La invasión de la central nuclear de Old Point se había producido de forma rápida y aterradora, y seguimos las noticias con incredulidad mientras Marino cruzaba la ciudad a toda prisa. Sin hacer el menor comentario, escuchamos a un reportero casi histérico que hablaba desde el lugar de los hechos en un tono mucho más alto del habitual.
«La central nuclear de Old Point ha sido tomada por unos terroristas —repitió—. El hecho se ha producido hace cuarenta y cinco minutos, cuando un autobús que trasladaba a unos veinte hombres camuflados de trabajadores de la CP&L ha irrumpido en el edificio central de administración. Se habla de tres civiles muertos, por lo menos».
Le temblaba la voz y oímos unos helicópteros que sobrevolaban el lugar.
«Veo vehículos policiales y coches de bomberos por todas partes, pero no pueden acercarse. ¡Oh, Dios mío, esto es espantoso…!»
Marino aparcó ante mi edificio, junto al bordillo. Permanecimos en el coche, incapaces de movernos, mientras escuchábamos la misma información una y otra vez. No parecía real porque allí, en Richmond, a menos de ciento sesenta kilómetros de Old Point, la tarde era espléndida, el tráfico normal y la gente caminaba por las aceras como si no sucediera nada. Mis ojos miraban distraídos mientras repasaba mentalmente y a toda prisa la lista de cosas que tenía que hacer.
—Vamos, doctora. —Marino cortó la comunicación—. Vamos adentro. Tengo que ponerme en contacto por teléfono con alguno de mis tenientes. Hay que organizar las cosas por si se corta la luz en Richmond, o algo aún peor.
Yo también debía dirigir la movilización de mi gente y empecé por congregar a todo el mundo en la sala de reuniones, donde declaré situación de emergencia en todo el estado.
—Todos los distritos deben estar preparados y a la espera para llevar a cabo su parte en el plan de catástrofes —anuncié a los presentes—. Un incidente nuclear podría afectar a todos los distritos. Evidentemente, Tidewater es el más amenazado y el menos cubierto. Doctor Fielding —dije a mi ayudante jefe—, quiero que se encargue usted de Tidewater. Tendrá el mando allí cuando yo no esté.
—Haré todo lo que pueda —asintió Fielding resueltamente, aunque nadie en su sano juicio hubiera deseado la misión que acababa de encomendarle.
—Bien, no sé dónde voy a estar en cada momento durante esta emergencia —continué, dirigiéndome a los rostros inquietos—. Aquí las cosas siguen como de costumbre, pero quiero que traigan todos los cuerpos que pueda haber. Todos los cuerpos de Old Point, me refiero, empezando por los muertos de bala.
—¿Qué hacemos con otros posibles casos en Tidewater? —preguntó Fielding.
—Con los casos de rutina se procederá como de costumbre. Tengo entendido que contamos con otro técnico en autopsias para cubrir el puesto hasta que encontremos un sustituto definitivo.
—¿Hay alguna posibilidad de que esos cuerpos que quiere aquí estén contaminados? —preguntó mi administrador, siempre aprensivo.
—De momento hablamos de muertos a tiros —respondí.
—Y no estarán…
—No.
—Pero ¿y más adelante? —insistió él.
—Una contaminación ligera no es problemática —le dije—. Bastará con ducharse con agua y jabón, enjuagarse bien y deshacerse de las ropas. La exposición aguda a la radiación es otro asunto, en especial si los cuerpos han recibido quemaduras graves o están impregnados de material radiactivo, como sucedió en Chernobil. Éstos habrá que conservarlos en un camión refrigerado especial, dotado de blindaje protector, y todo el personal en contacto con ellos llevará trajes con blindaje de plomo.
—¿Y los incineraremos?
—Eso es lo que recomendaré que se haga. Y ésa es una razón más para traerlos aquí, a Richmond. Podemos usar el crematorio de la división de Anatomía.
Marino asomó la cabeza por la puerta de la sala.
—¿Doctora?
Con un gesto me indicó que saliera. Me levanté y lo seguí al pasillo.
—Benton nos quiere en Quantico, ahora —me dijo.
—Ahora no puede ser —respondí. Volví la mirada hacia la sala de reuniones. Por el hueco de la puerta vi que Fielding comentaba algo mientras los demás médicos lo miraban, tensos y nada satisfechos.
—¿Tienes un maletín con lo necesario para pasar una noche fuera? —continuó Marino, quien sabía que siempre guardaba uno en el despacho.
—¿Es necesario todo esto, realmente?
—Si no lo fuera, te lo diría —fue su respuesta.
—Dame quince minutos para terminar la reunión.
Puse fin lo mejor que supe a la confusión y al temor que reinaban en la sala y comuniqué a los demás doctores que acababan de llamarme de Quantico y que quizás estuviera varios días fuera, pero que me llevaba el buscapersonas.
Marino y yo cogimos mi coche y no el suyo porque lo había dejado en el taller para que reparasen el parachoques contra el que había topado Roche. Nos dirigimos al norte por la 95 con la radio puesta. Para entonces habíamos oído la historia tantas veces que la conocíamos mejor que los reporteros.
Durante las dos últimas horas no había habido más muertos en Old Point, por lo menos no había noticias de ello. Y los terroristas habían dejado salir a decenas de personas. Estos afortunados eran soltados por parejas o de tres en tres, según las noticias, y el personal de emergencias médicas, la policía del Estado y el FBI los aislaban para someterlos a exámenes e interrogatorios.
Llegamos a Quantico casi a las cinco y vimos a unos marines con uniforme de camuflaje que se afanaban en los preparativos para la inminente caída de la noche. Los soldados estaban agrupados en camiones o detrás de sacos terreros en el campo de tiro y, cuando pasamos junto a un grupo, apostado junto a la calzada, la juventud de sus rostros me resultó dolorosa. Tomé una curva, y los altos edificios de ladrillo claro se alzaron de pronto tras los árboles. El complejo no tenía aire militar, y de hecho podría haber pasado por una universidad de no ser por el bosque de antenas de las azoteas. El camino que conducía hasta allí hacía un alto en una barrera de acceso; en el suelo, un mecanismo pincha neumáticos amenazaba con sus dientes descubiertos a los coches que intentaban pasar por donde no debían.
Un guardia armado salió de la garita, nos echó un vistazo y, al comprobar que no éramos un par de desconocidos, sonrió y nos dejó pasar. Aparcamos en el gran espacio frente al más alto de los edificios, el llamado Jefferson, que era lo que se podía llamar el centro urbano interior de la Academia. Allí estaba la oficina de Correos, la sala de tiro cubierta, el comedor y el bazar, y en los pisos superiores había alojamientos, entre ellos diversos apartamentos de seguridad para testigos protegidos y espías.
En la sala de limpieza de armas, los agentes novatos vestidos de caqui y de azul marino se dedicaban al mantenimiento de las pistolas. Me parecía haber olido los disolventes toda mi vida y aún era capaz de evocar a voluntad el ruido del aire comprimido al pasar por el ánima del cañón y por las otras piezas del arma. Aquel edificio estaba íntimamente integrado en mi biografía. Apenas había en él un rincón que no me despertara emociones pues allí me había enamorado y allí había llevado mis casos más terribles. Había dado clases y consejos en sus aulas, y sin darme cuenta le había entregado a mi sobrina.
—Dios sabe en qué vamos a meternos —comentó Marino cuando tomábamos el ascensor.
—Vayamos paso a paso —respondí mientras los nuevos agentes con sus gorras del FBI desaparecían detrás de las puertas de acero que se cerraban.
Pete pulsó el botón del piso inferior, construido en otra época como refugio antibombas de Hoover. La unidad de identificación, como lo llamaba todavía todo el mundo, estaba a veinte metros bajo tierra y carecía de ventanas o de cualquier otra escapatoria de los espantos que descubría. Francamente, nunca había comprendido cómo podía soportarlo Wesley, año tras año. Yo enloquecía cada vez que bajaba para consultas que se prolongaban más de un día. Tenía que salir a caminar o a coger el coche. Tenía que salir.
—¿Paso a paso? —repitió Marino cuando el ascensor se detuvo—. Aquí no hay paso ni carrera que valga. Llegamos un día tarde. Hemos empezado a juntar las piezas cuando la partida ya había acabado.
—No ha acabado todavía —repliqué.
Pasamos ante la recepcionista y tomamos un pasillo que nos condujo al despacho del jefe de la unidad.
—Bueno, esperemos que no termine con una explosión —dijo Pete—. ¡Mierda, ojalá hubiéramos caído antes en la cuenta! —Alargó la zancada, furioso.
—No teníamos manera de saberlo, Marino. No podíamos.
—Bueno, creo que deberíamos haber imaginado algo hace días. Tal vez en Sandbridge, cuando recibiste esa extraña llamada telefónica.
—¡Por el amor de Dios! —exclamé—. ¿Crees que una llamada telefónica nos hubiera podido poner sobre la pista de un grupo terrorista que se disponía a capturar una central nuclear?
La secretaria de Wesley era nueva y no logré recordar su nombre.
—Buenas tardes —la saludé—. ¿Está ahí dentro?
—¿A quién anuncio, por favor? —preguntó ella con una sonrisa.
Le dimos los nombres y esperamos pacientemente mientras llamaba. No hablaron mucho. Cuando la secretaria nos miró de nuevo, se limitó a decir:
—Ya pueden entrar.
Wesley estaba tras su escritorio y se puso en pie cuando cruzamos la puerta. Tenía su habitual expresión preocupada y sombría, con un traje gris de punta de espina y corbata negra y gris.
—Pasemos a la sala de reuniones —indicó.
—¿Por qué? —Marino ocupó una silla—. ¿Has convocado a más gente?
—Efectivamente —asintió Benton.
Yo me quedé de pie donde estaba, y sólo crucé la mirada con él lo imprescindible.
—Podemos quedarnos aquí —reflexionó. Se acercó a la puerta y la abrió—. Emily, ¿podría traer otra silla?
Nos instalamos mientras la secretaria cumplía el encargo y vi que Wesley tenía dificultades para concentrar sus pensamientos y tomar decisiones. Yo sabía cómo se ponía cuando lo abrumaba una situación. Lo conocía cuando estaba abatido.
—Ya sabéis lo que sucede… —dijo como si lo diera por hecho.
—Sabemos lo mismo que todo el mundo —respondí—. Hemos oído las mismas noticias por la radio un centenar de veces.
—¿Por qué no empiezas por el principio? —añadió Marino.
—La CP&L tiene una oficina de distrito en Suffolk —expuso Wesley—. Esta tarde, unas veinte personas salieron de allí en un autobús para efectuar, supuestamente, trabajos de mantenimiento en la sala de control simulada de la central de Old Point. Eran hombres blancos de unos treinta a cuarenta años que se hacían pasar por trabajadores, lo cual no son, evidentemente. Y han conseguido entrar en el edificio principal, donde se encuentra la sala de control.
—Iban armados —apunté.
—Sí. Cuando llegó el momento de pasar por las máquinas de rayos X y demás detectores, sacaron armas semiautomáticas. Ha habido muertos, como sabéis, por lo menos tres empleados de la CP&L, entre ellos un físico nuclear que estaba de visita en la instalación y que se encontraba en el vestíbulo en el peor momento.
—¿Cuáles son sus exigencias? —le dije, y me pregunté qué más sabría Wesley y desde cuándo—. ¿Han dicho lo que quieren?
—Eso es lo que más nos preocupa. —Me miró a los ojos—. No sabemos qué quieren.
—Pero están soltando a la gente —intervino Marino.
—Ya lo sé. Y eso también me preocupa —continuó Wesley—. Los terroristas no suelen actuar así. Esto es diferente.
Sonó el teléfono y Benton descolgó el aparato.
—¿Sí? Bien. Dígale que pase.
Entró en el despacho el general de división Lynwood Sessions, vestido con el uniforme de la Marina, y estrechó la mano de cada uno de nosotros. El general, un hombre negro de unos cuarenta y cinco años, tenía un atractivo que no pasaba por alto. No se quitó la chaqueta ni se aflojó tan siquiera un botón cuando tomó asiento, con gesto ceremonioso, y dejó junto a él una cartera repleta.
—Gracias porvenir, general —dijo Wesley.
—Ojalá estuviera aquí por otro motivo más alegre —dijo mientras se inclinaba para sacar un expediente y un bloc de la cartera.
—Eso nos gustaría a todos —dijo Wesley—. Le presento al capitán Pete Marino, de Richmond, y a la doctora Kay Scarpetta, forense jefe de Virginia. —El general me miró fijamente—. Los dos trabajan para nosotros. De hecho, la doctora Scarpetta es la forense de los casos que a nuestro parecer están relacionados con lo que sucede en estos momentos.
El general Sessions asintió sin hacer comentarios, y Wesley se dirigió a Marino y a mí:
—Si me permitís —dijo— os explicaré lo que sabemos más allá de esta crisis inmediata. Tenemos razones para pensar que las embarcaciones del varadero de buques fuera de servicio de la Marina están siendo vendidas a países que no deberían tenerlas, entre ellos Irán, Irak, Libia, Corea del Norte y Argelia.
—¿Qué clase de embarcaciones? —preguntó Marino.
—Sobre todo submarinos. También sospechamos que ese centro compra barcos de países como Rusia para revenderlos.
—¿Y cómo es que no se nos ha informado hasta ahora de todo eso?
—No había pruebas —respondió Wesley tras un ligero titubeo.
—Ted Eddings buceaba en ese lugar cuando murió —apunté—. Y estaba cerca de un submarino.
Nadie dijo nada.
El general rompió por fin el silencio:
—Era periodista. Se ha especulado con la idea de que quizá buscaba restos de la Guerra de Secesión.
—¿Y qué hacía Danny? —Medí las palabras porque estaba cada vez más irritada—. ¿Explorar un túnel de tren que era parte de la historia de Richmond?
—Es difícil saber en qué andaba metido Danny —fue su respuesta—, pero tengo entendido que la policía de Chesapeake encontró una bayoneta en el maletero de su coche y que el arma encaja con las marcas que dejó el instrumento empleado para pincharle las ruedas, doctora.
Lo miré fijamente.
—No sé de dónde ha sacado esta información pero, si lo que dice es cierto, sospecho que esa prueba la encontró el detective Roche.
—Sí, creo que fue él.
—En fin… Me parece que todos los presentes somos de confianza. —No aparté la vista de los ojos del general—. Si se produce un desastre nuclear, la ley me ordena ocuparme de los muertos. Ya hay demasiados en Old Point. General Sessions —añadí tras una pausa—, éste es un momento excelente para que nos cuente la verdad.
Todos volvieron a guardar silencio.
—El NAVSEA lleva tiempo preocupado con ese varadero —dijo por fin el general.
—¿Qué coño es eso del NAVSEA? —preguntó Marino.
—El Mando de Sistemas Náuticos de la Marina —explicó Sessions—. Los responsables de comprobar que las instalaciones como ésa de la que hablamos cumplen los requisitos establecidos.
—Eddings tenía la dirección N-V—S-E programada en su máquina de fax —dije—. ¿Estaba en comunicación con ellos?
—Les había consultado cosas —asintió el general—. Sabíamos que Eddings andaba tras el asunto, pero no podíamos darle las respuestas que quería, como no podíamos dárselas a usted, doctora, cuando nos envió aquel fax pidiéndonos que nos identificáramos. —Su expresión era inescrutable—. Estoy seguro de que lo entiende.
—¿Qué es D-R—M-S, de Memphis? —quise saber.
—Otro número de fax al que llamó Eddings, como usted. Corresponde al Servicio de Reutilización y Comercialización de la Defensa, que se ocupa de todas las ventas de saldo, las cuales han de ser aprobadas por el NAVSEA.
—Eso encaja —señalé—. Ya entiendo por qué Eddings se pondría en contacto con esos números. Estaba enterado de lo que sucedía en el varadero y de que las normas de la Marina estaban siendo quebrantadas de forma alarmante. Y pretendía ahondar en la historia.
—Hábleme con más detalle de esas normas —intervino Pete—. ¿Cuáles tenía que cumplir ese varadero, exactamente?
—Le pondré un ejemplo. Si Jacksonville quiere el Saratoga o algún otro portaaeronaves, el NAVSEA se asegura de que todos los esfuerzos dedicados a ello cumplen con los requisitos de la Marina.
—¿En qué sentido?
—Por ejemplo, la ciudad debe tener los cinco millones que costará reacondicionarlo y los dos millones anuales para mantenimiento. Y el agua del puerto debe tener diez metros de profundidad, por lo menos. Por otra parte, cuando el barco quede amarrado, alguien del NAVSEA, probablemente un civil, aparecerá una vez al mes, más o menos, para inspeccionar los trabajos que se efectúan al buque.
—¿Y el varadero ha incumplido todo eso? —pregunté.
El general me miró fijamente.
—Bien, ahora mismo no estamos seguros del civil que se encarga del tema.
—Ahí está el problema —intervino Wesley—. Hay civiles en todas partes y algunos de ellos son mercenarios que comprarían o venderían cualquier cosa con un desprecio absoluto por la seguridad nacional. Una empresa civil dirige el varadero e inspecciona las naves que se venden a ciudades o que van al desguace, como ya sabe.
—¿Qué me dice del submarino que tienen ahí ahora, el Exploiter? —pregunté—. El que vi cuando recuperé el cuerpo de Eddings.
—Un submarino de la clase Zulú V con misiles balísticos. Diez tubos de torpedos más dos de misiles. Construido entre 1955 y 1957 —dijo el general Sessions—. Desde los años sesenta, todos los submarinos construidos en Estados Unidos funcionan con energía atómica.
—Eso quiere decir que ese del que hablamos es viejo —apuntó Marino—. No es nuclear.
—No puede llevar motores nucleares, pero se puede acoplar cualquier clase de cabeza atómica al misil o al torpedo que uno quiera.
—General, ¿eso significa que el submarino junto al que me sumergí podría ser readaptado para lanzar armas nucleares? —pregunté mientras tan espeluznante posibilidad crecía por momentos.
—Doctora Scarpetta —respondió el general Sessions, inclinándose hacia mí—, no creemos que el submarino haya sido reacondicionado aquí, en el país. Pero lo único que necesitaría es una reparación para ponerlo en marcha y enviarlo mar adentro, donde podría interceptarlo alguien que no debiera tenerlo. El trabajo podría hacerse entonces en otra parte. Pero lo que Irak o Argelia no pueden hacer por sí solos y en su propio suelo es producir plutonio para armamento.
—¿Y de dónde va a salir eso? —preguntó Marino—. Eso no se puede conseguir en una central nuclear, y si esos terroristas creen otra cosa es que se trata de un puñado de ultras tarados.
—Sería sumamente difícil, casi imposible, obtener plutonio de Old Point —asentí.
—Un anarquista como Joel Hand no tiene en cuenta lo difícil que pueda ser —dijo Wesley.
—Y es posible hacerlo —añadió Sessions—. Durante los dos primeros meses después de la colocación de barras nuevas de combustible en el reactor, existe una ventana en la que se puede obtener plutonio.
—¿Con qué frecuencia se reemplazan las barras? —preguntó Marino.
—En Old Point se cambia un tercio de ellas cada quince meses. Son ochenta piezas, suficiente para tres bombas atómicas si se apaga el reactor y se extraen las barras durante esos dos meses.
—Eso quiere decir que Hand conocía el programa… —murmuré.
—Sí, desde luego.
Pensé en los datos de teléfonos de ejecutivos del CP&L a los que alguien como Eddings podía haber accedido ilegalmente.
—Entonces había alguien implicado… —añadí.
—Creemos saber quién. Un funcionario de alto rango, en realidad —indicó el general—. Alguien que tenía mucho que ver en la decisión de ubicar la sucursal del CP&L en una propiedad contigua a la finca de Hand.
—¿Unas tierras que pertenecían a Joshua Hay es?
—Sí.
—¡Mierda! —masculló Marino—. Hand ha tenido que planificar todo esto durante años, y seguro que le llegaba un montón de dinero de alguna parte.
—De eso tampoco hay duda —asintió Sessions—. Algo así requiere años de preparación y alguien que lo financie.
—Deben recordar que para un fanático como Hand, su empresa es una guerra religiosa de significado eterno —apuntó Wesley—. Puede permitirse tener paciencia.
Me volví hacia el militar.
—General Sessions, si el submarino del que hablamos estuviera destinado en un puerto lejano, ¿el NAVSEA podría detectar que lo habían manipulado?
—Rotundamente, sí.
—¿Cómo? —quiso saber Marino.
—Por varios detalles. Por ejemplo, cuando se retira una nave al varadero, los tubos lanzatorpedos y lanzamisiles se cubren con planchas de acero por el exterior del casco, y se coloca otra plancha sobre el eje por el interior del barco para que la hélice quede fija. Como es lógico, se retira todo el armamento y el equipo de comunicaciones.
—Lo cual significa que desde el exterior podría detectarse la violación de alguna de tales normas, por lo menos —reflexioné—. Si el observador inspeccionara el casco desde cerca, bajo el agua…
El general captó perfectamente a qué me refería.
—Sí, se puede detectar.
—Se puede bucear en torno al casco y descubrir, por ejemplo, que los tubos lanzatorpedos no están sellados. Incluso se puede comprobar que la hélice no está fijada.
—Sí-repitió el general—. Todo eso se puede comprobar.
—Y es lo que hacía Eddings.
—Me temo que sí. —Fue Wesley quien lo dijo—. Los submarinistas han recuperado la cámara y hemos revelado el carrete, que sólo tenía tres fotos. Todas ellas, imágenes borrosas de la hélice del Exploiter. Parece que no llevaba mucho tiempo en el agua cuando murió.
—¿Y dónde está ahora el submarino?
El general hizo una pausa antes de responder.
—Podría decirse que llevamos a cabo una discreta búsqueda para dar con él.
—¿Ha desaparecido?
—Me temo que abandonó puerto a la misma hora en que esa gente irrumpía en la central nuclear.
—Bueno —dije mirando a los tres hombres—, ahora estoy segura de que todos entendemos por qué Eddings se mostraba cada vez más paranoico en lo de autoprotegerse.
—Alguien debió de tenderle una trampa —apuntó Marino—. Envenenar a alguien con gas de cianuro no es algo que se decida sobre la marcha.
—Sí, fue un asesinato premeditado, cometido por alguien en quien debía de confiar —dijo Wesley—. No le contaría a cualquiera lo que se proponía hacer esa noche.
Pensé en otras siglas de la máquina de fax de Eddings.
CPT podía significar «capitán» y les mencioné el nombre del capitán Green.
—Eddings tuvo que contar por lo menos con una fuente interna para su artículo —fue el comentario de Wesley—. Alguien le filtraba información y sospecho que ese mismo tipo le tendió la trampa, o al menos colaboró en ello. Y sabemos por sus facturas de teléfono de los últimos meses —al decir esto, me miró— que Eddings mantuvo frecuentes comunicaciones con Green, por fax y por teléfono. Al parecer se iniciaron el otoño pasado, cuando Eddings publicó un artículo bastante inofensivo sobre el varadero.
—Eso quiere decir que había empezado a hurgar demasiado… —comenté.
—Su curiosidad nos ha resultado provechosa, hay que reconocerlo —asintió el general Sessions—. Nosotros también empezamos a hurgar más hondo. Llevamos investigando esta situación más tiempo del que imaginan. —Hizo una pausa y sonrió levemente—. De hecho, doctora Scarpetta, en ciertos momentos no ha estado tan sola como creía…
—Espero sinceramente que dé las gracias en mi nombre a Jerod y Ki Soo —respondí, dando por sentado que eran miembros del SEAL>.
—Se las daré yo —intervino Wesley—, o quizá puedas hacerlo tú misma la próxima vez que visites la unidad de Rescate de Rehenes.
Pasé a otro tema que parecía bastante más anecdótico.
—General, ¿sabe usted por casualidad si las ratas son un problema en los barcos decomisados y retirados?
—Las ratas son un problema en cualquier barco, siempre.
—Uno de los usos del cianuro es exterminar los roedores en los cascos de embarcaciones —continué—. En el varadero debe de guardarse una buena provisión.
—El capitán Green nos ha ocasionado una gran preocupación, ya se lo he dicho. —El general sabía a qué me refería.
—¿Por su pulso con los Nuevos Sionistas? —pregunté.
—No —respondió Wesley—. Más que oponerse, estaba de acuerdo con ellos. Mi teoría es que Green es el vínculo directo de los neosionistas con todo lo militar, como el varadero de la Marina. Roche no es más que su lacayo, el hombre encargado de acosar, espiar e informar.
—Pero no mató a Danny… —apunté.
—A Danny lo mató un psicópata que pasa bastante desapercibido en la sociedad normal, tanto que no atrajo la atención mientras esperaba a la puerta del Hill Café. Yo aventuraría que el individuo es un varón blanco, de treinta y tantos a cuarenta y algo, experto en caza y en armas.
—Esa descripción es la viva imagen de los zánganos que han tomado Old Point —señaló Marino.
Wesley asintió.
—Matar a Danny, fuese o no el objetivo señalado, era una tarea de caza, como sacrificar a un perro. Quien lo hizo, probablemente compró la Sig del cuarenta y cinco en la misma feria de armas donde adquirió las Black Talón.
—Creía haberle oído decir que la pistola había pertenecido a un policía —le recordó el general.
—Exacto. Termina en la calle y acaba vendida de segunda mano —respondió Wesley.
—A uno de los seguidores de Hand —terció Marino—. El mismo tipo de individuo que se cargó a Shapiro en Maryland.
—Exactamente, el mismo tipo de individuo.
—La gran cuestión es qué creen que sabe usted. —El general se volvió hacia mí.
—Le he dado muchas vueltas y no se me ocurre nada —repliqué.
—Tienes que pensar como ellos —me recomendó Wesley—. ¿Qué es lo que creen que tú sabes y que los demás no saben?
—Tal vez piensen que tengo el Libro —apunté, a falta de cualquier otra idea—. Me parece que para ellos es tan sagrado como el cementerio de la tribu para un indio.
—¿Qué hay en ese libro que no quieren que nadie más conozca? —preguntó Sessions.
—Yo diría que la revelación más peligrosa para el grupo sería la del plan que ya han puesto en marcha —señalé.
—Por supuesto. No habrían podido hacerlo si alguien los hubiera delatado. —Wesley me miró con un millar de pensamientos en sus ojos—. ¿Qué sabe el doctor Mant?
—No he tenido ocasión de preguntárselo. No responde a mis llamadas, aunque le he dejado numerosos mensajes.
—¿No te parece bastante extraño?
—Totalmente extraño —afirmé—, pero no creo que haya sucedido nada grave porque ya nos habríamos enterado. Más bien pienso que está asustado.
—Hablamos del forense encargado del distrito de Tidewater —explicó Wesley al general.
—Bien, entonces tal vez debería usted ir a verlo —me sugirió el general.
—Dadas las circunstancias, no parece el mejor momento.
—Al contrario —insistió—. Creo que precisamente es el momento ideal.
—Quizá tenga razón —asintió Wesley—. En realidad nuestra única esperanza es meternos en la cabeza de esa gente. Quizá Mant tenga información que nos resulte útil. Tal vez se esconde por eso.
El general Sessions cambió de posición en su silla.
—Bien, yo voto que vaya —dijo—. Tenemos que preocuparnos de que allí no vaya a suceder algo parecido. Ya lo hemos hablado con Benton. De todas formas, le espera más trabajo, ¿no se da cuenta? No será difícil encontrar un pasaje, siempre que British Airways no ponga problemas, por la premura de tiempo y tal. —Me pareció que la situación le producía un cierto y retorcido regocijo—. Si encuentra dificultades, supongo que sólo tendré que hacer una llamada al Pentágono…
—Kay —me explicó Wesley mientras Marino asistía al comentario con expresión irritada—, no nos consta que lo de Old Plain no esté sucediendo ya en Europa, porque lo que acaba de suceder en Virginia no se produce de la noche a la mañana. Nos preocupan las grandes ciudades de allí.
—¿Pretendes decirnos que esos chiflados neosionistas también están en Inglaterra? —preguntó Pete a punto de estallar.
—No que sepamos, pero por desgracia hay muchos otros grupos para ocupar su lugar —respondió Wesley.
—Pues yo tengo mi opinión. —Marino me miró con aire acusador—. Tenemos entre manos un posible desastre nuclear. ¿No crees que deberíamos quedarnos aquí?
—Eso es lo que yo preferiría —le secundé.
El general hizo entonces un comentario que me sorprendió mucho:
—Si colaboran, y si todo sale bien, no habrá necesidad de que se quede porque no habrá nada que hacer.
—Eso también lo entiendo —asentí—. Nadie cree en la prevención como yo.
—¿Puedes organizado? —me preguntó Wesley.
—Mis oficinas ya están movilizadas para afrontar lo que pueda suceder. Los demás doctores saben qué hay que hacer. Yo colaboraré de la mejor manera que pueda.
En cambio Marino no era tan fácil de conformar.
—No es seguro —protestó, vuelto hacia Wesley—. No puedes enviar a la doctora a recorrer aeropuertos y ciudades cuando no sabemos quién anda ahí fuera ni qué quiere.
—Tienes razón, Pete —respondió Wesley, pensativo—. Y no lo vamos a hacer.