12

Marino me llevó hasta la Rotonda, cuyas formas blancas brillaban al sol. De todos los edificios proyectados por Thomas Jefferson era mi favorito. Seguí los paseos junto a las antiguas columnatas de ladrillo bajo unos árboles añejos, donde los pabellones federales formaban dos hileras de alojamientos privilegiados conocidos como The Lawn.

Vivir allí era un premio a los merecimientos académicos, pero algunos lo considerarían un honor bastante dudoso. Duchas y aseos estaban situados en otro edificio, en la parte de atrás, y las habitaciones con su escaso mobiliario no estaban pensadas, precisamente, para la comodidad de sus ocupantes. Sin embargo, jamás había oído una queja de Lucy, que había disfrutado intensamente de su vida universitaria.

Estaba alojada en el Pabellón III, en el West Lawn, con sus capiteles corintios de mármol de Carrara tallado en Italia. Las contraventanas de madera de la habitación número 11 estaban cerradas, el periódico matinal seguía en la alfombra y me pregunté, perpleja, si no se habría levantado aún. Llamé a la puerta varias veces y oí que alguien se movía al otro lado.

—¿Quién es? —preguntó mi sobrina.

—Soy yo.

Hubo un momento de silencio.

—¿Tía Kay? —dijo por fin.

—¿Piensas abrir la puerta? —Mi buen humor se estaba desvaneciendo rápidamente porque no la notaba muy contenta.

—Esto… Espera un momento. Ya voy.

Oí la cerradura y se abrió la puerta.

—Hola —dijo tras franquearme la entrada.

—Espero no haberte despertado. —Le entregué el periódico.

—Ah, lo recibe TC —explicó. Se refería a la amiga que en realidad ocupaba aquella habitación—. Se olvidó de cancelar la suscripción antes de marcharse a Alemania. Nunca tengo tiempo de leerlo.

Entré en un apartamento que no era muy distinto del que tenía mi sobrina cuando la había visitado el año anterior. El espacio era reducido, con la cama, un lavamanos y unas librerías atestadas. Los suelos de pino estaban desnudos y en las paredes no había más decoración que un único póster de Anthony Hopkins en Tierras de penumbra. Las preocupaciones técnicas de Lucy habían invadido las mesas, el escritorio e incluso varias sillas. Otros accesorios, como la máquina de fax y algo que parecía un pequeño robot, estaban desconectados en el suelo.

Lucy había hecho instalar varias líneas telefónicas adicionales, conectadas a módems en los que parpadeaban unos pilotos verdes. Sin embargo, no me dio la impresión de que mi sobrina viviera allí sola porque en el lavamanos había dos cepillos de dientes y un frasco de líquido para lentes de contacto, y Lucy no las usaba. Los dos lados de la cama estaban revueltos y sobre el colchón había una maleta que tampoco reconocí.

—Aquí. —Mi sobrina levantó una impresora de una silla y me llevó cerca del fuego—. Lo siento, está todo hecho un desastre. —Llevaba tejanos y una sudadera naranja de la universidad, y tenía los cabellos húmedos—. Puedo calentar un poco de agua… —añadió con evidente apuro.

—Si me estás ofreciendo un té, acepto —dije yo.

La observé detenidamente mientras llenaba el cazo y lo ponía al fuego. Cerca, sobre una cómoda, tenía las credenciales del FBI, una pistola y las llaves de un coche. Vi unos expedientes y unos pedazos de papel con unas notas garabateadas y me fijé en unas ropas colgadas en el armario, que nunca había visto llevar a Lucy.

—Háblame de TC —le sugerí.

—Es alemana. Va a pasar las próximas seis semanas en Munich y me dijo que podía quedarme aquí.

—Muy amable por su parte. ¿Quieres que te ayude a recoger sus cosas, o al menos a hacer espacio para las tuyas?

—Ahora mismo no es preciso que hagas nada.

Volví la vista hacia la ventana y me pareció oír a alguien.

—¿Sigues tomando el té solo? —me preguntó Lucy.

Hubo un chisporroteo en el fuego y se agitó el humo de la leña. No me sorprendí cuando se abrió la puerta y entró otra mujer. Sin embargo no me esperaba encontrar a Janet, y ella tampoco a mí.

—Doctora Scarpetta —dijo con tono de sorpresa mientras lanzaba una breve mirada a Lucy—. Es un placer verla por aquí.

Janet traía en la mano las cosas de ducharse y llevaba en la cabeza una gorra de béisbol, encajada en unos cabellos mojados que casi le llegaban a los hombros. Estaba encantadora con un chándal de entrenamiento y unas zapatillas de tenis, y parecía aún más joven, como Lucy, porque volvía a estar en un campus universitario.

—Por favor, quédate —le dijo Lucy al tiempo que me ofrecía una taza de infusión.

—Estábamos fuera, corriendo. —Janet acompañó sus palabras con una sonrisa. Nunca había dejado de sentirse algo nerviosa en mi presencia—. Lamento lo de los cabellos. ¿Y qué la trae por aquí? —me preguntó mientras acercaba una silla.

—Necesito cierta ayuda en un caso —me limité a responder—. ¿Tú también haces ese curso de realidad virtual?

Estudié el rostro de las dos jóvenes.

—Sí —respondió Janet—. Lucy y yo estamos juntas aquí. No sé si lo sabe, pero a finales del año pasado me trasladaron a la Oficina de Campo de Washington.

—Lucy me lo contó.

—Me han destinado a la delincuencia de cuello blanco —continuó—. Sobre todo a cualquier caso que pueda tener relación con una violación del EIC.

—¿Y eso qué es? —pregunté.

Fue Lucy quien me lo aclaró mientras se sentaba a mi lado.

—Es el Estatuto de Intervención de Comunicaciones. Tenemos el único grupo del país con expertos capacitados para manejar tales casos.

—Entonces el FBI os ha enviado aquí para prepararos antes de formar parte de ese grupo. —Intenté entenderlo—. Pero no veo qué relación puede haber entre la realidad virtual y la entrada de un pirata informático en una base de datos importante.

Janet guardó silencio, se quitó la gorra y se peinó la melena con la mirada fija en el fuego. La notaba muy incómoda y me pregunté hasta qué punto se debía a lo que había sucedido en Aspen durante las vacaciones. Mi sobrina se acercó un poco más a la chimenea y se sentó frente a mí.

—No estamos aquí para asistir a clase, tía Kay —dijo con parsimoniosa seriedad—. Es lo que ha de parecer para todo el mundo. Pero voy a contarte algo. No debería hacerlo, pero ya es demasiado tarde para andar con más mentiras.

—No tienes que contarme nada —le respondí—. Lo entiendo.

—No. —Sus ojos me miraban con vehemencia—. Quiero que entiendas lo que pasa. Bueno, para hacerte un resumen rápido y poco detallado, en otoño pasado la Commonwealth Power & Light empezó a tener problemas cuando un presunto pirata informático se introdujo en sus ordenadores. Los intentos de entrar eran frecuentes, en ocasiones hasta cuatro o cinco veces al día, pero no hubo forma de identificar al pirata hasta que dejó un rastro en un registro de accesos después de entrar e imprimir información de facturas a clientes. Nos llamaron, y al final conseguimos rastrear la pista del autor hasta la Universidad de Virginia.

—Entonces, todavía no lo habéis atrapado… —apunté.

—No. —Esta vez fue Janet quien intervino—. Entrevistamos al estudiante cuya identificación utilizaba nuestro hombre, pero no es él. Tenemos razones para estar completamente seguras de ello.

—Lo malo es que desde entonces algunos alumnos han denunciado el robo de sus tarjetas de identificación. Y el pirata también intentó acceder a la CP&L con el ordenador de la universidad y con uno de Pittsburgh.

—¿Lo intentó?

—A decir verdad, últimamente ha estado bastante inactivo, y esto nos pone las cosas difíciles para cazarlo —dijo Janet—. Sobre todo le hemos seguido el rastro a través del ordenador de la universidad.

—Hace casi una semana que no lo encontramos en el ordenador de la CP&L —aclaró Lucy—. Supongo que es por las vacaciones.

—¿Por qué hace alguien una cosa así? —pregunté—. ¿Tenéis alguna teoría?

—Por la sensación de poder —se limitó a decir Janet—. Tal vez quiere tener el interruptor que apague y encienda la luz de toda Virginia y las dos Carolinas. ¿Quién sabe?

—Pero lo que creemos es que quien hace todo esto está en el campus y entra vía Internet o por otro enlace llamado Telnet —intervino Lucy, y añadió con tono confiado—: Lo cogeremos.

—Me pregunto a qué viene tanto secreto —dije a mi sobrina—. ¿No podías decirme simplemente que estabas trabajando en un caso del que no podías hablar?

Lucy titubeó antes de responder.

—Tú formas parte del profesorado de la universidad, tía Kay.

Así era, pero ni siquiera se me había ocurrido pensar en ello. El planteamiento de Lucy parecía razonable, aunque yo sólo fuese profesora invitada en patología y medicina forense, y no quise recriminarle que tuviera otra razón para ocultármelo.

Lucy quería su independencia, sobre todo en aquel lugar donde a lo largo de todos sus estudios hasta la graduación había sido un hecho bien sabido que estaba emparentada conmigo.

—¿Por eso te marchaste de Richmond tan de improviso la otra noche? —pregunté mirándola a los ojos.

—Me llamaron…

—Fui yo —intervino Janet—. Tenía que tomar un vuelo desde Aspen, hubo retraso, etcétera… Lucy me recogió en el aeropuerto y volvimos aquí.

—¿Y ha habido más intentos de entrar en el sistema durante las vacaciones?

—Algunos. El sistema está siendo controlado permanentemente —indicó Lucy—. No estamos solas en esto, ni mucho menos. Sólo se nos ha proporcionado una tapadera para que podamos hacer cierto trabajo de detectives de primera línea.

—¿Por qué no me acompañas hasta la Rotonda? —Me puse en pie y ellas me imitaron—. Marino ya debería estar de vuelta con el coche. —Abracé a Janet. Sus cabellos olían a limón—. Cuídate y ven a verme más a menudo. Yo te considero de la familia. Ya va siendo hora de que alguien me ayude a cuidar de ella —añadí, y rodeé a Lucy por los hombros con el brazo.

Fuera, bajo el sol, la tarde era lo bastante cálida como para llevar sólo jersey y sentí deseos de quedarme un rato más. Durante nuestro breve paseo, Lucy no se entretuvo y noté que la ponía nerviosa la posibilidad de que nos vieran juntas.

—Volvemos a estar como hace tiempo —comenté en tono ligero para ocultar mi desengaño.

—¿A qué te refieres? —dijo ella.

—A tu ambivalencia respecto a que te vean conmigo.

—No es verdad. Siempre me he enorgullecido de ello.

—En cambio ahora no —repliqué con ironía.

—Quizá me gustaría que tú te sintieras orgullosa de que te vieran conmigo en lugar de ser siempre al revés. A eso me refiero.

—Estoy orgullosa de ti y siempre lo he estado, incluso cuando estabas hecha tal lío que a veces me entraban ganas de encerrarte en el sótano.

—Creo que a eso se le llama malos tratos a niños.

—No, el jurado decidiría en tu caso que eran malos tratos a tu tía. Puedes estar segura de ello —continué—. Y me alegro de que Janet y tú estéis juntas otra vez. Me alegro de que haya vuelto de Aspen y que hayáis hecho las paces.

Mi sobrina se detuvo y me miró, con los ojos entrecerrados para protegerse del sol.

—Te agradezco lo que le has dicho. En este momento tus palabras significan mucho.

—He dicho la verdad, nada más. Algún día, tal vez su familia también lo hará.

Estábamos a la vista del coche de Marino, que se hallaba sentado al volante, echando bocanadas de humo. Lucy se acercó a su puerta.

—Hola, Pete. Este trasto necesita un lavado.

—Nada de eso —refunfuñó él, e inmediatamente arrojó el cigarrillo y salió del coche.

Miró a su alrededor, se subió los pantalones y se puso a inspeccionar el coche, porque no podía evitarlo. Las dos nos echamos a reír y luego fue él quien intentó reprimir una sonrisa. En realidad a Marino le producía un secreto placer que nos burláramos de él. Le tomamos el pelo un poco más, y por fin Lucy se marchó cuando un Lexus dorado último modelo con los cristales teñidos pasó junto a nosotras. Era el mismo que habíamos visto antes en la carretera, pero esta vez el resplandor del sol deslumbraba al conductor.

—Esto empieza a ponerme nervioso. —Marino siguió el coche con la mirada. Yo apunté una obviedad:

—Quizá deberías investigar la matrícula.

—Ya lo he hecho. —Puso el coche en marcha atrás—. Pero el DVM se ha caído.

Se refería al ordenador del Departamento de Vehículos a Motor y, en efecto, se había «caído», como decían en la jerga. Muy abajo, al parecer. Volvimos hasta el edificio del reactor, y de nuevo Marino se negó a entrar. Así que lo dejé en el aparcamiento, y en esta ocasión el joven que trabajaba tras el cristal de la sala de control me dijo que podía entrar sin escolta.

—Está en el sótano —me dijo sin apartar la vista del ordenador.

Volví a encontrar a Matthews en la sala de conteo del fondo, sentado ante una pantalla de ordenador que mostraba un espectro en blanco y negro.

—¡Ah, hola! —me dijo cuando reparó en mi presencia.

—Parece que ha tenido usted éxito —comenté—, aunque no estoy segura de lo que veo en esa pantalla. Y puede que haya llegado demasiado pronto.

—No, doctora, no llega demasiado pronto. Esas líneas verticales de ahí indican la energía de los rayos gamma significativos que se detectan. Cada línea indica una energía. Pero la mayoría de las que vemos ahí son de la radiación de fondo. —Las señaló en la pantalla—. Ya sabe, ni los bloques de plomo la detienen al cien por cien.

Tomé asiento a su lado.

—Lo que intento enseñarle, doctora Scarpetta, es que esa muestra que me ha traído no despide rayos gamma de alta energía cuando se produce la desintegración espontánea. Si observa aquí, en este espectro de energías —Matthews señaló el monitor y dio unos golpecitos en el cristal con un punzón—, parece que este rayo gamma es característico del uranio doscientos treinta y cinco.

—Bien, ¿y eso qué significa?

—Que el material es bueno. —Se volvió a mirarme.

—¿Como el usado en los reactores nucleares? —pregunté.

—Exacto. Es el que utilizamos para fabricar las barras y pellas de combustible. Pero sólo el cero coma tres por ciento de ese uranio es doscientos treinta y cinco, como posiblemente ya sabe. El resto es uranio empobrecido.

—Exacto. El resto es uranio doscientos treinta y ocho —asentí.

—Y eso es lo que tenemos aquí.

—Si no emite rayos gamma de alta energía, ¿cómo se puede saber eso por el espectro de energía?

—Lo que hace el cristal de germanio es detectar el uranio doscientos treinta y cinco, y el hecho de que el porcentaje sea tan bajo indica que la muestra que analizamos tiene que ser de uranio empobrecido.

—¿No podría tratarse de combustible gastado de un reactor? —pensé en voz alta.

—No —respondió Matthew—. No hay rastro de materiales de fisión en la muestra. Ni estroncio, cesio, yodo ni bario. Con el microscopio de barrido ya los habríamos visto.

—En efecto, no aparecían isótopos de esa clase —asentí—, sólo ese uranio, además de los elementos no fundamentales que una esperaría encontrar en los restos de tierra adheridos a las suelas de unos zapatos de calle.

Miré los picos y valles de lo que habría sido un cardiograma muy alarmante, mientras Matthews tomaba notas.

—¿Querrá copias impresas de todo esto? —preguntó.

—Sí, por favor. ¿Y para qué se usa el uranio empobrecido?

—En general no tiene utilidad. —El hombre pulsó varias teclas.

—Si no procede de una central nuclear, ¿de dónde entonces? —pregunté.

—Muy probablemente de una instalación donde se lleva a cabo la separación isotópica.

—Como la de Oak Ridge, Tennessee —apunté.

—Bueno, allí ya no se dedican a eso, pero lo han hecho durante décadas y deben de tener almacenes de metal de uranio. Ahora también hay instalaciones en Portsmouth, Ohio, y en Paducah, Kentucky.

—Doctor Matthews, al parecer alguien llevaba metal de uranio empobrecido en las suelas de los zapatos y dejó rastros de ese material en un coche. ¿Cómo o por qué puede haber sucedido tal cosa? ¿Puede usted darme una explicación razonable?

—No. —Me miró con cara inexpresiva—. No creo que pueda.

Pensé en las formas esféricas y melladas que me había mostrado el microscopio electrónico de barrido y probé de nuevo:

—¿Para qué se funde uranio doscientos treinta y ocho? ¿Por qué se le da forma con una máquina?

—En general la gran industria no utiliza el metal de uranio —respondió—. Ni siquiera en las centrales nucleares, porque en ellas las varillas o pellas de combustible son de óxido de uranio, un material cerámico.

Planteé la cuestión de otra manera:

—Entonces quizá debería preguntar para qué se emplearía, teóricamente, ese metal de uranio empobrecido.

—Durante cierto tiempo en el Departamento de Defensa se habló de utilizarlo para las planchas blindadas de los carros de combate, y se ha sugerido que podrían emplearse para hacer balas u otros tipos de proyectiles. Salvo esto sólo se utiliza, que nosotros sepamos, como escudo contra materiales radiactivos.

—¿Qué clase de materiales radiactivos? —dije mientras notaba cómo despertaban mis glándulas suprarrenales—. ¿Servirían como camisas para combustible gastado, por ejemplo? —pregunté.

—Desde luego, en el caso de que supiéramos cómo librarnos de los residuos nucleares en este país —respondió Matthews con ironía—. Verá, si pudiéramos recogerlos para enterrarlos a unos trescientos metros de profundidad bajo Yucca Mountain, Nevada, por ejemplo, el uranio doscientos treinta y ocho podría utilizarse como revestimiento de los bidones necesarios para el transporte.

—En otras palabras —comenté—, si hay que trasladar combustible nuclear gastado fuera de una central tiene que guardarse en algún recipiente, y el uranio empobrecido es mejor que el plomo como escudo.

El físico me respondió que a eso se refería, justamente. Después me devolvió la muestra a cambio del recibo, porque era una prueba que un día podía terminar ante un tribunal. Por eso no podía dejarla allí aunque supiera cómo se sentiría Marino cuando volviese a guardarla en el portaequipajes de su coche.

Lo encontré cuando estiraba las piernas, con las gafas de sol puestas.

—Y ahora, ¿qué?

—Abre el maletero, por favor.

Marino tanteó bajo el volante y tiró de una palanca al tiempo que decía:

—Aquí mismo te aseguro que eso no irá a parar a ningún archivo de pruebas de mi comisaría ni de la central. Nadie va a colaborar, ni aunque se lo pida yo.

—Pues tiene que guardarse —me limité a replicar—. ¿Qué hace ahí dentro un paquete de doce latas de cerveza?

—Así después no tendré que preocuparme de parar a comprarlas.

—Un día de éstos te verás en problemas —le advertí mientras cerraba el portaequipajes del coche policial, propiedad de la ciudad.

—Bien, ¿qué me dices de guardar el uranio en la oficina?

—De acuerdo —asentí—. Me lo quedaré.

—¿Y cómo te ha ido ahí dentro? —preguntó Marino, al tiempo que ponía el motor en marcha.

Hice un resumen, evitando los detalles científicos.

—¿Me estás diciendo que alguien dejó restos de residuos nucleares en tu Mercedes? —preguntó, perplejo.

—Así parece. Tengo que hablar con Lucy otra vez.

—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver Lucy en todo esto?

—No creo que tenga nada que ver —respondí mientras el coche descendía la ladera—. Se me ha ocurrido una idea bastante loca…

—Tú y tus locuras…

Cuando aparecí de nuevo en la puerta, esta vez acompañada de Marino, Janet puso cara de preocupación.

—¿Ocurre algo?

—Creo que necesito vuestra ayuda. La de las dos.

Lucy estaba sentada en la cama con un ordenador portátil sobre los muslos. Miró a Marino y murmuró:

—Dispara, pero cobramos las consultas.

Marino se sentó junto al fuego y yo ocupé una silla a su lado.

—Ese pirata que ha estado colándose en el ordenador de la CP&L… —empecé a decir—, ¿sabes dónde más se ha metido, además de en la facturación de clientes?

—No puedo decir que lo sepamos todo —me respondió Lucy—, pero lo de facturación es seguro y la información sobre clientes es general.

—¿Y qué significa eso? —preguntó Marino.

—Significa que la información sobre clientes incluye direcciones de las facturas, números de teléfono, servicios especiales, promedios de uso de energía, y algunos clientes participan de un programa de compra de acciones…

—Hablemos de ese programa —la interrumpí—. Yo participo en él. Cada mes, una parte de mi cheque va destinado a comprar acciones de la CP&L, y por tanto la compañía tiene cierta información financiera sobre mí, incluidos los números de la cuenta bancaria y de la seguridad social. —Hice una pausa, pensativa—. ¿Esos datos podrían ser de interés para el pirata?

—En teoría, sí-dijo Lucy—, porque debes recordar que una base de datos tan enorme como la de la CP&L no reside en un único lugar. Tienen otros sistemas que utilizan accesos que conducen a ellos, lo cual podría explicar el interés del pirata por el ordenador mainframe de Pittsburgh…

—Quizá te explique algo a ti —intervino Marino, que siempre se impacientaba con la jerga informática de Lucy—, pero a mí no me dice nada.

—Imagina los accesos como carreteras principales en un mapa —explicó con paciencia—. Por ejemplo la Interestatal 95. En teoría, si vas pasando de una a otra puedes empezar a recorrer la red global, puedes llegar al rincón que quieras.

—¿Adónde? —preguntó él—. Dame un ejemplo que pueda entender.

Lucy posó el ordenador portátil sobre sus muslos y se encogió de hombros.

—Si yo entrara en el ordenador de Pittsburgh, mi siguiente parada sería en la AT&T.

—¿Ese ordenador es un acceso al sistema telefónico? —pregunté.

—Es uno de ellos, y es una de las sospechas en las que hemos trabajado Janet y yo: que el pirata intenta descubrir maneras de robar electricidad y tiempo de teléfono.

—De momento sólo es una teoría, por supuesto —dijo Janet—. Porque por ahora no ha aparecido nada que nos diga cuáles son los motivos de ese pirata. Pero desde el punto de vista del FBI, las entradas no autorizadas van contra la ley. Eso es lo que cuenta.

—¿Sabéis a qué registros de clientes ha accedido? —pregunté.

—Sabemos que tiene acceso a todos —respondió Lucy—. Y hablamos de millones. Pero en cuanto a registros individuales, nos consta que sólo ha inspeccionado unos cuantos con detalle. Y sabemos cuáles.

—¿Podría verlos? —pregunté.

Lucy y Janet guardaron silencio.

—¿Para qué? —intervino Marino, y me miró fijamente—. ¿Qué se te ha ocurrido ahora, doctora?

—Se me ha ocurrido que ese uranio hace funcionar las centrales nucleares y que la CP&L tiene dos de ellas en Virginia y una en Delaware. El pirata entra en su ordenador. Ted Eddings me hizo preguntas en mi despacho sobre la radiactividad. En el PC de su casa tenía toda clase de archivos sobre Corea del Norte y las sospechas de que intentaban fabricar plutonio para uso militar en un reactor nuclear.

—Y tan pronto empezamos a investigar algo en Sandbridge, apareció un merodeador —añadió Lucy—. Luego alguien nos revienta las ruedas y el detective Roche te amenaza. Y por último Danny Webster llega a Richmond y acaba muerto, y parece que quien lo mata dejó restos de uranio en tu coche. —Mi sobrina me miró fijamente—. Dime qué necesitas ver.

No pedí una lista completa de clientes porque hubiera salido prácticamente toda la población de Virginia, incluida mi oficina y mi casa. Lo que me interesaba era los registros detallados a los que había accedido el pirata. La lista que apareció era curiosa, aunque corta. De los cinco nombres, sólo uno me resultó desconocido.

—¿Alguien sabe quién es Joshua Hayes? Tiene un apartado de Correos de Suffolk —dije.

—Un agricultor —explicó Janet—. Es lo único que sabemos hasta ahora.

—Está bien. —Seguí repasando la lista—. Tenemos a Brett West, un ejecutivo de la CP&L. No recuerdo su cargo.

—Vicepresidente ejecutivo encargado de Operaciones —dijo Janet.

—Vive en una de esas mansiones de ladrillo cerca de tu casa, doctora —añadió Marino—. En Windsor Farms.

—Vivía —le corrigió Janet—. Si te fijas en la dirección de la factura verás que se mudó en octubre pasado. Parece que se ha trasladado a Williamsburg.

Fuera quien fuese el que estuviera moviéndose ilegalmente por la red, había husmeado también los expedientes de otros dos ejecutivos de la CP&L. Uno era el CEO, y el otro el presidente. Pero fue la identidad de la quinta víctima electrónica la que me asustó de verdad.

—¡El capitán Green! —Me volví hacia Marino, desconcertada.

Él me dedicó una mirada inexpresiva.

—No tengo idea de quién es.

—Estaba presente en el varadero de naves fuera de servicio cuando saqué del agua el cuerpo de Eddings —le expliqué—. Pertenece al Servicio de Investigación de la Marina.

—Te escucho. —A Marino se le ensombreció el rostro y el maletín del COI de Lucy y Janet se inclinó pronunciadamente ante los ojos de ambas—. Quizá no sea tan sorprendente que ese pirata informático sintiera curiosidad por los altos cargos de la empresa en la que se ha introducido ilegalmente, pero no veo cómo encaja el SIM en esto.

—Y yo no estoy segura de querer saberlo —afirmé—. Pero si Lucy tiene razón en lo que dice de los accesos, puede que el destino final de nuestro pirata sean los registros telefónicos de ciertas personas.

—¿Para qué? —preguntó Marino.

—Para ver a quién llaman. Para ver en qué clase de información podía estar interesado un periodista, por ejemplo.

Me levanté de la silla y empecé a deambular por la estancia con un hormigueo de miedo en el cuerpo. Pensé en Eddings, envenenado en su barca, en las balas Black Talón y en el uranio, y recordé que Joel Hand tenía la granja en algún lugar de Tidewater.

—Ese tal Dwain Shapiro, el de la Biblia que encontraste en casa de Eddings… —dije a Marino—. Presuntamente murió en un atraco a un coche. ¿Tenemos más información sobre el caso?

—De momento, no.

—La muerte de Danny habría podido pasar por un incidente similar —apunté.

—O la tuya. Sobre todo por el tipo de coche. Si lo hizo un profesional, quizás ignoraba que su objetivo no era un hombre —apuntó Janet—. Quizá sólo sabía qué coche conducirías. —Me detuve junto a la chimenea mientras ella continuaba—: O puede que no descubriese que era Danny hasta que ya era demasiado tarde. Entonces tuvo que deshacerse de él.

—¿Por qué yo? ¿Cuál sería el motivo?

—Está muy claro —respondió Lucy—. Creen que sabes algo.

—¿Quiénes?

—Los Nuevos Sionistas, tal vez. Y mataron a Eddings por la misma razón. Pensaron que sabía algo o que iba a destapar algún asunto.

Miré a mi sobrina y a Janet y me sentí más nerviosa.

—Por el amor de Dios —les dije con vehemencia—, no hagáis nada más sobre este asunto hasta haber hablado con Benton o alguien de arriba. ¡Maldita sea! No quiero que esa gente piense que vosotras también sabéis algo.

Pero estaba segura de que Lucy, por lo menos, no me escucharía. Tan pronto cerrase la puerta volvería a su teclado con renovada energía.

—¿Janet? —Sostuve la mirada de mi única esperanza de que Lucy actuara con prudencia—. Es muy posible que vuestro pirata informático esté relacionado con varios asesinatos.

—Doctora Scarpetta —respondió ella—. Comprendo.

Marino y yo abandonamos el campus, y el Lexus dorado que ya habíamos visto dos veces aquel día nos siguió todo el camino de vuelta a Richmond. Marino condujo con los ojos puestos constantemente en los retrovisores. Sudaba y estaba furioso porque el ordenador del DVM aún no estaba en funcionamiento y el número de matrícula que había consultado tardaba una eternidad en aparecer. El conductor del coche que nos seguía era blanco y joven. Llevaba gafas de sol y una gorra.

—No le importa que sepamos quién es —indiqué—. Si le importara, no sería tan descarado. Esto no es más que otro intento de intimidación.

—¿Ah, sí? ¡Pues vamos a ver quién intimida a quién! —exclamó, al tiempo que reducía la velocidad. Miró de nuevo por el retrovisor, siguió frenando, y el otro coche se acercó más. De pronto Marino frenó en seco. No sé quién se sorprendió más, si nuestro perseguidor o yo. Los frenos del Lexus chirriaron, los cláxones sonaron por todas partes, y el coche topó con la parte posterior del Ford de Marino.

—¡Uy, uy, uy! —dijo Pete—. Me parece que alguien acaba de dar por detrás a un policía…

Bajó del coche y desabrochó disimuladamente la funda de la pistola mientras yo mantenía mi expresión de incredulidad. Busqué la pistola, la guardé en un bolsillo del abrigo y decidí salir también pues no tenía idea de lo que iba a suceder. Marino, junto a la puerta del conductor del Lexus, observaba el tráfico a su espalda mientras hablaba por la radio portátil.

—Mantenga las manos donde pueda verlas en todo momento —ordenó de nuevo al conductor con voz sonora y autoritaria—. Ahora quiero que me dé su permiso de conducir. Despacio.

Yo estaba al otro lado del coche, cerca de la puerta del copiloto, y reconocí al individuo antes de que Marino viera el permiso y la foto que constaba en él.

—Vaya, vaya, detective Roche. —Marino alzó la voz sobre el estruendo del tráfico—. Qué curioso que hayamos topado con usted… o viceversa. —De pronto endureció el tono—: Salga del coche. Venga. ¿Lleva armas de fuego encima?

—El arma está entre los asientos. A plena vista —replicó Roche fríamente.

Después salió del coche poco a poco. Vestía pantalones militares, una chaqueta de algodón y botas, y lucía un gran reloj negro de submarinismo. Marino lo obligó a volverse y le repitió que mantuviera las manos a la vista. Me quedé donde estaba mientras las gafas de sol de Roche me miraban fijamente. En sus labios había una sonrisa burlona.

—Y dime, detective Roche —dijo Marino—, ¿para quién espías hoy? ¿Con quién hablabas por ese teléfono móvil? ¿Con el capitán Green, quizá? ¿Le has contado dónde hemos estado hoy, qué andamos haciendo y cuánto nos hemos asustado al verte en el retrovisor? ¿O eras tan visible porque eres un capullo, simplemente?

Roche no dijo nada. Tenía la cara muy seria.

—¿Le hiciste lo mismo a Danny? Llamaste al garaje de la grúa y dijiste que eras Scarpetta y que querías saber cómo estaba tu coche. Luego pasaste la información a quien fuera, pero casualmente esa noche no era la doctora quien conducía. Y ahora hay un chico al que le falta media cara porque algún mercenario ignoraba que su objetivo era una mujer, o quizá tomó a Danny por el forense.

—No puede probar nada de lo que dice —replicó Roche con la misma sonrisa burlona.

—Veremos qué puedo demostrar cuando tenga las facturas de su teléfono móvil. —Marino se acercó a Roche hasta que éste notó su corpulenta proximidad. La barriga de Pete casi tocaba al detective—. Y cuando encuentre algo, vas a tener que preocuparte de algo más que de una simple multa de tráfico. Como poco voy a encerrar tu lindo culo como cómplice de asesinato con conocimiento previo del hecho. Eso podría costarte cincuenta años.

«Mientras tanto —Marino le puso su grueso índice delante del rostro—, será mejor que no te vuelva a ver a menos de un kilómetro de mí. Y te recomiendo que tampoco te acerques a la doctora. No la has visto cuando se enfada.

Marino se llevó la radio a los labios y conectó de nuevo para comprobar cuándo acudiría algún agente a la escena del incidente. La central aún no había terminado de transmitir el aviso por segunda vez cuando apareció un coche patrulla en la 64. Se detuvo en el arcén, detrás de los coches, y se apeó de él una sargento uniformada del Departamento de Policía de Richmond que se encaminó hacia nosotros con paso decidido y con la mano discretamente cerca de la pistola.

—Buenas tardes, capitán. —La sargento ajustó el volumen de la radio que llevaba al cinto—. ¿Hay algún problema?

—Verá, sargento Schroeder, este individuo lleva siguiéndome casi todo el día —explicó Marino—. Y por desgracia, cuando he tenido que frenar en seco porque se ha cruzado un perro blanco delante de mi coche, me ha dado por detrás.

—¿El perro blanco habitual? —preguntó la sargento sin un asomo de sonrisa.

—Sí, me ha parecido el mismo que ya nos ha causado problemas otras veces.

Los dos continuaron lo que debía de ser la broma policial más vieja de la ciudad porque, en lo que tocaba a accidentes de un solo vehículo, la culpa siempre parecía tenerla un ubicuo can blanco que aparecía delante de los coches y que luego se esfumaba hasta que volvía a aparecer ante el siguiente mal conductor y se llevaba las culpas otra vez.

—Tiene un arma de fuego dentro del vehículo, por lo menos —añadió Marino con el tono policial más grave de que fue capaz—. Quiero que lo cachee a fondo antes de encerrarlo.

—Muy bien. Señor, abra bien los brazos y las piernas.

—Soy policía —soltó Roche.

—Entonces debe de saber perfectamente lo que estoy haciendo —fue la fría respuesta de la sargento Schroeder. Cacheó a Roche y descubrió otra arma en una funda atada a la pierna izquierda.

—¡Vaya! ¡Qué encantador…! —murmuró Marino.

—Señor —continuó la sargento en un tono un poco más alto mientras otra unidad policial camuflada se detenía en las inmediaciones—, voy a tener que pedirle que saque la pistola de la funda y la coloque dentro de su vehículo.

Del segundo coche se apeó un jefe auxiliar con uniforme azul marino, insignias y correajes de charol impecables y resplandecientes. No parecía entusiasmado de hallarse allí, pero era cuestión de protocolo llamarlo cada vez que un capitán se veía involucrado en una incidencia policial, por nimia que fuera. Contempló en silencio cómo Roche sacaba una Colt 380 de la funda negra de nailon. La dejó dentro del Lexus, cerró la puerta y, rojo de cólera, se dejó colocar en el asiento de atrás del coche patrulla. Mientras yo esperaba dentro del Ford abollado, la sargento y el jefe auxiliar interrogaron a Marino y a Roche.

—¿Y ahora qué sucede? —pregunté a Marino cuando regresó.

—Será acusado de no guardar la distancia reglamentaria y lo soltarán con una citación para comparecer ante un juez. —Se abrochó el cinturón de segundad con aire satisfecho.

—¿Y ya está?

—Sí, salvo lo que diga el tribunal. Lo bueno del asunto es que le he arruinado el día. Y lo mejor, que ahora tenemos algo para investigar, de modo que quizá terminemos por enviar su lindo culo a Mecklenburg. Allí, con lo guapito que es, hará muchos amigos.

—¿Sabías que era él antes de que nos alcanzara? —le pregunté.

—No, no tenía idea.

Nos reincorporamos al tráfico.

—¿Qué ha dicho cuando le han preguntado?

—Lo que era de esperar, que he frenado de improviso.

—Bueno, es lo que has hecho.

—Y la ley me permite hacerlo.

—¿Y lo de seguirnos? ¿Ha dado alguna explicación?

—Dice que lleva todo el día fuera, haciendo recados y paseando, que no sabe de qué hablamos.

—Ya. Por lo visto cuando uno sale a hacer recados tiene que llevar consigo dos armas, por lo menos.

—¿Quieres decirme cómo coño puede permitirse un coche así? —Marino se volvió hacia mí—. Probablemente no gana ni la mitad que yo, y ese Lexus debe de costar casi cincuenta mil dólares.

—La Cok que llevaba tampoco es barata —añadí—. Seguro que saca dinero de alguna parte.

—Los soplones siempre lo sacan.

—¿Crees que Roche sólo es eso, un soplón?

—Sí, prácticamente sólo eso. Creo que está haciendo el trabajo más tedioso. Yo diría que para Green.

La radio nos interrumpió de improviso con el sonoro bramido de un tono de alerta, y a continuación recibimos una respuesta a nuestros interrogantes, peor aún de lo que habíamos temido. Un locutor transmitió lo siguiente:

«Se advierte a todas las unidades que acabamos de recibir un teletipo de la policía del Estado con la siguiente información: La central nuclear de Old Point ha sido ocupada por terroristas. Se han registrado disparos y hay víctimas».

Me quedé muda de asombro mientras el mensaje proseguía:

«El jefe de policía ha ordenado que el departamento pase al plan de emergencia A. Todos los turnos de día permanecerán en sus puestos hasta nuevo aviso. Seguirán nuevas instrucciones. Todos los comandantes de división deben ponerse inmediatamente en contacto con el puesto de mando de la Academia de Policía».

—¡Joder, no! —exclamó Marino, y pisó el acelerador a fondo—. Vamos a tu despacho.