La mañana siguiente hice una ronda por los laboratorios de pruebas y mi primera parada fue en el laboratorio del microscopio electrónico de barrido, donde encontré a la científica forense Betsy Eckles en plena preparación de un cuadrado de neumático de coche. Estaba sentada de espaldas a mí y la vi colocar la muestra en una plataforma que seguidamente se introduciría en una cámara de vacío de cristal para cubrirla con partículas atómicas de oro. Observé el corte en el centro del caucho y me resultó familiar, pero no llegué a estar segura.
—Buenos días —la saludé.
Betsy Eckles se volvió de su intimidatoria consola, llena de válvulas de presión, manómetros y microscopios digitales que construían las imágenes en píxeles en lugar de en líneas de vídeo. Betsy era una mujer delgada y canosa, y aquel jueves aún parecía más desolada de lo habitual bajo su larga bata de laboratorio.
—Buenos días, doctora Scarpetta —respondió tras colocar la muestra de caucho perforado en la cámara.
—¿Neumáticos rajados? —pregunté.
—Los de armas de fuego me pidieron que recubriera la muestra, y que lo hiciera inmediatamente. No me pregunte por qué.
La mujer no estaba nada satisfecha porque era una respuesta insólita a lo que en general no se consideraba un delito importante. Yo tampoco entendí por qué había de tener prioridad aquel asunto un día en que los laboratorios llevaban tanto retraso, pero no era aquello lo que me había llevado allí.
—He venido a hablar del uranio —le dije.
—Es la primera vez que encuentro algo así. —Eckles abrió un envoltorio de plástico—. Y hablamos de veintidós años…
—Tenemos que saber de qué isótopo de uranio se trata.
—Estoy de acuerdo, pero como nunca me he encontrado con algo así, no estoy segura de dónde hacerlo, aunque aquí no, desde luego.
Con una cinta adhesiva por las dos caras empezó a preparar lo que parecían partículas de polvo en un tubo de ensayo, que seguidamente encerraría en un frasco de almacenaje. La mujer recibía restos para analizar cada día pero nunca estaba apurada.
—¿Dónde está la muestra radiactiva? —pregunté.
—Exactamente donde la dejé. No he vuelto a abrir esa cámara ni tengo ganas de hacerlo.
—¿Puedo ver lo que tenemos ahí?
—Desde luego.
Se situó ante otro microscopio digitalizado, conectó el monitor y éste se llenó de un universo negro salpicado de estrellas de diferentes tamaños y formas. Algunas eran muy brillantes mientras que otras ofrecían destellos mortecinos y todas ellas resultaban invisibles a simple vista.
—Ahora lo estoy ampliando a tres mil —dijo mientras manipulaba unos controles—. ¿Quiere más aumentos?
—Creo que con esto bastará —respondí.
Seguidamente observamos una escena que podría haber salido de un observatorio astronómico. Unas esferas metálicas ofrecían el aspecto de planetas tridimensionales rodeados de lunas y estrellas más pequeñas.
—Eso procede de su coche —me informó—. Las partículas más brillantes son uranio. Las poco brillantes son óxido de hierro como el que se encuentra en la tierra. Además hay aluminio, que hoy en día se utiliza en casi todo. Y sílice, o sea arena.
—Todo muy normal. Es lo que encontraríamos en la suela del zapato de cualquiera —comenté—. Excepto lo del uranio.
—Y hay otra cosa que querría señalar —continuó la mujer—. El uranio tiene dos formas. La lobulada o esférica, resultado de algún proceso en el que el uranio se ha fundido. En cambio aquí tenemos formas irregulares con bordes agudos, lo cual significa que son el resultado de un proceso en el que ha intervenido una máquina.
—La CP&L utiliza uranio para sus centrales nucleares. —Me refería a la Commonwealth Power & Light, que suministraba electricidad a todo el estado de Virginia y a algunas zonas de Carolina del Norte.
—Sí, eso es seguro.
—¿Hay por aquí alguna otra industria que lo utilice?
Eckles meditó unos instantes la respuesta.
—En la región no hay minas ni fábricas procesadoras. Bueno, está el reactor de la universidad, pero creo que se utiliza principalmente para la enseñanza.
Seguí contemplando la pequeña tormenta de material radiactivo que había introducido en mi coche el desconocido que había matado a Danny. Pensé en la bala Black Talion con sus terribles garras metálicas y en la extraña llamada telefónica que había recibido en Sandbridge, a la que había seguido la presencia de alguien que pretendía saltar mi valla. Estaba segura de que, de un modo u otro, Eddings era el vínculo común entre todo aquello debido a su interés por los neosionistas.
—Verá —dije a Eckles—, que un contador Geiger se dispare no significa que la radiactividad sea perjudicial. De hecho el uranio en sí no es dañino.
—El problema es que no tenemos precedentes de algo así —respondió la mujer.
—Es muy sencillo —le expliqué con paciencia—. Este material es una prueba en la investigación de un homicidio. Yo soy la forense del caso, que es jurisdicción del capitán Marino. Lo que ha de hacer usted es extender un recibo y entregarnos esa prueba a Marino y a mí. Nosotros la llevaremos a la universidad para que los físicos nucleares de su laboratorio determinen qué isótopo contiene.
Naturalmente, para conseguir la autorización fue preciso proceder a una conferencia telefónica en la que intervinieron el director del Buró de Ciencias Forenses y el comisionado de Sanidad, que era mi jefe directo. A ambos les preocupaba un posible conflicto de intereses porque el uranio había aparecido en mi coche, y naturalmente porque Danny había trabajado para mí. Cuando insistí en que no era sospechosa en el caso se tranquilizaron, y en el fondo se sintieron aliviados de que alguien se hiciera cargo de la muestra radiactiva.
Volví a la sala de MEB y Eckles abrió la temible cámara mientras yo me enfundaba unos guantes de algodón. Retiré con cuidado la cinta adhesiva del tubo y la guardé en una bolsa de plástico, que sellé y etiqueté inmediatamente. Antes de abandonar la planta me detuve en la sección de Armas de Fuego y encontré a Frost sentado ante un microscopio de comparación, donde examinaba una vieja bayoneta militar colocada sobre un portaobjetos. Le pregunté por el neumático rajado que había ordenado rociar de polvo de oro.
—Tenemos una posible arma utilizada en ese caso de las ruedas pinchadas de su coche, doctora. —Frost ajustó el enfoque al tiempo que desplazaba el filo del arma.
—¿Esta bayoneta?
Antes incluso de hacer la pregunta, ya sabía cuál sería su respuesta.
—Exacto. La han traído esta mañana.
—¿Quién? —pregunté, cada vez más suspicaz. Frost dirigió una mirada a la bolsa de papel doblada sobre la mesa contigua. Observé la fecha y el número de caso, junto al apellido «Roche».
—Chesapeake —respondió.
—¿Sabe algo de dónde ha salido? —Me sentía furiosa.
—Apareció en el portaequipajes de un coche. Es lo único que me han dicho. Al parecer, por la razón que sea, hay un gran revuelo en torno al asunto.
Subí a Toxicología. Era una visita que desde luego tenía que hacer. Me sentía malhumorada y mi ánimo no mejoró cuando por fin encontré a alguien que podía confirmar lo que ya me había dicho mi nariz en el depósito de Norfolk. El doctor Rathbone era un hombretón ya mayor, con los cabellos muy negros todavía. Lo encontré en su despacho, firmando informes de laboratorio.
—Acabo de llamarla. —Levantó la cabeza—. ¿Qué tal el Año Nuevo?
—Nuevo y diferente. ¿Qué hizo usted?
—Tengo un hijo en Utah, así que allí nos fuimos. Le juro que me trasladaría allí si pudiera encontrar trabajo, pero supongo que los mormones no tienen mucha necesidad de mi especialidad.
—Creo que su especialidad es necesaria en todas partes —respondí—. Y supongo que ya tiene los resultados del caso Eddings —añadí, recordando la bayoneta.
—La concentración de cianuro en sangre es de cero coma cinco miligramos por litro, lo cual es letal, como sabe. —Rathbone continuó con las firmas.
—¿Qué hay de las válvulas y tubos del equipo de buceo?
—No hay indicios concluyentes.
No me sorprendió, aunque en realidad no importaba demasiado porque ahora ya no quedaban dudas de que Eddings había sido envenenado con gas de cianuro. Su muerte había sido un claro homicidio.
Conocía a la fiscal de Chesapeake y me detuve en mi despacho el tiempo preciso para llamarla y pedirle que estimulara a la policía a hacer lo que debía.
—No era preciso que me llamaras para eso —fue su respuesta.
—Tienes razón. No era preciso.
—No te preocupes, me ocuparé de ello. —La noté enfadada—. ¡Menudo hatajo de idiotas! ¿El FBI tiene alguna noticia de todo esto?
—Chesapeake no necesita su ayuda.
—Sí, claro. Supongo que los homicidios de submarinistas por envenenamiento con cianuro son cosa habitual para ellos. Ya te llamaré.
Después de colgar cogí el abrigo y el bolso y salí a lo que prometía ser un hermoso día. Marino había aparcado en el lado de Franklin Street y estaba sentado en el coche con el motor en marcha y la ventanilla bajada. Cuando me encaminé hacia él, abrió la puerta y el portaequipajes.
—¿Dónde está?
Levanté un sobre de papel manila y Marino me miró con sobresalto.
—¿Lo has metido ahí dentro sin más? —exclamó con los ojos como platos—. Pensaba que por lo menos lo pondrías en una de esas latas metálicas de pintura.
—No seas ridículo —respondí—. Puedes sostener uranio en la mano sin que te cause ningún daño.
Guardé el sobre en el portaequipajes.
—Entonces, ¿cómo es que se disparó el contador Geiger? —insistió Pete mientras yo subía al coche—. Se disparó porque esa mierda es radiactiva, ¿no?
—El uranio es radiactivo, desde luego. Pero por sí solo lo es muy poco porque el período de desintegración espontánea es muy largo. Además, la muestra que llevamos ahí es sumamente pequeña.
—Mira, para mí eso de «un poco radiactivo» es como lo de «un poco embarazada» o «un poco muerto». Y si no te preocupa, ¿cómo es que has vendido tu Mercedes?
—No ha sido por eso.
—Si te da igual, prefiero no exponerme a ninguna radiación.
—No vas a recibir ninguna radiación, te lo aseguro.
Pero Marino siguió despotricando.
—¡No puedo creer que nos hayas expuesto a mí y a mi coche a ese uranio!
—Marino —probé otra vez—, muchos de mis pacientes llegan al depósito con enfermedades muy desagradables: tuberculosis, hepatitis, meningitis, sida… Y tú has estado presente en las autopsias y siempre te has sentido a salvo conmigo.
Pete condujo deprisa por la interestatal, sorteando el tráfico.
—Pensaba —añadí— que a estas alturas ya sabrías que nunca te pondría deliberadamente en una situación de peligro.
—Deliberadamente. De eso se trata. Pero quizás andas metida en algo que no conoces bien. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste un caso radiactivo?
—En primer lugar —expliqué—, el caso en sí no es radiactivo; sólo lo son algunos restos microscópicos relacionados con él. Y en segundo lugar, conozco el tema de la radiactividad. He estudiado los rayos X, los MRI y los isótopos que se utilizan para el tratamiento del cáncer, como el cobalto, el yodo y el tecnecio. Los médicos aprenden de muchas cosas, entre ellas de enfermedades por radiactividad. ¿Quieres hacer el favor de aminorar la marcha y escoger un carril?
Lo miré con creciente alarma mientras él aflojaba la presión del pie en el acelerador. El sudor le bañaba la frente y le corría por las sienes; tenía el rostro congestionado. Con las mandíbulas encajadas, agarraba el volante con fuerza y respiraba trabajosamente.
—Frena —exigí.
No respondió.
—Para el coche, Marino. Ahora mismo —repetí en un tono que no admitía réplicas.
En aquel tramo de la 64, el arcén era ancho y estaba pavimentado. Me apeé sin decir una palabra y rodeé el coche hasta la puerta de su lado. Le indiqué con el pulgar que saliera y obedeció. Tenía la espalda del uniforme empapada de sudor y distinguí el perfil de la camiseta que llevaba debajo.
—Creo que me está cogiendo la gripe —murmuró. Ajusté el asiento y los espejos. Marino se secó el rostro con un pañuelo—. No sé qué me pasa.
—Tienes un ataque de pánico —respondí—. Respira profundamente y procura calmarte. Dóblate hacia delante y tócate la punta de los pies. Relaja el cuerpo, déjalo flojo.
—Si alguien te ve conducir un coche policial, me abrirán un expediente —dijo mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.
—En este momento la policía debería agradecerme que no estés al volante —señalé—. En tu estado, no deberías manejar ninguna máquina. De hecho deberías estar sentado en la consulta de un psiquiatra.
Noté en su cara la vergüenza que sentía.
—No sé qué me pasa —murmuró, con la mirada perdida tras la ventanilla.
—¿Todavía estás irritado por lo de Doris?
—No sé si te he contado una de las últimas peleas que tuvimos antes de que se marchara. —Se volvió a secar la cara—. Fue por esos malditos platos que compró en una subasta. Verás, Doris llevaba mucho tiempo pensando en comprar platos nuevos, ¿comprendes? Y una noche llego a casa y me encuentro ese enorme juego de platos anaranjado intenso esparcido sobre la mesa del comedor. —Marino me miró—. ¿Has oído hablar de la vajilla Fiesta?
—Vagamente.
—Pues resulta que en el abrillantador de ese modelo hay algo que, según me enteré, dispararía un contador Geiger.
—No se precisa mucha radiactividad para disparar un contador Geiger —insistí una vez más, para dejarlo bien sentado.
—Bueno, en la prensa hubo artículos sobre el asunto y esas vajillas fueron retiradas del mercado —continuó él—. Pero Doris no quiso saber nada. Pensaba que mi reacción era exagerada.
—Probablemente sí.
—Mira, hay gente que tiene fobia a las serpientes o a las arañas. Yo la tengo a la radiación. Ya sabes cuánto me disgusta entrar en la sala de radiología contigo, y cuando pongo en marcha el microondas dejo la cocina. Así que recogí todos los platos, me deshice de ellos y no le dije dónde estaban.
Se quedó callado y una vez más volvió a limpiarse el rostro. Luego carraspeó varias veces.
—Un mes más tarde —dijo por fin—, Doris se marchó.
—Escucha —suavicé el tono—, yo tampoco habría querido comer en esos platos, aunque supiera que no sucedía nada. Entiendo lo que es el miedo y que no siempre es racional.
—Sí, doctora. Bueno, en mi caso tal vez lo sea. —Abrió un poco la ventanilla—. Tengo miedo de morir. Si quieres saberlo, cada mañana me levanto con ese pensamiento. Cada día pienso que voy a tener un ataque o que me dirán que tengo cáncer. Me aterra meterme en la cama porque tengo miedo a morirme mientras duermo. —Hizo una pausa y añadió con gran esfuerzo—: Ésta es la auténtica razón de que Molly dejara de verme, si quieres saberlo.
—No es una razón muy elegante… —Lo que acababa de decir Marino me había dolido.
—Bueno… —lo noté más incómodo—, Molly es mucho más joven que yo. Y lo que me pasa estos días, en parte, es que no quiero hacer nada que pueda fatigarme.
—Tienes miedo de hacer el amor, ¿no es eso?
—¡Mierda! —exclamó él—. ¿Por qué no lo pregonas a gritos?
—Pete, yo soy médica. Lo único que quiero es ayudar, si puedo.
—Molly decía que la hacía sentirse rechazada —continuó.
—Y probablemente tenía razón. ¿Cuánto tiempo llevas con ese problema?
—No lo sé. Desde Acción de Gracias.
—¿Sucedió algo entonces?
Marino titubeó de nuevo.
—Bueno, ya sabes que he dejado la medicación…
—¿Cuál, el bloqueante adrenérgico o el finasterido?
—Los dos.
—¿Y por qué has cometido esa tontería?
—Porque cuando la tomo no funciona nada —farfulló él—. Dejé las pastillas cuando empecé a salir con Molly. Luego volvía a tomarlas después de un chequeo, más o menos por Acción de Gracias, porque me volvieron a encontrar la presión sanguínea muy alta y la próstata mal. Me asusté.
—Ninguna mujer merece que uno muera por ella —dije—. Y todo esto es un asunto de depresiones… a las que por cierto tú eres el candidato perfecto.
—Sí, resulta deprimente cuando uno no puede. Tú no lo entiendes.
—Pues claro que lo entiendo. Resulta deprimente que a uno le falle el cuerpo, que uno se haga mayor y tenga otros elementos de tensión en la vida, como los cambios. Y tú has tenido un montón de cambios en tu vida estos últimos años.
—No, lo que resulta deprimente —replicó Marino y su tono de voz se hizo más potente por momentos— es que no se te levante. O que a veces se te levante y no quiera volver a bajar. Y que no puedas mear cuando tienes ganas, y en cambio otras veces tengas que ir cuando no te urge. Y además el problema de no estar de humor cuando uno tiene una novia que casi podría ser su hija. —Marino me miraba con furia y vi que le sobresalían las venas del cuello—. Sí, estoy deprimido. ¡Tienes toda la razón, maldita sea!
—No te enfades conmigo, por favor. —Pete apartó la mirada, resoplando—. Quiero que conciertes una visita con el cardiólogo y otra con el urólogo —añadí.
—No, no. De eso, nada. —Acompañó la negativa con un gesto de cabeza—. Ese maldito nuevo plan de asistencia en el que estoy me ha asignado una mujer uróloga. No puedo presentarme allí y contarle todo esto a una mujer.
—¿Por qué no? Acabas de contármelo a mí.
Se quedó callado y su mirada se perdió tras la ventanilla. Después miró por el retrovisor de su lado y comentó:
—Por cierto, un moscón en un Lexus dorado viene siguiéndonos desde Richmond.
Miré por el retrovisor interior. El coche era de un modelo más nuevo que el nuestro y el hombre que conducía estaba hablando por teléfono.
—¿Crees que nos siguen? —pregunté.
—Cualquiera lo sabe, pero no querría tener que pagarle la factura del teléfono.
Estábamos cerca de Charlottesville, y el suave paisaje que habíamos dejado atrás había dado paso a las escarpadas montañas occidentales, teñidas de un gris invernal entre los árboles de hoja perenne. El aire era más frío y había más nieve, aunque la interestatal estaba seca. Pregunté a Marino si podíamos desconectar la radio porque estaba harta de oír la cháchara policial y tomé la 29 Norte hacia la Universidad de Virginia.
Durante un trecho, el paisaje fue una sucesión de laderas rocosas cortadas a pico, intercaladas de arboledas que se extendían desde los bosques hasta las cunetas. Pronto llegamos a los límites externos del campus, junto al que se sucedían los locales de pizzas y de bocadillos, las tiendas y las estaciones de servicio. La universidad aún estaba cerrada por las vacaciones navideñas, pero mi sobrina no era la única persona del mundo que hacía caso omiso de ello. En el estadio Scott tomé por Maury Avenue, donde había estudiantes sentados en los bancos o circulando en bicicleta con mochilas a la espalda o macutos al hombro, que parecían cargados de trabajo. También había muchos coches.
—¿Nunca has visto un partido aquí? —Marino se había reanimado un poco.
—No puedo decir que sí.
—¡Pues eso debería estar prohibido por la ley! ¿Tenías a tu sobrina estudiando aquí y nunca fuiste a ver a los Hoos? ¿Qué hacías entonces cuando venías a verla? Quiero decir, ¿qué hacíais Lucy y tú?
En realidad, hacíamos muy poco. Normalmente las horas que estábamos juntas las pasábamos en el campus, dando largos paseos, o hablando en su habitación. Por supuesto, salíamos mucho a cenar a restaurantes como The Ivy and Boar’s Head, y había conocido a sus profesores e incluso había asistido a alguna clase. Pero nunca había visto a sus amigos, los pocos que tuviera. Sus amigos, igual que los lugares donde se reunía con ellos, no los compartía conmigo.
Me di cuenta de que Marino aún estaba hablando.
—Nunca olvidaré el día que lo vi jugar —decía.
—Lo siento… —murmuré.
—¿Te imaginas medir dos metros diez? Ahora vive en Richmond, ¿sabes?
—Veamos… —Estudié los edificios ante los que pasábamos—. Buscamos la Escuela de Ingeniería, que empieza justo ahí. Pero tenernos que encontrar Ingeniería Mecánica, Aero-espacial y Nuclear.
Cuando apareció a la vista un edificio de ladrillo con acabados encalados, reduje la marcha y vi el rótulo. No me costó encontrar aparcamiento pero sí localizar al doctor Alfred Matthews. Había prometido esperarme en su despacho a las once y media, pero al parecer lo había olvidado.
—Entonces, ¿dónde coño está? —preguntó Marino, todavía preocupado por lo que llevábamos en el portaequipajes.
—En el recinto del reactor. —Subí de nuevo al coche.
—¡Oh, magnífico!
En realidad se llamaba Laboratorio de Física de Altas Energías y estaba en lo alto de una montaña que compartía con un observatorio. El reactor nuclear de la universidad era un gran silo de ladrillo, rodeado de un bosque cerrado mediante vallas, y Marino empezó a dar nuevas muestras de su fobia.
—Verás cómo te resultará interesante —le dije mientras abría la puerta del coche.
—Nada de esto me interesa lo más mínimo.
—Está bien. Entonces quédate aquí y entraré yo.
—Sobre eso no me vas a tener que convencer —fue su respuesta.
Saqué la muestra del portaequipajes, y al llegar a la entrada principal de la instalación pulsé un timbre. Alguien abrió la cerradura. Dentro había un pequeño vestíbulo donde encontré a un joven situado tras un cristal y le dije que buscaba al doctor Matthews. El muchacho repasó una lista y me informó de que el jefe del departamento de Física, a quien apenas conocía, estaba en aquel momento junto a la piscina del reactor. Seguidamente el joven descolgó un teléfono de comunicaciones interiores mientras me deslizaba por debajo del cristal una tarjeta de visitante y un detector de radiación. Los prendí en la chaqueta y el recepcionista dejó su puesto para acompañarme hasta una pesada puerta de acero, sobre la que un piloto rojo indicaba que el reactor estaba en funcionamiento.
Todos los objetos que vi en la sala, de altas paredes de baldosas sin ventanas, estaban marcados como radiactivos con una etiqueta amarillo intenso. En un extremo de la piscina iluminada, la radiación de Cerenkov hacía que el agua despidiera un resplandor mortecino en un fantástico color azul cuando los átomos inestables se desintegraban espontáneamente, siete metros más abajo, en la masa de combustible. El doctor Matthews cambiaba impresiones con un alumno que, según deduje al oírlos hablar, estaba utilizando cobalto en lugar de un autoclave para esterilizar micro tubos de ensayo utilizados para la fecundación in vitro.
—Pensaba que vendría mañana —me dijo el físico nuclear con expresión afligida.
—No, era hoy. Pero de todos modos le agradezco que me reciba. Traigo la muestra. —Le mostré la bolsa.
—Muy bien. George —se volvió hacia el muchacho—, ¿lo ha entendido bien?
—Sí, señor. Gracias.
—Vamos —me dijo Matthews—. Lo llevaremos ahí abajo y nos pondremos manos a la obra. ¿Sabe cuánto hay ahí?
—No con exactitud.
—Si hay suficiente, podemos hacerlo mientras espera.
Dejamos atrás otra puerta pesada, doblamos a la izquierda y nos detuvimos en una casilla que medía la radiación de las manos y de los pies. Se encendió una luz verde radiante y continuamos hasta una escalera que conducía al laboratorio de radiografía de neutrones, situado en un sótano entre toros de levantar cargas, un taller mecánico y unos grandes barriles negros que contenían residuos nucleares de baja intensidad a la espera de ser trasladados. En casi todas partes había equipos de emergencia y distinguí una cámara de control cerrada dentro de una sala estanca. Muy distinto de todo ello era la sala de conteo, una zona de techo bajo al fondo de la instalación. Tras sus gruesas paredes de hormigón sin ventanas se acumulaban gran número de vasijas de doscientos litros de nitrógeno líquido, detectores de germanio, amplificadores de señales y ladrillos de plomo.
El proceso de identificar la muestra resultó de una sencillez sorprendente. Matthews, sin más protección que la bata de laboratorio y unos guantes, colocó el fragmento de cinta adhesiva en un tubo que a continuación introdujo en un recipiente de aluminio de medio metro de longitud que contenía cristal de germanio. Por último apiló ladrillos de plomo por todos los lados para proteger la muestra de la radiación de fondo.
Para poner en marcha el proceso sólo se precisaba una orden del sistema informático. Inmediatamente un contador situado en la vasija empezó a medir la radiactividad para decirnos de qué isótopo se trataba. Todo aquello resultaba bastante extraño de observar, pese a que estaba acostumbrada a instrumentos casi mágicos como los microscopios electrónicos de barrido y los cromatógrafos de gases. Aquel detector, por el contrario, era una especie de casita de plomo bastante informe, enfriada con nitrógeno líquido, y no parecía capaz de pensamientos inteligentes.
—Ahora —dije—, si me firma el recibo de la entrega de la prueba me marcharé enseguida.
—Puede llevarme un par de horas. No es fácil precisarlo —contestó el físico. Firmó el impreso y le di una copia.
—Pasaré por aquí cuando haya visto a Lucy.
—Venga, la acompañaré para asegurarme de que no dispara ninguna alarma. ¿Qué tal su sobrina? —me preguntó mientras pasábamos diversos detectores sin una queja—. ¿Entró por fin en el MIT?
—Hizo un internado allí el otoño pasado —dije—. En robótica. Lucy vuelve a estar aquí, en la universidad, ¿sabe? Durante un mes por lo menos.
—Qué bien, no lo sabía. ¿Y qué estudia?
—Realidad virtual, creo que dijo.
Matthews mostró cierta perplejidad.
—¿No estudió ya eso cuando estuvo aquí?
—Supongo que será un curso más avanzado.
—Sí, tiene que serlo —comentó con una sonrisa—. Ojalá tuviera por lo menos un alumno como ella en cada clase.
Lucy debía de ser la única alumna de licenciatura de la Universidad de Virginia que sin estudiar físicas se había apuntado a un curso de diseño nuclear por gusto. Cuando salí de la instalación, Marino me estaba esperando apoyado en el coche y fumando.
—¿Y ahora, qué? —preguntó, todavía con aire sombrío.
—Creo que daré una sorpresa a mi sobrina y la llevaré a almorzar. Si quieres apuntarte, estás más que invitado.
—Yo me acercaré a la gasolinera Exxon del final de la calle para llamar desde el teléfono público —dijo él—. Tengo que hacer unas gestiones…