otro taxi y reflexioné sobre lo que me parecía haber oído. Fueran cuales fuesen las razones de Mant para actuar como lo había hecho, me resultó imposible no sentirme bastante furiosa.
—¿Va usted al despacho del forense, señora? —me preguntó el taxista—. Es ese edificio de ahí.
El hombre indicó por la ventanilla un hermoso edificio de ladrillos.
—No. Voy al depósito.
—Muy bien. Es esa puerta. ¡Mejor entrar ahí por tu propio pie! —exclamó con una risotada.
Saqué el billetero mientras el taxi aparcaba delante de un edificio, pequeño para lo habitual en Londres. Era de ladrillo con adornos de granito y un extraño pretil a lo largo de la azotea, y estaba rodeado por una verja de hierro forjado, pintada de minio. Según una placa situada a la entrada, el depósito tenía más de cien años de antigüedad, y pensé en lo tétrica que debía de ser, en aquellos tiempos, la práctica de la medicina forense. Entonces apenas debía de haber más constancia de un suceso que los testimonios que aportaran las personas, y me pregunté si la gente mentiría menos en épocas pasadas.
La recepción del depósito era pequeña pero estaba amueblada con cierto gusto, como un típico vestíbulo de cualquier empresa. Tras una puerta abierta vi un pasillo, y me dirigí hacia allí porque no aparecía nadie. En aquel preciso instante salió de una sala una mujer con unos voluminosos libros en los brazos.
—Lo siento —dijo ella, sobresaltada—. No puede volver por aquí.
—Busco al doctor Mant.
La mujer llevaba un vestido holgado de falda larga y un suéter, y hablaba con un ligero acento escocés.
—¿Y quién le digo que ha venido a verlo?
Le mostré las credenciales.
—Muy bien —dijo al verlas—. Supongo que la estará esperando.
—Yo diría que no.
—Entiendo —dijo desconcertada, y movió un poco los brazos para acomodar los libros.
—Trabajábamos juntos en Estados Unidos —le expliqué—. Me gustaría darle una sorpresa. Si me indica dónde puedo encontrarlo, yo misma iré a buscarlo.
—Estará en la Sala Apestosa. Tome por esa puerta de ahí —indicó con un gesto—. Verá unos vestuarios a la izquierda del depósito principal. Allí encontrará todo el equipo necesario. Póngaselo, cruce las puertas que quedan a la izquierda y habrá llegado. ¿Lo ha entendido bien?
—Sí, gracias.
En el vestuario me puse las fundas para el calzado, los guantes y una mascarilla y me envolví en una bata holgada para evitar que las ropas me quedaran impregnadas del olor. Crucé una sala embaldosada en la que brillaban seis mesas de acero inoxidable y una pared entera de cámaras frigoríficas blancas. Los doctores iban de azul, y el distrito de Westminster los tenía bastante ocupados aquella mañana. Apenas me dedicaron una mirada cuando pasé cerca de ellos. Encontré a mi ayudante jefe en el fondo del pasillo.
Iba calzado con botas altas de goma y estaba de pie sobre una tarima, examinando un cuerpo sumamente descompuesto que, sospeché, había pasado algún tiempo bajo el agua. El hedor era terrible y cerré la puerta a mi espalda.
—Doctor Mant —le dije.
Se volvió, y por un segundo dio la impresión de no saber quién le hablaba ni dónde estaba. Se quedó perplejo.
—¿Doctora Scarpetta? —Bajó pesadamente de la tarima, porque no era un hombre pequeño—. ¡Vaya sorpresa! ¡Me ha dejado sin habla!
Balbuceaba, y vi en sus ojos un pestañeo de temor.
—Yo también estoy sorprendida —murmuré con tono lúgubre.
—Ya lo imagino, pero no es preciso que hablemos de ello en presencia de este ahogado tan desagradable. Lo encontraron ayer por la tarde en el Támesis. Me parece que es una muerte por arma blanca, pero aún no hemos identificado el cuerpo. Vamos al salón —continuó con aire nervioso.
Phillip Mant era un caballero ya mayor, de tupida cabellera canosa, cejas marcadas y ojos claros y vivarachos. Era encantador y resultaba imposible que no le cayera bien a alguien. Me condujo a las duchas, donde nos desinfectamos los pies, nos despojamos de los guantes y de las mascarillas y arrojamos las batas a un cubo. Después volvimos al salón, que se abría directamente al aparcamiento de la parte de atrás. Como todo en Londres, el humo rancio de la estancia tenía también una larga historia.
—¿Puedo ofrecerle un refresco? —me preguntó al tiempo que sacaba un paquete de Players—. Sé que ha dejado de fumar, de modo que no le voy a ofrecer.
—No necesito nada, salvo algunas respuestas —repliqué. Vi un leve temblor en sus manos al encender un fósforo—. ¿Pero se puede saber, qué está haciendo usted aquí, doctor Mant? Todos pensábamos que vino a Londres porque se había producido una muerte en la familia…
—Y es verdad. Coincidió con ello.
—¿Coincidió con ello? —repetí—. ¿Qué quiere decir?
—Verá, doctora Scarpetta… Ya estaba decidido a irme de todas maneras, pero la inesperada muerte de mi madre me ha facilitado el momento adecuado.
—Eso quiere decir que no tiene intención de volver, ¿no es eso? —dije, molesta.
—Lo siento mucho, pero no. No pienso volver. —Hizo saltar la ceniza del cigarrillo con delicadeza.
—Podría habérmelo dicho. Por lo menos habría empezado a buscarle un sustituto. He intentado llamarlo muchas veces.
—No se lo dije, ni la he llamado, porque no quería que ellos lo supieran.
—¿Ellos? —La palabra flotó en el aire—. ¿A quién se refiere exactamente?
El doctor continuó fumando sin inmutarse, con las piernas cruzadas y el vientre rebosándole del cinturón.
—No tengo idea de quiénes son, pero ellos saben muy bien quiénes somos nosotros. Eso es lo alarmante. Le diré cuándo empezó todo esto exactamente: el trece de octubre. No sé si recuerda usted el caso…
No tenía idea de a qué se refería.
—Bueno —continuó—, de la autopsia se encargó la Marina porque la muerte se produjo en sus instalaciones de Norfolk, en ese varadero.
—¿Se refiere al hombre que resultó aplastado por accidente en el dique seco? —Recordaba el asunto vagamente.
—Sí, sí, a ése.
—Tiene razón. El caso lo llevó la Marina y no nosotros —asentí. Empezaba a olerme lo que Mant me iba a decir—. ¿Qué tiene que ver eso con usted o con…?
—Verá —explicó entonces—, el grupo de rescate cometió un error. En lugar de trasladar el cuerpo al Hospital Naval de Portsmouth, como debían, lo llevaron a mi depósito. El joven Danny no sabía nada del asunto, así que empezó las extracciones de sangre, el papeleo y esas cosas. Mientras estaba en ello, encontró algo muy inusual entre los efectos personales del difunto.
Me di cuenta de que Mant ignoraba lo de Danny.
—El muerto tenía consigo una bolsa de lona —siguió diciendo Mant— y el grupo de rescate se limitó a colocarla sobre el cuerpo y a cubrirlo todo con un lienzo. Por pobre que fuera este envoltorio, imagino que si no hubiera sido por eso no habríamos tenido el menor indicio.
—¿Indicio de qué?
—Según parece, lo que ese tipo tenía era un ejemplar de una Biblia bastante siniestra, que más adelante descubrí que estaba relacionada con el culto de un grupo llamado Nuevos Sionistas. Ese libro era una cosa increíblemente terrible, con descripciones detalladas de torturas, asesinatos y cosas así. Me pareció espeluznante.
—¿Se titulaba El libro de Harid? —le pregunté.
—¡Sí, exactamente! —Se le iluminaron los ojos—. ¿Cómo…?
—¿Estaba encuadernado en cuero negro?
—Creo que sí. Con un nombre escrito en la tapa, que curiosamente no correspondía al difunto. «Shapiro» o algo así.
—Dwain Shapiro.
—Eso es —confirmó Mant—. O sea que ya estaba al corriente de todo esto… Conozco el libro pero ignoro por qué lo tenía ese individuo, porque desde luego no era Dwain Shapiro. —Hizo una pausa para frotarse el rostro—. Creo que se llamaba Catlett.
—Pero pudo ser quien matara a Shapiro —señalé—, y por eso tenía esa Biblia en su poder.
Mant no lo sabía.
—Cuando descubrí que teníamos un caso de la Marina en nuestro depósito, hice que Danny trasladara el cuerpo a Portsmouth, y lo lógico era que los efectos del pobre hombre le acompañaran.
—Pero Danny se quedó el libro —apunté.
—Me temo que sí. —Mant se inclinó hacia delante y aplastó la colilla en un cenicero de la mesilla auxiliar.
—¿Por qué lo haría?
—En cierto momento entré en su despacho por no sé qué motivo y vi el libro allí. Le pregunté por qué se lo había quedado y me dijo que, como llevaba el nombre de otra persona, pensó que quizás alguien lo había cogido por error y que tal vez no era propiedad del muerto. —Hizo una pausa—. Yo creo que el muchacho era bastante novato y que cometió un simple error, sin malicia.
—Dígame una cosa —pregunté—, ¿recuerda si recibió visitas o llamadas de periodistas en ese tiempo? Por ejemplo, ¿alguien se interesó por el hombre que murió aplastado en el astillero de la Marina?
—¡Oh, sí! Se presentó el señor Eddings. Lo recuerdo porque estaba muy interesado en conocer el menor detalle, lo cual me extrañó un poco. Pero el joven Danny sabía desde luego que no debía facilitarle mucha información.
—¿No es posible que le diera el libro a Eddings, suponiendo que éste estuviera preparando un reportaje sobre los Nuevos Sionistas?
—En realidad no puedo descartarlo. No volví a ver el libro y di por sentado que Danny lo había devuelto a la Marina. Echo de menos a ese chico. Por cierto, ¿cómo está? ¿Qué tal la rodilla? Yo lo llamaba «Saltarín», ¿sabe? —Mant se echó a reír.
No respondí a la pregunta. Ni siquiera sonreí.
—Dígame qué sucedió después, qué fue lo que lo asustó tanto.
—Una serie de cosas raras. Obsesiones. Notaba que me seguían. Como usted recordará, el supervisor de mi depósito renunció de pronto a su puesto sin la menor explicación. Y un día, cuando salí al aparcamiento, encontré el parabrisas de mi coche embadurnado de sangre. Incluso llevé una muestra al laboratorio para analizarla y resultó de carnicería. Me refiero a que era sangre de vaca.
—Supongo que ha tratado usted con el detective Roche —apunté.
—Por desgracia. No me cae nada bien.
—¿Roche ha intentado alguna vez obtener información de usted?
—A veces pasaba por el despacho. Nunca para contemplar autopsias, desde luego. No tiene estómago para eso.
—¿Qué quería saber?
—Sobre ese muerto del astillero. Hizo preguntas al respecto.
—¿Preguntó por sus efectos personales, por esa bolsa de lona que llegó con el cuerpo por error?
Mant hizo un esfuerzo por recordar.
—Bueno, ahora que está usted exprimiendo mi pobre memoria, me parece que sí que preguntó por ella. Y creo que yo lo envié a Danny.
—Bien, es evidente que Danny no se la devolvió —apunté—. O al menos que no le dio el libro, porque éste ha aparecido después.
No le conté en qué circunstancias porque no quería perturbarlo.
—Ese maldito libro debe de ser tremendamente importante para alguien —comentó.
—Más de lo que yo pensaba —le respondí pensativa. Hice una pausa mientras él encendía otro cigarrillo y continué—: ¿Por qué no me dijo nada, Mant? ¿Por qué se limitó a huir sin contarme una palabra de todo esto?
—A decir verdad, no quería arrastrarla a usted también a este asunto. Y todo ello parecía bastante fantasioso. —Guardó silencio durante unos momentos y advertí en su expresión que presentía que habían sucedido otros graves acontecimientos desde que dejó Virginia—. Ya no soy joven, doctora Scarpetta. Sólo quiero hacer mi trabajo pacíficamente unos pocos años más antes de jubilarme.
No quise criticarlo más porque comprendía lo que había hecho. No podía recriminárselo, sinceramente, y me alegraba que hubiese salido por piernas porque era muy probable que así hubiera salvado la vida. Lo irónico era que Mant no sabía nada importante, y si lo hubieran matado habría sido por nada, como había sucedido con Danny.
Entonces le conté la verdad mientras reprimía en mi mente las imágenes del aparato ortopédico para la rodilla, rojo como sangre derramada, y de las hojas y desperdicios adheridos a los cabellos ensangrentados del muchacho. Recordé la sonrisa luminosa de Danny, y nunca olvidaría la bolsita blanca que se había llevado del café de la colina, ni el perro que se había pasado la mitad de la noche ladrando. No se me borraría nunca de la cabeza la tristeza y el miedo que había visto en sus ojos mientras me ayudaba a examinar a Ted Eddings, a quien Danny ya conocía de antes, según acababa de explicarme Mant. Sin darse cuenta, los dos jóvenes se habían empujado el uno al otro a la muerte violenta que finalmente habían tenido.
—Pobre muchacho… —fue todo lo que acertó a decir.
Se cubrió los ojos con un pañuelo. Cuando me fui todavía continuaba llorando.