9

Mientras un coche patrulla se dirigía a hacer la comprobación pedida, introduje el cuerpo en una bolsa y cerré la cremallera. Al incorporarme noté un vahído. Por un momento me costó mantener el equilibrio; tenía la cara helada y se me nubló la vista.

—Una brigada se encargará de retirar el cuerpo —le dije a Marino—. ¿Podría alguien sacar de aquí esas malditas cámaras de televisión?

Los brillantes focos de las unidades móviles flotaban como satélites allá arriba, en la calle oscura, a la espera de que hiciéramos acto de presencia. Pete me dirigió una mirada porque ambos sabíamos que nadie podía hacer nada respecto a los reporteros o a lo que utilizaran para grabarnos. Mientras no interfiriesen con el trabajo en la escena de la investigación podían hacer lo que quisieran, sobre todo si iban en helicópteros y no podíamos echarles el guante.

—¿Vas a transportar el cuerpo tú misma? —me preguntó.

—No. Ya está aquí la brigada —respondí—. Y necesitamos ayuda para llevarlo ahí arriba. Diles que bajen.

Marino se puso en contacto por radio mientras nuestras linternas seguían barriendo los escombros, las hojas y los charcos llenos de agua fangosa. Después se volvió hacia mí.

—Dejaré a unos cuantos hombres aquí para que sigan buscando un rato más. A menos que el autor del disparo recogiera el casquillo, tiene que estar por aquí, en alguna parte.

—Miró ladera arriba y añadió—: El problema es que algunas de esas armas pueden expulsar el cartucho muy lejos y que ese helicóptero de mierda lo ha revuelto todo.

Al cabo de unos minutos, entre crujidos de cristales hechos añicos y tintineos metálicos, apareció el equipo de primeros auxilios con una camilla. Esperamos a que levantaran el cuerpo y estudié el lugar que había ocupado. Después miré hacia la negra abertura del túnel que se había excavado mucho tiempo atrás en una ladera demasiado blanda para sostenerlo y me acerqué hasta la misma boca. Al fondo, una pared sellaba el túnel, y el encalado de los ladrillos brilló a la luz de la linterna. Unos clavos de ferrocarril oxidados sobresalían de unas traviesas podridas y cubiertas de barro, y esparcidos por el hueco había viejos neumáticos y botellas.

—Ahí dentro no hay nada, doctora. Ya hemos mirado. —Marino venía tras mis pasos y estuvo a punto de resbalar—. ¡Mierda!

—Sí, está claro que no habría podido escapar por aquí. —Mi linterna descubrió adoquines y zarzas muertas—. Y aquí dentro tampoco podría esconderse nadie. Además, una persona normal no conocería este lugar.

—Vamos. —El tono de Marino era cortés aunque firme cuando me tocó del brazo.

—Este lugar no se escogió al azar. No hay mucha gente que lo conozca, ni siquiera entre los vecinos. —Seguí moviendo la luz—. Esto ha sido cosa de alguien que sabía perfectamente lo que hacía.

—Doctora, no es seguro… —insistió él entre el goteo del agua.

—Dudo mucho que Danny conociera el sitio. Esto ha sido premeditado y a sangre fría.

Mi voz resonó en las paredes viejas y oscuras. Esta vez Marino me agarró con fuerza y no me resistí.

—Aquí ya has hecho todo lo que podías hacer. Vámonos.

El fango se pegaba a mis botas y rezumaba sobre el calzado militar negro de Pete mientras seguíamos las podridas traviesas del tendido ferroviario hasta salir al aire gélido de la noche. Subimos juntos la pendiente sembrada de basura y dimos un cuidadoso rodeo en torno a la sangre vertida, desde donde había sido empujado el cuerpo de Danny ladera abajo como un saco de desperdicios. Todo había sido movido de sitio por la intensa ventolera del helicóptero y este hecho sería utilizado algún día si un abogado defensor lo consideraba importante. Aparté el rostro del resplandor de los focos y de los flashes fotográficos. Marino y yo nos retiramos sin hablar con nadie.

—Quiero ver el coche —le dije mientras la radio de su vehículo emitía una señal.

—Aquí coche cien —respondió, llevándose el micrófono a los labios.

—Adelante, uno diecisiete —indicó el hombre de la central.

—Hemos comprobado el aparcamiento delantero y el posterior, capitán —comunicó el coche 117 a Marino—. No hay rastro del coche que nos indicó.

—Recibido. —Marino colgó la radio con cara de preocupación—. El Suburban de Lucy no está en tu despacho. No lo entiendo. Todo esto no tiene sentido.

Nos encaminamos a pie a Libby Hill Park porque en realidad no estaba muy lejos y queríamos hablar.

—A mí lo que me parece es que Danny debió de recoger a alguien. —Marino encendió un cigarrillo—. Desde luego tiene el aspecto de ser un asunto de drogas.

—Danny no haría una cosa así mientras me traía el coche —le repliqué, aunque sabía que mi respuesta parecería ingenua—. No recogería a nadie.

Marino se volvió.

—Bueno, eso tú no lo sabes.

—Nunca he tenido motivos para pensar que era un irresponsable o que andaba metido en asuntos de drogas o en cosas por el estilo.

—A mí me parece muy claro que llevaba un estilo de vida alternativo, como lo llaman.

—Eso no lo sé con certeza. —Estaba harta del tema.

—Pues será mejor que lo averigües, porque tienes un montón de sangre encima.

—Siempre me preocupo mucho de eso, no importa de quién sea.

—Escucha, lo que digo es que incluso los conocidos de uno hacen cosas que nos desagradan —continuó. A nuestros pies se extendían las luces de la ciudad—. Y a veces las personas a las que no conoces demasiado bien son peores que los perfectos desconocidos. Tú confiabas en Danny porque te caía bien y porque lo considerabas un buen trabajador, pero tras las bambalinas podía ser cualquier cosa sin que tú te enteraras.

No protesté. Pete tenía razón en lo que decía.

—Era un chico atractivo —prosiguió—. Atractivo y guapo. Y de pronto se encuentra conduciendo ese coche increíble. En el mejor de los casos, quizá cedió a la tentación de darse una vueltecita antes de devolver el coche a la jefa. O tal vez sólo quería pillar un poco de droga.

A mí me preocupaba más que Danny hubiera sido víctima de intento de robo del coche y señalé que la policía había tenido una auténtica epidemia de tales intentos en la zona.

—Tal vez —asintió Marino al tiempo que mi coche aparecía a la vista—. Pero el Mercedes todavía está aquí. ¿Por qué iba alguien a llevar al conductor calle abajo, matarlo a tiros y dejar el coche donde está? ¿Por qué no robarlo? Tal vez deberíamos considerar un asunto de homosexuales. ¿Habías pensado en ello?

Llegamos al Mercedes y los reporteros tomaron más fotos e hicieron más preguntas, como si aquél fuera el crimen más importante de la historia. Rodeamos el coche sin hacerles caso y abrí la puerta del conductor para echar un vistazo al interior de mi S—320. Me fijé en los reposabrazos, en los ceniceros, en el tablero de instrumentos y en los asientos tapizados de cuero y no vi nada anormal. No observé señales de lucha, pero la alfombrilla del lado del copiloto estaba sucia y había huellas de zapatos.

—¿El coche está como lo han encontrado? —pregunté—. ¿Cómo es que la puerta no estaba cerrada?

—La abrimos nosotros —respondió Marino.

—¿Se subió alguien?

—No.

—Pues eso no estaba antes ahí. —Indiqué la alfombrilla.

—¿Qué?

—¿Ves esas huellas de zapatos y los restos de tierra? —Hablé en voz baja para que no me oyeran los reporteros—. El asiento del copiloto no debería haberlo ocupado nadie, por lo menos mientras Danny conducía. Y tampoco antes, mientras reparaban el coche en Virginia Beach.

—¿Qué me dices de Lucy?

—No. Últimamente no la he llevado. Y no recuerdo que haya subido nadie más desde la última limpieza.

—No te preocupes, pasaremos el aspirador por todas partes. —Pete desvió la mirada y añadió con disgusto—: Ya sabes que tendremos que quedárnoslo.

—Lo entiendo —asentí. Dimos media vuelta y emprendimos el camino de vuelta a la calle próxima al túnel, donde habíamos aparcado.

—¿Tú sabes si Danny conocía bien Richmond? —preguntó Marino.

—Estuvo en mi despacho alguna vez —respondí abatida—. De hecho, cuando lo contraté, hizo un internado de una semana con el equipo. No recuerdo dónde se alojaba, pero creo que era en el Comfort Inn de Broad Street. —Dimos unos pasos en silencio y añadí—: Por supuesto, conocía la zona alrededor del despacho.

—Sí, y eso incluye este lugar, porque tu despacho está sólo a unas quince calles de aquí.

Se me ocurrió una cosa:

—Tampoco sabemos si se acercó anoche por aquí para comprar algo para la cena antes de coger el autobús de vuelta a casa. A lo mejor hizo una cosa tan inocente como ésa.

Nuestros vehículos estaban cerca de varios coches patrulla y de una furgoneta de análisis de la escena del crimen, y los periodistas ya se habían marchado. Abrí la puerta de la furgoneta y me senté al volante. Marino se quedó plantado con las manos en los bolsillos y una expresión suspicaz, porque me conocía bien.

—No vas a examinarlo esta noche, ¿verdad? —me dijo.

—No. —No era necesario y no quería pasar por aquel trance.

—Y tampoco quieres volver a casa. Eso se nota.

—Hay cosas que hacer —murmuré—. Cuanto más esperemos, más podemos perdernos.

—¿Adónde quieres ir? —preguntó, porque sabía lo que era que mataran a alguien con quien uno trabajaba.

—Bueno, por aquí cerca hay varios locales de comidas. Millie’s, por ejemplo.

—No, demasiado caro, como Patrick Henry’s y la mayoría de locales del Slip y de Shockoe Bottom. Recuerda que Danny no tenía mucho dinero, a no ser que lo sacara de algún sitio que ignoramos.

—Poe’s, entonces. No está en Broad, pero queda muy cerca del parque. Y además está el Café, por supuesto.

—Yo también me inclinaría por ése.

Cuando entramos en Poe’s, el encargado estaba confirmando el cheque del último cliente de la noche. Esperamos un rato que se nos hizo eterno para que al final nos dijeran que la hora de cenar no había estado muy animada y que no se había presentado nadie parecido a Danny. Volvimos a los coches y continuamos hacia el este por Broad hasta el Hill Café. Se me aceleró el pulso cuando advertí que el restaurante quedaba una calle más abajo de donde se había encontrado mi Mercedes.

El bar, conocido por sus bloody marys y sus enchiladas, ocupaba la esquina, y a lo largo de los años había sido uno de los locales favoritos entre los agentes de policía. Era un auténtico bar de barrio y a aquella hora las mesas todavía estaban llenas, el aire saturado de humo y en la tele sonaban muy alto unos viejos video clips de Howie Long por la ESPN. Daigo, la encargada, estaba secando vasos tras el mostrador. Al ver a Marino le dedicó una sonrisa, mostrando los dientes.

—¿Qué hace por aquí tan tarde, capitán? —le preguntó, como si fuera la primera vez que sucedía—. ¿Dónde estaba hace un rato, cuando la movida?

—Dime tú a mí —respondió Marino—, ¿qué tal la noche en el tugurio donde hacen el mejor bocadillo de carne de la ciudad?

Se inclinó sobre la barra para que nadie más oyera lo que iba a decir. Daigo era una negra delgada, aunque nervuda y fuerte. Me miraba como si me conociera de haberme visto en alguna parte.

—Hace un rato han empezado a llegar de todas partes —explicó—. Pensaba que me iba a dar un patatús. ¿Les pongo algo a usted y a su amiga, capitán?

—Quizá —dijo él—. Conoces a la doctora, ¿verdad?

La mujer frunció el entrecejo, y de pronto le brillaron los ojos al reconocerme.

—Ya sabía que la había visto por aquí alguna vez. Con él. ¿Se han casado ya? —Se echó a reír como si fuera la cosa más graciosa que había dicho en su vida.

—Escucha, Daigo —prosiguió Marino—, quisiéramos saber si hace un rato has visto por aquí a un chico blanco, delgado, con el pelo negro y largo, y muy guapo. Seguramente llevaba cazadora de cuero, tejanos, suéter, zapatillas deportivas y un aparato ortopédico rojo brillante en la rodilla. Tiene unos veinticinco años y conducía un Mercedes Benz negro, nuevo, con un montón de antenas en la carrocería.

La mujer entrecerró los ojos y puso una cara muy seria, con la toalla de secar los vasos inmóvil en la mano, mientras Marino seguía hablando. Sospeché que no era la primera vez que la policía le hacía preguntas sobre asuntos desagradables, y por la mueca de sus labios deduje que no tenía ningún aprecio por esos tipos vagos y sin escrúpulos que no tenían el menor miramiento en arruinar una vida decente.

—Sé perfectamente a quién se refiere —le oí decir.

Sus palabras produjeron el efecto de un estampido. De pronto Daigo acaparó toda nuestra atención. Los dos nos quedamos boquiabiertos.

—Llegó a las cinco, creo, porque todavía era pronto. Había algunos tipos tomando cerveza, como casi siempre, pero el comedor aún estaba casi vacío. Se sentó por ahí.

Indicó una mesa vacía al fondo del local, bajo unas cintas colgantes y junto a la pared blanca de ladrillo con el cuadro de un pollito. Mientras observaba la mesa en la que Danny había tomado su última comida después de haber viajado a la ciudad porque yo se lo había pedido, su imagen apareció en mi mente. Primero lo vi vivo, siempre tan animado y servicial, con sus hermosas facciones y sus cabellos largos y relucientes; después lo vi ensangrentado y cubierto de lodo en una ladera oscura, revuelto con la basura. Sentí una opresión en el pecho, y por un momento tuve que apartar la mirada. Tenía que hacer otra cosa con los ojos.

Cuando me hube dominado un poco, me volví a Daigo.

—Ese joven trabajaba para mí en la oficina del forense. Se llamaba Danny Webster.

La mujer me miró largamente porque entendió al instante mi claro mensaje.

—¡Oh! —exclamó en voz baja—. Era él. ¡Oh, Señor, no me lo puedo creer! Ha salido en las noticias y aquí no han parado los comentarios en toda la noche, porque ha sucedido ahí al lado.

—Sí-murmuré.

Ella se volvió hacia Marino como si le suplicara.

—¡Pero si apenas era un muchacho! Estuvo aquí, no se metió con nadie y lo único que hizo fue comerse un bocadillo… ¡Y después va alguien y lo mata! —Daigo se agarró a la barra con gesto de rabia—. Hay demasiada maldad. ¡Demasiada, maldita sea! Estoy harta. Esa gente que mata como si tal cosa…

Varios comensales próximos captaron la conversación pero continuaron la suya sin hacer comentarios y sin lanzar miradas furtivas hacia nosotros. Marino iba de uniforme. Se notaba que era un oficial, y en esos casos la gente siempre mostraba una marcada inclinación a ocuparse de sus propios asuntos. Esperamos a que la mujer desahogara suficientemente su bilis. Después encontramos una mesa en el rincón más tranquilo del local y Daigo hizo una seña a una camarera para que se acercara.

—¿Qué quiere tomar, encanto? —me preguntó.

En aquel momento no me creía capaz de probar bocado y pedí una infusión de hierbas, pero Daigo no quiso ni oír hablar de ello.

—Veamos… —dijo a la camarera—. Tráele a la doctora una porción de mi budín de pan con salsa de Jack Daniel’s.

No se preocupe, encanto, el alcohol se ha evaporado en la cocción —añadió, y en aquel momento la doctora era ella—. Y una taza de café bien cargado. ¿Y usted, capitán? —Se volvió hacia Marino—. ¿Quiere lo de costumbre? —prosiguió, y sin dar tiempo a que Pete respondiera indicó a la muchacha—: Será un bocadillo de bistec al punto, cebollas a la parrilla y patatas fritas. Y tráele kétchup, mostaza y mayonesa. Nada de postre; todos queremos que este hombre siga vivo.

—¿Os molesta? —Marino sacó el paquete de cigarrillos como si aquel día aún le faltara por hacer una cosa más que lo pusiera en riesgo de muerte.

Daigo también encendió un cigarrillo y se extendió más sobre lo que recordaba del asunto, que era prácticamente todo, porque el Hill Café era de esos bares donde la gente se fijaba en los desconocidos. Según ella, Danny había estado allí menos de una hora. Había llegado solo, se había marchado también solo y en ningún momento había dado la impresión de que esperara a alguien. Parecía pendiente de la hora porque consultaba el reloj con frecuencia y había pedido un bocadillo, patatas fritas y una Pepsi. La última cena le había costado a Danny Webster seis dólares y veintisiete centavos. A la camarera, que se llamaba Cissy, le había dado un dólar de propina.

—¿Y no has visto rondar por los alrededores, en algún momento del día, a nadie que te haya despertado recelo? —preguntó Marino.

—No, capitán. —Daigo acompañó sus palabras con un gesto de la cabeza—. Pero eso no significa que no hubiera algún hijo de puta merodeando por la calle. Porque están ahí fuera. No hay que ir muy lejos para encontrarlos. Pero si había alguien, yo no lo vi. Y ninguno de los clientes que estaban aquí me comentó que se hubiera topado con algún tipo raro.

—Pues tendremos que preguntar a tus clientes, por numerosos que sean —dijo Marino—. Quizás alguien ha visto un coche a la hora en que Danny salió de aquí.

—Tenemos la cuenta de las mesas. —Daigo hundió los dedos entre los cabellos; parecía casi fuera de sí—. En cualquier caso, conocemos a la mayoría de la gente que ha pasado por aquí.

Nos dispusimos a marcharnos pero había un detalle más que necesitábamos saber.

—¿No pidió nada para llevar? —pregunté a la mujer.

Daigo me miró, desconcertada, y se levantó de la mesa.

—Voy a preguntar.

Marino aplastó un cigarrillo recién encendido y vi que estaba muy congestionado.

—¿Te encuentras bien? —le dije.

Pete se secó el rostro con una servilleta.

—Aquí dentro hace un calor de cojones.

—Se llevó las patatas fritas —anunció Daigo cuando regresó—. Cissy dice que se comió el bocadillo y la ensalada de col, pero reservó casi todas las patatas fritas. Y cuando pasó por caja, compró un paquete gigante de chicle.

—¿De qué marca? —pregunté.

—Está casi segura de que era Dentyne.

Cuando salíamos del local, Marino se desabrochó el cuello de la camisa blanca del uniforme y aflojó el nudo de la corbata.

—Maldita sea, hay días en que querría no haber dejado nunca la brigada A —masculló, porque cuando era jefe de detectives vestía siempre de civil—. No me importa que alguien me vea. Estoy a punto de morirme.

—Por favor, ¿lo dices en serio? —murmuré.

—No te preocupes, doctora. Todavía no estoy en las debidas condiciones para una de tus mesas. Lo único que me pasa es que he comido demasiado.

—Sí, tienes razón. Y también has fumado demasiado. Y eso es lo que prepara a la gente para pasar por mis mesas, maldita sea. Ni se te ocurra pensar en morirte. Estoy harta de que la gente se muera.

Habíamos llegado a mi furgoneta y Pete me miraba fijamente, buscando algo que yo no quisiera que viese.

—¿Y tú? ¿Te encuentras bien?

—¿Tú qué crees? Danny trabajaba para mí. —Busqué la llave con mano temblorosa—. Parecía honrado y buen chico. Siempre intentaba hacer lo correcto. Me traía el coche desde Virginia Beach porque se lo pedí, y ahora le han volado la cabeza. ¿Cómo coño crees que me voy a sentir?

—Me parece que te estás tomando esto como si en cierto modo fuera culpa tuya.

—Y quizá lo sea.

Nos miramos a los ojos, inmóviles en la oscuridad.

—No, nada de eso —dijo él, por fin—. La culpa es del hijoputa que apretó el gatillo. Tú no tienes absolutamente nada que ver. Pero si yo estuviera en tu lugar, también me sentiría mal.

—¡Dios mío! —exclamé de improviso.

—¿Qué?

Marino miró alrededor, alarmado, como si yo hubiera visto algo.

—La bolsa de las patatas fritas. ¿Qué fue de ella? En el Mercedes no estaba, seguro. Yo no vi que hubiera nada allí. Ni siquiera un envoltorio de chicle —añadí.

—Tienes razón. Y yo tampoco vi nada en la calle donde estaba aparcado. No encontramos nada en el cuerpo ni en la escena del crimen.

Quedaba un sitio donde nadie había mirado y era precisamente allí, en la calle junto al restaurante. Sacamos de nuevo las linternas y batimos la zona. Miramos en Broad Street pero fue en la calle Veintiocho donde encontramos la bolsita blanca, junto al bordillo, mientras un perrazo se ponía a ladrar en un patio. La situación de la bolsa daba a entender que Danny había aparcado el coche lo más cerca posible del bar, en una zona con pocas luces donde los edificios y árboles producían densas sombras.

Marino se agachó junto a lo que sospechábamos que podían ser los restos de la cena de Danny.

—¿Tienes un par de bolígrafos en el bolso?

Encontré un lápiz y un peine de mango largo y se los di. Con aquellos sencillos instrumentos abrió la bolsa sin tocarla y la inspeccionó. Dentro estaban las patatas fritas frías, envueltas en papel de estaño, y un paquete gigante de chicle Dentyne. La visión del chicle resultaba perturbadora y sugería una historia terrible. Danny había sido interceptado cuando salía del local camino del coche. Tal vez alguien había emergido de las sombras y había sacado un arma mientras Danny abría la puerta del Mercedes. No lo sabíamos, pero parecía probable que fuera obligado a conducir hasta la calle siguiente, donde le habían hecho bajar y lo habían llevado a un descampado remoto y boscoso para darle muerte.

—¡A ver si se calla ese maldito perro de una vez! —exclamó Marino mientras se incorporaba—. No te muevas de aquí. Vuelvo enseguida.

Cruzó la calle hasta su coche y abrió el portaequipajes. Al regreso traía una de esas bolsas grandes de papel marrón que la policía utiliza normalmente para guardar pruebas materiales. Mientras yo la mantenía abierta, él utilizó el lápiz y el peine para introducir en ella los restos de la cena de Danny.

—Sé que debería llevar esto a la sección de custodia de pruebas, pero allí no quieren saber nada de comidas. Además no hay frigorífico.

Pete cerró la bolsa de las pruebas enrollando la abertura entre crujidos del papel. Luego echamos a andar y nuestros pasos resonaron en la calzada con un acusado arrastrar de pies.

—Aquí fuera hace más frío que en cualquier frigorífico —prosiguió—. Si encontramos alguna huella, lo más probable es que sea suya, aunque de todos modos haré que lo comprueben en el laboratorio.

Marino guardó la bolsa en el portaequipajes. No era ni mucho menos la primera vez que lo hacía. La resistencia de Marino a seguir las normas del departamento iba más allá de la indumentaria.

Eché una ojeada a la calle oscura y orlada de coches aparcados.

—Sucediera lo que sucediese, debió iniciarse aquí-dije.

Marino también miró alrededor, sin decir una palabra.

—¿Crees que fue por el Mercedes? —me preguntó por fin.

—No lo sé —respondí.

—Bueno, sí, podría ser el móvil —dijo él—. Con ese coche parecería un chico rico, aunque no lo era. —Nuevamente me sentí abrumada por la culpa—. Pero sigo pensando que quizá se encontró con alguien a quien se proponía recoger.

—Tal vez sería más fácil si Danny anduviera metido en algo feo —murmuré—. Tal vez sería más cómodo para todos, porque de ser así podríamos echarle la culpa de que lo mataran.

Marino guardó silencio y me miró.

—Vete a casa y duerme un poco. ¿Quieres que te siga?

—No, gracias. Me las arreglo sola.

Pero en realidad no me sentía nada bien. El viaje se me hizo muy largo y el trayecto estaba más oscuro de lo que recordaba. Además me sentía torpe en todo lo que intentaba hacer. Incluso me resultó difícil bajar el cristal de la ventanilla y buscar el cambio exacto en el peaje. Entonces la moneda que había lanzado cayó fuera de la cesta, y cuando alguien de la cola hizo sonar el claxon di un respingo en el asiento. Estaba tan fuera de mí que no podía pensar en nada que me tranquilizara. Ni siquiera en un whisky.

Llegué a la urbanización casi a la una de la madrugada. El guarda que me franqueó el paso tenía una expresión ceñuda y temí que él también hubiera oído las noticias y supiera de dónde venía. Cuando detuve la furgoneta frente a mi casa, me quedé de piedra al ver el Suburban de Lucy aparcado en el camino privado.

Estaba levantada y parecía recuperada. La encontré en el salón; la chimenea estaba encendida, tenía una manta sobre las piernas. En la tele, Robin Williams estaba graciosísimo en el Met.

—¿Qué ha sucedido? —Me senté a su lado—. ¿Cómo ha llegado tu coche aquí?

Lucy llevaba puestas las gafas y leía un manual del FBI.

—Han llamado de tu servicio de mensajería —me dijo—. El tipo que conducía mi coche llegó a tu despacho del centro, pero ese ayudante tuyo no se presentó. Danny, ¿no es eso? Entonces el tipo del coche ha llamado y ha preguntado qué hacía. Le he dicho que trajera el coche hasta la caseta del guarda y he salido a buscarlo.

—¿Pero qué ha sucedido antes? —repetí—. Ni siquiera sé cómo se llama ese hombre. Parece que era un conocido de Danny. Danny venía con mi coche. Habíamos acordado que dejarían los dos coches aparcados en la parte de atrás de mi oficina. —Hice un alto y me limité a mirar a mi sobrina—. ¿Tienes idea de qué sucede, Lucy? ¿Sabes por qué llego a casa tan tarde?

Ella cogió el mando a distancia y apagó el televisor.

—Lo único que sé es que has tenido que salir para atender un caso. Es lo que me has dicho antes de marcharte.

Le conté lo sucedido. Le dije quién era Danny y cómo había muerto, y lo de mi coche. Se lo expliqué con todo lujo de detalles.

—Lucy —le pregunté después—, ¿tienes idea de quién era la persona que te trajo el coche?

Lucy estaba muy erguida en el sofá.

—Era un chico hispano y se llamaba Rick. Llevaba un pendiente, tenía el pelo corto y le calculo unos veintidós o veintitrés años. Era muy educado y simpático.

—¿Dónde está ahora? Seguro que no te limitaste a cogerle las llaves y a despedirlo.

—Claro que no. Lo llevé a la estación de autobuses. George me dijo cómo llegar.

—¿George?

—El guarda de servicio a esa hora, el de la barrera. Calculo que debió de ser hacia las nueve.

—¿Entonces Rick ha vuelto a Norfolk?

—No sé adonde habrá ido. Mientras lo llevaba me dijo que estaba seguro de que Danny aparecería. Probablemente no tiene idea de lo sucedido.

—Esperemos que no, a menos que lo haya oído en las noticias. Esperemos que no estuviera allí.

La idea de que Lucy viajara sola en su coche con aquel desconocido me llenó de terror. Evoqué la imagen de la cabeza destrozada de Danny y casi volví a palpar el hueso astillado bajo los guantes, resbaladizos debido a la sangre.

—¿Se considera sospechoso a Rick? —preguntó Lucy, sobresaltada.

—De momento, como cualquier otro.

Descolgué el teléfono del mueble bar. Marino también acababa de llegar a casa y, sin darme tiempo a decir nada, me comunicó sus novedades.

—Hemos encontrado el casquillo.

—Magnífico —respondí con alivio—. ¿Dónde?

—Si te sitúas en el camino, de cara a la boca del túnel, estaba entre unos matorrales a unos tres metros a la derecha de donde empezaba el rastro de sangre.

—Ventanilla del eyector a la derecha —indiqué.

—Sin duda, a menos que tanto Danny como su asesino bajaran la colina de espaldas. Y ese cabrón sabía lo que se hacía. Disparó un cartucho del cuarenta y cinco. La munición de un Winchester.

—Excesiva.

—En eso tienes razón. Alguien quería asegurarse de que Danny quedaba bien muerto.

Informé a Marino de que Lucy había conocido al amigo de Danny.

—¿Te refieres al tipo que conducía su coche? —preguntó. Le expliqué lo que sabía—. Quizás el asunto vaya tomando más sentido —comentó entonces—. Los dos coches se separaron por el camino, pero a Danny no le preocupaba porque había dado a su colega la dirección para la entrega y un número de teléfono.

—¿Puede alguien investigar quién es ese Rick, antes de que se esfume? —pregunté—. ¿Habría modo de interceptarlo cuando baje del autobús?

—Llamaré a la policía de Norfolk. De todos modos tengo que hacerlo porque alguien tendrá que acercarse a casa de Danny para comunicar lo sucedido a la familia antes de que se enteren por los noticiarios.

—La familia vive en Chesapeake. —Di la mala noticia a Pete y pensé que yo también debería hablar con los padres.

—Mierda —masculló.

—No comentes nada de esto con el detective Roche. Y no quiero que ese tipo se acerque a la familia de Danny.

—No te preocupes. Será mejor que tú te pongas en contacto con el doctor Mant.

Llamé al número del piso de su madre en Londres, pero no hubo respuesta y dejé un mensaje urgente. Tenía muchas llamadas por hacer y estaba agotada. Me senté en el sofá junto a Lucy.

—¿Qué tal estás?

—Bueno, he repasado el catecismo pero no creo que esté preparada para la confirmación.

—Espero que algún día lo estés.

—Tengo un dolor de cabeza que no se me va.

—Te lo mereces.

—Tienes toda la razón. —Se frotó las sienes.

—¿Por qué haces estas cosas, después de lo que has pasado? —No pude evitar la pregunta.

—No siempre sé el motivo. Quizá porque tengo que ser así de retorcida. Les sucede a muchos agentes. Corremos y hacemos pesas y nos preparamos a fondo… y luego lo echamos todo a rodar el viernes por la noche.

—Bueno, esta vez por lo menos estabas en un lugar seguro para hacerlo.

—¿Tú no pierdes nunca el control? —Buscó mi mirada—. Porque nunca he visto que…

—No he querido que me vieras perderlo —respondí—. Era lo único que sabía hacer tu madre, y necesitabas a alguien con quien sentirte segura.

—Pero no has contestado a mi pregunta —dijo Lucy sin pestañear.

—¿A qué pregunta? ¿Si me he emborrachado alguna vez? —Ella asintió—. No es algo de lo que me sienta orgullosa, y me voy a la cama.

Me puse en pie. Su voz me siguió mientras me dirigía a la puerta.

—¿Más de una vez?

Me detuve y me volví a mirarla.

—Lucy, hay muy pocas cosas que no haya hecho a lo largo de mi prolongada y dura existencia. Y nunca te he juzgado por nada de lo que tú has hecho. Sólo me he preocupado cuando he creído que tu conducta te iba a perjudicar.

Volvía a hablarle con circunloquios.

—¿Y ahora? ¿Estás preocupada por mí?

Sonreí un poco.

—Lo estaré hasta que me muera.

Me fui a mi habitación y cerré la puerta. Dejé la Browning junto a la cama y tomé un Benadryl porque de lo contrario no habría pegado ojo en las pocas horas que tenía para dormir. Cuando desperté, al amanecer, estaba sentada en la cama con la lámpara encendida y el último número del boletín de la Asociación Americana de Juristas aún en las manos. Me levanté y salí al pasillo. Me sorprendió encontrar abierta la puerta de la habitación de Lucy. La cama estaba sin deshacer, no la vi en el sofá del salón y me apresuré a buscar en el comedor de la parte delantera de la casa. Miré por las ventanas hacia la vacía extensión de losas heladas y hierba. Era evidente que el Suburban se había marchado hacía ya bastante rato.

—Lucy —murmuré como si pudiera oírme—. ¡Maldita sea, sobrina!